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/ CAPÍTULO 2

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EN LA TIERRA DE LOS MUNCHKINS

A pesar del balanceo de la casa y de los aullidos del viento, Dorothy cerró los ojos y pronto se durmió. La despertó una sacudida tan repentina y fuerte que, si no hubiera estado acostada en su mullida cama, se habría lastimado. El golpe la sobresaltó y se preguntó qué habría pasado. Toto le puso el hocico frío en la cara y gimió aterrado.

Entonces, Dorothy se sentó y se dio cuenta de que la casa ya no se movía. Tampoco estaba oscuro, pues un brillante rayo de luz entraba por la ventana, inundando el pequeño cuarto. Saltó de la cama y, con Toto pisándole los talones, corrió a abrir la puerta.

La pequeña niña dio un grito de asombro, y sus ojos se abrieron cada vez más al descubrir, a su alrededor, un paisaje maravilloso. El ciclón había depositado la casa –con mucha delicadeza, para ser un ciclón– en medio de un campo de una belleza increíble.

Era un encantador prado verde, rodeado de enormes árboles, cargados de ricas y suculentas frutas. Por todos lados, había canteros de flores hermosas y pájaros de plumajes raros y coloridos, que cantaban y revoloteaban entre los árboles y las plantas. Un poco más allá, corría un arroyito entre verdes orillas. El brillo y el susurro de sus aguas encantaron a la niñita que había vivido tanto tiempo en la llanura seca y gris de Kansas. Y mientras contemplaba maravillada el bello y sorprendente paisaje, notó que se acercaba el grupo de gente más extraño que había visto en su vida. No eran tan altos como los adultos que ella conocía, ni tampoco muy bajos. Tenían más o menos su misma estatura, y Dorothy era bastante alta para su edad. Sin embargo, a simple vista se notaba que eran mucho mayores que ella.

El grupo estaba compuesto por tres hombres y una mujer, vestidos de forma muy rara. Usaban sombreros cónicos, de unos treinta centímetros de alto y que terminaban en una puntita. En el ala, estaban adornados con campanitas, que tintineaban suavemente cuando se movían. Los sombreros de los hombres eran azules. El de la mujer era blanco, igual que su túnica, salpicada de estrellitas que brillaban al sol como diamantes. La ropa de los hombres era del mismo tono azul que los sombreros, y sus botas, también azules, estaban muy bien lustradas y tenían la punta enrollada hacia adentro. Dorothy pensó que los hombres eran más o menos de la misma edad que el tío Henry, porque dos de ellos tenían barba. La mujercita, sin lugar a dudas, era mucho mayor, pues tenía la cara cubierta de arrugas, el cabello blanco y caminaba casi tiesa.

Dorothy estaba parada junto a la puerta de la casa y los extraños caminaban hacia allí. Pero de pronto, se detuvieron a cuchichear entre ellos, como si tuvieran miedo de seguir avanzando. Entonces, la viejecita se acercó a la niña y le hizo una profunda reverencia.

–Noble hechicera, eres bienvenida a la Tierra de los Munchkins. Te agradecemos mucho que hayas matado a la Bruja Malvada del Oriente, liberando a nuestra gente de la esclavitud –le dijo con dulzura.

Dorothy escuchó estas palabras con asombro. ¿Por qué la viejita la llamaba hechicera? ¿Qué quería decir con que había matado a la Bruja Malvada del Oriente? Ella era una nena inocente e inofensiva. Un ciclón la había llevado muy lejos de su hogar, pero jamás en su vida había matado a nadie. Sin embargo, era evidente que la ancianita esperaba que le respondiera.

–Es usted muy amable, pero debe haber algún error. Yo no maté a nadie.

–Bueno, entonces lo hizo tu casa, que es lo mismo –dijo la pequeña anciana, riéndose. Luego, señaló una esquina de la casa y agregó–: ¡Mira! Ahí están sus pies, que asoman por debajo de esa tabla de madera.

Dorothy miró en la dirección que señalaba la anciana y pegó un gritito de miedo. En efecto, justo en la esquina de la casa, asomaban dos pies, calzados con zapatos de plata, con las puntas enrolladas hacia adentro.

–¡Ay, Dios, ay! La casa debe haber caído sobre ella –exclamó la niña, mientras se retorcía las manos. Y de inmediato preguntó–: ¿Qué vamos a hacer ahora?


–No hay nada que hacer –respondió la mujercita, con calma.

–Pero ¿quién era ella? –quiso saber Dorothy.

–La Bruja Malvada del Oriente, como te dije. Durante años esclavizó a los Munchkins. Ahora son libres y te agradecemos el favor –le explicó la ancianita.

–¿Quiénes son los Munchkins? –preguntó la pequeña.

–Los que viven en las Tierras del Este, donde gobernaba la Bruja Malvada.

–¿Y usted es una Munchkin? –volvió a preguntar.

–No, pero soy su amiga, aunque vivo en las Tierras del Norte. En cuanto los Munchkins vieron que la Bruja del Oriente estaba muerta, me mandaron un mensajero y vine de inmediato. Yo soy la Bruja del Norte.

–¡Ah, qué graciosa! –exclamó Dorothy–. ¿Una bruja de verdad?

–Sí, de verdad. Pero soy una bruja buena y la gente me quiere. Sin embargo, no soy tan poderosa como la Bruja Malvada, pues en ese caso los habría liberado yo misma –aclaró la mujercita.

–Yo creía que todas las brujas eran malvadas –dijo la nena, que estaba un poco asustada por encontrarse frente a una bruja de verdad.

–Oh, no, ese es un grave error. Hay solo cuatro brujas en todo el País de Oz y dos de ellas, las que viven en el Norte y en el Sur, son brujas buenas. Lo sé porque yo soy una, así que no puede haber error. Las del Oriente y del Occidente son, de veras, brujas malas. Pero ahora que tú has matado a la del Oriente, no queda más que una sola bruja malvada en toda la Tierra de Oz: la que vive en el Occidente.

–Pero la tía Em me dijo que todas las brujas habían muerto hace muchísimos años –afirmó Dorothy, después de pensar un momento.

–¿Quién es la tía Em? –preguntó la mujercita.

–Es mi tía que vive en Kansas, de donde vengo yo.

La Bruja del Norte también se quedó pensando, con la cabeza baja, mirando el suelo. Luego, levantó los ojos.

–No sé dónde queda Kansas y nunca antes oí hablar de ese lugar. ¿Es un país civilizado?

–Oh, sí –respondió Dorothy.

–Eso lo explica todo. En los países civilizados, creo que ya no quedan brujas, ni adivinos, ni hechiceras, ni magos. Pero verás, como el País de Oz nunca se civilizó, somos diferentes del resto del mundo. Es por eso que todavía hay brujas y magos entre nosotros.

–¿Quiénes son los magos? –preguntó Dorothy.

–Oz es el Gran Mago –le reveló la Bruja. Y bajando la voz, continuó–: Es más poderoso que todos nosotros juntos. Y vive en la Ciudad Esmeralda.

Dorothy estaba por hacer otra pregunta, cuando los Munchkins, que hasta ese momento no habían hablado, gritaron señalando debajo de la esquina de la casa, donde estaba la Bruja Malvada.

–¿Qué pasa? –se sorprendió la ancianita y, al mirar, empezó a reírse.

Los pies de la Bruja muerta habían desaparecido por completo y solo quedaban los zapatos de plata.

–Era tan vieja, que el sol rápidamente la secó –explicó la Bruja del Norte–. Ese fue su fin. Pero los zapatos de plata ahora son tuyos y puedes usarlos.

Se agachó a recogerlos, les sacudió el polvo y se los dio a Dorothy.

–La Bruja del Oriente estaba orgullosa de esos zapatos plateados –comentó uno de los Munchkins–. Tienen algo mágico, pero nunca supimos qué.

Dorothy los llevó adentro de la casa y los dejó sobre la mesa. Después, volvió a salir y les dijo:

–Estoy ansiosa por volver con mis tíos, porque seguro que están preocupados por mí. ¿Podrían ayudarme a hacerlo?

Los Munchkins y la Bruja se miraron unos a otros, luego a Dorothy, y negaron con la cabeza.

–Hacia el Este, no muy lejos de aquí –dijo uno–, hay un gran desierto que nadie pudo cruzar.

–Lo mismo pasa al Sur –dijo otro–, porque yo estuve allí y lo vi. En el Sur, está la Comarca de los Quadlings.

–A mí me dijeron que es igual en el Oeste –agregó el tercero–. En esa Tierra viven los Winkies, gobernados por la Bruja Malvada del Occidente. Y si pasaras por allí, ella te convertiría en su esclava.

–El Norte es mi hogar y limita con el mismo desierto que rodea el País de Oz. Mucho me temo, querida, que tendrás que vivir con nosotros –concluyó la ancianita.

Al oírla, Dorothy se puso a llorar, porque se sentía sola entre esa gente extraña. Sus lágrimas entristecieron a los amables Munchkins quienes, de inmediato, sacaron sus pañuelos y también lloraron. Entonces, la Bruja del Norte se quitó el sombrero cónico y, haciendo equilibrio, colocó la punta en la punta de su nariz. Contó: “Uno, dos, tres”. Al instante, el sombrero se transformó en una pizarra que tenía una frase escrita con tiza blanca y letras grandes:


La ancianita se quitó la pizarra de la nariz, leyó las palabras y le preguntó:

–¿Te llamas Dorothy, querida?

–Sí –contestó la niña, levantando los ojos y secándose las lágrimas.

–Entonces, debes ir a la Ciudad Esmeralda. Quizás Oz te ayude.

–¿Dónde está esa ciudad? –preguntó Dorothy.

–Justo en el centro del país y la gobierna Oz, el Gran Mago del que te hablé.

–¿Es un buen hombre? –volvió a preguntar la niña, con ansiedad.

–Es un buen mago. Ahora, si es un hombre o no, no sé decirte, porque no lo he visto nunca.

–¿Y cómo llegaré allí? –quiso saber Dorothy.

–Tendrás que caminar. Es un largo viaje por un país que tiene cosas agradables y otras, terribles. Sin embargo, emplearé todas mis artes mágicas para protegerte de los peligros.

–¿Usted no vendrá conmigo? –suplicó la niña, que había empezado a considerar a la ancianita como su única amiga.

–No, no puedo hacerlo. Pero te daré mi beso, y nadie se atreve a lastimar a quien ha recibido el beso de la Bruja del Norte –la consoló. Después, se acercó a ella y la besó suavemente en la frente.

Cuando sus labios tocaron a la nena, le dejaron una marca redonda y brillante, algo que Dorothy descubriría más adelante.

–El camino a la Ciudad Esmeralda está pavimentado con ladrillos amarillos –continuó la Bruja–, así que no puedes perderte. Cuando estés frente a Oz, no le tengas miedo. Cuéntale tu historia y pídele que te ayude. ¡Adiós, querida mía!

Los Munchkins le hicieron una profunda reverencia, le desearon un viaje agradable y se fueron hacia los árboles. La Bruja la saludó con una pequeña inclinación de cabeza, giró tres veces sobre su talón izquierdo y, al instante, desapareció. Esto sorprendió al pequeño Toto, que empezó a ladrar con fuerza, ahora que ella se había ido pues, en su presencia, ni siquiera se había atrevido a gruñir.

Pero Dorothy no se sorprendió en lo más mínimo, porque sabía que la ancianita era una bruja y que las brujas desaparecen de esa forma.


El Mago de Oz

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