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I. INVOCACIONES

He meditado a menudo sobre la muerte

y encuentro que es el menor de todos los males.

Francis Bacon

He venido a nombrar la que oscurece; a aquella que ennegrecida culmina

y salva a quien libera, y a la vez mata.

Tú gestabas su larva en la inconsciencia desde que, curva, se acostó en tu seno, el día en que volviste a condenarte.

Yo la habría escuchado en el silencio que ofrece el lejano y apartado páramo. Pero quisiste ser mío y arder,

en un rumor más fuerte que el que hace crepitar

la barba amplia y vetusta de anchos dioses; tupida, para la sombra al oído.

Así, te fue creciendo y se dio forma como a veces se forman los humores; con un fondo de enfado o alegría.

He ahí la materia con la que te percibo: tu nombre pronunciado,

tu nombre incandescente

y doblegado en palabras ya dichas.

Tú y la muerte sois ahora lo mismo: un grupo de jinetes

que cae desde la lluvia

hasta este corazón, que se extingue en cada golpe.

Había delicadeza en sus manos.

Se anticipaba el gesto a la necesidad

de ser en quien velaba la vida deshojándose.

Su decir no era nunca un presagio de muerte.

Ni era ofrenda en su adiós definitivo.

El miedo dormitaba en su interior

—queda la frescura en lo incierto— y en su saber hacer,

frente a lo opaco y lo desconocido, la musicalidad reparadora.

Fue siempre la esperanza

(ahora ya mentada) tan cerca de nosotros, de nuestro olor a muerto

que se eleva por encima del mundo,

que se evapora y se transforma en lluvia, para caer de nuevo a nuestro lado,

entre la luz que previamente somos.

La esperanza convive con el miedo. Se funden, y son parte de

un proceso denominado

muerte.

Vienes a anunciarte con humildad, y apenas con un gesto transparente afinas mi memoria, la haces pura, la haces niña sin pena primeriza

Lo que ocupan los muertos

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