Читать книгу Abecedario democrático - Manuel Arias Maldonado - Страница 18
ОглавлениеFEMINISMO
Que las constituciones democráticas proclamen la igualdad entre todos los ciudadanos es una primera condición –necesaria– para su igualación en la práctica. Pero no siempre se trata de una condición suficiente, ya que la simple afirmación de la igualdad no conlleva su realización. Y no todas las desigualdades entre individuos son injustas o indeseables; para colmo, hay diferencias de talento o rendimiento que no se dejarían corregir fácilmente. Por último, la decisión sobre cuáles son las diferencias sociales que es necesario combatir es resultado del debate público tanto como de la movilización colectiva: hay grupos sociales que se manifiestan en defensa de sus intereses, mientras que otros son incapaces de hacerlo o lo hacen sin éxito. Eso es justamente lo que el feminismo lleva haciendo desde hace más de un siglo: invoca el principio general de la igualdad y exige su realización efectiva entre hombres y mujeres en el plano político, jurídico o cultural. Asuntos tales como la igualdad de voto, las libertades reproductivas, la indemnidad sexual o la igualdad salarial han centrado así la atención de los movimientos feministas, junto a otros más controvertidos que van de la autodeterminación de género a la abolición de la prostitución.
Puede definirse el feminismo, por tanto, como aquel movimiento social que defiende la igualdad entre los sexos. Pero no solo es un movimiento, sino también una teoría filosófica y política que reflexiona de manera crítica sobre las causas y los fundamentos de esa particular desigualdad, entendida como un resultado de la subordinación histórica de la mujer al hombre. De ahí que una parte de la tarea del feminismo haya consistido en la reinterpretación del pasado, al que se acude en busca de las raíces de la discriminación de la mujer en las sociedades humanas. Se ha llamado así la atención sobre las consecuencias de la definición ateniense de la política como aquello que hacen los ciudadanos en el agorá o plaza pública, excluyendo el oikos o esfera doméstica donde se confinaba a las mujeres. Teóricos como Rousseau, paladines del republicanismo participativo, excluían a la mujer de los asuntos públicos afirmando que el tiempo que dedicaban a cuidar de su prole les impedía actuar como ciudadanas en la asamblea. Se ha denunciado asimismo que la filosofía occidental ha primado el uso de la razón (identificada como un atributo masculino) y marginado el papel de las emociones (consideradas como inherentemente femeninas). Históricamente, la desactivación pública de las mujeres se habría basado así en la idea de que su lugar “natural” es el hogar donde se desarrollan las tareas domésticas y reproductivas.
Sucede que la atención al pasado puede oscurecer el extraordinario avance en materia de igualdad experimentado por las sociedades democráticas durante el último siglo. Y no es casualidad que la causa de la mujer haya prosperado en las democracias liberales, ya que estas últimas proporcionan un marco dentro del cual distintos movimientos sociales y doctrinas políticas pueden presentar sus demandas y defender sus argumentos. Desde el interior de la democracia liberal, en suma, el feminismo ha podido decir a la democracia liberal que la desigualdad entre hombres y mujeres es una vulneración de los principios que la inspiran. Así que el feminismo no ha hecho otra cosa que señalar una de las contradicciones de la época moderna: mientras la filosofía ilustrada proclamaba el imperio de la razón y las revoluciones liberales desmantelaban la vieja sociedad estamental, la desigualdad entre hombres y mujeres persistía en la práctica sin que ninguna buena razón pudiera justificarlo. Se entiende por ello que los primeros textos importantes del feminismo, como la Vindicación de los derechos de la mujer que Mary Wollstonecraft publica en 1792, aparezcan en el Siglo de las Luces. Es significativo que la girondina Olympe de Gouges escribiera ese mismo año su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana en respuesta al sesgo masculino de la Revolución francesa dirigiendo a los hombres de su época una pregunta que se ha hecho célebre: “¿Qué os concede imperio soberano para oprimir a mi sexo?”. Y aunque resulte menos conocida en el mundo anglosajón, hay que destacar la figura de Sor Juana Inés de la Cruz: nacida en el Virreinato de México a mitad del siglo xvii, acaso se hizo monja para poder pensar en libertad –como decía de ella el poeta Octavio Paz– y defender por escrito el derecho de la mujer a recibir una educación en pie de igualdad con los hombres.
La aplicación de las premisas ilustradas al problema de la mujer da impulso a la primera ola del feminismo, cuya trayectoria histórica suele describirse echando mano de esta discutida metáfora: algo que se levanta y cobra fuerza hasta que termina por morir en una orilla. Esa primera ola feminista habría comenzado en la segunda mitad del siglo xix con el movimiento por los derechos de la mujer, entre ellos el derecho al voto reclamado por las sufragistas. Después de las dos guerras mundiales, en el contexto de los movimientos contraculturales de los años sesenta y setenta, la segunda ola del feminismo se caracterizó por vincular las experiencias personales de la mujer occidental con las estructuras sociales: el famoso eslogan “lo personal es político” aludía a la necesidad de otorgar significado público a una vida privada donde se reproducía la desigualdad sistemática entre los sexos. Pensemos en la típica estampa cinematográfica que nos muestra a la esposa aguardando que su marido llegue de trabajar; justo es añadir, sin embargo, que entonces ya eran muchas las mujeres occidentales que desarrollaban una carrera profesional propia. Una tercera ola se habría levantado en los años noventa, poniendo sobre la mesa problemas concretos que van del acoso sexual a la infrarrepresentación del arte femenino, al tiempo que incorporaba las llamadas demandas “interseccionales” que se relacionan con las minorías étnicas y el colectivo LGTBI (lesbianas, gais, transgénero, bisexuales e intersexuales). Más difusos serían los contornos de la cuarta ola, que habría comenzado alrededor de la segunda década del siglo xxi al albur del movimiento #MeToo y tendría como rasgos distintivos la canalización digital del activismo y la inclusión del discurso feminista en el discurso político mainstream de las democracias occidentales.
Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes: no es lo mismo ser profesora universitaria en Estocolmo que inmigrante somalí en esa misma ciudad. Al fin y al cabo, los principios feministas son afirmados inicialmente por las mujeres que pertenecen a los estratos culturales dominantes de una sociedad; las mujeres que son de origen humilde o pertenecen a culturas minoritarias pueden ser o sentirse ignoradas o excluidas. Salvar esa distancia puede dar lugar a considerables malentendidos, como muestra la dificultad para abordar desde una perspectiva feminista el uso de símbolos islámicos en sociedades democráticas: si una mujer musulmana afirma que se pone el chador e incluso el burka por voluntad propia y con plena conciencia de su significado, ¿debe prohibirse por su bien que pueda vestirlos?
Lo que se pone aquí de manifiesto es una dificultad que ha acompañado al feminismo desde sus orígenes: hablar en nombre de la mujer como sujeto político, mientras se niega la existencia de un ideal singular de mujer y se reconoce la pluralidad de las experiencias femeninas. Si todas las mujeres quisieran lo mismo, bastaría presentar a las elecciones un Partido Feminista que se llevase la mitad de los votos y gobernase con una mayoría aplastante. Pero allí donde un partido feminista concurre a las elecciones, como pasa en Suecia, apenas alcanza el tres por ciento de los votos. Se deduce de aquí que no todas las mujeres piensan lo mismo, ni quieren lo mismo; que también entre ellas se interpreta de distintas maneras lo que deben ser la mujer o el feminismo. Dado que las mujeres son un grupo tan amplio y diverso de la población, se hace muy difícil articular intereses, deseos o experiencias comunes. Incluso es posible que haya mujeres que no se identifiquen con el feminismo, aunque simultáneamente defiendan la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Le pasa al feminismo como al resto de doctrinas e ideologías políticas: formular un postulado general (igualdad entre hombres y mujeres) es mucho más sencillo que desarrollarlo (determinar lo que esa igualdad debe significar o los medios que deben arbitrarse para alcanzarla).
«Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes»
No obstante, la “diferencia” ha cobrado una importancia creciente en la teoría feminista. Se subraya la diversidad de experiencias y puntos de vista de las mujeres: por razón de etnia, orientación sexual, clase, discapacidad o cualquier otro marcador de identidad. Fueron las feministas afroamericanas las que abrieron este camino, denunciando que las feministas blancas hablaban de una “sororidad” –nombre que se da a la fraternidad entre mujeres– de la que ellas estaban excluidas. Posteriormente, la llamada “teoría queer” ha denunciado que la oposición binaria hombre-mujer solo sirve para oscurecer la pluralidad del género y marginar a quienes experimentan una identidad sexual diferente. Para buena parte del feminismo, una cosa es el sexo y otra es el género: una mujer tendría asignado socialmente un rol de género que no se deduce automáticamente de sus rasgos biológicos. Digamos que ser mujer no asigna a las mujeres la tarea de limpiar la casa o cuidar a solas de sus hijos. Pero el feminismo se encuentra con un problema de coherencia cuando, como hace la teoría queer, termina por negar la realidad del sexo biológico: si este último no existe y todo depende de las construcciones sociales o la voluntad de los individuos, ¿sigue existiendo la mujer como sujeto en cuyo nombre se hacen reivindicaciones políticas? Se trata de un conflicto no resuelto dentro del feminismo contemporáneo.
Pero es que el feminismo también está dividido acerca de cómo deben conceptualizarse las relaciones entre lo masculino y lo femenino: ¿posee la mujer una esencia propia que la distingue del hombre, o las diferencias entre ambos se deben enteramente a la cultura? A esta pregunta se responde de dos maneras.
Para el feminismo de la diferencia, existe una naturaleza o esencia propia de la mujer que debe ser reconocida y celebrada como alternativa a los rasgos codificados como masculinos. La corriente maternalista, por ejemplo, celebra la capacidad de la mujer para dar vida y la vincula a una disposición para los “cuidados” que también los hombres –como parte del desarrollo de una “nueva masculinidad”– deberían poner en práctica. Para este feminismo, el ser humano se caracteriza por sus relaciones más que por su individualidad; la concepción liberal de la autonomía se juzga contraria a la esencia del ser humano. Por su parte, el feminismo de la igualdad rechaza que existan diferencias entre los sexos y atribuye la distinta conducta de hombres y mujeres –tal como puede ser observada en algunas esferas de la vida social– a la determinación cultural del género: se nos habría educado para actuar de manera diferente a pesar de que somos iguales. Pero una cosa es la igualdad jurídica o política y otra la igualdad biológica; como señalan Jane Mansbridge y Susan Okin, no sabemos todavía lo suficiente sobre las diferencias biológicas como para ser agnósticos acerca de sus efectos. Aun hay otro punto de vista, más radical, que ve las relaciones entre hombres y mujeres determinadas en todos sus aspectos por el poder masculino, incluido el lenguaje que utilizamos para describir esas relaciones. Si se acepta esta posición, quedaría por explicar cómo es posible que el feminismo llegue a sortear ese poder absoluto y logre avances significativos para la causa de la mujer.
¿Y bien? En un texto decisivo para el desarrollo de la teoría feminista publicado en 1949, la filósofa francesa Simone de Beauvoir había afirmado que no existe una esencia femenina: no se nace mujer, sino que una se convierte en mujer bajo contextos históricos y sociales específicos. Ser mujer en abstracto no define el ser práctico de ninguna mujer particular o, al menos, no debería hacerlo; en línea con la filosofía existencialista entonces en boga, la pensadora francesa enfatizaba el papel que la voluntad individual juega en el desarrollo de nuestra identidad. Más recientemente, la filósofa alemana Svenja Flaßpöhler ha hablado de la “mujer potente” para describir a aquella que utiliza su libertad para vivir como desea vivir. Esto no significa que el sexo biológico resulte intrascendente: el filósofo español Pablo de Lora ha recordado que Beauvoir anclaba la construcción social del género en el sexo biológico, de tal manera que para llegar a ser mujer hay que nacer mujer. Y es que se trata de planos diferentes: reconocer derechos a las personas transgénero o fomentar la ética del cuidado entre los varones no implica que haya de negarse la diferencia sexual de origen biológico, que no depende de nuestros estados mentales ni se ve refutada por la existencia de un hermafroditismo estadísticamente marginal. Nada de esto tiene por qué afectar a la igualdad: reconocer la diferencia entre hombres y mujeres no es lo mismo que imponer una jerarquía.
Hay pensadoras, como Martha Nussbaum, que consideran estos debates como una distracción paralizante: lo apropiado sería más bien identificar discriminaciones particulares que hacen más difícil la vida de las mujeres y tratar de resolverlas. Desde ese punto de vista, hablar de patriarcado puede mover a confusión. El término designa un orden social caracterizado por la dominación masculina, pero el patriarcado no es un hecho observable, sino la interpretación que se da a un conjunto de hechos observados en materias tan distintas como los delitos sexuales, el desempeño económico o la visibilidad cultural. Así como el feminismo emplea muchos matices para hablar de la mujer, estos suelen desaparecer cuando habla del hombre: como si todos los varones pensaran o hicieran lo mismo. De ahí la importancia que tienen los datos empíricos que permiten señalar discriminaciones injustas con el necesario rigor.
Pensemos en la “brecha salarial” entre hombres y mujeres, descrita generalmente como el injusto resultado de pagar menos a las mujeres por un trabajo igual al de los hombres. En realidad, medir el salario promedio de todos los hombres y todas las mujeres no sirve para nada: necesitamos saber si hombres y mujeres reciben distinto salario por hacer el mismo trabajo. Y la respuesta es que no. La principal causa de que las mujeres obtengan un salario medio inferior al del hombre a lo largo de su vida laboral es la maternidad: durante los años de la crianza de los hijos suelen reducir, con más frecuencia que el hombre, su número de horas de trabajo; cobran menos en el mismo puesto cuando trabajan menos. Este conocimiento es útil: más que obligar a los empresarios a hacer algo que ya hacen (pagar lo mismo por el mismo trabajo), hay que buscar la manera de compensar la desventaja que para la mujer supone la maternidad (aumentando el número de guarderías públicas, haciendo obligatoria la baja de paternidad o dando créditos fiscales).
Lo que vale para la brecha salarial vale para otras desigualdades, sin que eso impida el desacuerdo legítimo acerca de lo que deba hacerse en muchos casos. Hay feministas que querrían abolir la prostitución o la pornografía; otras entienden que son el resultado del ejercicio de la autonomía personal dentro de una sociedad liberal donde no se dice a sus ciudadanos cómo deben vivir. Distintas corrientes del feminismo responderán así de manera dispar a las preguntas más incómodas: ¿es feminista que una mujer decida ser ama de casa, o solo es feminista que renuncie a serlo para realizarse en el mundo del trabajo? ¿Es feminista maquillarse, o elegir ropa seductora? ¿Y estudiar una carrera técnica, donde la proporción actual de matriculados varones es mucho mayor? ¿Puede defenderse el aborto sobre la base del derecho de la mujer a disponer de su cuerpo y sin embargo rechazarse la legalización de la maternidad subrogada? Y así sucesivamente.
Frente a un feminismo radical que aspira a transformar de manera exhaustiva la sociedad, aboliendo el capitalismo y organizando la vida política alrededor de instituciones participativas, existe un feminismo liberal que persigue la igualdad política legal entre hombres y mujeres en el marco del constitucionalismo democrático. Este último pertenece a una larga tradición de pensamiento que aspira a remover los obstáculos que impiden a la mujer desarrollarse autónomamente en condiciones de igualdad con el hombre, subrayando al mismo tiempo que la desigualdad entre hombres y mujeres no es la única que importa; también los hombres padecen injusticias. Se trata, como escribiera la filósofa británica Janet Radcliffe Richards a comienzos de los años ochenta, de combatir las discriminaciones sistemáticas que puedan padecer las mujeres por razón de su sexo en lugar de lidiar con cualquier injusticia sufrida por una mujer. Y ello porque, como ella misma escribe, el feminismo “no se ocupa de un grupo de personas a las que quiere beneficiar, sino de un tipo de injusticia que desea eliminar”. Si el feminismo radical otorga un papel destacado al Estado como agente de perfeccionamiento moral, en fin, el feminismo liberal solo aceptará la intervención pública en el ámbito de las libertades individuales cuando esté debidamente justificada.
Para buena parte del feminismo contemporáneo, sin embargo, el énfasis en el “empoderamiento” individual de la mujer –cuyo objetivo es que esta elija libremente cómo vivir– es demasiado individualista y obstaculiza la transformación total de la sociedad existente. Se manifiesta aquí la doble raíz, liberal y colectivista, del pensamiento feminista. Si el feminismo es o no una historia de éxito, entonces, depende de qué objetivo se le atribuya: si ser iguales dentro de la sociedad existente o crear otra, radicalmente nueva, que nadie ha visto nunca todavía.
VÉASE: Ciudadanía, Democracia, Igualdad, Libertad