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Ciudadanía

Es ciudadano el miembro de una unidad política al que se reconocen derechos y se exigen deberes. Hablar de ciudadanía es así referirse al conjunto de los ciudadanos, pero también a la categoría que define los términos de esa pertenencia en cada contexto histórico: aunque la institución posee un largo recorrido, ser ciudadano en el Estado nación contemporáneo es diferente a serlo en la Atenas de hace dos mil quinientos años. El modo en que se defina la ciudadanía, a su vez, será un reflejo del propósito que se asigne a la comunidad política y de cómo se conciba la vida de sus miembros. En todo caso, el estatus de ciudadano ha poseído una fuerte carga simbólica en la historia de la democracia y se ha relacionado directamente con el proyecto moderno de emancipación de los individuos: si los revolucionarios franceses se llamaban unos a otros citoyen para subrayar el igualitarismo de la nueva república nacional, el cineasta Orson Welles tituló Ciudadano Kane su famosa película para denunciar irónicamente el desigual poder de influencia de que gozaba el magnate de la prensa que sirvió de inspiración para el personaje protagonista.

Cualquier aproximación a la ciudadanía exige diferenciar entre sus distintos planos. Por una parte, podemos estudiar de manera empírica el contenido de la ciudadanía, tal como se manifiesta en las leyes y las prácticas sociales: cuáles son los derechos y deberes constitucionales del ciudadano, qué grado de participación en los asuntos públicos se da en una sociedad, de qué manera conciben los miembros de una comunidad su pertenencia a ella. Este método de análisis es aplicable a las sociedades contemporáneas y a las sociedades del pasado, cuyo conocimiento es necesario si queremos conocer la evolución histórica de la ciudadanía. Por otra parte, hemos de fijarnos en los debates prescriptivos sobre la ciudadanía: en la discusión acerca de cómo debería organizarse el vínculo del ciudadano con la comunidad política. Ya que hay distintas formas de interpretar lo que haya de ser un ciudadano, los partidarios de los distintos modelos lucharán por aproximar la ciudadanía real a la ciudadanía ideal que cada uno de ellos defienda. Al igual que sucede con los demás conceptos políticos fundamentales, estas aspiraciones se relacionan de manera ambigua con la realidad de las cosas: si soñamos con una ciudadanía virtuosa, nos decepcionará encontrarnos con un ciudadano apático. Pero si nos conformáramos con las cosas tal como son, nada cambiaría nunca.

Durante la mayor parte de la historia, incluyendo los precedentes decisivos de Atenas y Roma, el estatus de ciudadano estaba restringido: solo los varones blancos propietarios podían disfrutar del mismo. Su expansión posterior, que ha incluido a las mujeres y a otros colectivos desventajados, responde a la presión ejercida por la movilización social tanto como al desarrollo de nuevas ideas morales. Eso no debe llevarnos a renegar de los griegos o los romanos; proyectar sobre ellos los valores contemporáneos tiene poca utilidad. El surgimiento del Estado nación en la modernidad cambiará las cosas, ya que los Gobiernos nacionales tratarán de homogeneizar a las poblaciones que se encuentran bajo su dominio con la finalidad de dar forma a una identidad nacional común. Cuando la fragmentación medieval deja paso al orden de los Estados, el interior de estos últimos se rige por el principio de la nacionalidad: serán ciudadanos los nacionales de un Estado y será este quien les provea de los derechos y prestaciones correspondientes. Así, en la Francia posterior a la Revolución, normandos y bretones pasarán a ser ante todo franceses que hablan francés y son identificados como ciudadanos de la República junto con los corsos o los provenzanos. Desde entonces, una ciudadanía robusta requiere de un Estado robusto; los Estados fallidos no pueden sostener ciudadanías exitosas.

Desde la desaparición de los imperios tras la Primera Guerra Mundial, pues, el ciudadano solo es ciudadano del Estado nación. Y la concepción moderna de la ciudadanía está ligada al principio de igual­dad: al igual que los fieles eran iguales ante el Dios de la cristiandad, los ciudadanos modernos son iguales ante el Estado. Asunto distinto es el grado de adhesión a la identidad nacional que se nos exija en cada caso: hay mucha diferencia entre una sociedad obsesionada con su cultura y otra en la que esta última solo sirve como pegamento sentimental de la comunidad, sin merma de la libertad de cada uno para elegir sus propias tradiciones o mitologías. De ahí que suela distinguirse un nacionalismo étnico, que ve la nación y a sus miembros como integrantes de una comunidad orgánica, de un nacionalismo cívico que pone el énfasis en el sistema legal que sirve de fundamento a la nación entendida como asociación política de individuos libres.

Para el diseño de la ciudadanía, resulta decisivo el modo en que se interprete el origen y propósito de la comunidad política. El politólogo norteamericano Rogers Smith ha destacado el papel que juegan las historias que nos contamos a nosotros mismos acerca de la identidad del pueblo o de la nación que subyacen a la ciudadanía legal. De hecho, la igualdad formal entre los ciudadanos puede verse menoscabada en la práctica, digan lo que digan las leyes: Martin Luther King denunciaba en la Norteamérica de los años sesenta una discriminación racial –de los negros por los blancos– prohibida por la Constitución. En países o regiones dominadas por el nacionalismo étnico, la discriminación puede adoptar otras formas: políticas lingüísticas, ventajas “étnicas” para la contratación pública, marginalización en la esfera pública de los ciudadanos que no comulgan con el dogma nacionalista. Esta dimensión psicológica de la ciudadanía, referida al modo en que los individuos “sienten” su pertenencia a la comunidad y evalúan la presencia de los demás en ella, condiciona la identidad colectiva e influye sobre el modo en que percibimos lo que un ciudadano puede y no puede hacer.

«Durante la mayor parte de la historia, incluyendo los precedentes decisivos de Atenas y Roma, el estatus de ciudadano estaba restringido: solo los varones blancos propietarios podían disfrutar del mismo. Su expansión posterior, que ha incluido a las mujeres y a otros colectivos desventajados, responde a la presión ejercida por la movilización social tanto como al desarrollo de nuevas ideas morales»

No debe por ello extrañarnos que el contenido de la ciudadanía haya variado a lo largo del tiempo. Su gradual extensión a nuevos grupos sociales ha venido acompañada por una expansión de los derechos atribuidos al ciudadano. El sociólogo británico T. H. Marshall identificó tres conjuntos de derechos que han evolucionado de manera incremental: derechos civiles que garantizan la igualdad legal, derechos políticos que hacen posible la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones colectivas y derechos sociales que tratan de asegurar ciertos estándares de seguridad o bienestar. Ha sido tal el éxito del lenguaje de los derechos, que la lista de aquellos reconocidos legalmente en las democracias liberales no parece cerrarse nunca: los derechos medioambientales y el llamado derecho a la muerte digna se cuentan entre las últimas incorporaciones. No puede decirse, en cambio, que los deberes exigidos al ciudadano democrático hayan aumentado en la misma medida. Y no todo el mundo está de acuerdo en que la expansión indefinida de los derechos del ciudadano sea una buena idea; para libertarios y conservadores, bastaría con los derechos civiles y políticos. Pero incluso quienes ven indispensable la protección social de los ciudadanos pueden discrepar acerca de la intensidad de la misma. Y es que cada modelo de ciudadanía concibe a su manera los derechos y deberes del ciudadano. Dos son los principales: el republicano y el liberal.

El modelo republicano deriva de una tradición de pensamiento que incluye a autores como Aristóteles, Cicerón o Rousseau, así como de la práctica política en las polis griegas, la antigua Roma o las ciudades-Estado del Renacimiento. Su punto de partida es que la participación activa del ciudadano en los asuntos públicos es valiosa en sí misma y forma parte de aquello que otorga sentido a nuestra vida. Los republicanos subrayan el compromiso cívico con la comunidad, en cuya defensa debe comprometerse el ciudadano; por algo desaconsejaba Maquiavelo que el Ejército de una república estuviera formado por mercenarios. El valor cívico atribuido al servicio militar obligatorio ha sido recuperado en los últimos años: si el escritor español Rafael Sánchez Ferlosio defendió su mantenimiento como positivo para la cohesión democrática, el presidente francés Emmanuel Macron ha lanzado una iniciativa que reúne a jóvenes adolescentes para que reciban una instrucción cívica de varias semanas. Para el republicanismo, la cohesión ciudadana es de la mayor importancia; Rousseau no dudaba en echar mano del nacionalismo o la religión si servían para aumentar el sentimiento de unidad entre los miembros de la comunidad. También es característico de esta tradición el rece­lo hacia el lujo y la convicción de que la desigualdad económica es incompatible con el ejercicio pleno de la ciudadanía. Se espera que los miembros de la comunidad política pongan los intereses generales por delante de los suyos propios y exhiban un conjunto de virtudes cívicas cuyo ejercicio tipifica al “buen ciudadano”.

Frente al modelo republicano, el liberal se inspira en las teorías de Hobbes, Locke, Mill o Rawls; sus orígenes históricos se han cifrado en la protección legal que Roma dispensaba a los ciudadanos de las provincias ocupadas, sin exigirles a cambio implicación en sus asuntos públicos, así como en las distintas Declaraciones de Derechos de la primera modernidad: la inglesa de 1689, la francesa de 1789, la norteamericana de 1791. En el modelo liberal, la existencia de la comunidad política se explica como el resultado de un contrato social o acuerdo racional entre sus miembros. La ciudadanía es aquí un estatus legal que proporciona la protección necesaria para que el individuo pueda desarrollar libremente su vida; el bien de la comunidad consiste en el bien de sus miembros. Dado que se pone el acento en el ejercicio de la libertad, serán los propios ciudadanos quienes decidan cuánto valoran la participación en los asuntos públicos y cuánto desean practicarla. Con todo, hay corrientes del liberalismo clásico que exhiben un considerable “republicanismo”, pues sugieren que el disfrute de la ciudadanía está ligado a un cierto compromiso con la comunidad. La diferencia está en que el liberalismo espera que los ciudadanos den forma a una sociedad civil vibrante, llena de asociaciones voluntarias, donde la participación individual en los proyectos colectivos no es forzosamente política ni tampoco siempre estatal.

Sin embargo, no conviene exagerar la distancia entre estos modelos; las democracias liberales contemporáneas combinan rasgos de las dos. Desde luego, los ciudadanos tienen derechos inalienables protegidos por el Estado, incluido el derecho a tomar parte en el proceso político en los términos de la democracia representativa. Y esos mismos ciudadanos tienen el deber de cumplir la ley. Además, se sobrentiende que los ciudadanos tienen deberes cívicos adicionales que la ley no exige, pero sin los cuales la democracia se marchita: informarse sobre los asuntos públicos, ir a votar, anteponer los intereses generales al interés particular a la hora decidir ese voto, mostrar tolerancia hacia otras formas de vida y respeto por las opiniones ajenas, ser razonable en el trato con los demás. Esto quiere decir que el buen ciudadano de hoy se parece poco al de ayer; el republicanismo clásico elogiaba más bien la valentía, la austeridad, el honor o el patriotismo. Tal como sugiere el politólogo William Galston, la enumeración de las virtudes morales del ciudadano dependerá del tipo de régimen político de que se trate: ser buen ciudadano de la República Democrática Alemana exigía delatar a los compatriotas que recelasen del régimen comunista, mientras que el ciudadano de una democracia a quien se llama a combatir en una guerra puede verse obligado a realizar actos poco edificantes.

Si bien se mira, el modelo republicano no puede aplicarse en una sociedad de masas que se parece muy poco a las pequeñas comunidades políticas donde llegó a florecer. En lo que Benjamin Constant llamaba “grandes Estados modernos”, los ciudadanos participan de manera menos directa en el Gobierno, dedicando la mayor parte de sus energías a realizarse en el plano personal. Somos ciudadanos, pero raramente creemos que ser ciudadanos sea lo más importante que somos. Por añadidura, las sociedades modernas carecen de la unidad moral necesaria para el funcionamiento eficaz de las instituciones republicanas. Claro que no es necesario renunciar a las virtudes morales; de ahí el interés que despierta la educación cívica como medio de producción de buenos ciudadanos. Pero acaso sea útil distinguir entre las virtudes requeridas para la supervivencia de la democracia (tolerancia, respeto a la ley, lealtad institucional) y las que procuran su florecimiento (fraternidad, afán participativo, antiautoritarismo). Cuanto mejores sean los ciudadanos de una democracia, mayor será la calidad de esta última. Y viceversa.

Ya se ha visto que la igualdad entre ciudadanos ha sido un rasgo definitorio de la ciudadanía en la era moderna: que los individuos accediesen a la ciudadanía sin distinción de sexo, clase, educación o etnia representaba una conquista frente a la discriminación que tradicionalmente otorgaba ventaja a los varones propietarios. Sin embargo, la crítica feminista se ha dirigido contra los modelos republicano y liberal, denunciando la separación rígida entre las esferas privada y pública en que ambos incurrirían por igual. Para las feministas, esto equivale a ocultar la subordinación de las mujeres y demás grupos subalternos en el mundo doméstico de la necesidad; el diseño de la ciudadanía, vienen a decir, requiere de una mayor atención a las diferencias entre ciudadanos: sexuales, étnicas, socioeconómicas, educativas. Arranca de aquí una escuela de pensamiento que cuestiona la universalidad de la ciudadanía y propone tratar de manera particular a los diferentes. Más que bloquear el acceso de nadie al estatus de ciudadano, como sucedía en el pasado, se trataría de adaptar la institución a la heterogeneidad social contemporánea. Tal estrategia conoce dos variantes: de un lado, la necesidad de corregir desigualdades, por ejemplo a través de la discriminación positiva que otorga ventaja a los miembros de grupos desventajados en la obtención de empleo público; del otro, la conveniencia de proteger las identidades grupales a través de políticas multiculturales o mediante el pluralismo jurídico, como sucede cuando se permite que los inmigrantes musulmanes resuelvan sus disputas civiles a través de la ley islámica. En otras palabras, la concepción “diferencialista” de la ciudadanía trata de facilitar la integración de aquellos que encuentran dificultades para disfrutar de una igualdad efectiva sin estimular una identidad cívica común a todos.

Esta concepción de la ciudadanía no carece de inconvenientes, por cuanto el sentido original de la institución persigue justamente crear una identidad cívica compartida por todos los miembros de la comunidad por encima de sus perspectivas “situadas” o particulares. Para colmo, la capacidad de integración de las políticas multiculturales ha sido ampliamente cuestionada a la vista de la violencia terrorista desplegada por el terrorismo islamista en el interior de las sociedades europeas. Se antoja por ello preferible mantener la aspiración universalista, que concibe la ciudadanía como una institución que pone énfasis en lo común, prestando simultáneamente la debida consideración a los particularismos y las desigualdades que así lo exijan. También en este caso, pues, la discusión del caso concreto es preferible a la generalización abstracta. Sería también deseable que el principio general del pluralismo encontrase reflejo en la esfera pública, de tal forma que las minorías no se sintieran marginadas en el terreno expresivo y simbólico: que el espacio público no sea patrimonio de una clase o etnia. Hay un riesgo: el debilitamiento de la cultura mayoritaria puede causar alienación o malestar a una parte significativa de la población, para beneficio de los partidos nacionalistas o antiliberales. El equilibrio, en este terreno, es difícil de alcanzar.

Pero la diferenciación interna no es la única transformación a la que se enfrenta la ciudadanía del Estado nación; a ella hay que sumarle la diferenciación externa provocada por el proceso de globalización. Ahora que ciudadanos y empresas se mueven libremente por el mundo, el viejo Estado ha perdido capacidad para controlar su sociedad como hacía antaño. Y se ve cada vez más afectado por lo que sucede fuera de sus fronteras: flujos migratorios, crisis financieras, perturbaciones ecológicas. El economista Branko Milanović se ha referido a la “renta de ciudadanía” que percibimos en función de nuestro lugar de nacimiento, que será más alta cuanto más rico sea el país en que lo hacemos; en el mundo globalizado, pues, la ciudadanía adquiere valor económico. No obstante, estos cambios no han encontrado todavía reflejo en la práctica. En este terreno, apenas cabe destacar el intento por crear una ciudadanía europea que se añade a las ciudadanías nacionales de los miembros de la Unión Europea. Existe, claro, la postulación teórica de una ciudadanía cosmopolita que, integrada por ciudadanos del mundo, no puede prosperar en ausencia de un Estado mundial. Finalmente, se debate si el disfrute de la ciudadanía ha de depender de la capacidad racional que atribuimos en exclusiva a los animales humanos: ¿por qué no habríamos de considerar miembros de la comunidad política a los animales domésticos con los que convi­vimos o a los animales salvajes que habitan los distintos territorios nacionales? Por extraño que suene, la próxima frontera de la ciudadanía es la que separa el mundo humano del mundo no humano; no cabe descartar que algún día llegue a cruzarse.

 VÉASE: Democracia, Feminismo, Igualdad, Libertad

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