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II

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El tren llegó a la pequeña estación, después de sortear algunos túneles excavados entre las montañas. La estampa de los rieles de acero y sus durmientes excitó la imaginación de Judith, quien no deseaba perder ni un segundo para remontar los escalones que separaban al vagón del andén. Usando ambas manos se acomodó las gafas que destacaban su montura de carey mientras, con un giro de la muñeca izquierda, rodó la maleta de tela sobre el alfombrado suelo hasta su asiento, el número treinta y cuatro, a un costado de la ventanilla. Andrea la seguía a corta distancia, repasando con la vista los números de las butacas a fin de cotejarlos con aquel impreso en los boletos. Poca atención le prestó al grupo bastante heterogéneo de personas que permanecían en el interior del vagón a la espera de continuar su viaje. En su mayoría, se trataba de obreros que acudían a sus trabajos en las fábricas vecinas y de comerciantes con sus bultos de ropa y telas destinadas al mercado local. Después de todo, era época de estrenos tras las festividades decembrinas, y cada cual procuraba hacerse con una ganga a comienzos del nuevo año. Andrea y Judith no dudaron entonces en su elección, pues era tiempo de adelgazar los kilos de más ganados durante el asueto.

El vagón estaba dividido en compartimientos, de cuatro butacas cada uno. Andrea y Judith ocupaban asientos contiguos enfocados directamente hacia la locomotora, mientras que una curiosa pareja les daba el frente como en actitud de compartir una amena sobremesa. De hecho, entre las hermanas y sus compañeros de viaje tan solo se disponía un tablón adherido al suelo del vagón mediante un tubo de metal cromado. Judith fue la primera en presentarse, cuestión que no era de causar ninguna sorpresa dado su temperamento guiado más a la acción que a la reflexión. Andrea, por su parte, se dejó caer en la butaca con enorme estruendo como si se tratase de un pesado fardo de leña que se precipitaba sobre la mullida tapicería desde una gran altura. Definitivamente no tenía ganas de hablar más allá de lo necesario. La pareja que les acompañaría durante todo el recorrido sobrepasaría los setenta años y, por su aspecto, podría deducirse que provenían del sur del continente. Exhibían un refinamiento muy demodé en este nuevo siglo con la atención siempre puesta en los detalles.

Sonia se había casado con Héctor tras el final de la Segunda Guerra Mundial. De contextura menuda, su rostro exhibía unos expresivos ojos de un negro intenso. La nariz poseía la particularidad de no sobresalir demasiado del rostro mientras que la boca parecía calcada de un cuadro antiguo, formada por desleídos trazos de un pincel. Vestía para la ocasión un traje enterizo de color rosa y un suéter tejido a mano que evocaba la piel de un ratón. Por debajo de su asiento reposaba una maleta de tela guarnecida por bisagras doradas y un cerrojo con combinación de tres dígitos. Héctor, por su parte, exhibía un sombrero tirolés, de característica forma «trilby», confeccionado en fieltro y adornado con una pluma. Sus facciones eran más bien toscas y la característica sobresaliente de su indumentaria parecía ser el simple descuido empeñado en la propia elección de cada prenda, siendo una mezcla bastante dispar de elementos que dejaba en claro un rasgo de su carácter, la rudeza propia de un hombre del campo.

Era una pareja peculiar, que hablaba mucho sobre su gusto por los paseos al aire libre y las especialidades gastronómicas que incorporaban la carne de cerdo y las aves de corral.

—¿Te acuerdas Sonia de aquel Steckrϋbeneintopf que comimos en Bremen? —habló Héctor empleando un indiscutible acento alemán.

—¡Ja, se me hace agua la boca, sobre todo por el nabicol! —Sin duda, Sonia se refería al ingrediente principal de aquel platillo, una especie de nabo muy usado en la cocina bávara que, junto a las zanahorias y las bolas de pan servían de acompañamiento perfecto a la carne de cerdo ahumada.

—¿Apetecen nuestras amigas una buena cerveza? —preguntó Héctor a las chicas en un intento por romper el hielo y sentar las bases de una conversación—. Una Altbier, o quizás una Weissbier, je, je, je…

—No le hagan mucho caso a mi marido, es un bromista inconfesable, resulta difícil creer que en este tren existan inventarios de cerveza negra de Colonia o de aquella blanca proveniente de la región de Baviera.

—Descuide, apreciamos el gesto de cualquier forma… El cansancio de los días previos a este viaje nos ha hecho olvidarnos por completo de los modales. Somos Judith y Andrea O´Brien —habló Judith extendiéndoles su brazo, al tiempo que Andrea bostezaba y se limitaba a elevar la mano derecha a nivel del cuello en señal de aprobación—. Mi hermana es la que más ha trabajado de las dos.

—Pobre chica, lo indicado para ella sería un tratamiento con la doctora Magda Schmidt en su clínica. Los jóvenes no parecen darle la importancia debida a la salud en estos días, siempre están pendientes de sus artilugios modernos y de la vida agitada de las ciudades a la caza de oportunidades. Después de todo, Mit speck fängt man Mäuse — habló Sonia haciendo uso de cierta teatralidad.

—Disculpe… Yo no… —prosiguió Judith un poco desconcertada.

—¡Ah, querida! Es un viejo dicho alemán, cuya traducción quiere significar que «con tocino se cazan ratones», o lo que es lo mismo, que se puede ganar a cualquiera con un buen negocio teniendo cuidado de las trampas.

En este preciso instante, el tren inició el movimiento. Un chirrido metálico siguió al clásico bamboleo del suelo del vagón a medida que las ruedas se deslizaban sobre los rieles. El vapor se apoderaba de cada resquicio de la madera, mientras el silbato del maquinista anunciaba la partida inexorable de la estación. Sin duda, la experiencia de subirse a un viejo tren de comienzos del siglo xx desafiaba la imaginación de los viajeros y en ello radicaba el éxito de la compañía ferroviaria para mantener viva aquella ruta turística que, de lo contrario, habría sucumbido muchos años atrás. El trayecto significaba un retroceso, una vuelta al pasado a través de gargantas rocosas que rodeaban el cauce de los arroyos y los ríos poco caudalosos del occidente del país. Las nubes matutinas se habían disipado, aunque todavía flotaban en el ambiente rastros de humedad unidos al aroma inconfundible de los lirios que hablaban de la vitalidad de la primavera. Andrea prefirió cerrar sus ojos y entregarse a las bondades de un sueño reparador apoyándose en la esquina que formaba la pared interior del vagón y el respaldar de su propia butaca. Tal vez el sonido de la caldera usada como medio de tracción en este caballo de hierro era una melodía agradable que favorecía el descanso y la meditación.

Los caballeros del sol negro

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