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Llovía, y pequeñas gotas golpeaban los muros de piedra antes de descansar sobre las aceras. Tal vez, un observador minucioso pudiese inventariar la ciudad contemplando las grietas y los restos de vegetación que convivían tranquilamente entre los paredones. Sin embargo, en la mente de Judith solo andaba la idea fija de llegar a su destino, aquel trabajo afortunado en una peluquería del centro. Había desayunado al igual que cada mañana en el pequeño pantry de su departamento localizado en el modesto barrio de Bello Campo. Como el miércoles, y el martes que lo precedía, comió solo dos rebanadas de pan de centeno untadas con una conveniente porción de mermelada de fresas, acaso el único lujo que le permitía cubrir su modesto presupuesto. La familia de Judith se reducía exclusivamente a su hermana mayor, Andrea, quien, tras la muerte de su madre, se había encargado de su cuidado y educación.

En el barrio corrían muchas noticias acerca de Timothy O´Brien, un escocés oriundo de la ciudad de Edimburgo quien sería el padre de ambas mujeres. Al parecer, había llegado al país hacía unos treinta años, para ocupar el cargo de gerente en una sucursal del Bank of Scotland. De carácter áspero y robusto de carnes, su presencia resultaba un poco intimidante para quienes tenían el infortunio de conocerle. Estos rasgos se veían acentuados a medida que transcurrían los primeros minutos en su compañía, pero, como ocurre con aquellas combinaciones de elementos muy poco diferenciados entre sí, bastaba una mínima alteración en alguno de ellos para dar al traste con cualquier apreciación inicial que se tuviera. En su mirada, se advertía el brillo de la nostalgia por la patria lejana, junto a una curvatura bastante inusual de las cejas que otorgaba a su fisonomía un aire de misterio. En ello, quizá residía ese magnetismo particular que lo unía con las representantes del sexo opuesto. No fue difícil para una sencilla chica del campo que se ganaba la vida como ayudante de mantenimiento de las oficinas del Bank of Scotland entablar conversación con uno de sus altos ejecutivos. Al principio, fue solo un golpe de vista lanzado en dirección a su rostro mientras sacudía el polvo de su escritorio y amontonaba algunos papeles dispersos sobre la cubierta de madera de un archivador, a eso le siguió una sonrisa y la invitación para tomar una taza de café en una panadería cercana. En menos de tres meses compartían un departamento y, un año después, ya Andrea venía en camino.

Lo cierto es que la relación entre ambos se fue desgastando tras el nacimiento de la menor de las hijas. Los vecinos dieron cuenta de discusiones feroces causadas por las frecuentes borracheras de O´Brien y de su gusto por apostar en el hipódromo altas sumas de dinero en perjuicio de la economía familiar. Así que, un buen día, nadie volvió a ver a Timothy por aquel lugar y los rumores acerca de una posible separación de la pareja acabaron adquiriendo visos de certeza. Si se fue, o terminó siendo expulsado del domicilio por su mujer, es algo que carece de toda importancia en una ciudad donde los resultados pesan más que las motivaciones y las formalidades para llegar a ellos. Clara resultó una madre abnegada que limpiaba oficinas, lavaba ropa por encargo y cosía delantales para una fábrica de uniformes del vecindario, intentando, por cualquier medio a su alcance, cubrir los gastos del mes… En más de una ocasión se acostó sin cenar y, puede decirse, que no dudó en liquidar hasta el último de sus recuerdos preciados buscando traer el pan a su mesa y llenar los estómagos de sus pequeñas.

El tiempo transcurrió, y las niñas crecieron… Andrea estudió arquitectura y consiguió un puesto de trabajo en una reconocida firma de construcción. Colaboró en proyectos muy diversos, desde diseño de casas hasta gigantescas torres de oficinas que representaban verdaderos hitos en el paisaje urbano. Su estatura no sobrepasaba el metro setenta, aunque la cabellera marrón y los tacones tipo agujas que se contaban entre sus calzados predilectos, la hacían ver un poco más alta y representar una edad que estaba lejos de corresponderle. Judith, por su parte, nunca fue muy aplicada… Lo suyo eran las reuniones con los amigos, el maquillaje y deleitarse ante la contemplación de los aparadores que poblaban los centros comerciales. Eso, en el «argot» juvenil, se conocía como «vitrinear». No le fue difícil acabar, pues, desempeñándose en algo que siempre quiso hacer: pasar las horas más productivas del día en una peluquería. Así, cuando había clientas, metía sus manos en las cabelleras ajenas, bien para derrochar su creatividad peinando melenas y moños de última moda, o simplemente para aplicarles tinte, lavado y secado con todo lo que ello implicaba. Sus ratos libres, los desquitaba pasando la vista por los envases de los esmaltes de uñas o leyendo las revistas de farándula depositadas en la diminuta salita de espera ubicada al frente de los lavacabezas. Fue allí, precisamente, donde se enteró de un lugar paradisíaco ubicado a decenas de kilómetros de la capital. Se trataba de un spa que ofrecía diversos tipos de masajes, terapias florales y tratamientos que aprovechaban las propiedades medicinales de las aguas termales presentes en el lugar. Estaba regentado por una doctora: Helen Anderson, quien había reclutado un equipo de profesionales formados en Europa para brindar salud, descanso y esparcimiento a sus clientes.

Llegar allí no revestía ningún problema, pues una línea férrea conectaba a la ciudad con un pequeño enclave de las montañas, donde un transporte del propio spa prestaba el servicio de recoger a los huéspedes cada semana. El otro tema era el precio, pero, para cubrir este minúsculo detalle, Judith disponía del apoyo económico de un benefactor. Él estaba decidido a no negarle nada a su hermana Andrea, claro, siempre y cuando Judith fuese capaz de manejar la discreción en aras de no estropear la sorpresa.

El viernes de esa semana, se encontró con Andrea en la Feria de Comida de un centro comercial tapizado íntegramente por paneles de vidrio templado, como suelen ser estas catedrales del merchandising. Para nadie era un secreto que su trabajo en la peluquería dependía de la llegada de los clientes y, en esta particular época del año, los negocios habían disminuido las ventas debido a la contracción de la actividad económica general. Es más, el acuerdo que mantenía Judith con sus jefes le permitía ausentarse del lugar por unas horas, siempre y cuando estuviese disponible alguien para reemplazarla con el secador de pelo y las tijeras. Esa tarde, le pediría el favor a su amiga Karla, quien se alegró ante la posibilidad de beneficiarse con alguna propina adicional.

Lo cierto es que, a la una en punto, las hermanas se reunieron con la simple excusa de almorzar fuera de casa. A Judith le apetecía una hamburguesa con queso derretido y lonjas de tocineta servida entre dos panes enriquecidos con semillas de ajonjolí. Como aderezo, un chorro de salsa de tomate y algunos puntos de mostaza de Dijon. Andrea, por su parte, optó por una combinación más saludable… En un autoservicio, eligió una pechuga de pollo a la plancha, acompañada con puré de patatas y vegetales cocinados al vapor a los cuales se les había añadido un toque muy bajo de sal. El menú no estaría completo sin dos vasos de refresco repletos de hielo picado y, como la tradicional guinda del pastel, una porción de Charlotte de frutos rojos para compartir.

—Deberíamos hacer esto más a menudo… —admitió Andrea deslizando un trozo de pollo por el puré de patatas.

—Es cierto y, la próxima semana, procuraré fastidiarte cada día siempre que no esté en la sala de masajes o relajándome en la piscina, ja, ja, ja.

—Deja de fumar cosas extrañas, la locura hay que mantenerla a raya pues, de lo contrario, acabará dominando cada aspecto de tu vida —habló Andrea mostrando un cierto aire de extrañeza.

—¡Ay, hermanita! Esos eventos peculiares son los que hacen a la vida tan atrayente. ¡Qué me dirías si te enteraras hoy que sales de viaje en… digamos cuarenta y ocho horas!

—Diría, simplemente, que tus desvaríos mentales han llegado al extremo de ser peligrosos.

—Ja, ja, ja. —Rio Judith mientras bebía de su refresco y se reclinaba sobre la silla—. Pues, todo está decidido y… tenemos una semana pagada en un reconocido y costosísimo spa que ofrece los beneficios de sus aguas termales para disminuir el estrés, relajar los músculos, retrasar el envejecimiento y oxigenar la sangre.

—¿Cómo piensas que podremos pagarlo? Tal vez, reuniendo cupones de descuento de las cajas de cereal o, mejor, peinando a celebridades que desfilan en la alfombra roja de los Premios de Cine de la Academia.

—Deja la ironía, Andrea, un importante patrocinador quiere que hagamos este viaje y, después de almorzar, iremos por abrigos nuevos.

—Entonces va en serio la cosa.

—Totalmente.

—Pero… mi trabajo, mi novio, mis… —balbuceó Andrea antes de ser interrumpida por Judith.

—Todo arreglado, hermanita, no puedo dar más detalles, pues he prometido guardar silencio, hasta que… —Judith calló por un segundo aspirando el aire exterior— llegue el momento.

Las hermanas terminaron su comida y, acto seguido, descendieron al piso inferior usando las escaleras mecánicas. A esta hora, el centro comercial se hallaba abarrotado de personas que, tras el almuerzo, retornaban a toda prisa a sus trabajos. Ellas entraron a una tienda por departamentos localizada al final de un ancho pasillo, justo entre los sanitarios y una librería. Los exhibidores metálicos, repletos de ganchos de ropa, parecían osamentas en las que se bamboleaban: vestidos, camisas y abrigos de lana. Las chicas querían verlo todo de golpe, descolgando cada prenda para revisar su composición, talla y recomendaciones de lavado. Parecía que nada pasaba inadvertido para estas hermanas, concentradas en elegir la mejor opción, siempre al menor precio. Ellas, iban y venían, llevando fardos de prendas a los probadores y contemplando su imagen reflejada en los espejos. Ser coqueta no era un pecado, más cuando les esperaba una aventura singular en las montañas. Andrea terminó eligiendo una gabardina, un par de pantuflas decoradas con corazones bordados, y una blusa blanca elegante de seda natural, provista de botones dorados y un lazo en cinta de raso negra rematando el cuello. Judith, en cambio, se inclinó por los pantalones vaqueros, las franelas y las medias tobilleras. Como podría refrescar el clima durante las noches debido a la altura, incluyó entre sus preferencias un suéter con el tradicional «cuello de cisne», es decir: bastante ceñido, redondo y alto que, por sus características, se podía doblar para cubrirlo en las prendas de este tipo. Los colores de la temporada eran oscuros, pues todavía no salían al mercado las novedades que traía la primavera. En pocos minutos, Andrea y Judith reconocieron las bondades de usar el nuevo límite que el banco le había aprobado a su tarjeta de crédito. Así que, no dejaron ni un solo centavo congelado, repitiendo, casi al unísono, una frase que más se equiparaba a un eslogan publicitario que a una simple exposición de motivos: ¡a gastar que el mundo se va a acabar!

Los caballeros del sol negro

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