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Prólogo

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LLUVIA VERDE

¿Quién es Manena Munar?

Por Menene Gras Balaguer

Directora de Cultura y Exposiciones de Casa Asia

Directora del Asian Film Festival Barcelona

La primera vez fue por teléfono: se presentó con su nombre soy Manena Munar. No sé si te acuerdas de mí. No sé si sabes dónde nos vimos. Hasta aquí, como se suele hacer cuando alguien quiere ponerse en contacto con otra persona por el motivo que sea. Te llamo, porque estoy acabando un libro sobre mujeres que han hecho algo por Filipinas o cuyo destino se ha unido a este país en un momento u otro de sus vidas. Y yo empiezo a hacer preguntas, intrigada por este libro sobre mujeres que han hecho algo tan importante a las que se deba un homenaje. Dejó caer algunos nombres que yo oía por primera vez e incluso mencionó ciertos ejemplos de su heroísmo y generosidad en hechos que habían tenido una importante repercusión social, mereciendo el reconocimiento que deseaba rendirles. Aprovechando la oportunidad que le había dado la editorial Casiopea, pensó que eso le permitiría hacer una colección de retratos de mujeres que se habían significado por su contribución a la sociedad, su independencia, su valor y su espíritu solidario. Y además volver a Filipinas, en cada página y en cada línea del libro que escribiría. Me convenció.

No queriendo parecer una ignorante, la interrumpí para demostrarle que quizá ella tampoco sabía quién era Marisa González y su curiosidad me llevó a contarle el proyecto “Ellas, Filipinas”, que ésta inició en 2009 sobre la diáspora femenina del archipiélago a Hong Kong. Me extendí ante su interés explicándole cómo elaboró la artista este trabajo de campo sobre las mujeres filipinas que desembarcan en Hong Kong, una vez reclutadas por las agencias que les facilitan los contratos laborales correspondientes, siempre que reúnan las condiciones que se les exigen para su obtención. Son empleadas del servicio doméstico, con escasos derechos y jornadas muy duras, y el trato en algunos casos roza la esclavitud. La artista entrevistó a muchas de estas obreras invisibles, acudiendo a las reuniones que convocan los domingos que es su día libre debajo del emblemático edificio del HSBC de Norman Foster. Hablan por el móvil con sus familias, se muestran fotografías unas a otras y se explican las cosas que han pasado esa semana. Mujeres que construyen sus casas efímeras con cajas de cartón donde se recogen por grupos y se cuentan sus vidas, las de antes cuando aún vivían en Filipinas y las de después desde que llegaron a esta ciudad. Las cajas de cartón sirven después para enviar a Filipinas todas las cosas que ellas juntan durante días o meses para enviárselas a sus familias por barco. Ropa, zapatos, juguetes, aparatos electrónicos, y lo que crean que puede ser de utilidad para los que han dejado atrás. Los maridos que se quedan en el archipiélago suelen vivir de lo que ellas ingresan con su trabajo, y el cuidado de los hijos se relega a las abuelas de los hijos. Así, algunos de ellos, cuando no trabajan, tienen tiempo para crear nuevas familias o llevar una doble triple vida. Aunque ellas lo sospechen o acaben sabiéndolo, siguen haciendo sus aportaciones mensuales con una importante parte de su salario para los hijos y sus propios padres que son sus verdaderos cuidadores. En esa misma conversación, Manena me dice con entusiasmo que le gustaría ponerse en contacto con la artista, como si le hubiera descubierto a alguien, porque podría abordarla y valorar su relato. Acaba haciéndolo, Marisa González está en el libro.

Sin querer abandonar la conversación, le hablo de otra artista y cineasta, Sally Gutiérrez, que hizo un gran trabajo sobre los vendedores de órganos en el mercado negro. Sally hizo en Filipinas un proyecto muy arriesgado entrevistando a un grupo de hombres que querían vender sus riñones por los que les daban una suma irrisoria. La operación se llevaba a cabo en condiciones fraudulentas, como si los cirujanos fueran veterinarios y ellos animales a los que se podía quitar cualquier órgano, sin advertirles acerca de los posibles riesgos que contraían. Sally grabó también las procesiones religiosas que casi a diario circulan por las calles de Manila con cualquier pretexto y exploró a fondo manifestaciones de la cultura popular en las que creía ver la sombra de la España que colonizó el archipiélago. Sin darme por satisfecha, acudieron de inmediato a mi cabeza artistas como Helena Cabello y Ana Carceller, que estuvieron como Sally Gutiérrez becadas por Casa Asia en 2006 para realizar un proyecto en Filipinas. Ellas dos volverían a narrar Apocalypse now de Francis Ford Coppola, analizando el ideal masculino del anti-héroe representado por una mujer filipina y la ubicación real del conflicto entre Camboya y Vietnam, que se rodó en Filipinas. Por último, reaparecieron los Aquilizan que viven entre Australia y Filipinas desde hace muchos años y han trabajado sobre las migraciones de la era postcolonial y el trauma social causado por las grandes diásporas.

Me detuve aquí, aunque habría seguido sugiriendo más nombres. Así que retrocedimos y acordamos que Filipinas y el libro que estaba corrigiendo eran lo que nos haría permanecer en contacto. Pero, de pronto me acuerdo de Marta Galatas y de su novela “Dejé mi corazón en Manila” que presenté con ella y Florentino Rodao en Casa Asia, en abril de 2017. Una historia de amor entre una mujer española, que embarca con su hermana en junio de 1936 en el Postdam rumbo a Manila donde les esperan sus tíos, y un joven empresario filipino con el que aquella termina casándose. Una historia que empieza con el estallido de una guerra civil, en una travesía, y continúa con la ocupación japonesa del archipiélago y el fin de la II GM. Y entonces ya sé que fue allí, al finalizar el acto cuando ella se acercó y me regaló su primera novela. Pero han pasado tres años y yo no había vuelto a saber de ella.

Me propuso al cabo de unos días una cita en casa de su madre en María de Molina. Teníamos que vernos. Ella me había dejado un plazo más que prudente para leer la versión anterior a la definitiva de este libro. Quería saber si iba a escribir la introducción. Fue justo antes de que se proclamara el estado de alarma, a principios de marzo, aprovechando que estaría en su casa, porque iría a visitarla. Su madre hacía la siesta cuando yo llegué. No, no la vi. Pero había varias fotografías de una mujer joven con su padre enmarcadas, que Manena me enseñó para ponerme en antecedentes señalando su belleza. El único ruido era el del viento que golpeaba unas cuerdas o unos cables contra la fachada de la casa de al lado. Me quedé mirando las ramas de los árboles moviéndose con fuerza como si fueran a partirse, aunque no se podía predecir cómo acabaría la tarde. Las cortinas no transparentaban lo que sucedía detrás y el cielo gris y triste empapaba los cristales. Me dijo si quería tomar algo. Empezamos a hablar sobre amigos y conocidos de Filipinas, que creíamos conocer ambas. Ella fue por primera vez en 1987 acompañando a su marido y padre de su hijo, porque había sido destinado allí como técnico comercial del Estado. Yo lo hice un poco antes y todavía puedo sentir el olor de los manglares y el de la pobreza que se dejaba ver entonces en el centro histórico de Manila. Esa primera vez fui con Luis Camós, y considero un privilegio el haber podido conocer Filipinas con alguien como él, el mejor anfitrión y el más generoso que he conocido en la vida. Luis estuvo viviendo más de seis meses al año durante veinte años en Filipinas. Era muy amigo de nuestros amigos y le pregunté varias veces a Manena si lo había conocido. Se habrían visto, habrían cenado juntos en la misma casa y debían haber frecuentado las mismas fiestas. Empezamos nombrando casi a la vez varios lugares comunes, donde no nos habíamos encontrado ni entonces ni después, pero ahora lo hacíamos ante esas ausencias que nos unían en alguna parte de lo que somos.

El pasado nunca se evoca en orden, sino aleatoriamente, y los hilos que unen las personas y las cosas en el tiempo y en el espacio se anudan y se enredan e incluso pueden romperse fácilmente. Eso hizo que se nos fueran ocurriendo cosas que asociábamos libremente unas con otras sin más intención que la de ponerlas en común. Las dos dijimos a la vez el nombre de Valeria Cavestany, una mujer de libro de cuentos, filipina adoptiva, que nunca acabas de conocer y durante mucho tiempo viajera por el mundo con casa en Barcelona, pero atada a sus islas. Hice con ella un proyecto expositivo en 2009, en Casa Asia, que coincidimos en llamar Archipiélagos de la memoria. Trataba de la identidad filipina y su progresiva criollización en el transcurso de su historia colonial y postcolonial, siempre asediada por las diásporas y migraciones de diferente índole que se han sucedido en el tiempo. Es una gran amiga mía, me dijo de inmediato Manena, está en el libro, como puedes imaginar. Y yo seguí, contando con su aprobación rescatando los relatos que cada nombre sembraba. El siguiente fue Ramón Balaguer cuyo padre era primo de mi madre, y a continuación su mujer, Ditos Lobregat, que acabó siendo Cónsul honoraria de España en Zamboanga, y era espléndida en todos los sentidos. Luis Camós fue un gran amigo suyo. Ella le hacía confidencias; él la acompañaba en algunos de sus viajes por los pueblos más remotos del archipiélago en busca de artesanos que sabían hacer cosas que nadie sabía hacer en otro lugar. Ditos falleció no obstante de un cáncer que no consiguió vencer. De sus cuatro hijos, Nuki y Clara Balaguer, son las que más he tratado por motivos bien distintos, pero Nuki ha vuelto a Filipinas para quedarse, y Clara parece que se ha instalado en Holanda. Nuki heredó la estrecha amistad que mantenían Luis y su madre, y la relación entre ella, su padre y Luis continúa como si no existieran las distancias físicas.

La madre de Ditos, María Clara Lobregat, a la que llamaban Kalin, era una de esas mujeres que sólo existen en el cine, siempre en su mundo, un mundo lleno de sí misma en el que probablemente no dejaba entrar a nadie. Durante muchos años, debió ser la mujer más más guapa y más interesante de Filipinas. Su marido murió en un accidente mientras pilotaba su avión particular recorriendo una de las fincas que poseía la familia. Cuando yo la conocí, ya era viuda, pero era como una emperadora que no necesita ningún imperio para serlo y la mujer más naturalmente elegante que jamás haya conocido. En su casa de Manila, se servía el almuerzo a todas horas. Recuerdo la gran mesa ovalada y la agitación del servicio para atender a todo el que llegaba. Nunca se quitaba la mesa hasta muy tarde, aunque ella desapareciera cuando se retiraba sin despedirse para irse a descansar. En el jardín había muchos coches con los chóferes uniformados para cualquiera que los necesitara. Kalin pertenecía a una de esas grandes familias filipinas muy respetadas. Las nuevas generaciones siguen viviendo de ese reconocimiento, pero sin poder evitar el desgaste que los acontecimientos acaban provocando. De ella aprendí las propiedades del agua caliente incluso cuando hacía más calor. La bebía a menudo durante el día y antes de acostarse. Acabé pensando que tal vez fuera un remedio para vivir más años. Me atreví a preguntarle una noche por qué lo hacía y me respondió que era un hábito cultural muy saludable. Puse en práctica su recomendación y desde entonces convertí en costumbre beber agua caliente sin azúcares ni hierbas, sólo agua y nada más, aunque aquí pareciera una rareza. Años más tarde puede comprobar que beber agua caliente era una costumbre muy extendida en China, porque la medicina tradicional aconsejaba tomarla en ayunas como medida preventiva, y que probablemente fueron los chinos los que la introdujeron en el archipiélago, desde los tiempos en que el Imperio español ultramarino diseña el proyecto de tener una base permanente en Oriente en el siglo XVI.

En Zamboanga, a unos 850 Kms de Manila, dormimos en su casa de Mindanao tanto el día de llegada como el que nos fuimos, tras pasar casi dos semanas en la casa de la playa, que al cabo de un tiempo convirtieron en un resort para los turistas que veranean en Filipinas procedentes mayoritariamente de China y de Australia. Recuerdo la planta de la casa de Mindanao, la distribución de las habitaciones y los ventiladores, el puerto, los barcos atracados, el desguace, y ella que salía acompañada y en la misma puerta empezaba una larga cola de gente que la esperaba siempre a la misma hora. Ella con el bolso abierto iba repartiendo limosna y favores a todos. Parecía conocerles y escucharles en silencio tomando nota de sus necesidades y las de sus familias. Manena coincide conmigo y yo con ella en casi todo lo que le cuento y que ella me cuenta. Me parecía vivir en una novela nunca escrita, todo era un descubrimiento, sentir el sur en la piel y la humedad en los ojos. Pisar las langostas y los cangrejos cuando andabas sobre las arenas blancas o las más negras del archipiélago a muy poca profundidad era una experiencia nueva que nunca había tenido. Desde la playa, yo creía ver Borneo en el horizonte, sin tener en cuenta las millas que separaban la tercera isla más grande del mundo del archipiélago filipino en el mar de Sulú. Aunque era invención mía, supe después que los bisayos que habitan en las islas filipinas del mismo nombre proceden de Borneo. A mí esta isla de casi 5000 Kms de costa perimetral se me antojaba la más salvaje del sudeste asiático con sus orangutanes rojos escondidos en sus bosques tropicales, sus elefantes bañándose en sus ríos y sus tiburones de agua dulce. Administrativamente compartida por Brunei, Malasia e Indonesia, es un misterio para mí, que nunca me he preocupado de resolver.

Tampoco había visto nunca piratas, sólo en los cuentos. Los había entonces, los ha habido siempre y sigue habiéndolos; no podía creer que existieran y que fueran un peligro, porque atacaban embarcaciones y yates de recreo, secuestrando a sus pasajeros para pedir rescates antes de soltarlos, si no los mataban directamente arrojando los cadáveres a las olas. Esto sucedía no lejos de esta costa donde nos encontrábamos. ¿Cómo podían ser un peligro en un paisaje idílico, aparentemente en calma, como el que llenaba nuestra mirada? Pero, sí, eran de verdad una amenaza. No estaban lejos, podían verse navegando en el horizonte e incluso acercarse hasta la orilla, donde nos encontrábamos. Resultaba difícil pensar que pudieran agredirnos, pero se nos había advertido que no tenían reparos a la hora de conseguir lo que buscaban. A espaldas del mar, llegaba a la casa desde el bosque el eco de los enfrentamientos entre los rebeldes musulmanes y el ejército. A media tarde o de noche oíamos disparos entre guerrilleros del Frente Moro de Liberación Nacional y el Frente Islámico Moro de Liberación, que se enfrentaban desde hacía más de cuatro décadas con las fuerzas de seguridad, en una guerra de guerrillas interminable. Saqueaban barrios de Mindanao o de otros pueblos, provocaban incendios y se escudaban con rehenes que asesinaban o simplemente mantenían secuestrados para negociar en un proceso de paz del que se sentían marginados.

Cuando volvimos a hablar después de aquella tarde en que compartimos relatos hablando de personas en las que nos encontramos, y múltiples coincidencias en nuestras impresiones, ya se había impuesto el estado de alarma por el COVID-19, los hospitales estaban desbordados y la enfermedad estaba causando miles de muertos diariamente. Manena estaba repasando el libro y yo le pregunté por su madre. Cambiando el tono de voz, me comentó que había fallecido esa semana. El confinamiento obligado le impedía hacerse cargo del funeral y del entierro. Tampoco podía vaciar la vida que se quedaba en esa casa repleta de objetos y recuerdos. Eso duró casi tres meses hasta que ella pudo entrar y recoger lo que se quería llevar. Me decía hace unos días que había conseguido integrar parte de los muebles en su casa y eso le hacía sentirse mejor. Ya lo verás. La mezcla ha quedado muy bien. Es como recuperar una parte de mi mundo, y como si la pérdida de la madre se pudiera compensar contemplando a diario algunas de sus pertenencias. Liberar la piel de una casa de los que han vivido en ella durante toda una vida es como renunciar al pasado y a la memoria porque se convierten sólo en obstáculos para seguir adelante.

Filipinas atraviesa su vida horizontalmente con sus paisajes y sus islas, sus lluvias y sus bambúes, al igual que los tifones y los seísmos que inesperadamente sacuden la tierra y los bosques de cocoteros, haciendo sentir a sus habitantes el temor a la desgracia. Hay un antes, un durante y un después de llegar a Manila, que no ha podido olvidar sin importar el tiempo que ha pasado desde que no ha regresado allí. Cuando la palabra se nombra, ella se sumerge en espacios de la experiencia que observa en la distancia, incorporados a su vida como si se tratara de un conjunto de registros visuales o corporales múltiples que resume en relatos breves e interrumpidos. Un tiempo que se alargó más allá de los catorce años que pasó allí, y que de hecho llega hasta hoy, como si no hubiera pasado nada más desde entonces, o como si no quisiera que pasara nada más, para conservar intacto el recuerdo de esas lluvias de cielos pegados a la tierra y al mar y no hacerse nunca la pregunta sobre qué queda de todo lo vivido.

La lluvia verde es la lluvia de las más de siete mil islas del archipiélago filipino; es la lluvia que humedece las palmeras y que gotea de las ramas y las hojas de todos los demás árboles y matorrales; es la lluvia que se golpea contra el mar; es la lluvia que se huele a distancia y que tiñe de verde los campos y las montañas; es la que se oye por la noche y no se ve, cubriendo la densa vegetación tropical; es la lluvia que la amó y por la que se dejaba amar; es la lluvia que se derramaba algunas noches sobre su cama; es la lluvia que narra la historia de Filipinas, la historia de sus mujeres y la historia de Manena que no puede dejar de pensar en las islas, ni en lo vivido allí, a pesar de todos sus viajes por el mundo escribiendo crónicas para diferentes medios. La lluvia verde lo une todo: la vida y la muerte se atan mientras llueve y nada puede separarlas. Ella lo sabe y por esto ha escrito este elogio a mujeres anónimas, cuya generosidad las convirtió en heroínas silenciosas, porque sus aportaciones fueron decisivas. Era también el pretexto para devolverse a Filipinas viajando con todas las protagonistas del libro: Isabel Zendal, que contribuyó a la introducción de la primera vacuna de la viruela en América latina y en Filipinas, durante el reinado de Carlos IV; Maruxa Pita, conocida como la Madre Teresa de Filipinas; María Luna, académica y docente universitaria que acogió a los estudiantes en la casa de todos “The Pink House”; Teresa Barroso y la solidaridad; Noelie Yameogo, misionera; Anna María Balcells y la Fundación Kalipay; Anna Oposa, directora de “Save Philippines Seas”; Cherrie Atilano, agricultora; Melissa Villa y Project Pearls; la irlandesa Claire Goudy Hendersen, Marious Dillinger en Médicos sin Fronteras; Astrid Hocking y el trabajo solidario; Carolina Unzeta y el compromiso social, ante el volcán del Mayón; Aitziber Barrueta, de la India a Filipinas, como cooperante internacional; Nuria Díez y el trabajo humanitario; Natalia Díaz Feraren, Camila Escat y Kalipay; la artista Valeria Cavestany, los colores del Trópico y la Fundación VAHHFI; Marisa González y la diáspora filipina en Hong Kong; y Len Cabili.

No es la primera vez que se pelea con la escritura. Ella es escritora y fotógrafa y vive de sus artículos y textos. Con este libro regresa a Filipinas, como hizo en su primera novela “Y soplará el Amijan” (2003) evocando una estación del año, que va de noviembre o diciembre a mayo, y un viento frío del nordeste que hace que las temperaturas sean moderadas y con poca o ninguna lluvia en el centro y en la parte más occidental de Luzón y las Bisayas (Panay, Negros, Cebú, Bohol, Leyte y Sámar), mientras que en la más oriental del archipiélago da lugar en la misma época una llovizna suave incesante. Al final de la novela, cuando la protagonista manifiesta sentirse sola y perdida en el infinito, sin saber cómo seguir viviendo, sin entender nada, dice “Me salvó del vacío un sentimiento muy cálido fresco y limpio como el amijan, que fue venciendo al miedo”. La naturaleza no puede mantenerse ajena a lo que nos sucede. En la mitología filipina, el amijan es también un pájaro que de acuerdo con el folklore tagalo es la primera criatura que habitó el universo junto con los dioses Bathala y Ahman Sinaya,. Cuando acaba la estación, cambia la dirección del viento dominante, el Habagat, que se caracteriza por ser particularmente húmedo y caluroso, coincidiendo con la estación de las lluvias y temporales que azotan alta mar.

Hablo de ella y hablo de mí, porque en todo encuentro, por casual que sea, se produce un descubrimiento y creo que eso probablemente sucederá a muchos de sus lectores, porque Manena parece escribir escuchando las voces que guardamos en secreto debajo de la piel. Cuando pregunto quién es Manena Munar me estoy preguntando sin saberlo quién soy yo y eso es lo que ella sabe hacer sentir a quien la lee, sin que esto sea fácil ni un efecto gratuito de cualquier lectura. Hablar de ella es hablar de siete mil islas, es hablar de una extranjera en Filipinas a la que la lluvia verde cambió la vida y le hizo vivir muchas vidas que nunca habría sospechado vivir. Para introducir este libro sobre mujeres que han desempeñado un papel significativo en este país, sólo me quedaba hablar de ella, como ella hace con sus personajes, y sólo puedo hacerlo hablando también de mí, porque también he visto esta lluvia verde estrellándose contra las ramas de las palmeras del Roxas Boulevard de Manila, los árboles del parque Rizal o de la plaza Rajah Sulaiman, o rozando con fuerza la piel de las islas y rompiéndose al chocar con las olas de ese mar que las une y las separa.

Todos los caminos llevan a Filipinas

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