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Somalia

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África tiene el paisaje más parecido a Tulum después de Tulum. La playa y la arena fina, los sargazos, las palmeras. Los mosquitos, las enfermedades, la tierra roja que destiñe la ropa. Hay plátanos, hay océano turquesa, hay tiburones. El postre nacional de Somalia son las bananas. El primer plato los espaguetis, porque fueron colonia y todavía sufren los rastros de una monstruosa colonización. Días antes de viajar me di trece vacunas, más de las que necesitaba, compré remedios. Nunca había necesitado un botiquín para mis viajes de montaña. Hablé con mujeres que habían viajado a Somalia y con Médicos Sin Fronteras para tomar todas las precauciones que necesitaba. Nos invitaron a filmar un documental. Pablo me llamó una noche tarde. Yo estaba tomando un vino con amigas, un ritual que atesoro en mi rutina como si fuera una misa. Después de no vernos por mucho tiempo, me preguntó si quería acompañarlo a Somalia, un país del que no sabía nada, pero África me excitaba y me entusiasmé.

Me recomendaron ropa suelta con colores sólidos para evitar cualquier malentendido con una transparencia. Compré quince tipos de repelente, fui ordenada, tuve miedo. Llegué a hacer el check in dos horas antes que el resto de mis compañeros. Pablo llegó más tarde que todos los demás, me subí al avión con desconfianza.

El vuelo se dirige a África, ese continente que es, a los ojos del primer mundo, un baldío gigante. Guardo mi pasaporte como una señora de sesenta aferrada a las cosas, al miedo de perderlo todo. En el fondo, no confío en mí misma. Termino el capítulo cinco del libro y miro la pantalla de mi asiento mientras mis compañeros de viaje duermen como elefantes de mar en la popa de un barco pesquero. Me pregunto cómo hacen. Nos dirigimos hacia un país en guerra. En Buenos Aires, la moneda se dispara a la velocidad con que se alza el avión al cielo.

El productor del documental ya hizo el mismo recorrido tres veces. Como es mi primera vez allá, nuestro primer contacto es instructivo. Es una persona ordenada que se preocupa por su equipaje: puedo confiar en él. Mientras me ayuda acomodando las valijas en la guantera del avión, me dice que a partir de ahora voy a empezar a experimentar los diferentes olores de un continente. No sabe por qué, dice, pero pareciera que la gente de piel negra en África no usara desodorante. En Japón, invadir el territorio del olfato con perfumes es violencia. Me acuerdo de mi amiga Elena, hace diez años en un subte en París, cuando me dijo en voz baja que la gente con piel negra pensaba que nosotros teníamos olor a muerto. Quise decírselo pero no encontré la manera sin que sonara mal, era mi aliado en caso de una bomba. Iba a correr hacia su lado.

Entre escala y escala, hacemos apuestas entre todos para adivinar a cuánto llega el dólar en nuestro país. Yo nunca gano ese tipo de apuestas. Comparto mi mala suerte haciendo un chiste en voz alta y sonrío. Lo peor de viajar con gente que no me conoce bien es esa presión que ejerzo por agradar. Me saca lo auténtico, me roba la noción del presente. Saco la mirada del libro y miro la pantalla del asiento. Trato de concentrarme en la fuerza del avión alzándose hacia las nubes, la incertidumbre del recorrido. Llego a estar ahí por un instante, uno que me prometo imprimir para siempre. Encuentro tranquilidad por un segundo. Me pongo a escribirlo.

Seguimos viaje. Tomamos un avión de las Naciones Unidas desde Kenia hacia Somalia. La armada rusa sí que sabe despegar un avión. El movimiento es parejo y delicado. Me excita. Cuanto más me acerco al territorio de atentados, menos miedo tengo y más adrenalina se despierta. La falta de conocimiento era lo que me mantenía con miedo. Ahora rozo la soberbia.

Antes de llegar al aeropuerto, el salón del hotel en Kenia estaba vacío y todavía era de noche. Pablo se puso a tocar el piano y cada tecla sonaba como si quisiera vivir cien años más. Un director de documental, mientras filma, es una especie de héroe y Pablo lo sabía. Esas semanas iban a ser su mejor momento. Pablo sabía habitar el presente. Sin saber cómo, logró el principio de Claire de Lune pero cuando vio que yo estaba tratando de filmar una historia, sintió vergüenza y la usó como excusa para no seguir. Yo había dormido dos horas. Se lo comenté y me dijo que él tampoco había logrado conciliar el sueño, sonriendo y alzando el pecho hacia la vida como un león.

Antes de embarcar hacia Somalia nos encontramos con el último integrante del equipo de filmación. Su nombre es Ignacio. A cada persona que nos encontramos Pablo le cuenta que soy escritora, que no se sorprendan si algún día aparecen en mi próximo libro, como si todo el mundo fuera interesante para un libro, como si yo pudiera darle sentido a todo esto para escribir algo.

Me gustaría escribir la historia de Gregory, el chico que entrevistamos ayer. Gregory es profesor de historia en un campo de refugiados llamado Dadaab. Es el más grande del mundo y a Buenos Aires no nos llega ni una sola noticia. Gregory tiene veintisiete años y su casa tiene el tamaño de un baño. Gana alrededor de ciento cincuenta dólares por mes. Se viste muy bien. Ayer, después de la entrevista, lo invitamos a comer al hotel pero dijo que tenía que juntarse con amigos. Traté de imaginarlo en un bar con sus amigos en Nairobi, sentado en la barra con su buzo de capucha roja. Su punto de soledad en el mundo: en el medio de una fiesta electrónica ensordecedora. Creo que vi fiestas así en Nairobi por algún programa de televisión, una especie de Wild On!, esos programas que muestran la vida nocturna de una ciudad como una jungla fluorescente. Gregory tratando de irse de la fiesta con una chica, invitándole algo para tomar. Tratando de ajustar su cabeza a su ubicación actual y no a la de la clase por la mañana en esa tierra roja que no le pertenece a nadie. Tratando de enseñar historia a chicas que comen sorgo hace meses. En la entrevista nos habló de la dificultad de enseñarles a chicas con hambre. Cruzaba las piernas con la elegancia del cantante de The Libertines, o algún tipo de filósofo contemporáneo que tuitea cosas inteligentes.

Nuestro encuentro duró treinta minutos en el vasto tiempo del mundo, pero igual pude imaginarme una historia de amor con él. A veces busco alguien que me hunda o me salve. Soy una mosca que sobrevuela la tierra llena de humanos sin la seguridad de pisar firme en ninguna parte. Me imagino una historia de amor con cada persona que conozco para ponerme a hurgar entre los escombros de los demás, a ver si encuentro algo mío. Dónde y cómo duele. A mí: justo donde cae el colgante que me pongo en el cuello. Es el mismo lugar en donde apoyaba la cabeza para dormir las siestas de verano sobre mi mamá, después de un baño de mar. Ella me enroscaba con la toalla del club como una oruga y mi cabeza encontraba el calor absorbiendo el sol desde su cuerpo, un médano de pecas plateadas sobre el que me tiraba a descansar. Al rato, mamá me corría de ese espacio para hacer algo. No existió jamás un almohadón más perfecto que ese, pero duró demasiado poco y todavía me ahoga.

Antes de volar a África volví a hablar con mamá después de un año. La gente te valora cuando sabe que estás lejos, así que me dispuse a ignorarla con bronca. Le había escrito para preguntarle mi tipo de sangre. Era un dato requerido para viajar a la guerra, casi más importante que el pasaporte. Me dijo que no estaba segura. En el avión Pablo comentó, despreocupado, que tampoco sabía su factor. Dejar de sentirme sola era importante.

El avión avanza mientras escribo y empiezo a entender la fascinación de Pablo por los cielos de África. Antes de despegar me dijo que con la cámara registrara el horizonte bajo, que apuntara con el lente hacia arriba. Es mucho más complicado filmar de esa manera. ¿Hace cuánto no veía tanto el cielo? Cuando aterrizamos, siento una patada de electricidad mirando el despliegue de fucsias violentos en el cielo infinito. No sé si lo que mueve es el paisaje o haberme alejado de mi lugar de pertenencia, pero no importa. África es un territorio en el que las pasiones todavía generan guerras, no hay nada suave en esta geografía. Las nubes también pueden ser escombros.

Mogadishu

En el Sahara existe un viento rojo que se llama simún. Es un viento caliente. Cada vez que llega, la gente queda cubierta por arena. Su fuerza rompe las casas y es imposible abrir los ojos. Son días en los que uno tiene que mantenerse encerrado mientras la arena se sacude, pierde su forma y encuentra una nueva. Pasé mucho tiempo encerrada, ahora estoy exponiéndome mientras reconozco mi forma nueva. Me pregunto cuándo va a frenar el viento y voy a poder entender algo.

Dormir en África se está haciendo imposible. Hay algo en común con todas las bases militares del mundo y es que los containers en donde nos alojamos son cubiertos por unos cubos de cemento que resguardan el espacio en caso de atentados. Me imagino que esos cubos son libros y trato de conciliar el sueño leyendo poemas. Estoy sola. La rigidez no me fortalece pero no puedo quebrarla. Pablo me dijo que me había convertido en una persona muy privada. No quiero que nadie sepa lo sola que estoy. Leo a Joyce Carol Oates desde el teléfono. “La sangre es memoria sin lenguaje”. Acá hay charcos de sangre por todos lados, no tienen nombre ni memoria. Como los cuerpos en el Everest, nadie llega a reconocerlos porque la gente acá no importa. Mis amigos en Buenos Aires me preguntan si vi leones, rinocerontes o camellos.

Me desperté a las tres de la mañana y caminé por toda la base militar de las Naciones Unidas donde nos hospedamos. Por ahí camino tranquila, como si los atentados no existiesen en el mundo. Saludo a cada soldado que me cruzo por el camino de hormigón. Me miran de arriba a abajo y siguen de largo. Todos cargan sus metralletas como si fueran las bolsas del supermercado. Los caminos son angostos y te conducen hacia el único lugar para comprar café. Es un día de calor como cualquier otro. En Mogadishu no existe el invierno, solo la paranoia y el dolor de estómago con cuarenta y seis grados de sensación térmica.

Ayer vi cómo una chica somalí se ponía una curita por primera vez. Acababa de cumplir veintiún años. Tenía muchísimas más cicatrices en el cuerpo que yo, pero nunca había visto una curita. Le conté que cuando era chica mis padres me habían enseñado que si tapaba la herida con ese apósito protector, la herida se curaba. Estoy segura de que ese puede ser uno de los mayores problemas de mi vida: no darle aire a las heridas. Compartimos juntas una pizza. La digestión la deja con frío y a mí con mucho calor. Su sangre tuvo que hacer mucho más trabajo que la mía para digerir algo que regularmente le falta. Cuando tenía diez años, cruzó un desierto sola escapando de los abusos de su padre. Comió sorgo para sobrevivir. Lo mezclaba con un poco de aceite. Quiero llamar a mi mamá y contarle.

Espero el café de todas las mañanas en el bar antes de salir a Kismayo hacia la cumbre presidencial de Somalia. Salir de la base militar me emociona y me asusta a la vez. En los márgenes de una guerra entre clanes para ganar las próximas elecciones, germina el terrorismo. Ayer hubo un atentado a siete cuadras pero acá no vuela un mosquito. Pienso en las diferentes formas de vivir a salvo. Traje doce repelentes y todavía no abrí ninguno. Se aproximan las primeras elecciones de este país. Un asesor político de la Naciones Unidas me explica que, para que no corra peligro la posibilidad de democracia y los clanes no boicoteen el sueño de libertad, en el país no hay censo desde hace décadas. Escucho a alguien decir que perdés valor relativo si esclarecés la verdad. Nadie sabe cuántas personas habitan esta tierra, nadie las busca cuando se mueren en la calle. Al Qaeda es un síntoma, me dice, y el problema siempre es algo más grande.

Kismayo

Me subo a otro avión con el primer ministro de la Naciones Unidas de Somalia. Alrededor nuestro, veinte hombres del ejército nos protegen. Son personas enormes, parecen vikingos. Soy la única mujer en el avión. Nos reparten galletas de jengibre como snack para el vuelo, me alegro de comer algo nuevo. Mi compañero de fila es un custodio del ejército francés. Me cuenta de sus años en la Polinesia trabajando como investigador privado, todas las mañanas llegaban casos de violaciones que se acumulaban en su escritorio. Dice que nunca llegó a formar una familia porque por su trabajo tuvo que mudarse muchas veces. No me parece una explicación para no formar una familia. Tiene dos divorcios encima. Trato de sacarle una foto haciendo como que me estoy sacando un selfie pero sale mal. Se da cuenta pero lo deja pasar. A partir de ahora, guardamos un secreto.

Hay miradas que marcan la historia de alguien que no se animó a hacer lo que quería. Esa es la mirada del custodio francés. Son como de animales, con una capa de esmerilado que borra cualquier brillo. Antes de bajarnos me cuenta que cuando era chico quería ser periodista como nosotros, pero al final decidió continuar la profesión de su padre.

Los lugares equivocados

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