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Reinvención de un arte olvidado:

la triple profundidad de los poemas

de Maeve Ratón

Con el tiempo he llegado al convencimiento de que la poesía que merece la pena se basa en tres coordenadas de apariencia sencilla: mirada única, dicción relevante y, sobre todo, por encima de todas las cosas, honestidad sin cortapisas.

Ahora que nadie observa nada; ahora que repugnan la perspicacia y sus incómodas admoniciones; ahora que toda experiencia privada (tan banal o más que las de antaño) se intermedia y expone a los cuatro vientos; ahora que la sabiduría se nos vende, edulcorada y boba, en tazas y camisetas, debe imponerse, más que nunca, la necesidad de alzar voces poéticas que trasciendan la anécdota somera. ¿De qué puede servir añadirle sucedáneo al sucedáneo, de qué calificar de poema lo que no pasa de ser una facecia reciclada y reciclable? Poco a poco hemos ceñido nuestras neuronas a un puñadito de caracteres, a la droguita dulce de los zumbidos, las notificaciones, los destellos y las campanitas pavlovianas; pero hay quien, como Maeve Ratón, mira y dice más allá: suya es todavía la dignidad de lo dicho para cambiar el ojo, el cerebro y las entrañas del que lee.

La poesía ha de ser una postura vital (más todavía que verbal) que pinte de lucidez el mundo gris, profundamente átono y desleído, que con tanto empeño estamos obcecados en entregarnos los unos a los otros. Hemos confundido los engaños de la autocomplaciencia con la felicidad, y el resultado, devastador, también ha llegado a afectar a la experiencia misma de la creación literaria. Y, sin embargo, la realidad es terca e incontrovertible: estamos hechos para el olvido, y solo la voz, cuando abre horizontes y rescata memoria (verdadera sangre, piel y carne de memoria), nos redime.

Para acceder a la Academia había que demostrar conocimientos de Geometría: nadie entre en Lo que ocupan los muertos (o en cualquier libro de Maeve, publicado o venidero) si no está dispuesto a desgastarse las suelas por el solitario sendero de la palabra.

Así, hasta la luz y la tierra.

Francisco José Martínez Morán

Lo que ocupan los muertos

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