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/ CAPÍTULO 1

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EL CICLÓN

Dorothy vivía en medio de las grandes planicies de Kansas con su tío Henry, que era granjero, y su esposa, la tía Em. La casa era pequeña, porque para construirla tuvieron que llevar la madera en carreta desde muy lejos. Tenía cuatro paredes, un piso y un techo que formaban un solo ambiente. En él había una cocina vieja, un aparador para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. En una de las esquinas, estaba la cama del tío Henry y la tía Em, y en otra esquina, la pequeña cama de Dorothy. No había ni bohardilla ni sótano, salvo por un pequeño agujero cavado en el piso, al que llamaban “el sótano del ciclón”. Allí la familia podía refugiarse, en caso de que uno de esos grandes torbellinos se levantara con la fuerza suficiente como para destruir una casa. Y a ese pequeño y oscuro hueco se entraba por una puerta trampa que había en el suelo, desde donde bajaba una escalera.

Cuando Dorothy se paraba en la puerta de la casa y miraba a su alrededor, no veía nada más que la gran llanura. Ni un árbol ni una casa rompían la monotonía de la planicie, que se extendía hasta el horizonte, en todas direcciones. El sol había quemado los campos, convirtiéndolos en una dura superficie de tierra gris y agrietada. Y ni el pasto era verde, pues el sol lo había dejado tan gris como a la tierra. En una oportunidad, habían pintado la casa. Pero el sol resecó la pintura y las lluvias la lavaron, así que ahora estaba tan opaca y gris como todo lo demás.

Cuando la tía Em fue a vivir allí, era una mujer joven y bonita. Pero el sol y el viento también la cambiaron. Le quitaron el brillo de los ojos y se los dejaron de color gris profundo. Se llevaron el rojo de sus mejillas y de sus labios, que fueron tomando el mismo color. Ahora era una mujer flaca y seca, que nunca sonreía. Cuando Dorothy se quedó huérfana y fue a vivir con ella, la tía Em se sobresaltaba con la risa de la niña y daba un grito. Y cada vez que oía la voz alegre de Dorothy, se llevaba una mano al corazón y la miraba asombrada, preguntándose de qué se reía.

El tío Henry tampoco se reía nunca. Trabajaba sin descanso, de la mañana a la noche, y no sabía lo que era la alegría. Él también era gris, desde su larga barba hasta sus botas gastadas. Tenía un aspecto severo y solemne, y rara vez hablaba.

Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la salvó de que se volviera tan gris como todo lo que la rodeaba. Toto no era gris. Era un perrito negro de sedoso pelo largo y de ojitos azabaches, que brillaban alegres a cada lado de su graciosa nariz. Toto jugaba todo el día con Dorothy y ella lo quería mucho.

Sin embargo, un día no jugaron. Ese día, el tío Henry estaba sentado en el escalón de la puerta y miraba el cielo con preocupación, porque se había puesto más gris que nunca.

Dorothy, parada a su lado y con Toto en brazos, también miraba el cielo. La tía Em lavaba los platos. Desde el Norte llegaba el gemido bajo del viento, y el tío Henry y Dorothy vieron cómo, en esa dirección, se inclinaba la hierba. Entonces, desde el Sur, llegó un silbido agudo y, cuando miraron hacia ese lado, vieron que allí también el viento mecía la hierba. De repente, el tío Henry se puso de pie.

–Viene un ciclón, Em. Iré a ver a los animales –le anunció a su mujer y corrió hacia los establos, donde se guardaban las vacas y los caballos.

La tía Em dejó su tarea y fue hasta la puerta. Y solo con una mirada advirtió el peligro que corrían.

–¡Rápido, Dorothy, al sótano! –gritó.

Toto saltó de los brazos de Dorothy y se escondió debajo de la cama, mientras la niña trataba de atraparlo. La tía Em, muy asustada, abrió la puerta trampa que estaba en el piso y bajó por la escalera hacia el “sótano del ciclón”. Dorothy, por fin, atrapó a Toto y fue detrás de su tía. Pero cuando estaba a mitad de camino, llegó el viento y la casa se estremeció tanto, que la niña perdió el equilibrio y quedó sentada en el suelo.

Entonces, pasó algo extraño. La casa dio dos o tres vueltas sobre sí misma y se elevó lentamente por el aire. Dorothy sintió como si estuviera subiendo dentro de un globo.

Los vientos del Norte y del Sur se habían encontrado justo donde estaba la casa y, en ese preciso lugar, se había formado el centro del ciclón.

En el centro de un ciclón, por lo general el aire está en calma. Pero la gran presión que el viento hacía sobre los cuatro costados de la casa la elevaron más y más, hasta colocarla en la punta. Allí se quedó, y el viento la transportó a miles de kilómetros, tan fácilmente como si fuera una pluma.

Aunque estaba muy oscuro y el viento rugía con furia, Dorothy se dio cuenta de que la casa se trasladaba con bastante suavidad. Después de que los primeros remolinos la inclinaran peligrosamente, sintió como si la mecieran con dulzura, lo mismo que a un bebé en la cuna.

A Toto no le gustaba nada de eso y corría de aquí para allá por toda la habitación, ladrando sin parar. Pero Dorothy se quedó quieta, sentada en el piso, esperando para ver qué iba a pasar. Hasta que, en un momento, Toto se acercó mucho a la puerta trampa que había quedado abierta, y cayó al vacío.

Al principio, la pequeña pensó que lo había perdido pero, de pronto, vio que una de sus orejas se asomaba por el agujero. Lo que pasaba era que el aire soplaba desde abajo con tanta fuerza que le impedía caerse. Entonces, ella se arrastró hasta el agujero, lo tomó de la oreja y lo metió de nuevo en la habitación. Tan pronto como lo hizo, cerró la puerta para evitar nuevos accidentes.


Poco a poco, Dorothy fue perdiendo el miedo, aunque se sentía bastante sola. El viento aullaba con tanta fuerza a su alrededor, que casi se quedó sorda. Al principio, se había preguntado si la casa se haría pedazos cuando cayera. Pero a medida que las horas pasaban y nada terrible ocurría, dejó de preocuparse y resolvió esperar con calma lo que el futuro le deparaba. Al fin, gateó por el piso hasta su cama y se acostó. Toto la siguió y se echó a su lado.


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