Читать книгу El Mago de Oz - Lyman Frank Baum - Страница 9

/ CAPÍTULO 5

Оглавление

EL RESCATE DEL HOMBRE DE HOJALATA

Cuando Dorothy abrió los ojos, el sol brillaba entre los árboles, y Toto hacía rato que les ladraba a los pájaros y a las ardillas. La niña se sentó y miró a su alrededor. El Espantapájaros, parado en su rincón, la esperaba pacientemente.

–Tenemos que ir a buscar agua –dijo ella.

–¿Para qué quieres agua?

–Para lavarme la cara, quitarme el polvo del camino y también para beberla, así no se me atraganta el pan.

–Debe ser muy complicado estar hecho de carne y hueso, porque hay que dormir, comer y beber. Sin embargo, tienes cerebro y es preferible tener muchas complicaciones, pero poder pensar –reflexionó el Espantapájaros.

Salieron de la cabaña y caminaron por el bosque, hasta que encontraron un manantial, donde Dorothy se bañó y bebió agua. Después, desayunó. Al notar que ya no había mucho pan en la canasta, se alegró de que el Espantapájaros no comiera. Lo que quedaba apenas alcanzaba para ella y Toto, y solo para un día.

Cuando Dorothy terminó de comer y estaban a punto de retomar el camino amarillo, escucharon un profundo gemido.

–¿Qué fue eso? –se sorprendió la pequeña.

–No tengo idea. Vayamos a ver –le propuso el Espantapájaros.

Entonces, escucharon otro gemido que parecía venir desde algún lugar a sus espaldas. Caminaron unos pasos en esa dirección, hasta que Dorothy vio que algo brillaba entre los árboles, alcanzado por un rayo de sol. Corrió hacia allí y, de repente, se detuvo y dio un grito.

Uno de los árboles estaba casi totalmente cortado y, de pie a su lado, con un hacha en sus manos levantadas, había un hombre hecho por completo de hojalata. La cabeza, los brazos y las piernas se unían al cuerpo con bisagras, pero no se movía. Al parecer, no podía.

Dorothy lo miraba sin salir de su asombro, lo mismo que el Espantapájaros. Toto le ladró enojado y le mordió una pierna, pero lo único que consiguió fue que le dolieran los dientes.

–¿Fuiste tú el que gimió? –le preguntó Dorothy al Hombre de Hojalata.

–Sí. Hace más de un año que estoy gimiendo, pero hasta ahora nadie me había oído, ni vino a ayudarme –se quejó él, con tristeza.

–¿Qué puedo hacer por ti? –quiso saber la pequeña, conmovida.

–Ve a buscar la lata de aceite que está sobre una repisa, en mi cabaña. Tráela y acéitame las bisagras. Están tan oxidadas, que no me puedo mover. Pero apenas esté bien aceitado, me sentiré mejor.

De inmediato, Dorothy corrió hasta la cabaña, buscó la lata y regresó.

–¿Por dónde empiezo? –le preguntó.

–Por el cuello –pidió el Hombre de Hojalata.

Mientras Dorothy le ponía aceite, el Espantapájaros le tomó la cabeza y se la empezó a mover con suavidad, para destrabarla. Poco después, el hombre pudo girarla sin ayuda.

–Ahora, los brazos –agregó.

Entonces, la niña se los aceitó. El Espantapájaros se los hizo girar con cuidado, hasta que el óxido se disolvió y le quedaron como nuevos.

–¡Qué alivio! –suspiró satisfecho el Hombre de Hojalata, bajando el hacha–. La he tenido en alto desde que me oxidé. Me alegro de haberla bajado al fin. Ahora, sigamos con las piernas.

Le aceitaron las piernas, hasta que las pudo mover con facilidad. Al verse libre, les dio las gracias una y otra vez porque, además de estar agradecido, era un hombre muy amable.

–Me salvaron la vida. Si no hubiera sido por ustedes, me habría quedado así para siempre. ¿Cómo llegaron acá?

–Vamos a la Ciudad Esmeralda a ver al Gran Oz y pasamos la noche en tu cabaña –le explicó la nena.

–¿Para qué quieren ver a Oz? –quiso saber el Hombre de Hojalata.

–Yo, para que me ayude a volver a Kansas y el Espantapájaros, para que le ponga unos sesos en la cabeza –le contó Dorothy.

El Hombre de Hojalata se quedó pensando un momento y luego preguntó:

–¿Creen que Oz me pueda dar un corazón?

–Bueno, supongo que sí –contestó la pequeña–. Para él será tan fácil como darle un cerebro al Espantapájaros.

–Es cierto –acordó el Hombre de Hojalata–. Si me lo permiten, me gustaría ir con ustedes a la Ciudad Esmeralda, para que Oz me ayude.

–¡Por supuesto! –exclamó el Espantapájaros, con entusiasmo, mientras Dorothy agregaba que sería un placer contar con su compañía.

Entonces, el Hombre de Hojalata se puso el hacha al hombro, y todos atravesaron el bosque y retomaron el camino de ladrillos amarillos.

Antes, el Hombre de Hojalata le había pedido a Dorothy que le guardara la lata de aceite en la canasta.

–La voy a necesitar si me sorprende la lluvia y me oxido otra vez.

Fue una suerte que se les uniera este nuevo compañero porque, poco después, llegaron a un lugar donde las ramas ocupaban el camino y les impedían continuar. Pero el Hombre de Hojalata se puso manos a la obra y, pronto, abrió un paso.

Más adelante, Dorothy iba caminando tan pensativa que no advirtió que el Espantapájaros tropezó con un pozo, cayó rodando hasta el borde del camino y la llamaba para que lo ayudara.


–¿Por qué no esquivas los pozos? –le preguntó el Hombre de Hojalata.

–Porque como tengo la cabeza llena de paja, no me doy cuenta –le respondió, divertido–. Por eso quiero que Oz me dé un cerebro.

–Entiendo. Pero el cerebro no es lo más importante –opinó el Hombre de Hojalata.

–¿Tú tienes cerebro? –quiso saber el Espantapájaros.

–No, mi cabeza está completamente vacía. Pero, en una época, tuve cerebro y, también, corazón. Y después de haber probado con ambos, prefiero el corazón.

–¿Y eso por qué? –volvió a preguntar el Espantapájaros.

–Te contaré mi historia y lo sabrás.

Entonces, mientras caminaban, el Hombre de Hojalata les contó la siguiente historia:

«Yo era hijo de un leñador que talaba árboles y vendía la madera. Cuando crecí, también me hice leñador. Después de que mi padre murió, cuidé de mi madre hasta su muerte. Al quedarme solo, resolví que lo mejor era casarme, porque así dejaría de estar solo.

»Había una joven Munchkin muy hermosa, a la que pronto amé con todo mi corazón. Y ella prometió que se casaría conmigo, cuando yo ganara lo suficiente para construirle una linda casa. Así que me puse a trabajar más que nunca. Pero la muchacha vivía con una vieja que no deseaba que se casara porque, como era muy haragana, la necesitaba para que se ocupara de la casa y le cocinara. Por eso, la vieja fue a ver a la Bruja Malvada del Oriente, y le prometió dos ovejas y una vaca, a cambio de que impidiera el matrimonio. La Bruja Malvada embrujó mi hacha y un día, mientras trabajaba con entusiasmo para conseguir la casa lo antes posible, el hacha se me resbaló y me cortó la pierna izquierda.

»Al principio, pensé que era una desgracia, porque un hombre con una sola pierna no puede ser un buen leñador. Entonces, fui a ver al hojalatero, para que me hiciera una pierna de hojalata y, cuando me acostumbré a ella, me resultó de gran utilidad. Al enterarse de esto, la Bruja Malvada del Oriente se enojó, pues le había prometido a la vieja que yo no me casaría con la bonita joven Munchkin. Por eso, cuando retomé el trabajo, el hacha se deslizó de nuevo y me cortó la pierna derecha. Fui a ver al hojalatero por segunda vez y me hizo otra pierna de hojalata. Después, el hacha embrujada me cortó un brazo y luego el otro. Los reemplacé por unos de hojalata, pues nada me detenía. Sin embargo, la Bruja Malvada no se daba por vencida, entonces hizo que el hacha me cortara la cabeza. Cuando esto sucedió, creí que era mi fin. Pero el hojalatero, que justo iba pasando, nuevamente me ayudó y me hizo una cabeza de hojalata.

»Convencido de que había derrotado a la Bruja Malvada, volví a trabajar más que nunca, sin imaginar lo cruel que era mi enemiga. Ella planeó una nueva forma de matar mi amor por la joven. Una vez más, hizo que el hacha se me resbalara de las manos y me cortara el cuerpo en dos. Y una vez más, el hojalatero me ayudó. Me fabricó un cuerpo de hojalata, al que le unió la cabeza, los brazos y las piernas con bisagras, para que pudiera moverme con tanta libertad como antes. ¡Pero claro! Como ya no tenía corazón, perdí todo mi amor por la joven y dejó de interesarme la boda. Creo que ella aún vive con la vieja y espera que vaya a buscarla.

»Mi cuerpo brillaba tanto al sol, que me sentía orgulloso de él y no me importaba que el hacha se resbalara, porque ya no me lastimaba. Solo una cosa me hacía daño y era que se me oxidaran las bisagras. Por eso, siempre tenía una lata de aceite en mi cabaña, para usarla en caso de necesidad. Pero un día, me olvidé de aceitarme y me sorprendió una tormenta. Antes de que me diera cuenta, ya estaba oxidado y me quedé allí, inmóvil, hasta que ustedes llegaron. Fue un sufrimiento terrible, pues estuve así durante un año. Y como tenía mucho tiempo para pensar, comprendí que lo peor había sido perder el corazón. Mientras estuve enamorado, fui el hombre más feliz del mundo. Pero ahora que no tengo corazón, no puedo amar. Por eso quiero que Oz me dé uno y, cuando lo haga, regresaré a buscar a la joven Munchkin y me casaré con ella».

Dorothy y el Espantapájaros escucharon esta historia con mucho interés. Ahora comprendían por qué el Hombre de Hojalata deseaba tanto un corazón.

–Igual, prefiero tener un cerebro. Un tonto como yo no sabría qué hacer con un corazón –opinó el Espantapájaros.

–Yo en cambio, me quedo con el corazón. El cerebro no te hace feliz y la felicidad es lo mejor que hay en el mundo –reflexionó el Hombre de Hojalata.

Dorothy no dijo nada, porque no sabía muy bien cuál de sus dos amigos tenía razón. De lo único que estaba segura era de que quería volver a Kansas con la tía Em. No le importaba si el Hombre de Hojalata no tenía corazón, o si el Espantapájaros carecía de cerebro o si cada uno conseguía lo que deseaba.

La mayor preocupación de Dorothy era que el pan se estaba acabando. La canasta quedaría vacía cuando ella y Toto comieran la próxima vez. El Hombre de Hojalata y el Espantapájaros nunca comían, pero ella no era ni de paja ni de hojalata, así que necesitaba alimentarse para vivir.


El Mago de Oz

Подняться наверх