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Las señales
ОглавлениеEstábamos en la semana anterior a que todo se volviera inmaculado. La primera helada fuerte, pero no lo suficiente como para que cayera nieve. Los rastrojos habían sido cubiertos por la escarcha, una capa de hielo fina reposaba en todo el campo como un mantel. El invierno no llega como el verano, que da unos golpazos antes de arrancar y te sacude con alergias. La llegada del invierno es lenta, su proceso es suave. Necesita despejarse, traer la benevolencia del sol. El contraste es necesario para que empiece a helar.
Me desperté a las seis de la mañana para ir al baño y vi un alce. Salí al campo corriendo en pijama, me olvidé de ponerme medias. Me acerqué al animal lo más que pude para sacarle una foto con el teléfono. El alce caminaba torpe y pesado, son rápidos solo para trotar. Me llamó la atención algo que nadie dice ni recuerda: los alces son grises, desde las patas hasta la cabeza. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para poder atacar, me alejé porque tuve miedo: los animales huelen los sentimientos. El alce corrió recto hacia la ruta.
Era una hembra. Todavía seguíamos en la época en que las hembras dan a luz. Después de que los limpian, los recién nacidos empiezan a tambalear en cuatro patas, pero sostienen mal la cabeza. Necesitan que la madre los empuje. A los tres o cuatro días ya pueden solos. El amor de la madre alce por sus crías es el más grande que se puede ver en la naturaleza. Los defienden aunque estén muertos, se las puede encontrar dando vueltas durante varios días por los lugares en los que fueron cazados, buscándolos, pateando la tierra con calentura. Los alces no se meten con los humanos, ellos deambulan por un túnel aparte. Cuando los humanos se cruzan de túnel para cazar, los alces entran en un limbo de desconcierto. Parecen incómodos, quieren estar a solas con sus crías, velando por ellas.
Hace cuatro años, de noche, salí a caminar por el bosque y una madre alce me pegó un golpe rápido, incierto para ella. Su cría estaba sumergida en el sueño eterno a un costado, ya había sido abierta por los cuervos. Caí al piso encima de su cadáver, la madre salió de la oscuridad y me aplastó el brazo izquierdo.
El húmero es el hueso más largo de las extremidades superiores en el ser humano. Yo tengo uno tres milímetros más largo que el otro. El que se acerca más al cielo es el izquierdo, y esa noche atravesó mi piel al romperse: una fractura abierta. Ese tipo de rotura es seria porque además de la lesión del hueso, el riesgo de infección es casi inevitable. Al menos así fue para mí. Los bordes fragmentados del hueso rompieron mis vasos sanguíneos y la hemorragia tiñó la escarcha del color de mi sangre. Sentí el dolor como una aguja de hielo, la impresión me desmayó en pocos segundos. Esa noche, el teléfono se quedó sin batería y no contaba con su linterna. Lo único que iluminaba era la corteza blanca de los abedules, que brilla cuando no hay luz; los llamo árboles tigre blanco. Mi último recuerdo fue el eco de un gruñido furioso, como diciéndome “qué necesidad”.
Las horas que pasé en el bosque hasta que me rescataron fueron largas. Los médicos aseguraron que habían sido esas horas, y no el golpe del alce, las culpables de que la sangre se volviera un caudal de bacterias que impregnó mi cuerpo. Pasar tanto tiempo cerca de la cría del alce agusanada no ayudó. A los pocos días la infección se volvió incontrolable y me tuvieron que amputar la mano. Fueron meses de un letargo en el que todas las mañanas, antes de abrir los ojos, creía que por acordarme de la mano ella podía volver. Los médicos hablaban de dolores del miembro fantasma. Esas sensaciones se van haciendo cada vez más débiles, hasta que un día se evaporan por completo para darle lugar a la desesperación. En esa desesperación silenciosa encontré el refugio de lo irremediable. Me sentía atrapada en un bosque, sola.
Los médicos venían a hablarme de su velocidad de acción, tan heroica. Sin ella, aseguraban que podía haber perdido el brazo por completo. “Mirá cómo se recuperó el húmero”, decían, mientras sostenían mi brazo izquierdo, su obra de arte, acercándolo a los ojos de mi mamá. La mano fantasma, esa que solo yo podía ver, me saludaba desde el aire. Fue impresionante cómo convencieron a mi familia de su épica, revirtiendo la desgracia en buena suerte.
Hoy el termómetro marca quince grados bajo cero. Me serví un té y salí a ver cómo todo se había teñido de blanco. Busqué un lugar para sentarme en el medio del campo. El sonido en cada estación es diferente, varía más que los colores de los árboles. Todo se calla. Veo la tierra helada marcada por las huellas del alce. Sus garras dejan la marca de un escarabajo gigante que pisa fuerte y se hunde. El lago se congeló por completo, brilla como un pedazo gigante de hielo. Apoyo mi brazo en la tierra donde en primavera crece la avena y que ahora, después de haber helado, está seca y dura como una piedra. El brazo se me empieza a poner rojo por el frío que comienza a recibir del suelo. Puedo sentirlo. Lo sé porque quiero guardarlo por impulso, pero me resisto a tiempo. Enseguida ese frío me empieza a hervir.
El organismo está compuesto por células vivas que requieren ciertas condiciones ambientales, una temperatura determinada. En las temperaturas bajas se mueren, produciendo heridas parecidas a las de las quemaduras. Los receptores de la piel envían señales de dolor al cerebro y éste las interpreta de forma subjetiva. Lo que quedó de ese invierno lo pasé en el hospital, sumergida en la nube de no saber si iba a volver a sentir el brazo, trabajando la consciencia de mi cuerpo para que volviera a enviar esas señales.
Mantengo el brazo apoyado sobre la tierra hasta que, en determinado momento, dejo de sentirlo otra vez. Trato de mantener el contacto con la tierra helada y recibir todo el dolor, para que entre de una buena vez. El miembro es una bolsa pesada, con la misma solidez del hielo. La angustia es pesada también.
Esa noche en el bosque me encontraron inconsciente. Habían pasado dos horas y veinte minutos de los que solo el alce podía decir algo, pero él también me abandonó.