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III

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—Alcánzame la bolsa del tejido, es ist Zest, etwas produktives zu tun (llegó la hora de hacer algo productivo) —dijo Sonia a su esposo Héctor.

—Sofort. Deine Wϋnsche sind Aufträge fϋr mich (Tus deseos son órdenes para mí) —respondió Héctor, sosteniendo una bolsa de tela marrón que ocultaba en su interior algunos ovillos de lana y un par de agujas larguísimas.

—La clave de realizar un buen tejido es no desfallecer y, claro, saber contar. Con algunas lecciones yo podría transformarte en una auténtica araña —habló Sonia, intentando buscar la atención de Judith, a sabiendas que la dormilona Andrea era ya un caso perdido.

A Judith poco le interesaban las labores manuales, a pesar de que su trabajo diario en la peluquería le permitía desarrollar destrezas que solo tenían como límite la propia imaginación. Atraída por el movimiento del tren y los paisajes que aparecían y se desvanecían en las ventanillas, lo menos que le provocaba era adentrarse en las técnicas del ganchillo y el tejido con dos agujas. Pero, obligada por su educación, no le quedaba otro remedio que responder:

—Supongo que está por comenzar un lindo suéter —dijo Judith siguiendo el hilo de la conversación.

—En realidad, querida, se trata más bien de una bufanda. Es para Héctor, ¿sabes?, para que no se resfríe y me haga levantarme por las noches queriendo tomarse un té caliente con limón. Los hombres son como niños, y nosotras tenemos que ir siempre correteándoles: no coman dulce, abríguense, no dejen los zapatos tirados debajo de la cama, lávense las manos antes de sentarse a la mesa…

—Ja, ja, ja. Es verdad —admitió Judith enfocando su mirada en la cara regordeta de Héctor.

—Pero como nos necesitan ustedes… —tomó Héctor la palabra.

De aquí en adelante aparecieron las preguntas. Era como si la confianza surgida trajera otras cosas casi por añadidura… Sin haberlo pensado, Judith comenzó a relatar episodios de la vida familiar e, incluso, dio buena cuenta de sus padecimientos de salud que se reducían a unos estados gripales ocasionales y alergias a ciertos alimentos, en especial a los mariscos y las comidas en extremo picantes.

El tren, poco a poco, se internó entre las montañas. Los pinos hicieron su aparición describiendo formas caprichosas sobre el paisaje mientras eran azotados por la brisa. Las vertientes rocosas desembocaban en pequeños ríos estacionales que serpenteaban hasta llegar al encuentro de lagos cristalinos. En todo caso, parecía flotar en el ambiente un vaho misterioso, un enigma que gravitaba entre las piedras y los arbustos escondiéndose de las miradas curiosas. Judith empujó las cortinas para tener una mejor visión del panorama que la rodeaba. Tras el cristal de la ventanilla, el vapor que emergía de la caldera encendida de la locomotora se fundía con las nubes escindiendo la bóveda celeste. Hasta donde la vista podía abarcar, se advertían algunas construcciones colgadas de las cimas más altas como si fuesen alfileres cuya única función era sujetar el paño del cielo.

—¿Acaso eres una admiradora de los prodigios de la naturaleza? —se interesó Sonia—. En la tierra de mis ancestros, cada veinticinco de diciembre celebrábamos el día del nacimiento del sol invencible, en el que reverenciábamos a este astro que, tras acortar su presencia desde el solsticio de verano, recobraba nuevamente las fuerzas luego del otoño y la muerte invernal.

—De hecho, durante mis ratos de ocio, me gusta dibujar árboles y animales —agregó Judith, concentrada en dar cuenta del paisaje.

—¿No habéis visto los urus de seguro?

—¿Se trata de una nueva especie, quizás de algún animal extinto? —preguntó Judith a Sonia, delatando su curiosidad.

En este instante, el vagón giró con brusquedad y, acto seguido, se internó en un largo túnel. La oscuridad lo abarcó todo de pronto, mientras los quejidos del metal se unían a las voces de Sonia y de Héctor, que se enredaban en un parlamento incomprensible. Cuando volvió de nuevo la claridad al compartimiento del tren, fue Héctor quien hizo uso de la palabra en un tono más grave. Sonia, por su parte, movía las agujas entre los estambres concentrándose en su labor de tejer una bufanda perfecta.

—Los «urus» son bisontes europeos extintos en el siglo xvi. En el bosque de Bialowiez, entre Polonia y Bielorrusia, los hermanos Heinz y Lutz Heck se propusieron recrear estos animales del Cantar de los Nibelungos mediante cruces con bueyes húngaros, escoceses y bisontes canadienses.

—Lebensraum (Espacio de Vida) —agregó Sonia sin desprenderse de su tejido.

—Interesante —acotó Judith, justo cuando algunas gotas diminutas se adherían al cristal de la ventanilla anunciando lluvia.

—He notado, y perdone mi indiscreción, que su nombre tiene un origen judío, sin embargo, su apellido es escocés —habló Héctor inclinando levemente la cabeza.

—En efecto, mi padre vino al país como ejecutivo del Banco escocés, de hecho, fue en estas oficinas donde conoció a mamá y, rápidamente, se hicieron novios. Según ella me relató, papá siempre le dijo que en su árbol familiar había un antepasado judío que llegó a tierras escocesas por el puerto de Leith.

—Judíos, siempre judíos, tal parece que estuvieran en todas partes —interrumpió Sonia, al tiempo que arqueaba las cejas y fruncía el ceño en señal de disgusto.

Un hombre alto, portando pantalón azul, camisa blanca y chaleco, se acercó al compartimiento para solicitar a los pasajeros sus boletos. Su gorra resaltaba una placa de bronce que lo acreditaba como empleado de la compañía ferroviaria. Judith se apresuró a hurgar en la cartera de Andrea y, al no tener éxito en la empresa de obtener los documentos solicitados, tiró de su brazo en un par de ocasiones para despertarla. La mayor de las O´Brien no quería siquiera moverse y, casi a regañadientes, emitió un gruñido, seguido por una escueta oración: «busca en el bolsillo de mi gabardina». Judith siguió las instrucciones y extrajo dos largas tiras de cartulina blanca con sus respectivos códigos del elegante abrigo que Andrea había adquirido dos días atrás con el propósito de realizar este viaje. El hombre constató que la información contenida en los boletos se encontrase en orden y, acto seguido, los marcó con una máquina perforadora. Héctor no perdió ni un segundo para introducir su brazo en la bolsa de tela que contenía los materiales de costura de su esposa. Judith se impresionó ante los vellos que poblaban la gruesa extremidad del fornido vecino con sombrero tirolés y lanzó un suspiro, mezcla de cansancio y de aquella emoción que la poseía.

El brazo emergió de la bolsa con la misma celeridad con la que había entrado en ella. No transcurrieron más que dos segundos para pescar entre los estambres una agenda con un extraño símbolo repujado en el cuero. Era una especie de sol negro compuesto por dos círculos concéntricos. Del más interno de ambos, partían doce líneas que alcanzaban el círculo exterior, torciéndose levemente para así sugerir doce rayos. Héctor abrió la agenda y, justo en la primera página, halló los boletos para entregárselos al empleado de la compañía ferroviaria.

El hombre los devolvió a su propietario y se marchó. Sin embargo, Judith, picada por la curiosidad, preguntó a Héctor:

—¿Ese símbolo representa algo para usted?

—Es algo decorativo, nada más… Recuerda a un sol, creo que la agenda me la obsequiaron en alguna tienda por departamentos. De cualquier manera, fue hace mucho y la memoria de los viejos es frágil —agregó Héctor cerrando los ojos.

Sonia siguió con su tejido, pero Judith no podía entender los comentarios de Héctor. ¿Cómo era posible que un hombre tan versado en el Poema de los Nibelungos desconociese un símbolo ancestral como la runa sigel, cuya línea zigzagueante sugería un rayo irrumpiendo en el cielo? Ella había tenido la ocasión de estudiar algo de mitología escandinava y sabía que para los vikingos representaba las bondades del deshielo, asociándose al sol, la fuente de vida y calor durante el invierno. Pensando en esto, el tren detuvo la marcha en un punto donde una carretera de montaña cruzaba las vías férreas. Un convoy militar pasó justo frente a ellos; se trataba de dos camiones de suministros y otro, con capota verde, repleto de soldados. Judith supuso que acortaban camino en dirección a la costa, pues había leído en la prensa de unas maniobras del ejército que pretendían simular un desembarco anfibio en el litoral. Seguramente, se trataba de un plan de seguridad y defensa del territorio ante un eventual ataque de potencias extranjeras.

Mientras aguardaban el reinicio de la marcha, la tarde avanzaba a grandes saltos y, en la distancia, el sol comenzaba ya a ocultarse tras las elevaciones del terreno. Aquel paisaje escondía una belleza poética… Judith trató de deslizar el cristal de la ventanilla para que el aire del campo pudiese entrar con libertad al compartimiento, pero el marco de madera que lo sujetaba a la estructura del vagón se hallaba un tanto descuadrado y los esfuerzos de la joven estaban muy lejos de dar algún fruto. Durante un último y desproporcionado esfuerzo, Judith creyó ver algo realmente aterrador… De algunos arbustos, en su mayoría higueras, retamas y helechos, emergió una joven portando una bata blanca en extremo estado de delgadez. Sus facciones perfiladas, cabellos lacios que se extendían dos dedos por debajo de la frente y ojos desorbitados de un negro profundo, causaban espanto. Ella gateaba entre la espesura mostrando arañazos en las manos y rasgaduras en el largo camisón que le servía de única vestimenta. Más atrás, como a diez metros de la espectral visión, los arbustos se sacudían en completo desorden mientras algunas luces peinaban la densa vegetación. Parecía que aquella muchacha era acechada por un peligro mortal… Judith se acercó a la ventanilla para contemplar mejor la escena ante ella, justo cuando Sonia corrió las cortinas y el tren continuó su andadura.

—La chica, ¿no vistes a una joven saliendo de los arbustos? Diles que se detengan, debemos ayudarla —habló Judith con gran agitación.

—Allí no había nadie, querida —contestó Sonia, mientras reanudaba el tejido—. Debes estar cansada, llevamos ya varias horas en este tren.

—Te digo que alguien estaba entre los arbustos. Estoy segura de lo que vi…

—Bueno, querida, tal vez sí observaste algo. En esta zona pululan los gitanos. Transitan estos caminos desde hace décadas con sus carretas tiradas por caballos, sus mujeres, sus niños y sus enseres. Buscan las fuentes de agua y los terrenos próximos a las vías férreas para ofrecer desde un mantel bordado hasta una consulta a la bola de cristal. En verdad, te digo que son como las piritas: el oro de los tontos.

—Pero, parecía estar buscando ayuda casi con desesperación…

—Es una postura para engañar a los turistas, una estrategia de ventas. Duerme, querida, llegaremos pronto a la próxima estación y, desde allí, no habrá más paradas hasta el litoral. Yo también aprovecharé para recostarme un rato —terminó Sonia al tiempo que cerraba los ojos y se deslizaba en la butaca describiendo con su cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al respaldar.

Héctor susurró algunas palabras a Sonia en alemán que Judith no pudo entender: Dieses jϋdische Mädchen war ein echtes Ӓrgenis. Ojalá hubiese tenido algún conocimiento del idioma para comprender el peligro que rondaba sobre ella y su hermana aquella húmeda tarde. En ocasiones, no le damos crédito a la intuición y tratamos de usar la mente analítica para explicar situaciones que van más cerca del sentimiento que de la razón. Eso que algunos llaman un pálpito, o una corazonada, que muy raras veces tiene un asidero material, sumergiéndose más bien en el territorio subjetivo de las emociones, no debe ser descartado. El olfato para los negocios, el amor y la evasión de situaciones que pudiesen representar problemas a corto o medio plazo, suelen aparecer una vez, por lo cual debemos estar atentos para advertir los llamados «toques de campana» que nos da este sexto sentido. Judith percibía que algo ocurría, Andrea también lo sabía y, sin embargo, no indagaron en sus sospechas… Ellas ignoraron las gotas sobre la ventanilla, el olor a pasto chamuscado, los cambios en la dirección del viento, no les dieron crédito a las frases entrecortadas, las sonrisas que aparecían calcadas sobre los rostros y los detalles minúsculos, es así como desestimaron el poder de aquella frase siniestra: «Esta chica judía es un verdadero problema».

Los caballeros del sol negro

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