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Estado

No cabe duda de que el Estado es la institución política dominante del mundo moderno. Así lo demuestra el hecho de que no existan apátridas, o sea sujetos que no son nacionales de ningún Estado: quien abandone su país buscando un lugar donde no rija autoridad estatal alguna se encontrará con otro Estado que le preguntará de dónde viene. Hay en el mundo cerca de doscientos Estados oficialmente reconocidos por Naciones Unidas, indicación suficiente del éxito de una institución a la que nos hemos acostumbrado, pese a que no existía hace siete u ocho siglos. Puede definirse, siguiendo al especialista Bob Jessop, como aquella entidad cuya función es definir y aplicar decisiones colectivamente vinculantes sobre el conjunto de una sociedad. No debe confundirse con el Gobierno: el Estado es más que el Gobierno, pues este último se limita a cumplir algunas funciones estatales; otras recaen sobre los jueces, la policía o los inspectores de trabajo. En esos cometidos específicos, así como en los lugares donde se llevan a cabo, el Estado se materializa: edificios, personal, símbolos. Y aunque el Estado no se encuentra en todas partes, sus normas se extienden al conjunto de la vida social: incluso la ausencia de regulación está prevista en la regulación.

Sin embargo, esta definición preliminar no nos dice nada sobre el origen histórico del Estado, ni nos proporciona su justificación. Tampoco indica la forma que deba adoptar: no es lo mismo un Estado totalitario que uno democrático; si nos ceñimos a estos últimos, el Estado sueco hace cosas que no hace el australiano y viceversa. Hablar del Estado, por lo tanto, exige un buen número de aclaraciones. Y la primera consiste en explicar por qué hay Estado o por qué debe haberlo; conviene saber por qué hemos de aceptar ese “artificio”. Recuérdese que los anarquistas se caracterizan por el rechazo del Estado y defienden su supresión, al considerarlo una innecesaria fuente de opresión: si las comunidades humanas se basaran en la autogestión comunitaria, arguyen, viviríamos en libre armonía. En su descripción de la sociedad sin clases, Marx también contemplaba la “disolución” del Estado una vez que los conflictos derivados de la necesidad material hubieran sido resueltos mediante la aplicación práctica del comunismo. Claro que esto nunca llegó a suceder: aunque el comunismo se derrumbó, el Estado sigue en su sitio.

Para comprender la necesidad del Estado, puede recurrirse al experimento mental realizado por el filósofo libertario norteamericano Robert Nozick. Partidario de maximizar la libertad individual, Nozick se preguntó si era viable una sociedad basada exclusivamente en los acuerdos voluntarios forjados entre sus miembros. Su respuesta es tan sencilla como plausible: una sociedad organizada alrededor de los pactos privados entre individuos necesitaría algún tipo de agencia que se dedicase a garantizar su cumplimiento. Ya que si dos personas firman un acuerdo y una de ellas lo incumple sin padecer por ello conse­cuencia alguna, ningún otro acuerdo podría firmarse sin riesgo. Dar garantías a los firmantes de acuerdos individuales constituye así el contenido mínimo del Estado: menos que eso no se puede tener. Desde luego, se puede tener más: desde museos nacionales a hospitales públicos. El interés de la reflexión de Nozick está en demostrar filosóficamente que ni siquiera un libertario puede prescindir del Estado.

Nozick no es el único pensador que ha sugerido que la existencia del Estado es, sencillamente, más ventajosa que su inexistencia. En las teorías del contrato social que surgen durante los siglos xvii y xviii, ya sea como justificación del absolutismo monárquico o como defensa de la reforma liberal del Estado, se afirma sin tapujos que crear un Estado es racional para los individuos. A menudo, el razonamiento se ilustra mediante la ficción del “estado de naturaleza”, que es la situación en la que se encontrarían los seres humanos si no hubiera Estado. Según se describa esa peculiar situación hipotética, pueden justificarse distintos tipos de autoridad estatal. Para Hobbes, los hombres en el estado de naturaleza vivirían en una situación de guerra de todos contra todos, de modo que para imponer la paz sería necesario que ellos mismos se sometieran voluntariamente a un soberano; por Rousseau sostiene que el individuo primitivo es un buen salvaje que lleva una vida rudimentaria, pero termina viéndose forzado a cooperar socialmente debido al aumento de la complejidad de los problemas a los que se enfrenta. Por su parte, John Locke parece estar describiendo la vida de los pioneros que aparecen en las películas del Oeste americano: los individuos que viven sin Estado tienden de manera natural a cooperar pacíficamente entre sí, pero dotarse de un Estado permite proteger más eficazmente sus derechos y mejora sus condiciones de vida. Aun otros pensadores, como David Hume, ven innecesario recurrir a la hipótesis del estado de naturaleza: el Estado existe porque es útil a los individuos, lo que constituye razón suficiente para que obedezcamos sus mandatos.

Ponernos de acuerdo acerca de la inevitabilidad del Estado, sin embargo, no responde a la pregunta sobre la forma concreta que deba adoptar, los servicios que haya de proveer o la extensión del poder que pueda ejercer sobre los individuos. Estos últimos, por ejemplo, pueden ser súbditos de un Estado autoritario o ciudadanos de un Estado democrático; y no todos los Estados democráticos tienen encomendadas las mismas funciones asistenciales o económicas. Para comprender por qué los Estados son hoy lo que son no basta entonces con su justificación teórica; es preciso conocer su trayectoria histórica.

Dejando a un lado las prefiguraciones de la forma estatal que pueden encontrarse en las polis griegas o la ciudad-Estado del Renacimiento, además de por supuesto en el Imperio romano, el Estado tal como hoy lo conocemos es un fenómeno moderno que pone fin a la fragmentación del poder típica del feudalismo medieval. En particular, el Estado moderno es una institución que rompe con el pasado al separar su autoridad de la persona del gobernante. Esta despersonalización estaba ya insinuada en la monarquía absoluta de derecho divino, donde –como nos enseñó el historiador Ernst Kantorowicz– el cuerpo mortal del rey hubo de distinguirse de la institución inmortal que ocupaba hasta su muerte: al desaparecer el individuo terminaba un reinado, pero la monarquía continuaba sin interrupción. Igualmen­te, teóricos de la soberanía como Hobbes y Bodin postularon que la autoridad del Estado era algo separado del monarca; los súbditos debían obediencia a la institución en lugar de a la persona del rey. Posteriormente, el proceso se completará con la desactivación del poder de los monarcas, completándose así –aun cuando estos últimos retengan funciones simbólicas o arbitrales– el proceso de racionalización del Estado.

A partir de aquí, el sociólogo Max Weber describirá el Estado como aquella institución caracterizada por poseer el monopolio de la fuerza legítima dentro de un territorio definido y por dotarse de un aparato burocrático que le permite administrar eficazmente una sociedad cada vez más compleja. Decíamos antes que el Estado puede justificarse afirmando que una sociedad funciona mejor con él; ahora podemos añadir que solo el Estado parece capaz de poner orden en las sociedades urbanizadas, populosas, capitalistas y heterogéneas de la modernidad. No debería extrañarnos que este modelo occidental se haya extendido globalmente a través del colonialismo o la simple imitación. Sus consecuencias negativas no debieran ocultarse: guerras mundiales, intentos de genocidio, homogeneización cultural. Pero es imposible saber si el curso de la historia hubiera sido más beneficioso para la humanidad y sus miembros en ausencia de los Estados.

En todo caso, las democracias occidentales no operan en el marco de un Estado absolutista, sino vinculadas a una institución que ha ido evolucionando en los últimos tres siglos y a la que podemos atribuir hoy tres adjetivos complementarios: liberal, bienestarista y nacional. Estas tres dimensiones del Estado contemporáneo deben entenderse cabalmente, para así poder dar sentido al tipo de organización bajo cuya autoridad se desarrollan nuestras vidas.

Primeramente, recordemos que el liberalismo político que emerge con el pensamiento ilustrado en el siglo xviii tiene como objetivo primordial combatir el absolutismo monárquico y emancipar a los ciudadanos de su tutela: el individuo debe gozar de la necesaria libertad para desarrollar su plan de vida, incluida la posibilidad de asociarse con otros, opinar sobre los asuntos públicos y actuar como productor o consumidor en un mercado libre. Para limitar el poder estatal y prevenir su abuso, los liberales formulan principios que serán llevados –desigualmente– a la práctica: imperio de la ley (que restringe la arbitrariedad de las decisiones públicas y termina dando forma al Estado de derecho), separación de poderes (que atribuye diferentes funciones a distintos órganos estatales, impidiendo su concentración y haciendo posible la independencia de los jueces), celebración de elecciones periódicas (para la formación de un Gobierno representativo sometido al control de los votantes). A eso hay que sumar la distinción entre la esfera pública y la esfera privada, que proporciona al ciudadano un ámbito de libertad en el que no puede interferir el Estado: somos libres de elegir nuestra forma de vida y nadie puede leer nuestra correspondencia. Cuando esta arquitectura institucional se codifica en textos constitucionales, hablamos del Estado constitucional. Bajo su amparo florecerán organizaciones tales como los partidos políticos y, en la sociedad civil, las iglesias, los sindicatos y las asociaciones profesionales. Todas ellas, como cuerpos intermedios, servirán de contrapeso al poder estatal. Por último, los Estados liberales persiguen estimular la competencia económica y para ello desmantelan el proteccionismo gremial, diseñando mercados libres o combatiendo los monopolios. Huelga decir que una cosa es la aspiración del liberalismo político y otra distinta la realidad de las sociedades sobre las que se proyecta. Repárese en el conflicto generado por los servicios de transporte privado de personas, ligados a plataformas digitales, en aquellos países donde el sector del taxi ha seguido disfrutando de una protección que recuerda la de los gremios medievales.

«Las democracias occidentales no operan en el marco de un Estado absolutista, sino vinculadas a una institución que ha ido evolucionando en los últimos tres siglos y a la que podemos atribuir hoy tres adjetivos complementarios: liberal, bienestarista y nacional. Estas tres dimensiones del Estado contemporáneo deben entenderse cabalmente, para así poder dar sentido al tipo de organización bajo cuya autoridad se desarrollan nuestras vidas»

Sucede que el Estado liberal es también Estado social o del bienestar, encargado de sostener materialmente a los ciudadanos para garantizar la realización del principio de igualdad y dotado asimismo de poderes de intervención en la economía. Este intervencionismo tiene su origen en las políticas asistenciales que, en el último tercio del siglo xix, tratan de mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora del industrialismo y de prevenir el riesgo de una revolución social. Su impulso definitivo llega después de la Segunda Guerra Mundial; contribuyen a él por igual liberales, conservadores y socialdemócratas. ¿Por qué debe el Estado asumir ese papel, que hoy damos por supuesto? La fundamentación teórica del bienestarismo está en la crítica que Marx hace al liberalismo, cuando señala que proclamar derechos formales sirve de poco si los individuos están en situación de necesidad. No obstante, el propio John Stuart Mill ya había señalado desde el interior de la doctrina liberal que el Estado debía jugar un papel igualador, que permitiese a todos los individuos disfrutar de la oportunidad de desarrollar su personalidad. Y aunque Marx creía que el Estado liberal estaba al servicio de los intereses de la burguesía y jamás podría mejorar la existencia de la clase trabajadora, se equivocaba: el Estado liberal se ha convertido en Estado social sin dejar por ello de ser liberal, mientras que el experimento comunista terminó con un rotundo fracaso. Eso no quiere decir que el debate sobre el papel económico del Estado haya concluido, pues no es fácil determinar qué grado de intervención pública en el mercado es a la vez justa (en tanto que ayuda a los menos favorecidos sin ahogar la libertad individual ni colonizar la sociedad civil) sin dejar de ser eficaz (pues preserva los incentivos que hacen posible el aumento de la riqueza, ya que sin creación de riqueza no hay redistribución posible).

Finalmente, el Estado liberal y bienestarista es asimismo estado nacional, porque su poder se circunscribe a los límites territoriales de una nación. Por lo general, las constituciones establecen que la sobe­ranía reside en la nación o en el pueblo de la nación, aunque sea el Estado quien la ejerza en su nombre. Así que, aunque hablemos del Estado nación, ambos términos no son sinónimos: mientras que el Estado es una institución dotada de poderes materiales, la nación se refiere a la identificación emocional con historias, tradiciones o costumbres que nos hacen sentir miembros de la misma comunidad humana. Por lo general, ambos coinciden: el Estado reclama obediencia a los miembros de la nación y esa pertenencia común refuerza el compromiso afectivo con el Estado, al que no sentimos “extranjero” sino propio. Su relación está marcada por la dependencia mutua: el Estado se apoya en la nación y la nación es protegida por el Estado. De hecho, los Estados modernos se esforzaron por crear sentimientos nacionales para asegurarse la lealtad de los ciudadanos una vez que la religión había perdido fuerza como elemento de cohesión social: cuando ya no creemos todos en el mismo Dios, quizá podamos todavía creer en la misma nación. A esa finalidad sirven instrumentos tales como la escuela pública, los servicios postales, los museos nacionales, la red viaria, el servicio militar o las selecciones deportivas: generan una conciencia nacional que facilita el funcionamiento del Estado. No obstante, Estado y nación no siempre coinciden. Hay Estados que han nacido de la unión de varias naciones preexistentes, como el Reino Unido; por su parte, los Estados federales pueden albergar movimientos nacionalistas que discuten la existencia de una nación común. Y no debería pasarse por alto que la mayoría de los Estados que surgen con la caída de los imperios tras la Primera Guerra Mundial son en la práctica multinacionales a pesar de que se vinculen legal o simbólicamente con una sola nación.

En las últimas décadas, sin embargo, la erosión de los Estados a causa de las reivindicaciones de los nacionalismos –que no padecen todos los países por igual– se ha visto acompañada del debilitamiento propiciado por la globalización. La movilidad transnacional de individuos y empresas, sumada al cambio tecnológico que ha traído consi­go Internet, ha mermado la capacidad del Estado para controlar la sociedad. Pensemos en cómo la incorporación de los países poscomunistas a la economía capitalista ha permitido la creación de cadenas de suministro globales –smartphones diseñados en California y manufacturados en China– que escapan al control estatal. Para una institución tan enraizada en el territorio como el Estado, la desterritorialización provocada por las tecnologías digitales constituye un problema singular. Pero hay complicaciones recientes que no obedecen a la globalización: el bienestar alcanzado en las sociedades occidentales ha reducido dramáticamente sus tasas de natalidad, lo que dificulta el mantenimiento del estado del bienestar ahora que los trabajadores se jubilan y no hay suficiente población joven para reemplazarlos.

Por todo ello, se habla de un “Estado posheroico” que apenas hace lo que puede en un contexto amenazante y lleno de complejidad. Esta rebaja de las expectativas comporta un riesgo: que los ciudadanos que perciban el Estado como ineficaz no se sientan vinculados afecti­vamente al mismo. Este dilema de la eficacia encuentra una expresión clara en la Unión Europea: los Estados nación que pertenecen a ella ceden parte de su soberanía al conjunto a fin de ganar capacidad de acción, pero al hacerlo pueden generar desafección si las decisiones comunitarias son percibidas como poco democráticas o en exceso alejadas de las instituciones nacionales que dan sentido a la experien­cia política de la mayor parte de los ciudadanos.

A pesar de todo, el Estado está lejos de encontrarse en riesgo de desa­parición. Mas al contrario, los acontecimientos de los últimos años, que van de la crisis financiera y los atentados yihadistas a la pandemia del coronavirus, han traído de regreso la idea de que un Estado fuerte e intervencionista es imprescindible para garantizar la seguridad del ciudadano en un mundo turbulento y marcado por crecientes presiones ecológicas. El proteccionismo económico que fuera característico de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado regresa así bajo nuevas formas, mientras algunos Estados asumen la tarea de gestionar la vida del individuo “de la cuna a la tumba”, por tomar el título del poema sinfónico de Franz Liszt: el mismo Estado que nos asigna un número de identificación cuando nacemos, al que pagamos impuestos cuando trabajamos y que fija una edad para nuestra jubilación forzosa, puede ahora administrarnos la eutanasia cuando así se lo hayamos pedido. Bien entrado ya el siglo xxi, puede decirse que la posición del Estado como institución política dominante del mundo moderno no parece estar amenazada.

 VÉASE: Ciudadanía, Globalización, Justicia, Nación, Soberanía

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