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Un cartel de prohibido pasar

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El día de la fiesta llegó como una estación, helado pero con viento a favor. Yo estrenaba un vestido blanco con perlas plateadas en la cintura. Los bordados de gasa generaban una especie de danza de géneros alrededor de mi cuerpo. Era un vestido único. Me lo había comprado mamá en Europa y costaba más que todo mi vestidor. Tenía la espalda abierta y no me favorecía demasiado, pero era todo lo que mi familia quería. Complacerlos a veces es más urgente que ser feliz.

Cuando mamá me dio el vestido, contó las perlas: eran veintinueve. Después de los treinta, el cuerpo de la mujer cambia, me dijo una amiga. ¿Debería haberme casado antes? Quizás si hubiese dedicado toda mi vida a esa meta, habría llegado a destino con mejor puntería, o trabajado en la seguridad de nuestra decisión. Acá faltó tiempo. Ese interés que tuve siempre por otras cosas es, para mi familia, una mente dispersa. Eso podía destruirnos: ser la isla perdida que no sanó del todo bien el matrimonio de sus padres.

La noche tan esperada nos falló y vino con pronóstico de tormenta. Las nubes azules hacían que el cielo se viera mucho más grande. Las empecé a seguir, se movían con una velocidad increíble. Se acercaban sacándome el protagonismo y eso era un alivio. Corriste con amigos a sacar la lancha del muelle para que no se inundara. Todavía no te habías cambiado, la ropa era importante. Yo me adelanté en cumplir la tarea y el vestido dejó de ser una sorpresa. Me dijiste no importa, me diste un beso en la mejilla. Te vi correr hasta el lago riéndote con dos amigos. Mientras te alejabas, calculé la distancia en metros.

Me preocupo por seguirte con la mirada porque a la persona que se ama no se la pierde de vista. A veces en nuestras peleas te escuché decir, sofocado, que estaba demasiado pendiente. Cuando te conocí me di cuenta enseguida de que esa falta de preocupación, esa transparencia y falta de culpa ancestral, iba a cavar un pozo entre nosotros, así que lo mejor es estar atentos a nuestras pisadas.

La fiesta se celebró en tu lugar de vacaciones. Fue la primera fiesta que hacían en esa estancia heredada. Capas de historia, como capas de tierra, nos sostenían. Nuestra historia: esa porción pequeña de amor y resistencia, diez años de antigüedad. Mi familia y yo parecíamos extranjeros. Solo esta decisión insegura de casarme lograba que me identificara con ellos. Algunas de mis amigas gastaron parte de su sueldo para ir. Desde temprano empecé a tomar copitas de Aperol Spritz para que la soledad no me comiera como una ola.

Las mesas parecían más, los invitados menos. Sabía por algunos mensajes de texto que varios se habían quedado atascados en la subida hasta la casa, pero estaban en camino. Después de leerlos, abandoné el teléfono porque otras personas se iban a encargar. Me iluminaba un fresnel arriba de la cabeza. Yo tenía que mostrarme feliz, una tarea difícil que abandoné con alcohol.

El cálculo de los invitados había sido desprolijo, como todo en nuestra vida. Había mesas por las dudas. Antes de que llegaran todos, me serví un vaso grande de Tang y me manché el vestido blanco. ¿Quién toma Tang a los treinta? Hacía un año que no usaba vestido y en esa mancha naranja pude ver cómo venía arrastrando ese tipo de torpezas por meses.

Vos seguías en la tuya con tus amigos en el muelle. Me alejé hacia el baño químico a lavar con agua la mancha, el colorante naranja estaba impregnando la tela con una resistencia increíble. Vos no lo ibas a notar pero el resto sí. Te da igual si engordo, si adelgazo, si me maquillo, si tengo ropa nueva: solo te interesa que me ocupe de estar cerca, pero cerca es una distancia que interpretamos de maneras diferentes.

La noche anterior contaste entre amigos una anécdota en la que habíamos estado juntos, pero no te acordabas de mí en la escena. Te lo dije y me miraste sabiendo que eso también era clavarme un cuchillo. Lo mismo iba a pasar con nuestro casamiento. “No somos la misma persona, no somos la misma persona”, te repetí la noche previa al oído, en forma de canción de cuna, hasta calmarme. Vos dormías.

En el interior del baño químico, me puse a buscar recetas en internet para quitar la mancha. Primero me metí en un foro que decía que lavar el vestido de novia trae mala suerte. Algunos no lo hacen nunca. Los sentimientos de esa noche deben permanecer entre los pliegues de la tela y atesorarse en el ropero para siempre.

Salí del baño frustrada y vi cómo empezaba a llegar la gente caminando, agitada de subir la colina. El viento hacía bailar los vestidos de seda furiosos, las mujeres se atajaban el pelo como podían. El horizonte entre las montañas se empezaba a poner negro. Yo estaba sola, pegada a la carpa y, como no sabía qué hacer, me metí en el baño de vuelta, haciéndome la ocupada.

Pensé en dejarme la mancha de Tang y olvidarme de todo. Pensé en tirarme lo que quedaba de ese jugo. Pensé en irme. La tormenta se acercaba, ya caían algunas gotitas de miel. El viento empezó a soplar más fuerte, las copas de cristal empezaron a chillar, riéndose de esa ficción que decidimos montar juntos. Nuestro amor es una enredadera por la que quiero trepar y salir corriendo.

Me puse a caminar descalza alrededor de las araucarias para calmarme. Sin darme cuenta, terminé en la parte oscura del bosque. Mientras me alejaba, el sonido de la fiesta se convirtió en el sonido de posibles animales a la defensa de su territorio. El pasto en el bosque no pinchaba, el viento me volaba la coronita de mutisias. Me agarró frío y me abracé un poco. Fue ahí cuando viniste a buscarme corriendo. Escuché tu grito y me asusté como si hubiera un lobo. Me hubiera gustado casarme con un lobo. Un animal peludo y suave, puro instinto.

Era tarde. Empezó a llover fuerte y estable. A vos solo te preocupaba la lluvia. Me hablabas de la tormenta, de los milímetros de agua especulados por los diferentes pronósticos. Susurraste que te querías matar, dijiste qué paja y me pediste que me pusiera los zapatos para entrar, que íbamos a llegar tarde.

Unos días antes de la fiesta te pregunté por qué nos casábamos y me dijiste que el casamiento ya había sido una decisión, que dejara de boicotearla. Que ibas a estar conmigo toda la vida, que íbamos a solucionarlo todo. Algunas de mis preguntas nunca se ganan tu respuesta. En el medio del bosque y sin ponerme los zapatos, quería gritar y llorar pero me contuve. Hace rato que pasamos esa época de nuestra relación en la que nos invitaban a una fiesta y nos peleábamos todo el camino hasta llegar a la puerta de entrada. Siempre había tenido miedo de que me soltaras la mano, de que no me prestaras atención y disfrutaras de la fiesta perdiéndome de vista.

Primero que nada, respetar la tradición de que el novio no puede ver a la novia. Algo nuevo: la casa. Algo usado: una remera de las olas de Kanagawa. Algo azul: las lágrimas. Todas estas tradiciones fueron parte de nuestra separación, como invitados que llegan tarde a una fiesta.

El día que me fui de casa intentabas evitarlo pero tu boca parecía la de un dibujo animado, una curva hacia abajo. Tus labios anfibios y anchos hacían un puchero de nene de tres.

Algo prestado: el departamento de Benjamín durante las primeras dos semanas, blanco por donde lo miraras. Una casa que, por más que el dueño dijera lo contrario, nunca había sido decorada, como si hubiera tenido un poco de miedo de mostrar lo que podía hacer. El blanco hipnótico me fruncía la mirada de tanta luz. Sin historia acumulada, sin objetos amontonándose, sin cuadros cubriendo las paredes. Pósters, cosas pegadas, pinchadas, taladradas, clavadas, que sumábamos arriba de la cama.

Me acuerdo cuando se voló nuestro objeto preferido de la casa, una tarde, durante una de las primeras tormentas en Echeverría. Ese lugar era una selva, había humedad, enredaderas avanzando por el interior de las habitaciones, mucha pero mucha madera. Los objetos se interponían entre nosotros. Había que mantenerlos como a los cimientos de un puente entre montañas, esos puentes que te protegen del precipicio. Ahí abajo siempre crece un río.

Echeverría: hoy el recuerdo es una canaleta que la inunda desde lo alto hasta lo más bajo de la ciudad. Los días de lluvia te quejabas y me decías que mi ropa tenía olor feo, que todo en la casa tenía olor a moho y que era mi culpa, por esa ansiedad característica que me hace guardar la ropa antes de que se seque.

Tampoco te gustaba que las enredaderas se filtraran hacia adentro desde las ventanas, me amenazabas con podarlas. Hablabas de bichos, de suciedad: sabías que ese tema me incomodaba. Había algo en el camino de esas ramas que me tranquilizaba, esa forma de entrar a un mundo nuevo y querer ser parte de otra cosa, esa manera irrefrenable de avanzar y crecer.

Tu dibujo de Tango ese día se voló hacia afuera. Me molestaba mucho tu manera de dejar abiertas las ventanas, dándole lugar al viento frío que congelaba nuestra habitación. Tu forma salvaje era lo que me mantenía alerta, tus ganas de bucear en nuestras primeras vacaciones, de viajar en carpa. Si hay algo que me da miedo del amor es esa manera tan rudimentaria de convertirte en un animal.

Tango. Lo habías pintado con acuarelas cuando tenías ocho. El fondo era verde con manchas rasposas de una acuarela abusada, la resma se ondulaba como un valle de papel. Creo que fue la última vez que hiciste un dibujo, lo más preciado dentro de nuestra colección. Lo entendí como una reliquia desde la primera vez que lo vi: toda tu prolijidad y la prueba material de que no tenías ningún déficit de atención, como te había diagnosticado de chico el médico de tu mamá. Cuando te pedía que escucharas algo mío, usabas esa idea berreta como excusa, algo impuesto que funcionaba como una cárcel adentro de mí y de vos: un cartel de prohibido pasar.

Ese día teníamos visitas y, en una ida al baño, pasé a controlar el estado de la habitación y escuché las ventanas golpeando. Todo se veía ordenado, hasta que noté el espacio vacío en el corcho, justo donde habíamos colgado el dibujo de Tango. Fui a la ventana y lo vi tirado en el pasto. Pegué un grito moldeado con tu nombre y viniste corriendo a cerrar las ventanas eufóricas por la tormenta tropical. Lo vi en tu cara: otra vez tomándome demasiado en serio las cosas. Vimos el dibujo entre las plantas y corrí a buscarlo. El dibujo se había salvado, estaba empapado aunque sin ninguna rotura, un milagro que sacamos y volvimos a poner en su lugar, victoriosos, escuchando el tren del triunfo. Sentimos el mecanismo de nuestra relación aceitado, incluso más de lo justo.

Esas medallas hoy no valen nada. Siempre fuimos diferentes, pero tu comida tenía el sabor familiar que tiene la preferencia de cuando sos chica. El lugar seguro era mi infancia rota. Cuando nos conocimos, fui a ver a un médico porque algo me ponía muy nerviosa y no podía comer. El médico me dijo que tenía un estómago de fierro. Te lo conté. Fui creciendo confiada en que, según el discurso de los demás, yo era fuerte. Nada me iba a destruir. La resistencia al dolor es hereditaria, mis hermanas casi ni sintieron el parto de sus hijas. Nuestro umbral de dolor es alto gracias a nuestra mamá, que las pasó todas. La operación en el cerebro, las inyecciones del tratamiento, las infidelidades, la carga del hogar.

Los últimos años mamá fruncía el ceño y decía que su casa se venía abajo. Con la casa pasa algo parecido a lo que sucede con el cuerpo: no hay que dejarla caer. Siempre me impresionó su atención tan afilada al barniz descascarado, al plástico del tacho de basura quebrado, las alfombras sucias de polvo, las cortinas poniéndose amarillas como dientes sin cepillar. Cuando se quejaba por la casa, mamá gemía como si los muebles le dolieran en el cuerpo. Una gotera podía ser el fin del mundo. Nadie en la casa llegaba a darle forma al desorden, mamá vivía atrás de nosotros recogiendo lápices, ropa, calzones sucios, botellas de vino vacías, cds. Mamá tenía que estar en todo. Las tareas de la casa la mantenían en movimiento, eran la respiración de su cabeza, el paisaje natural, un deporte.

Lo importante era la casa. Si yo mantenía a salvo la mía, todo iba a estar bien. Compré muebles, te llevé a una fábrica de sillones en zona norte a elegir el más cómodo. Nos sentamos en cada uno pero terminamos diseñando el nuestro. Pagué la seña. Mientras vos trabajabas yo compraba lámparas, manteles, frazadas, antigüedades, tazas de té, velas importadas. Nuestras almohadas tenían tus iniciales bordadas. Volvías de trabajar y yo te hacía un tour con las novedades mientras me decías que tenías hambre. Las fotos de nuestros momentos más felices atestiguan esa época. En esos retratos detenidos en el tiempo, todavía me comés la boca y escalamos cerros altísimos.

Mientras yo armaba nuestro hogar, mamá vaciaba el suyo. Los electrodomésticos que ya no funcionaban, los portarretratos que capturaban recuerdos de una parte de su historia. La madera de la puerta de entrada se había hinchado y cerraba mal, entraba agua. Después de su divorcio, mamá había quedado sola en una casa enorme. Empezó a vaciarla con desesperación. Yo aprovechaba para demandarle cosas suyas; se había desbordado de platos y tazas, estaba en la etapa de desprenderse y me decía, cuando lo soltaba sobre mi mano, que nada de todo eso valía la pena.

Los lugares equivocados

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