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La prodigiosa vida de las palabras
La razón de este libro

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El universo de las palabras es fascinante. Cada una de ellas guarda, en sí misma, un mundo por todo lo que podemos encontrar en su interior, pero también lo es por las relaciones que mantiene con las otras palabras de la lengua, por su origen y por lo que designan. Además, están vivas (hay quien dijo que nacen, se desarrollan, se multiplican y mueren), en un continuo proceso de acomodación en la lengua, que no es otra cosa que ponerse a nuestra disposición, para que los hablantes podamos hacer con ellas el empleo que mejor nos venga. Pero poca utilidad les daremos si no sabemos que las tenemos siempre a nuestra disposición para acudir a nuestras necesidades, y mal las emplearemos si no sabemos qué quieren decir, para qué nos sirven.

Las palabras en nuestras manos son verdaderos tesoros, pero su valor intrínseco y su belleza dependen del provecho que sepamos sacar de ellas. Cada una es una piedra en bruto que puede transformarse en una verdadera joya según la maestría del tallador, de su experiencia, y de los conocimientos que tenga. Así hará que su forma final sea una u otra, que pueda ser engarzada de una manera determinada para que su pureza brille cuando la utilicemos.

El libro que sigue no es de investigación filológica, por más que sin ella no hubiera podido ser escrito, sino una obra en la que he procurado exponer de la manera menos cansina que me ha sido posible, algunas historias de palabras de un uso más o menos cotidiano, con las que nos encontramos frecuentemente. No voy a negar que cada palabra tiene su propia historia, pero en unos casos resulta más atractiva que en otros, y saberla puede enriquecernos y hacer que la empleemos con tino, para que cumpla con su cometido en la comunicación. Quiero con ello decir que no es un diccionario histórico ni etimológico, aunque su origen, el de las palabras, tanto el cercano como el más lejano, sea lo que se desea explicar para que comprendamos el por qué de sus sentidos, las relaciones que puede ofrecer cada uno de los términos con otros, estén próximos o apartados significativamente o formalmente, su razón de ser. Así, resultan sorprendentes los vínculos que se establecen entre la muñeca del brazo con el juguete, y aun más cuando vemos que está emparentada con el moño del peinado y la moñiga (o, mejor, boñiga) del ganado; y ¿por qué a la bofetada se le puede dar también el nombre de torta, galleta y otros, que valen igualmente para el golpe fuerte? ¿Por qué llamamos a la misma prenda de vestir indistintamente chaqueta y americana, y en algunas zonas saco, si son lo mismo? ¿Por qué la risa sardónica resulta falsa? ¿Cuál es la diferencia entre un yanqui y un gringo? Y así podríamos seguir una por una.

Las explicaciones que pongo son consecuencia de los ejemplos que manejo en mis clases con los que procuro hacer menos tediosa la exposición, cosa que no sé si logro, aunque estoy convencido que a mis alumnos les inculcaré algo de curiosidad y les abriré las mentes para ver y entender muchas cosas que tenemos tan cercanas sin darnos cuenta. No se me olvidará la cara de asombro que puso una alumna cuando conté algo tan obvio como que el boquerón se llama así por el tamaño de su boca en comparación con el de su cabeza. Nunca había pensado en ello, y eso que sus padres tenían una pescadería y poseía buenos conocimientos de los seres marinos, de lingüística y de nuestra lengua.

Pero no solamente ha sido la enriquecedora curiosidad de mis alumnos lo que me ha llevado a escribir las páginas que siguen, sino también las preguntas, igualmente realizadas con curiosidad, de mis familiares y amigos, deseosos de saber algo más sobre las palabras, de confirmar o rechazar explicaciones, muchas veces fantasiosas, como que cachondeo se debe al jolgorio de los pescadores de atún que iban a celebrar su éxito más allá del río Cachón en Barbate (Cádiz).

Otras veces lo atractivo no es la historia de la palabra, de su forma o de su significado, que puede no revestir grandes secretos, como que tenedor deriva de tener, sino que su uso no se extendió hasta el siglo XVIII, aunque era conocido desde el XIV. Lo interesante en esos casos es lo nombrado por la palabra, la realidad extralingüística y cómo se ha ido configurando. ¿Cuántos sabemos que la servilleta es un invento de Leonardo da Vinci, el gran Leonardo, para que los comensales tuvieran un paño donde limpiarse las manos y que no lo hicieran en el mantel o en el conejo que se ataba a una pata de la mesa? Lo más curioso en este caso es que la palabra latina para el mantel significaba, precisamente, ‘trozo de tela para limpiarse las manos’, siendo su empleo actual sobre la mesa una costumbre que comenzó en la Península. Y ¿quién pone hoy en relación los villancicos navideños con los villanos que comenzaron a entonarlos en esa época del año en el siglo XVIII?

Bien es cierto que en no pocas ocasiones hay que remontarse más allá del latín, o de la época romana, para comprender las transformaciones de las palabras, pero es que no podríamos entender lo que ha sucedido sin esas explicaciones previas. Si llamamos a la electricidad con este nombre es porque procede de un adjetivo latino y griego derivado del sustantivo con el que se nombraba al ámbar, que, al ser frotado, adquiere propiedades magnéticas. Y otro tanto cabría decir del ostracismo y las ostras.

En la explicación de cada palabra se parte del contenido del diccionario de nuestra Academia, de las acepciones relacionadas con la de uso más común o la que nos interesa para nuestros fines, salvo, evidentemente, cuando la voz no aparece en ese repertorio, lo cual no ocurre en muchos casos, aunque los hay (como, por ejemplo galáctico –como futbolista de gran calidad–, pinganillo, rottweiler o travertino). De esta manera se compara lo que dice el diccionario con la idea que tenemos del valor de la palabra, para explicar su significado, lo cual nos hace ir a su origen sin más remedio. En algunos casos, lo que llama la atención es el sentido que posee, que no parece concordar con el primigenio, con el etimológico, y entonces se procede a explicar el paso que ha habido desde el origen hasta la situación actual (¿qué tiene que ver, por ejemplo, la moneda con la diosa Juno?).

Las modificaciones producidas en las palabras son debidas frecuentemente a los cambios habidos en la sociedad, en el vínculo que existe entre el término y la cosa nombrada. Esas modificaciones pueden llegar a alcanzar a un amplio número de componentes de la familia léxica, unas veces emparentados formalmente (véase la larga historia de calza), pero otros no, incluso con repercusiones en la forma de la voz (es lo que ha pasado con biquini y monoquini y triquini, o con precuela y secuela).

Los factores que influyen en la aparición de una voz en la lengua, o en el desarrollo de sentidos nuevos, pueden deberse a motivos extralingüísticos. No dejan de ser llamativas las que surgen de personajes literarios más o menos antiguos (como birria, pánfilo o geta), incluso reales (como filípica), o en el cine (como la bien sabida rebeca, gánster o yuyu), y en otros contextos que atraen la atención de los hablantes (como el perro llamado san bernardo), quienes no siempre llegaron a entender lo que se les decía (como ocurrió con adefesio).

Son muchos los motivos que han hecho que la voz figure entre estas páginas, y no es motivo de ir desgranándolos aquí. El lector se irá dando cuenta de ello conforme se adentre en las páginas del libro.

En no pocas ocasiones se indica la edición del diccionario en que la Academia comenzó a dar cuenta de la voz en cuestión (a admitirla según el uso habitual), con lo que nos hacemos una idea de la época en que nos llegó, la vitalidad en la lengua, la modernidad de su uso, la falta que teníamos de una denominación adecuada, etc.

Verá quien abra estas hojas que al final de la explicación de algunas palabras figuran citas de autores de diccionarios del Siglo de Oro, de cuya lectura puede prescindir si así gustase, pero sepa que no están traídas por erudición o para colmar la obra de informaciones abigarradas. Se ponen, en unos casos, para mostrar la antigüedad del término en la lengua, pero en la mayoría de los demás para mostrar el interés que siempre han sentido los hombres por el origen de las palabras (ya el Génesis muestra la necesidad original por poner nombres a las cosas). Fue en la época áurea cuando entre nosotros anidó la curiosidad por el origen del léxico, una veces con conjeturas acertadas, otras verdaderamente candorosas, algunas enrevesadas por interesadas, en otras ocasiones con explicaciones elocuentes y anecdóticas, en cualquier caso entretenidas. Esos son los motivos por los que han llegado hasta aquí, para enseñar deleitando, aunque sea con la ingenuidad de una materia que no tenía asentados sus fundamentos científicos.

Al reproducir los textos antiguos, y con el fin de facilitar esas lecturas, he modernizado las grafías y he prescindido de una buena parte de las explicaciones latinas, traduciéndolas, si no lo hacía el autor, especialmente si resultan largas. He transliterado a nuestro alfabeto las formas griegas, y he prescindido de las hebreas, aunque quedan algunas que tienen el equivalente latino. Espero que de esa manera el lector se sienta ayudado y pueda disfrutar de lo que deseaban trasmitirnos aquellos autores. Y por no mortificarlo demasiado he reducido al mínimo las referencias bibliográficas en el texto, pues no es este un libro de investigación. Son muchas las personas que han trabajado sobre la historia de nuestras palabras, y a ellas se deben no pocos hallazgos. Sin los trabajos que se citan en la bibliografía final no hubiera podido armar el contenido de lo que sigue.

Si me he extendido algo en la explicación de cómo es el contenido de esta obra es para justificar lo que he dicho, que no es de investigación filológica (aunque en el fondo la hay), ni es un diccionario etimológico (que de ello hay algo también), sino un libro en que el lector (que no el investigador) podrá ir leyendo noticias variadas sobre las palabras agavilladas, con la esperanza de que lo expuesto sea de su interés y provecho, para enriquecer el dominio que tiene sobre la lengua. Es, también, un libro para leer, ameno en la medida en que lo es, que no ata al lector en una narración continuada hasta llegar al final, sino que le permite ir saltando de un lugar a otro, buscando aquello que le llama la atención, que le puede gustar, pudiendo interrumpir su lectura sin que tenga que preocuparse por la continuación, que le permite entrar en él al azar, para que le sorprenda aquello que no sabía o que no buscaba. Por ello puede ser consultado en cualquier momento, durante un largo rato, o en unos pocos minutos, sin exigírsele muchos conocimientos a cambio.

Saber cómo es nuestra lengua, cómo funciona, y, sobre todo, saber cómo son nuestras palabras, cuál ha sido su historia, por qué las tenemos, por qué comenzaron a utilizarse con los valores que poseen, de dónde surgen estos, hará que utilicemos la lengua, y las palabras, no solamente con propiedad, sino también, y eso es mucho, con libertad. Así serán nuestras, los pensamientos que soportan serán nuestros, y nuestra será la forma de exponerlos, pues no hay otra cosa que sea tan nuestra como lo es nuestra propia lengua, un bien propio al que debemos cuidar y dar un uso apropiado para poder utilizarla como deseemos, con total libertad, para ser nosotros mismos. Conocer nuestras palabras es conocernos a nosotros mismos. No otra cosa es lo que he pretendido con este libro.

Antes de terminar deseo manifestar mis múltiples gratitudes de la manera más sencilla y rápida. Que las ponga sobre el papel no quiere decir que las saque de mi interior y que ya no me quede nada, muy al contrario. Al lector que esto lee, y al interés que pone, ojalá no te defraude. A las personas que han tenido que soportar mis ausencias para que pudiera realizar todas estas búsquedas. Y por último, al editor Javier de Juan quien acogió con benevolencia el proyecto, y sin cuyos expertos consejos no hubiese mejorado el original hasta lograr su forma final. Gracias a todos.

Manuel Alvar Ezquerra

Lo que callan las palabras

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