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Particularismo, psicodeóntica. A propósito de la

teoría de la justificación judicial de Manuel Atienza*

Bruno Celano

I. INTRODUCCIÓN

Este escrito presenta algunas consideraciones sobre la concepción de la argumentación jurídica y, en particular, de la justificación de las decisiones judiciales de M. Atienza. No se trata —salvo dos excepciones (infra, 2, 3.7)— de objeciones. Sugeriré, más bien, que algunos de los argumentos y de las tesis de Atienza se prestan para ser desarrollados, ampliados o reinterpretados en una dirección particular, que me parece digna de consideración. Haré referencia, principalmente, a su texto “Algunas tesis sobre el razonamiento judicial”1; sin embargo, de vez en cuando analizaré también otras obras de Atienza.

Sostendré (parte 2) que la concepción del razonamiento judicial de Atienza es particularista —o, al menos, parece precisamente serlo—. Posteriormente (3), argumentaré —temo que de un modo superficial y, en todo caso, en clave casi exclusivamente programática— a favor de la oportunidad de explorar con atención los pro y los contra de una drástica reordenación de la teoría del razonamiento jurídico, en la dirección de lo que denominaré (etiqueta altisonante y algo jactansiosa) “psicodeóntica”: la adopción de un paradigma psicologista en el ámbito de la teoría de las normas y de la investigación sobre el razonamiento jurídico.

Estos dos grupos de consideraciones se muestran heterogéneos e inconexos. En el penúltimo apartado (4) sostendré que esta apariencia es ilusoria, pues los dos temas están estrechamente conectados. En particular, algunos aspectos de crucial importancia de la concepción particularista del razonamiento práctico se prestan de un modo natural a ser entendidos y desarrollados en clave psicológica. Seguirán (5) algunas breves observaciones conclusivas.

II. PRINCIPIOS, REGLAS, BALANCE

En este apartado sostendré que la concepción del razonamiento justificativo judicial de Atienza es particularista. Me apresuro a agregar que ésta no pretende ser una objeción, sino lo contrario2. Bajo tal entendido, si por alguna razón el término “particularismo” (y sus derivados) pudiese parecer inapropiado o, en todo caso, resultase desagradable, el lector podrá sustituirlo mentalmente por otro de su agrado —“case-sensitive generalism”, tal vez— o, a lo mejor, un término carente de sentido (“pirotto”) o un nombre propio (“Giorgio”). A los fines de mi argumentación, las etiquetas, espero, carecerán de importancia; solo (o, por lo menos, y es así como intentaré proceder) contarán las definiciones.

Con el término “particularismo” (o “pirotto”, o “Giorgio”) entiendo una concepción del razonamiento práctico caracterizada por la siguiente tesis (como es usual, me expresaré en términos de “razones”, pero la misma tesis puede ser formulada en términos de “normas”, y es éste el idioma que utilizaré más adelante analizando la teoría de Atienza):

(P) Las razones de la acción son plurales3. En cada caso se aplican muchas razones, la mayoría de las veces en conflicto entre sí. En caso de conflicto, el veredicto —es decir, la respuesta (la respuesta justa: se trata de una tesis normativa) a la pregunta sobre qué cosa tenga más razón de hacerse, todo considerado, o sobre la corrección o falta de ella, todo considerado, de la conducta objeto de juicio— depende de un balance o ponderación de las razones en pro y en contra (no hay entre las razones un orden de prioridad prestablecido). Es decir, que las razones de la acción son pro tanto —expuestas, en cada caso, a la posibilidad de ser “derrotadas” (defeated) y “superadas” (overridden) por otras razones y, vez a vez, sujetas a balance—. Por tanto, dado un caso al que se aplica una cierta razón, o un cierto grupo de razones, que justificaría un determinado veredicto, V1, no se puede excluir anticipadamente la posibilidad de que a dicho caso se apliquen también otras razones, y que el balance de todas las razones relevantes determine un veredicto distinto e incompatible respecto a V14.

El particularismo, así definido, es una concepción de la forma del razonamiento práctico que puede encontrar aplicación sea en el ámbito moral, sea en el ámbito jurídico. En general, no es necesario que un particularista en ética sea también un particularista en cuanto al razonamiento justificativo judicial5. En el caso de la teoría de Atienza, el ámbito relevante es el jurídico. En esta línea, las “normas” de las que se trata deberán ser entendidas como normas jurídicas; las expresiones “veredicto justo”, “solución normativa correcta”, deberán ser entendidas en el sentido de “veredicto, solución normativa, jurídicamente correctos” (en un determinado sistema jurídico)6.

Procederé en dos pasos. En primer lugar mostraré que la concepción del balance de Atienza es particularista (entendiendo aquí por “balance” lo que los teóricos del Derecho habitualmente designan con esta palabra: un cierto tipo de razonamiento judicial característico, en los Estados Constitucionales de Derecho, de los tribunales constitucionales, si bien no exclusivamente propio de estos últimos). En segundo lugar, mostraré que esta conclusión puede ser generalizada, de modo que comprenda toda la teoría del razonamiento justificativo judicial propuesta por Atienza.

(1) Balance. Atienza entiende el balance (de principios en conflicto) como un procedimiento en dos fases7. La primera fase, el verdadero balance (siguiendo a Atienza, lo llamaré balance “en sentido estricto”), conduce a la formulación de una regla que establece, para el tipo de caso objeto de juicio, un orden de prioridad entre los principios en conflicto, prescribiendo cierto veredicto —un juicio con respecto a qué cosa se debe hacer, todo considerando, o sobre la corrección o falta de corrección, todo considerado, de la conducta objeto de examen; es decir, conectando al caso una determinada solución normativa8—. La segunda consiste en la aplicación de la regla al caso, es decir, en la adopción de la regla como base del propio veredicto —en la aplicación, al caso objeto de juicio, de la solución normativa prevista por la regla—.

Para los fines de mi argumentación, no es necesario —y resulta, más bien, desaconsejable— sumergirse en las arenas movedizas de la distinción entre reglas y principios (si tienen distinta forma lógica, si media entre ellos tan solo una diferencia de grado, etc.). Para nuestros fines, lo que cuenta es solamente el hecho de que Atienza distingue dos tipos de normas, llamémosles “Na” y “Nb”, y considera que cuando dos o más “Na” se hallan en conflicto, la solución consiste en la formulación (primera fase, o balance en sentido estricto) y (segunda fase) en la aplicación de una “Nb”.

Según Atienza, entonces, cuando en un determinado caso, las “Na” relevantes —o sea, las “Na” aplicables al caso, las “Na” tales que el caso recae bajo su antecedente9— se hallan en conflicto, no imponen directamente un veredicto (¿Cuál? Se trataría, precisamente, de muchos veredictos incompatibles entre sí), pero lo hacen solo por medio de la “Nb” que constituye, en hipótesis, el resultado de su balance (en sentido estricto). Así, las “Na” son, para Atienza, “inestables”: son normas que no imponen directamente un veredicto para los casos a los cuales son aplicables. Cuando una cierta “Na”, Na1, es aplicable a un caso, no está dicho que la solución normativa correcta de ese caso —el veredicto justo, todo considerado— sea la solución normativa indicada por Na1. El éxito del balance (en sentido estricto) podría ser distinto. (Ésta, se habrá reconocido, es la posición particularista tal como fuera anteriormente definida. El comportamiento de las “Na” es particularista).

Para nuestros fines, el punto central es éste: para Atienza, sorprendentemente, también las “Nb” son inestables. Cuando una cierta “Nb”, Nb1, es aplicable a un caso —o sea, el caso recae bajo su antecedente—, no se impone que la solución normativa correcta de dicho caso (el veredicto justo, todo considerado) sea la solución normativa indicada por Nb110. ¿Por qué? Porque, aclara Atienza, puede suceder que en ese caso estén presentes, también, otras (“otras” más allá de aquéllas en virtud de las cuales el caso recae bajo el antecedente de Nb1) propiedades normativamente relevantes —esto es, puede suceder que a este caso sean aplicables también otras normas (que el caso recaiga también bajo el antecedente de otras normas)— y que, todo considerado, la solución normativa correcta no sea la indicada por Nb1.

También las “Nb”, entonces, son inestables. También el comportamiento de las “Nb” es particularista. El balance en su integridad —y no únicamente su primera fase— tiene carácter particularista11.

Si (subrayo “si”) entendemos por modus ponens un cierto tipo de argumento deductivo ‘monotónico’; si asumimos que la aplicación de una norma condicional estándar (una implicación material, un enunciado cuantificado universalmente) a un caso que recae bajo su antecedente sea una ejemplo de modus ponens; y si denominamos “subsunción” a un argumento de este tipo (creo que se puede afirmar que este es el uso corriente del término en los debates sobre balance y aplicación de reglas, pero nada depende de la corrección de esta opinión); entonces debemos concluir que la aplicación al caso objeto de juicio de la “Nb”, que constituye el resultado del balance de dos o más “Na” en conflicto, no es un caso de subsunción.

Desde este aspecto, no hay diferencia entre normas de los dos tipos. Dada una norma de uno o del otro tipo, N1, está siempre abierta la posibilidad de que un caso que recae bajo el antecedente de N1 presente ulteriores propiedades normativamente relevantes (“ulteriores” con respecto a aquéllas en virtud de las cuales el caso recae bajo el antecedente de N1) —es decir, que deban ser tomadas en consideración, para los fines del juicio sobre tal caso, normas ulteriores, en conflicto con N1— a la luz de las cuales resulta correcto aplicar una solución normativa distinta respecto de la indicada por N1, esto es, aplicar otra norma obtenida, presumiblemente, mediante un balance (en sentido estricto) entre N1 y las otras normas aplicables al caso12.

(2) Lo que se acaba de decir vale, en la teoría de Atienza, relativamente para todas las reglas (todas las “Nb”), no solo para aquéllas que son el resultado de un balance (en sentido estricto) de principios (“Na”).

Según Atienza, en efecto, está siempre abierta la posibilidad de una laguna axiológica (a la luz de razones, principios y valores jurídicos, claro está) en el nivel de reglas, tal que justifique la no aplicación, por parte del juez, de la solución normativa indicada en la regla, y el recurso a la ponderación (siempre de normas jurídicas, por supuesto)13: dado un caso al que le es aplicable una regla —es decir, que recae bajo su antecedente—, siempre puede suceder que la solución normativa correcta de dicho caso no sea la que indica la regla. ¿Por qué? Porque siempre puede suceder que, en dicho caso, el balance (en sentido estricto) de los principios, u otras razones (jurídicas, por cierto) aplicables, indiquen una solución normativa distinta de aquella indicada por la regla, e incluso incompatible con ésta. Es decir que, dado un ordenamiento jurídico “01”; dada una regla cualquiera, R1, perteneciente a “01”; y, dado un caso que recae bajo el antecedente de “R1”; está siempre abierta la posibilidad de que dicho caso presente también otras propiedades normativamente (igualmente de “01”) relevantes; esto es, puede ser que a tal caso le sean aplicables también otras normas (pertenecientes a “01”) y que, todo considerado, la solución normativa correcta (igualmente, de “01”) de dicho caso no sea la indicada por “R1”, sino la indicada por el balance (en sentido estricto) de los principios (de “01”) o, en general, de las normas (pertenecientes a “01”), aplicables al caso.

Para Atienza, entonces, tanto las reglas como los principios son inestables. Si asumimos que, para Atienza, el razonamiento justificativo judicial consiste en la aplicación, al caso objeto de juicio, de una o más reglas o principios, deberemos concluir que, en su concepción, el razonamiento justificativo judicial tiene siempre carácter particularista14.

La teoría del razonamiento justificativo judicial de Atienza es, entonces, de inicio a fin, particularista. De esta conclusión parece derivarse otra: parecería posible concluir que, siempre que el caso objeto de juicio recaiga bajo una regla que indique una cierta solución normativa (“S1”) el juez debe preguntarse si, en ese caso, el balance de los principios aplicables conduce a una solución normativa, “S2”, distinta de “S1” y, de ser así, también preguntarse si debe aplicar “S2”.

De este modo, un decisor “reconsidera” una regla, si y solo si, en un determinado caso, subordina su aplicación a la respuesta a la pregunta de si, en tal caso, el balance (en sentido estricto) de los principios aplicables indica o no la solución normativa indicada por la regla; si no, deberá aplicar la solución normativa indicada por el balance (en sentido estricto) de estos principios. De lo dicho hasta el momento, parece posible concluir que, para Atienza, cada vez que se presenta un caso que recae bajo el antecedente de una regla, el juez debe reconsiderarla; debe preguntarse si el balance (en sentido estricto) de los principios aplicables al caso indica una solución normativa distinta de la indicada por la regla y, de ser así, debe dejar de lado la regla y aplicar aquella.

Pero esta sería una conclusión desastrosa. Equivale, en efecto, a la conclusión de que, al menos para fines de la justificación de los pronunciamientos judiciales, las “Nb” no desempeñan un rol independiente respecto del desenvuelto por las “Na”. En cada caso (recaiga o no bajo el antecedente de una “Nb”), el juez deberá atender al balance (en sentido estricto) de las “Na” aplicables a dicho caso, y atenerse a este último. Según esta hipótesis, las reglas son del todo “transparentes” con respecto a los principios. De todo lo dicho hasta el momento, parece posible concluir que, en la teoría del razonamiento justificativo judicial de Atienza, las reglas son totalmente transparentes con respecto a los principios.

¿Qué es lo que está sucediendo? Propongo, en esta parte, un diagnóstico. Como otros teóricos del Derecho, Atienza va en busca de una suerte de Santo Grial (ésta es una búsqueda que Atienza ha emprendido junto a J. Ruiz Manero15): una teoría del Derecho a dos niveles, basada sobre la distinción entre normas o razones de primer nivel (las “Na”, inestables, y siempre objeto de balance), y normas o razones justificadas sobre la base de las “Na”: las reglas (“Nb”). La elaboración de una teoría de este tipo le parece a Atienza, y a otros, necesaria para dar cuenta de la naturaleza del rol de los ordenamientos jurídicos de los modernos Estados constitucionales de Derecho.

La idea de fondo es ésta: las normas de primer nivel (principios) proveen la justificación de todo el sistema; son, sin embargo, inestables: su aplicación requiere, en cada caso, de balance. Por su parte, el rol desempeñado por las normas de segundo nivel (las reglas) en la justificación debería ser el de ahorrar al decisor la carga de revisar caso por caso el balance de los principios aplicables16: en un caso que recae bajo el antecedente de la regla, la solución normativa correcta será, por lo general, la indicada por la regla.

Solo “por lo general”, sin embargo. El problema crucial para quienes comparten este proyecto, es si resulta posible (y, eventualmente, en qué modo) trazar la distinción entre los dos niveles de tal manera que, en la justificación, las reglas desarrollen verdaderamente un rol independiente con respecto a aquél desempeñado por los principios —de manera tal que se pueda evitar que el segundo nivel colapse sobre el primero—. La dificultad es ésta: las reglas, se ha dicho, deberían liberarnos de la carga de revisar, en cada caso, el balance de los principios. No se excluye, sin embargo, que pueda haber casos que recaigan bajo el antecedente de una regla, Nb1, en los cuales el balance (en sentido estricto) de los principios aplicables al caso indique una solución normativa distinta de la indicada por “Nb1”: seguir a “Nb1” significaría cometer un error. Si queremos evitar errores de este tipo debemos dejar abierta la posibilidad de que la regla deba ser, algunas veces, sometida a reconsideración; que, a veces, uno deba preguntarse si, no obstante que el caso recae bajo un antecedente, la regla debe ser dejada de lado, y la solución normativa correcta sea en cambio la indicada por el balance de los principios aplicables al caso.

Pero justamente aquí está el puzzle: ¿cómo hacemos para establecer si, en un determinado caso, la regla deba o no ser reconsiderada, sin reconsiderarla? Si en cada uno de los casos que recaen bajo el antecedente de la regla debemos establecer si la regla es o no es aplicable, y si para hacerlo debemos mirar el balance de los principios aplicables (y, en caso de discrepancia, atenernos a esto último), entonces las reglas no desempeñan el rol que, en hipótesis, deberían cumplir. En la justificación, todo el trabajo es desarrollado por los principios; las reglas son, respecto a estos últimos, totalmente transparentes: para establecer si la regla deba o no ser aplicada, siempre hará falta mirar el balance (en sentido estricto) de los principios (y, en caso de discrepancia, seguir este último). En suma, las reglas son, con respecto a los principios, superfluas. En cada caso, la consideración de los principios y su balance (en sentido estricto) son, para los fines de la justificación, bien necesarios o bien suficientes. El segundo nivel colapsa sobre el primero.

Y es esto precisamente, como hemos visto, lo que sucede en la teoría de Atienza (y Ruiz Manero) —y ésta es, a diferencia de la constatación de que la teoría de Atienza es particularista, una objeción17—.

En suma, el problema crucial, para quienes comparten el proyecto de una teoría a dos niveles, es si resulta posible trazar la distinción de tal modo que se pueda evitar que el segundo nivel colapse sobre el primero y, al mismo tiempo, dejar abierta la posibilidad de que las reglas sean, en algunos casos, susceptibles de reconsideración. ¿Cómo establecer, en cada caso, si la regla debe o no debe ser reconsiderada, sin reconsiderarla?

En el apartado “4”, infra, sugeriré un modo en el que, a lo mejor, es posible resolver este problema. Pero antes, es necesario introducir algunos instrumentos teóricos.

III. PSICODEÓNTICA18

3.1. Síntesis del argumento

El argumento que presentaré en esta sección (3) es, en síntesis, el siguiente:

Se distinguen habitualmente dos nociones de razonamiento: noción psicológica y noción lógica. Esta distinción se refleja en dos distinciones ulteriores: razones explicativas vs. razones justificativas; contexto de descubrimiento vs. contexto de justificación.

Se considera, comúnmente, que la teoría del razonamiento jurídico y, en particular, la teoría del razonamiento judicial, debe tener como objeto propio el razonamiento (jurídico) entendido en sentido lógico, no psicológico.

Ésta es una asunción normativa: una buena teoría del razonamiento jurídico debe tener como objeto… ¿Por qué? A veces, la asunción, sea implícita o explícita, parece no admitir posibilidades alternativas. En otras ocasiones, parece tratarse de una cuestión de buena educación epistemológica: para un verdadero empirista, las “cosas” (aquí, el uso de las comillas expresa la indignación contenida de quien habla) que están en la mente de las personas no son objetos epistemológicamente respetables. No son, en efecto, entidades observables. Los fenómenos lingüísticos, en cambio, son cosas del mundo externo, empíricamente observables. Por tanto, si queremos que la teoría del razonamiento jurídico tenga alguna respetabilidad epistemológica, debemos entenderla como una teoría del razonamiento (jurídico) en sentido lógico.

Sostendré que este argumento es inaceptable. ¿Cómo se puede afirmar que fonemas, morfemas enunciados, proposiciones (o, en general, significados) y relaciones lógicas, son entidades observables, más de cuanto no lo son los eventos, disposiciones, estados, actos y procesos mentales?

En realidad, paradójicamente, aquello por lo que los fenómenos lingüísticos y las relaciones lógicas se presentan, a primera vista, como objetos principalmente respetables desde una perspectiva epistemológica, y no así las cosas en la mente, es el hecho de que no se trata —no completamente— de entidades empíricamente observables. Se trata, más bien —por usar la expresión de K. R. Popper— de entidades pertenecientes al “Mundo Tres”.

Intento decir lo siguiente: la asunción de que una teoría del razonamiento jurídico deba tener como objeto el razonamiento en sentido lógico es hija de la polémica contra el psicologismo de inicios del siglo XX. Es, indirectamente, expresión del antipsicologismo del siglo XX, el cual (sobre todo por el tratamiento de H. Kelsen) ha signado en profundidad la Teoría del Derecho contemporánea.

Ahora bien, precisamente, esta posición de fondo, la posición antipsicologista, es hoy (al menos, desde hace 45 años hasta ahora), sub iudice. Se halla, según algunos, del todo desacreditada. Según muchos otros, la dialéctica entre psicologismo y antipsicologismo es mucho más problemática respecto de como se presentó ante los críticos del psicologismo del siglo XX.

Este viraje es consecuencia del desarrollo de las ciencias cognitivas y de la psicología cognitiva en general y, en particular, de la elaboración del modelo de la racionalidad limitada (sesenta años), del desarrollo de la psicología social y de la psicología del razonamiento (una cuarentena de años), de los estudios contemporáneos (cuarenta años) sobre la inferencia humana, sobre heurísticas y bias y, finalmente, de los modernos estudios (una veintena de años) de psicología moral. Y también, naturalmente, del desarrollo de las neurociencias (algunas decenas de años). Todas cosas muy de moda. No haré sino indicar las razones por las cuales, a mi entender, estas cosas deben ser tomadas muy en serio por quien intente ocuparse del razonamiento jurídico. Existe un ámbito amplio, variado, rico, de impetuoso desarrollo, de investigaciones psicológicas o, en general, empíricas sobre el comportamiento y el razonamiento normativos, investigaciones imbuidas de psicologismo. Sobre estas investigaciones se asientan los desarrollos contemporáneos de las neurociencias. Sería inadmisible que estas investigaciones permanecieran extrañas a la teoría del razonamiento jurídico y a la Teoría del Derecho en general19. Y resulta verosímil (“verosímil”, insisto, no sostendré nada más) que, si son tomadas en serio, su consideración imponga una reorientación, más o menos drástica, de la teoría del razonamiento jurídico, y de la teoría del Derecho en su conjunto.

3.2. La ilusoria solidez del lenguaje

Comencemos, entonces, por la distinción entre noción psicológica y noción lógica del razonamiento. Esta distinción está en la base de —o se refleja en— la distinción entre razones explicativas, o motivos, y razones justificativas (“buenas” razones, o razones verdaderas y propias), y de aquella entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. Tematizar la primera es un modo de tematizar las otras dos. En el primer sentido (psicológico), un razonamiento es un cierto proceso mental (un conjunto de estados, eventos, disposiciones, actos mentales). Más precisamente, un conjunto de procesos bioquímicos en un tejido de células, presumiblemente el encéfalo (ciertas neuronas se activan, impulsos eléctricos corren a lo largo de axones de algunas células nerviosas, etc.). Literalmente, un proceso que, de hecho, se desarrolla “en la cabeza” de alguien.

Un razonamiento en sentido lógico es, en cambio, una sucesión de proposiciones tal que, formulada alguna de ellas, obtenemos otra a partir de aquella (obtenemos la última proposición de la serie). También se dice que de las proposiciones iniciales, o premisas, es “inferida” una cierta conclusión, o que esta última es “derivada”, o “se sigue”, de las premisas o, también, que las premisas “implican” la conclusión20. Diré que el conjunto de premisas y la conclusión constituyen un “argumento”.

En un argumento, las premisas dan una cierta plausibilidad a la conclusión: le prestan un cierto apoyo, un cierto soporte. Un argumento es una sucesión de proposiciones tales que su conclusión puede decirse (más o menos) justificada a la luz de las premisas que han sido asumidas.

¿Qué cosa quiere decir “justificación”? En un argumento, las premisas indican, o son, razones (más o menos buenas) en favor de la conclusión. En general, “p” es una razón en sustento (supporting reason) de “q”, si y sólo si, si de considerarse a “p” como verdadera, estaría en cierta medida justificado considerar verdadera también a “q”21. La inferencia de “p” a “q” es correcta si la verdad de “p” haría en cierta medida probable la verdad de “q”.

Entonces, se tiene una inferencia cuando algo es considerado una razón para algo más; en particular, cuando una cierta afirmación (“p”) es —de alguna manera— una garantía en respaldo de una afirmación ulterior (“q”)22. Desde el punto de vista lógico, el interés no está dirigido al razonamiento como proceso mental, a su efectiva verificación; está dirigido, más bien, al examen de su corrección o no corrección. La tarea de la lógica es “la justificación y la crítica de la inferencia”, o sea, la identificación de criterios a la luz de los cuales valorar la corrección de un razonamiento23. El problema lógico por excelencia es si realmente subsiste, entre las premisas y la conclusión, la relación requerida; esto es, si es que las premisas constituyen una base aceptable para la conclusión, “de modo que aseverar la verdad de las premisas nos autorice a aseverar también la verdad de la conclusión”24.

Decía (supra, 3.1) que comúnmente se considera que la teoría del razonamiento jurídico debe asumir como objeto propio el razonamiento (jurídico) entendido en sentido lógico, no psicológico. Que, en particular, el objeto de la teoría del razonamiento judicial deben ser los razonamientos justificativos de los jueces y no la descripción o la explicación de los procesos mentales que, de hecho, conducen al juez a tomar una determinada decisión o, a su auditorio, a asumir una cierta actitud con respecto a tal decisión. Esta posición es, en algunos autores, explícita. A menudo se da por descontada.

¿Por qué una teoría del razonamiento jurídico debería asumir como objeto exclusivo propio de investigación al razonamiento (jurídico) entendido en sentido lógico?

Esta asunción explica, al parecer, un requisito de buena educación epistemológica. La idea subyacente, a veces explícita, parece ser la siguiente: las cosas que están en la mente de las personas no son, para un empirista, objetos epistemológicamente respetables. No son, en efecto, entidades cuya existencia y cuya naturaleza sean empíricamente observables. El comportamentismo tenía razón: no puede haber un saber científico que tenga por objeto cosas de este género. (Un comportamentista encuentra a otro comportamentista: “¡Me parece que estás muy bien! Y yo, ¿cómo estoy?”). El lenguaje, en cambio, es algo del mundo externo: los fenómenos lingüísticos son empíricamente observables. Entonces, si como empiristas queremos que la teoría del razonamiento jurídico tenga buenas credenciales epistemológicas, deberemos entenderla como una teoría del razonamiento (jurídico) en sentido lógico.

Este argumento carece de toda plausibilidad, al menos por dos razones.

En primer lugar, la psicología (de orientación no comportamentista) y, en particular, la psicología del razonamiento, se encuentra desde hace decenios claramente establecida como una ciencia empírica y, en la psicología contemporánea, ha caído el bando de la introspección. Pero no solamente ello: cualquiera que fuese, hasta hace un tiempo atrás, la situación en cuanto a la posibilidad de comprobar empíricamente la presencia de estados mentales, de describirlos y de explicar su naturaleza, el avance de la neurociencia ha cambiado obviamente las cosas.

En segundo lugar, la tesis de que los fenómenos lingüísticos sean entidades empíricamente observables más de cuanto no lo son los fenómenos mentales es insostenible. Fonemas, morfemas, enunciados (los type, no los token) son, parecería, entidades abstractas. Un enunciado no es un conjunto de ondas sonoras, o de manchas de tinta sobre una hoja de papel, o de puntos luminosos sobre la pantalla de una computadora. Es su forma. Los actos de enunciación de enunciados, éstos sí, son fenómenos sensibles, espacio-temporalmente identificados, al igual que un terremoto. Lo que ellos producen es un conjunto de ondas sonoras, etc., pero los enunciados que en estos actos se expresan no son —o, al menos, así parece— ellos mismos conjuntos de sonidos o manchas de tinta, sino su forma —por usar una metáfora, su aspecto ante los ojos de la mente, su cuerpo inteligible—25. Son entidades abstractas que, no obstante, guían y controlan de cierto modo la actividad de los sistemas corpóreos (cerebro-aparato fonético, etc.) que producen expresiones de éstos, individualizadas en el espacio y en el tiempo.

¿Qué es lo que hay, en todo esto, acerca de la presunta solidez de los fenómenos denominados “externos” u “observables” que serían, directamente, el objeto de la experiencia sensible (“bienes materiales de modestas proporciones”, como más o menos los denominaba J. L. Austin), a la que se refiere el argumento examinado?

Para no hablar, luego, de proposiciones y, en general, de significados, se concederá que son elementos constitutivos de los fenómenos lingüísticos, sea los significantes —en particular, enunciados— sea los significados —en particular, proposiciones—. ¿Por qué los estados mentales deberían ser considerados objetos empíricamente menos respetables que las proposiciones o, en general, que el significado? Proposiciones, significados en general, no son entidades más observables que cuanto lo son las emociones, los deseos o las creencias. Más aún: es verdad que los actos de enunciación de un enunciado producen ondas sonoras, etc., pero las proposiciones expresadas por ellas o, en general, expresables (los “decibles”, por utilizar un término vetusto) parecerían ser algo totalmente distinto. Y la posibilidad misma de identificar un evento empíricamente perceptible como un acto de expresión de una proposición depende de la posibilidad de acceder a estos objetos fantasmáticos26.

El lenguaje, en suma, no es en absoluto un objeto empíricamente respetable, según los cánones de respetabilidad epistemológica presupuestos por el argumento examinado. ¿Por qué razón, entonces, habríamos de fiarnos de un objeto tan poco confiable para argumentar en respaldo de la tesis de que solo el razonamiento en sentido lógico, y no en el sentido psicológico, debe ser objeto de una teoría del razonamiento (jurídico)?

La razón es, verosímilmente, el hecho de que el lenguaje da una apariencia perceptible —da cuerpo— a entidades que no tienen nada, o casi nada, de la respetabilidad empírica a la que se refiere el argumento. Estas entidades son, como acabamos de ver, fonemas, morfemas, enunciados, proposiciones y, en general, significados, y lo que tradicionalmente constituye aquello que por excelencia no es empíricamente observable: las relaciones lógicas. La esperanza de encontrar un refugio bajo las alas protectoras del lenguaje es, históricamente, heredera de una polémica dirigida contra la posibilidad o, en todo caso, el valor de una ciencia empírica que tiene por objeto el razonamiento. Y con esto estamos en la polémica contra el psicologismo27.

3.3. Antipsicologismo

Se decía (supra, 3.2) que, en sentido psicológico, un razonamiento es un conjunto de estados (eventos, actos, procesos) bioquímicos en la mente-cerebro. ¿Qué tipo de conjunto? La respuesta será, presumiblemente: un conjunto de estados mentales que tiene como contenido propio un razonamiento en sentido lógico.

Este modo de ver las cosas presupone la distinción entre un estado (acto, proceso, etc.) mental y su contenido. Precisamente, el modo tradicional de trazar la distinción remite, como veremos en breve, a un modo particular de entender el contenido de los estados mentales28.

La cultura filosófica mitteleuropea, a caballo entre el siglo XIX y XX, está caracterizada por un conjunto de tesis, asunciones y argumentaciones genéricamente etiquetabes como “antipsicologismo”. La polémica contra el psicologismo aúna, como es sabido, el pensamiento de G. Frege, la fenomenología husserliana y sus tantos descendientes, amplios sectores del neokantianismo (sobre todo, la Escuela de Baden), y los inicios del positivismo lógico.

En su forma paradigmática, la polémica concierne al estatus de las leyes de la lógica, y de los fundamentos de la matemática (esto es, el estatus de las entidades matemáticas, y de las relaciones que media entre ellas). La tesis antipsicologista por excelencia es aquella según la cual las leyes de la lógica no pueden ser identificadas con —ni explicadas en términos de— leyes que de hecho gobiernan nuestros procesos mentales, bajo pena de hacer imposible comprender su carácter de universalidad y necesidad (su específica objetividad; algo, nótese, que tiene muy poco que ver con la ilusoria solidez de las “entidades observables”). Las entidades matemáticas, sus relaciones y las relaciones lógicas no pueden ser identificadas con representaciones, ni explicadas en términos de representaciones, de relaciones que median entre ellas, o de actividades mentales, bajo pena de hacer imposible entender su objetividad específica. (Como se puede ver, el punto es precisamente que —se considera— los fenómenos de los cuales se trata no pueden ser objeto de una ciencia empírica).

En suma: las leyes lógicas no son “leyes del pensar (Denkgesetzen)”, que expresen el modo en el que, de hecho, se producen actos o estados mentales en nuestra conciencia (no son “leyes psicológicas”, que expresen “das Allgemeine im seelischen Geschehen des Denkens”); la lógica y la matemática no tienen por objeto “el proceso mental del pensar (der seelische Vorgang des Denkens) y las leyes psicológicas según las cuales dicho pensar, de hecho, tiene lugar (die psychologische Gesetze, nach denen es geschieht)”29.

La posición antipsicologista, no obstante, no está confinada al campo de la lógica y de los fundamentos de la matemática. La polémica contra el psicologismo abarca, más bien, todos los sectores de la teoría del conocimiento, y la teoría del juicio en su conjunto. Las principales directrices son dos.

(1) Espistemología, teoría del conocimiento. En este ámbito, la posición antipsicologista está identificada por la tesis de que una cosa es una descripción o una explicación (causal) de los procesos mentales, en virtud de los cuales el conocimiento o la opinión se producen de hecho en nuestra conciencia, y otra cosa distinta es una aclaración de sus fundamentos: su justificación. Una cosa es preguntarse qué opiniones tenga un individuo o un grupo de individuos y en qué modo, de hecho, se hayan formado tales opiniones; y otra cosa, muy distinta, es preguntarse si, en virtud de qué, estas opiniones están justificadas o son verdaderas. No se debe confundir una explicación del modo en el cual, de hecho, un cierto conocimiento es adquirido, con una clarificación de lo que hace que sea, precisamente, conocimiento (opinión verdadera justificada), de aquello en virtud de lo cual “vale”, tiene valor, como conocimiento30.

El primer tipo de investigación es una de carácter psicológico: esto es, versa sobre nuestras representaciones, sobre las causas de su efectiva producción, y de sus relaciones. El segundo, no. Así, por ejemplo, una cosa es indagar sobre la historia de una cierta disciplina, un cierto cuerpo de opiniones, y algo muy distinto es preguntarse si el cuerpo de opiniones en cuestión satisface las condiciones necesarias y suficientes para que pueda constituir un cuerpo de conocimientos (una disciplina o una teoría científica). La pregunta “¿cómo es posible (por ejemplo) la física en cuanto ciencia?” no es una pregunta —ni física, ni— psicológica: aquello en virtud de lo cual el conjunto de métodos y creencias denominado “física” tiene el valor de conocimiento; no es un conjunto de hechos (físicos o) psicológicos.

En suma: la epistemología —la clarificación del porqué algo tiene el valor de conocimiento, o de opinión justificado— no puede ser entendida como una sección de la ciencia empírica.

¿Por qué? Porque —argumenta la posición antipsicologista— la indagación epistemológica es normativa, tiene que ver con aquello que debemos creer, con aquello que hace de una creencia, un razonamiento o una inferencia, una creencia, un razonamiento o una inferencia correcto (a). Y —prosigue la postura antipsicologista— ningún conjunto de hechos —ni siquiera un conjunto de hechos relativos a la efectiva producción de las representaciones en nuestra conciencia, y a las relaciones que median de hecho entre ellas— permite obtener conclusiones de carácter normativo. Ninguna descripción o explicación de procesos psíquicos está en capacidad de dar cuenta de la verdad o de la corrección de nuestras opiniones o de nuestras inferencias; es decir, que ninguna investigación semejante está en capacidad de dar cuenta de la específica normatividad del pensar, o del conocer (normatividad epistémica)31.

En la jerga de los antipsicologistas de inicios del siglo XX, dado un cierto cuerpo de opiniones que pretende ser un cuerpo de conocimientos, se denomina su “validez” a la altura de dicha pretensión. Lo que sostiene la postura antipsicologista es que una investigación sobre los procesos psicológicos (además de físicos o sociales) aptos para explicar el surgimiento, o el decaimiento, del conocimiento es algo totalmente distinto a una investigación sobre sus condiciones de validez, en cuanto conocimiento32.

(2) Intencionalidad. Esta primera tesis —según la cual la validez del conocimiento, o del pensamiento (su específica objetividad), no puede ser aclarada en términos de cualquier conjunto de hechos relativos al efectivo acaecer, en la conciencia, de representaciones, y a las relaciones que median entre ellas— encuentra sustento en (y, a su vez, presta su propio sustento a) una segunda tesis: la tesis del carácter intencional de (algunos) actos, estados, eventos o procesos mentales.

Algunos actos, estados, etc., mentales —por ejemplo, creencias, deseos, hipótesis, esperanzas, etc.— tienen la propiedad de “actuar sobre”, o “estar dirigidos hacia”, objetos o estados de cosas. Aquello que constituye el contenido de tales actos, estados, etc., debe ser netamente distinguido de los actos, estados, etc., mismos33. Estos últimos son fenómenos psicológicos (hechos evidentes de la experiencia interna); sus contenidos gozan, en cambio, de una forma particular de existencia: existen, precisamente, en cuanto contenidos de sentido. Este tipo de existencia —existencia ideal o “existencia intencional”— debe ser distinguida, sea de la modalidad de existencia propia de los actos, estados, etc., mentales mismos (existentes en tanto que eventos psicológicos), sea de la modalidad de existencia propia de los objetos, estados o procesos físicos.

Desde este segundo aspecto, la polémica antipsicologista está dirigida contra la tesis de que todo aquello que está dado a la conciencia no es otra cosa que nuestras representaciones y que, en consecuencia, el conocimiento consiste exclusivamente en el cotejo entre nuestras representaciones, en su manipulación, y en la identificación de las relaciones que media entre ellas. La idea en la que se basa es simple: cuando tenemos una representación —por ejemplo, cuando percibimos un objeto físico, o cuando pensamos en un objeto inexistente—, aquello que nos es dado no es la representación misma sino su objeto. Ver un árbol no es ver una representación nuestra; aquello que vemos cuando percibimos un árbol es, precisamente, el árbol. Del mismo modo, aquello en lo que pensamos, cuando pensamos en un unicornio, no es una representación nuestra, sino el unicornio. Aquello en virtud de lo cual una representación nuestra (por ejemplo, la percepción de un árbol) se vierte sobre un objeto físico (por ejemplo, un árbol) es un contenido, un objeto intencional (denominado noema por Husserl) que, de por sí, no se identifica ni con nuestra representación ni con el objeto físico34.

La noción antipsicologista de intencionalidad es, en suma, expresión del intento de entender, en clave no naturalista, no psicológica, la idea de que ciertos actos o estados mentales estén dotados de contenido. Es esta la noción de contenido (de estados mentales) sobre la cual se apoya el modo tradicional de trazar la distinción entre razonamiento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico: un razonamiento en sentido psicológico es un conjunto de estados mentales que tiene como objeto intencional propio (dotado de existencia ideal, validez, etc.) un razonamiento en sentido lógico.

3.4. Antipsicologismo y la teoría del Derecho: el rol de Kelsen35

Estas distintas y complementarias líneas de articulación de la polémica contra el psicologismo han desempeñado una influencia muy profunda sobre la Teoría del Derecho contemporánea, mediante la Teoría del Derecho de H. Kelsen. No es de sorprender, dado que la polémica contra el psicologismo es uno de los rasgos relevantes del ambiente cultural en el cual tuvo lugar la Bildung filosófica de Kelsen.

Según Kelsen, el Derecho es norma. Una norma es un contenido de sentido (Sinngehalt), el contenido de sentido de actos o de estados mentales intencionalmente dirigidos hacia ciertos objetos o estados de cosas (comportamientos ajenos). En cuanto contenido de sentido, el Derecho no es ni un fenómeno psíquico ni, en general, un fenómeno físico, sino algo ideal a ser investigado en su existencia específica, que Kelsen denomina (¡qué casualidad!) “validez”36. La tesis antipsicologista, según la cual ningún conjunto de hechos mentales o físicos está en capacidad de dar cuenta de la verdad o de la corrección de nuestras opiniones o de nuestras inferencias, se traduce, en la teoría pura del Derecho, en la tesis según la cual, desde el punto de vista de un tratamiento científico, aquello que interesa no es la eficacia del Derecho sino su “validez”37. En la Teoría pura del Derecho subsiste, entre conocimiento científico del Derecho en cuanto tal (ciencia jurídica en sentido estricto y Teoría del Derecho), de un lado, e investigación sociológica sobre comportamientos o estados mentales determinados por el Derecho, del otro, la misma relación que, en el cuadro general de la polémica antipsicologista, subsiste entre lógica, matemática y epistemología, de un lado, y sociología o psicología de los procesos cognitivos, del otro.

No se trata solamente de una cuestión de carácter histórico o filológico. La tesis según la cual el Derecho, en cuanto norma, es un contenido de sentido, desempeña un rol decisvo en la articulación de un aspecto particular y, a su vez, de crucial importancia de la Teoría pura del Derecho: la idea de que el Derecho constituye algo impersonal, anónimo, “des-psicologizado”, y que en ello reside su específica “autoridad”38. Me explico.

La Teoría Pura del Derecho ofrece una visión particular de una imagen antigua y muy influyente del Derecho. Según esta imagen, el Derecho goza de una relativa independencia o autonomía (sea conceptual, sea normativa) respecto a las preferencias, las intenciones, la voluntad, las decisiones, las creencias —sean ellas actuales o posibles— de quienes están sujetos a él, y en ello reside su carácter de objetividad.

Estando a este modo de ver las cosas, el Derecho no puede ser reducido a un conjunto cualquiera de preferencias, intenciones, decisiones o creencias, más o menos arbitrarias (ni a algún conjunto de acciones explicadas por aquél).

El Derecho es, más bien, algo impersonal o anónimo: un conjunto de normas existentes, no como fenómenos físicos o psíquicos, sino que “valen” en cuanto tales (y que, sin embargo, no son verdades morales).

Desde este punto de vista, la teoría pura del Derecho puede ser entendida como el fruto de una particular operación teórica, consistente en trasplantar, sobre el terreno de la teoría del Derecho, la polémica contra el psicologismo, de tal modo que provea una interpretación satisfactoria de la específica objetividad del Derecho, es decir, consistente en utilizar la estrategia argumentativa propia del antipsicologismo con el objetivo de reivindicar la independencia del Derecho, como tal, respecto a la esfera de los fenómenos naturales.

¿Cómo puede el Derecho, en cuanto tal, “valer” con relativa independencia de preferencias, intenciones, decisiones y opiniones humanas? ¿Cómo puede el Derecho no reducirse a un conjunto de voluntades y creencias, de por sí más o menos arbitrarias? Simple, responde Kelsen: el Derecho es norma; una norma es un contenido de sentido; y —he aquí el argumento antipsicologista— un contenido de sentido no se reduce a los —ni su objetividad es explicable en términos de— actos o estados mentales (preferencias, intenciones, voliciones, decisiones, creencias) de los que constituye, precisamente, el contenido.

En otros términos, la polémica contra el psicologismo enseña, como fuera visto (supra, “3.3.”), que los contenidos de actos o estados mentales tienen un particular tipo de existencia (existencia ideal, inexistencia intencional); gozan, en contraposición a los fenómenos psíquicos, de una peculiar objetividad (la objetividad del “pensamiento”, o del “noema”), y tienen una identidad independiente de las actitudes y de las creencias humanas. El Derecho —he aquí la operación teórica kelseniana— es un contenido de sentido. Por tanto, también el Derecho, del mismo modo que las leyes de la lógica o de las entidades matemáticas, es algo impersonal y anónimo, una entidad (ni física ni psicológica, sino) ideal: algo objetivo o “válido”, independientemente de nuestros efectivos procesos mentales (sean éstos volitivos o cognitivos)39.

A mi parecer, este es el bagaje de la tesis según la cual el objeto de la teoría del razonamiento jurídico debe ser el razonamiento entendido en sentido lógico, no psicológico. Quienes, después de Kelsen, han creído poder encontrar en el análisis del lenguaje —el lenguaje del Derecho— la clave de una teoría del Derecho empíricamente respetable también han sido víctimas, del mismo modo que la filosofía analítica en general, de la ilusión de la solidez de las entidades lingüísticas (supra “3.2.”). También desde este punto de vista subsiste un perfecto paralelismo entre el íter seguido por la Teoría del Derecho y el seguido por la filosofía general.

En torno a la mitad del siglo XX, los filósofos han considerado disponer, en el lenguaje, de un objeto —un campo de fenómenos— con una apariencia perceptible, proveyendo así credenciales de respetabilidad espistemológica a los objetos (leyes de la lógica, objetos intencionales en general) que el antipsicologismo había distinguido cuidadosamente de los fenómenos mentales (o, en general, de los fenómenos físicos). De este modo, la filosofía del lenguaje devino en la reina de las disciplinas filosóficas. Ya no habría, finalmente, necesidad de empalagarse en disquisiciones sobre el estatus ontológico de “pensamientos” o “noemas”. Habría sido suficiente examinar atentamente un objeto del mundo externo, el lenguaje, precisamente. Del mismo modo, ocuparse del razonamiento jurídico habría significado —no ya tratar de entrar en la mente de los jueces o de otros operadores jurídicos sino— observar y describir entidades observables, sus discursos.

3.5. El retorno del psicologismo

Pero los discursos —lo hemos visto (supra “3.2.”)— no son en absoluto “entidades observables”, fenómenos empíricamente respetables, en la línea de los cánones de esta extraña e inestable forma de empirismo —por cierto, no más de cuanto lo son los actos y procesos mentales—.

Como se sabe, desde los años 80 del siglo XX la filosofía del lenguaje ha sido desbancada de su primado. La filosofía de la mente ha devenido en la nueva reina de las disciplinas filosóficas. De las entidades lingüísticas a los fenómenos mentales, es decir, el recorrido inverso en relación con el delineado en los apartados precedentes. Pero lo crucial es que las tesis y los argumentos del antipsicologismo han sido cuestionados. El consenso antipsicologista está venido a menos.

Entre los filósofos, el rol decisivo ha sido el de W. V. O. Quine. Quine elabora, en directa y consciente antítesis respecto del antipsicologismo, el proyecto de “naturalización” de la epistemología: la investigación epistemológica debe ser entendida como “contenida en las ciencias naturales” y, precisamente, como un “capítulo de la psicología”40.

Sobre la estela de Quine, “naturalización” se ha convertido, para muchos estudiosos de la filosofía, en una consigna. No solamente en lo que respecta a la epistemología sino en los ámbitos más diversos, desde la filosofía de la mente hasta la metaética. El naturalismo —y, con él, el rechazo de las tesis y de los argumentos antipsicologistas41— es un rasgo distintivo de buena parte del panorama filosófico contemporáneo42.

El retorno del psicologismo concierne no solamente, como se acaba de decir, a la primera de las dos líneas de desarrollo del antipsicologismo: la epistemología. Concierne también a la segunda línea: la intencionalidad.

El argumento es, a grandes rasgos, el siguiente: la noción de intencionalidad sobre la cual se asienta el antipsicologismo de inicios del siglo XX (supra “3.3.”) es misteriosa; si de verdad la mente humana tiene la capacidad de “dirigirse hacia” objetos, si de verdad algunos estados o procesos mentales tienen la propiedad de “versar sobre” algo (esto es, si es que tienen un contenido), esta capacidad debe poder ser explicada en términos de hechos y de procesos naturales. La intencionalidad debe poder ser entendida y explicada como un fenómeno psicológico.

Así, hemos regresado al tema de la distinción entre argumento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico. La noción de contenido (de estados mentales) sobre la que se apoya el modo tradicional de trazar la distinción, como lo hemos visto (supra “3.3.”), está ligada a la noción antipsicologista de intencionalidad. La naturalización de la intencionalidad —la elaboración de una noción psicológica de contenido— no puede sino incidir —como veremos en el siguiente apartado— sobre la distinción entre noción lógica y noción psicológica de razonamiento.

Sin embargo, este viraje (el retorno del psicologismo) no concierne hoy (una cincuentena de años) únicamente al panorama filosófico. El aspecto principal consiste, más bien, en lo siguiente: en la dialéctica de psicologismo y antipsicologismo han ingresado —y desempeñan un rol determinante— investigaciones empíricas: investigaciones de psicología cognitiva y, en general, investigaciones reconducibles al campo de las ciencias cognitivas (locución que recubre genéricamente un territorio muy amplio y de confines inciertos) y las neurociencias. En suma, no se trata de una disputa en el interior de los departamentos de filosofía. El razonamiento ha vuelto a ser lo que fue para los griegos, antes de la codificación de la lógica: uno de los objetos de la experiencia.

3.6. La elusiva distinción entre razonamiento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico

¿Cuál es, entonces, a la luz de estas consideraciones, la relación entre las dos nociones de razonamiento, noción lógica y noción psicológica?

Desde el punto de vista lógico, como sabemos (supra “3.2.”), el interés no está dirigido al razonamiento como proceso mental, sino al examen de su corrección (si de verdad la conclusión se sigue de las premisas). Un argumento es un conjunto de proposiciones “de las que se supone que una se sigue de las otras, las cuales son consideradas garantía suficiente para la verdad de aquella”43.

¿Bajo qué condiciones esta suposición puede considerarse justificada?

Dejemos de lado el razonamiento deductivo, esto es, la relación de consecuencia lógica en sentido estricto (la conclusión se sigue necesariamente de las premisas). Se trata, junto con las relaciones matemáticas, del caso más resistente, aparentemente refractario a un tratamiento en clave psicológica. (Como hemos visto —supra “3.3.”—, deducción, o consecuencia lógica, y relaciones matemáticas han sido el dominio privilegiado, aunque en absoluto exclusivo, del antipsicologismo del siglo XX). Miremos, más bien, al dominio de las inferencias no deductivas.

Esta delimitación del campo de investigación está justificada, en este ámbito, por una tesis que desempeñará aquí el rol de un postulado (un asunto no demostrado): en la práctica discursiva del Derecho, el rol determinante es desarrollado por inferencias no deductivas44 y por inferencias prácticas (esto es, inferencias relativas a los medios idóneos para la consecución de determinados fines, para el balance de fines que compiten entre sí). En razón de este asunto, la exclusión de argumentos deductivos desde nuestro campo de investigación no tiene nada de artificioso.

Hay, sin embargo, una segunda razón por la cual esta restricción del campo de investigación puede considerarse justificada.

El modo en el que los seres humanos, de hecho, realizan inferencias, extraen conclusiones de partir de premisas o toman decisiones es, desde hace decenios, objeto de investigaciones experimentales o, en general, de indagación empírica. Estas investigaciones han mostrado, en particular, que, en su razonamiento, los seres humanos de carne y hueso actúan de un modo heurístico y que, en la decisión, van en búsqueda de opciones satisfactorias, antes que de las óptimas (como por el contrario querría la teoría estándar de la decisión racional). No calculamos todas las consecuencias lógicas de nuestras asunciones o, en el caso de inferencias prácticas, la utilidad esperada de todas las consecuencias posibles de todas las opciones alternativas, a la búsqueda de lo óptimo: seguimos atajos, buscamos opciones satisfactorias. Así, por ejemplo, las estimaciones de probabilidad se basan en determinados recursos (por ejemplo representatividad, facilidad de recuperación)45.

El uso de la heurística arrastra consigo errores sistemáticos, vicios del razonamiento (bias), como por ejemplo, en el ámbito de la formulación o valoración de hipótesis, el bias de la confirmación (búsqueda selectiva o sobrevaloración de la evidencia que respalda la propia tesis) o, en el ámbito de la valoración de opciones, el denominado efecto de framing (la misma opción parece dotada de mayor o menor valor según cómo sea presentada: un vaso medio vacío no tiene el mismo valor que un vaso medio lleno).

En suma, la mente humana no es, de inicio a fin, un computador. “Computador” en un sentido muy preciso: no es que la mente humana no sea una máquina (verosímilmente, el cerebro humano es una máquina) o que no cometa errores (las máquinas, a veces, cometen errores: piénsese cuando se bloquea una PC). La tesis, más bien, es que la mente humana no es —no sólo, y no principalmente— una calculadora de consecuencias lógicas o de la opción que maximiza la utilidad esperada. La racionalidad humana, en general, no puede ser representada como ejecución de inferencias deductivas o maximización de la utilidad esperada46.

No se trata, entonces, del hecho —innegable— de que los seres humanos a menudo son confusos, inciertos, despistados, equívocos, víctimas de las pasiones, etc. La tesis es, más bien, que las características recién mencionadas —el recurso a la heurísticas y los errores sistemáticos que su uso produce, así como la renuncia a la maximización y la búsqueda de opciones satisfactorias— son características propias de la racionalidad humana47.

Y es aquí que la distinción entre las dos nociones de razonamiento muestra signos de desgaste.

¿Bajo qué condiciones una inferencia no deductiva, o práctica, puede decirse correcta? La pregunta es genérica y, a los fines de una respuesta satisfactoria, sería necesario distinguir distintos tipos de argumento no deductivo, o de inferencia práctica. Pero el punto relevante para nuestros fines es simple: los criterios de bondad o corrección (mayor o menor persuasión, plausibilidad) de inferencias no deductivas48 y de inferencias prácticas no son —¿cómo podrían serlo?— independientes del modo en el que, de hecho, nuestra mente realiza inferencias del tipo en cuestión. Los criterios de corrección son, ellos mismos, objeto de investigación empírica, psicológica49.

Esto vale, en particular, para la analogía y la formación de los conceptos (procesos de categorización), abducción, razonamiento contrafáctico, inferencias prácticas de distintos géneros50. La centralidad de estas formas de inferencia en el razonamiento jurídico, y en particular en el razonamiento judicial, es evidente51.

Pero ¿en qué sentido los criterios de corrección o plausibilidad de inferencias de este tipo son objeto de investigación empírica, psicológica? (¿No es esto, a lo mejor, un teatral non sequitur, una teatral violación del imperativo que impone distinguir cuidadosamente entre reglas y regularidad?). Respuesta: que ciertas inferencias sean más o sean menos buenas, más o menos persuasivas, no es sino hecho psicológico evidente: son persuasivas, buenas, correctas, porque aparecen así ante nosoros. Que lo sean simplemente quiere decir que se nos presentan así. (Que la conclusión se siga de las premisas es una cierta sensación: una cualidad sentida).

A la luz de estas consideraciones, la distinción entre razonamiento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico no resulta ser tan clara, mucho menos neta. Hemos representado (supra “3.2.”) esta relación en los siguientes términos: un razonamiento, en sentido psicológico, es un conjunto de procesos bioquímicos en el cerebro, que tiene como contenido un razonamiento en sentido lógico. Pero esta representación se demuestra ahora inadecuada. El contenido de un conjunto de estados mentales no puede ser entendido, a la manera del antipsicologismo del siglo XX, como un objeto intencional dotado de existencia ideal, o válido por sí mismo, independientemente de la naturaleza de la mente (supra “3.3.”). Qué vale como un razonamiento en sentido lógico depende —al menos en el caso de inferencias no deductivas— de hechos mentales, psicológicos, es decir, de la naturaleza de los procesos bioquímicos que se desarrollan en el cerebro.

Entonces, un razonamiento en sentido psicológico es un conjunto de procesos mentales que tiene como contenido un razonamiento en sentido lógico, esto es, una sucesión de proposiciones cuya estructura, cuya forma, es determinada por hechos (eventos, procesos, estados, regularidad) psicológicos. Las dos nociones de razonamiento son como las dos caras de una cinta de Moebius52.

3.7. La posición de Atienza

¿Cómo situar, en este cuadro, la teoría de la justificación de las decisiones judiciales de Atienza? A mi parecer, el juicio no puede sino ser diversificado.

Por un lado, pareciera que Atienza debiera ser muy receptivo a las consideraciones adoptadas en los apartados precedentes y, en general, en lo que respecta a un enfoque psicologista del razonamiento jurídico.

Las razones son evidentes para cualquiera que conozca su teoría. Como se ha dicho (supra “3.2.”), la distinción entre razonamiento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico se refleja en la distinción entre razones explicativas y razones justificativas, y en aquella entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. Las tres distinciones no son perfectamente superponibles, pero son, en todo caso, estrictamente solidarias una con otra: tematizar una de ellas implica, indirectamente, tematizar las otras. Lo que he intentado mostrar es que la distinción entre razonamiento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico no es para nada neta y que su alcance es limitado. Atienza discute explícitamente las otras dos distinciones, y sostiene que no se trata de distinciones netas, y que su alcance es limitado: critica la teoría estándar de la argumentación jurídica por haberse situado enteramente en el ámbito del contexto de justificación, y sostiene la necesidad de abandonar esta limitación, es decir, la necesidad de que una teoría satisfactoria de la argumentación jurídica, en primer lugar, tome en consideración también el contexto del descubrimiento (y, por tanto, razones explicativas) y, en segundo lugar, muestre bajo qué aspectos, en qué modos y dentro de qué límites (si no mediante abstracción) se entrelazan, en la argumentación jurídica, contexto de descubrimiento y contexto de justificación, razones justificativas y razones explicativas, constituyendo una unidad inescindible. Considérese el siguiente pasaje:

(…) es (…) muy posible que la teoría estándar, al situarse exclusivamente en el contexto de justificación, (…) haya impedido una comprensión cabal del razonamiento justificativo si es que la distinción en cuestión no puede trazarse de una manera estricta: o sea, si hubiera elementos de carácter explicativo que jugaran también un papel en la justificación. Y esto último es precisamente lo que parece suceder (…) en el proceso real de la motivación judicial es imposible separar del todo el contexto del descubrimiento y el de justificación, porque las razones que explican pueden ser también razones que justifican53.

Sin embargo, también está la otra cara de la medalla. No obstante la problematización de la distinción entre contexto de descubrimiento y razones explicativas, de un lado, y contexto de justificación y razones justificativas, del otro, la teoría de la argumentación jurídica de Atienza se aleja, desde dos aspectos, de la forma de psicologismo sostenida en los apartados precedentes.

El primer aspecto es banal, pero no por ello carente de importancia. Por cuanto sé de este aspecto —pero sobre esto podría equivocarme por mucho—, Atienza no se vale, en la elaboración de su concepción de la argumentación jurídica, de los instrumentos teóricos y de los resultados de las investigaciones empíricas sobre el razonamiento humano, al que he hecho referencia en los numerales anteriores: psicología cognitiva y ciencias cognitivas en general.

La segunda razón es de contenido. Atienza distingue tres dimensiones de la argumentación (jurídica) y, correlativamente, tres concepciones de la argumentación: formal, material y pragmática. Según Atienza, la distinción entre contexto de descubrimiento (razones explicativas) y contexto de justificación (razones justificativas) se aplica a la dimensión formal de la argumentación; resulta problemática y su alcance parece limitado si se atiende a la dimensión material; y resulta, en cambio, totalmente fuera de lugar, inaplicable o hasta carente de sentido en lo que respecta a la dimensión pragmática de la argumentación.

(…) mi concepción de la argumentación jurídica permite, creo, comprender las limitaciones y el alcance de la distinción en cuestión. Yo parto (nota omessa) de un concepto amplio de argumentación en el que distingo tres dimensiones: formal, material y pragmática, y, dentro de la pragmática, diferencio entre un enfoque retórico y otro dialéctico. Pues bien, la distinción entre el contexto de descubrimiento y el de justificación es nítido desde la primera perspectiva, desde la lógica formal que se sitúa efectivamente en el contexto de justificación y contempla la argumentación como un resultado, no como una actividad; no lo es ya desde la perspectiva material, que incorpora ciertos elementos de carácter psicológico y sociológico (por ejemplo, el sentirse comprometido con la verdad o corrección de las premisas y de la conclusión) y no deja del todo fuera el proceso de la argumentación; y es sencillamente imposible de establecer desde un plano pragmático, pues aquí la argumentación es un tipo de actividad social: ciertos datos sociológicos como la aceptación por la otra parte de ciertas tesis, de ciertos puntos de partida, es condición necesaria para que pueda tener lugar un proceso argumentativo54.

Pues bien, este modo de ver las cosas no coincide con la perspectiva psicologista presentada en los numerales precedentes, ni es conciliable con ella, por dos razones.

En primer lugar, como he intentado mostrar (supra “3.6”), las investigaciones contemporáneas parecen conducir a la conclusión de que, también bajo el aspecto formal, hechos y regularidad psicológicos o bioquímicos inciden sobre el razonamiento. También los criterios de corrección de argumentos —al menos, de argumentos no deductivos— son objeto de investigación empírica (supra “3.6”). El enfoque psicologista contemporáneo, y con él la tesis de la relevancia justificativa de razones explicativas, no se detienen en el límite de la dimensión formal de la argumentación.

En segundo lugar, cuando alude a la relevancia desde el perfil material y pragmático de razones explicativas con la finalidad de la justificación de una conclusión, Atienza tiene en mente condiciones de hecho (psicológicas, sociológicas, histórico-culturales) que inciden en la aceptación o en compartir, dentro de un grupo social, premisas (y, por consiguiente, conclusiones) de razonamientos en sentido lógico (sucesiones de proposiciones que satisfacen ciertas condiciones —supra “3.2.”—; recuérdese que “lógico”, aquí, no es sinónimo de “deductivo”), así como el conjunto de las condiciones pragmáticas que hacen posible la argumentación como actividad social (en línea con la tradición dialéctica y retórica)55; no, por tanto, el enredo de razonamiento en sentido lógico y en sentido psicológico, que he intentado poner en evidencia en los numerales anteriores (supra “3.6”).

Bajo estos dos aspectos, la teoría de la argumentación jurídica de Atienza se muestra todavía excesivamente tributaria de la opinión tradicional según la cual subsiste una diferencia clara y neta entre razonamiento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico, y, consecuentemente, entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación, o entre razones explicativas y razones justificativas56.

IV. REGLAS, EXCEPCIONES, NORMALIDAD

Volvemos ahora al proyecto de una teoría del Derecho a dos niveles (supra 2).

He sostenido, en primer lugar, que la concepción del razonamiento justificativo judicial de Atienza es particularista (y, en tal medida, a ser compartida —supra 2—). Y, en segundo lugar, que la asunción antipsicologista según la cual el objeto de la teoría del razonamiento jurídico debe ser el razonamiento entendido en sentido lógico, no psicológico, debe ser cuestionada y reexaminada a la luz de las investigaciones empíricas contemporáneas, sobre todo psicológicas, sobre el modo en el cual los seres humanos realizan, efectivamente, inferencias de distintos géneros, y toman decisiones. Estas dos posturas —en favor del particularismo y de un enfoque psicologista al razonamiento de la decisión— son, a primera vista, inconexas. Pero esta apariencia es engañosa. O, al menos, algunos aspectos de la concepción particularista del razonamiento práctico se prestan naturalmente a una reconstrucción en clave psicológica.

Mi tratamiento de este punto será muy superficial. Antes que todo asumiré, como presupuestos, algunas tesis en defensa de las cuales he argumentado en otra ocasión57. Sobre la base de estos presupuestos, formularé una conjetura.

Primer presupuesto (en lo que sigue, hasta la conclusión de este apartado, el término “caso” siempre es entendido en el sentido de ‘caso genérico’): el uso razonable —es una tesis normativa— de reglas (reglas que estén adecuadamente justificadas) se basa en la posibilidad de distinguir entre casos normales y casos anormales.

Son normales los casos en los que, desde luego, es razonable seguir la regla (estamos hablando, repito, de reglas adecuadamente justificadas). Son anormales, por el contrario, los casos en los cuales es razonable preguntarse si el curso de acción indicado por la regla es efectivamente, dadas las circunstancias, el curso de acción que debe seguirse —o sea, lo que es correcto hacer—.

Por tanto, las reglas se aplican, en tanto que reglas (razones de acción protegidas58; generalizaciones prescriptivas atrincheradas59), a los casos normales. En los casos anormales, el decisor, si es razonable, no sigue la regla; más bien, la reconsidera (supra “2”). Se pregunta si, en un caso de tal tipo, el curso de acción indicado por la regla es el correcto y busca responder, como mejor pueda, esta pregunta sobre la base de un examen de las razones relevantes (las razones que la regla normalmente excluye no son excluidas en este caso; la generalización es “desatrincherada”).

Segundo: no se puede establer qué casos son normales mediante una enumeración exhaustiva de propiedades. Es decir que el elenco de las propiedades normativamente relevantes en virtud de las cuales un caso es normal, es indefinido.

Tercero: correlativamente, los casos anormales y, en consecuencia, las excepciones (auténticas; véase el punto “4”), no se pueden especificar por anticipado sino mediante cláusulas vacías (“a menos que no haya razones decisivas en contrario”; “salvo excepciones adecuadamente justificadas”, y similares). Ni siquiera ellas pueden ser especificadas mediante una enumeración exhaustiva de propiedades.

Cuarto: Son excepciones —excepciones auténticas, verdaderas excepciones—, con respecto a una regla “R”, los casos que satisfacen dos condiciones: (a) el caso recae bajo el antecedente de “R”; (b) no sería razonable, en dicho caso, adoptar la solución normativa prevista por “R”. Es decir, son excepciones auténticas los casos anormales (casos, por tanto, en los que resulta razonable reconsiderar la regla) en los cuales el curso de acción indicado por la regla no es el correcto: la reconsideración de la regla conduce al decisor (si es razonable y si está adecuadamente informado) a la conclusión de que, dadas las circunstancias, es razonable actuar de un modo diferente respecto a lo prescrito por la regla.

Quinto: las denominadas “excepciones implícitas” no son verdaderas excepciones, siempre que por “implícito” no se entienda algo del tipo: “Por supuesto, si se verifica algo anormal, sería oportuno preguntarse si incluso en tal caso se deba adoptar la solución normativa prevista por la regla” (pues ésta sería una de las infinitas cláusulas vacías posibles a las que me he referido en el punto “3”). Si, por el contrario, por excepción “implícita” se entiende un caso previamente definido mediante una enumeración exhaustiva, por más que sea tácita, de propiedades normativamente relevantes, cuando hacemos explícita la condición implícita lo que hacemos es, simplemente, sustituir la regla inicialmente asumida por una nueva regla —otra regla—, menos general que la anterior. En suma, simplemente hemos cambiado de idea respecto a cómo es debido comportarse en las situaciones de tipo “T”, donde “T” es, precisamente, el antecedente de la regla que acabamos de abandonar. (La regla “Todos los ciudadanos mayores de edad tienen derecho a votar (salvo —excepción implícita, en hipótesis tácita, pero ya prevista— quienes sean interdictos)” equivale a “todos los ciudadanos mayores de edad no interdictos tienen derecho a votar”, regla, esta última, distinta y menos general respecto a la regla inicial, o sea, “todos los ciudadanos mayores de edad tienen derecho a votar”. El caso de los ciudadanos mayores de edad interdictos no es una excepción auténtica60).

Éstos son los presupuestos: un conjunto de textos que articulan una particular visión, a mi parecer la más plausible, de la posición particularista. Ahora bien, esta construcción conceptual puede tener algún valor solo si estamos en capacidad de proveer una explicación, una dilucidación, de la diferencia entre casos normales y casos anormales (y si asumimos que el decisor está, más o menos, en capacidad de discriminar entre ellos). Si no explicamos dónde está la diferencia, más allá de decir que los primeros son los casos en los cuales es razonable seguir la regla mientras que los segundos son los casos en los que resulta razonable cuestionarse si el curso de acción indicado por la regla es o no es el correcto, entonces esta construcción conceptual queda —por más que sea, en sí misma, coherente—totalmente carente de contenido informativo, y gratuita. Es como si no hubiera dicho nada.

¿Dónde está, entonces, la diferencia entre casos normales y casos anormales? ¿Bajo qué condiciones se puede afirmar razonablemente que el caso objeto de decisión podría ser una excepción (auténtica)? Y, admitido que el decisor tenga la capacidad de discriminar entre casos normales y casos anormales, ¿de qué modo opera esta capacidad discriminativa?

La conjetura61 es la siguiente: que ciertos casos sean normales y otros no lo sean —y de esto, como se ha dicho, depende la respuesta a la pregunta sobre si es razonable, en tal caso, reconsiderar la regla (esta es —lo subrayo nuevamente— una cuestión normativa)— depende de hechos psicológicos: ciertos casos son normales, o anormales, si y porque se nos aparecen como tales62, y qué casos aparecen ante nosotros como normales y cuáles no, es un hecho psicológico evidente. Por tanto: que una cierta regla, en un caso determinado, sea o no una razón para actuar —una razón justificativa; éste es el punto crucial— depende de nuestro make up psicológico.

Concluyendo, qué razones tenemos —qué debamos hacer, qué valoración adoptar— depende (cuando las presuntas razones de las que se trata son reglas) de una condición de trasfondo, de un régimen de normalidad. Dada una regla adecuadamente justificada, que se aplica a un caso determinado, es razonable seguirla sólo bajo un régimen de normalidad. Si esta condición es satisfecha o no, depende de hechos mentales. Se encuentran, así, el particularismo y el psicologismo.

Tal como ya lo hemos visto (supra “2”), el problema crucial (para los partidarios de una teoría a dos niveles: razones de base —principios— y reglas) consiste en si es posible trazar la distinción de tal modo que se evite que el segundo nivel colapse sobre el primero y, al mismo tiempo, dejar abierta la posibilidad de que las reglas, en ciertos casos, sean reconsideradas. ¿Cómo establecer, en cada caso, si la regla debe ser o no reconsiderada, sin reconsiderarla?

Lo dicho en el presente apartado sugiere un modo en el que quizás sea posible responder a esta pregunta. No somos nosotros quienes debemos establecer, en cada uno de los casos que recaen bajo su antecedente, si la regla debe o no debe ser reconsiderada63, es nuestra mente.

V. CONCLUSIÓN: INVITACIÓN A SEGUIR LA MODA

Todo lo que he sostenido en las páginas precedentes está, o al menos intenta estar, en la línea de los estudios contemporáneos sobre racionalidad limitada e inferencia humana, sobre heurísticas y bias, y de psicología moral. Todas cosas muy de moda y la mía es, precisamente, una exhortación a seguir la moda (antes de que pase).

Ya existe un campo vasto, rico, interesante, en rápido desarrollo, de investigaciones, genéricamente referibles al ámbito de las ciencias cognitivas, sobre normas y reglas —sobre el modo en el cual las normas o las reglas inciden sobre el comportamiento humano, y sobre el razonamiento basado en ellas—, investigaciones de corte más o menos conscientemente psicologista. Este campo puede ser denominado —no es más que una etiqueta— “psicodeóntica” (un calco del término “psicosemántica”64). Lo que sostengo es simple pero considero que importante: hay óptimas razones para explorar las perspectivas de una reorientación en clave psicodeóntica de la teoría del Derecho y, en particular, de la teoría del razonamiento judicial. Es ésta, creo, la senda maestra hacia una jurisprudence naturalizada65.

* Traducción de Luis Daniel Fernández Bocanegra. Revisión de la traducción: Félix Morales Luna.

1 Atienza, Manuel, “Algunas tesis sobre el razonamiento judicial”, en Aguiló, Josep, y Grández, Pedro (eds.), Sobre el Razonamiento Judicial. Una discusión con Manuel Atienza, PUCP-Palestra Editores, Lima, 2017.

2 He propuesto y defendido una visión de la posición particularista en: Celano, Bruno, ““Defeasibility” e bilanciamento. Sulla possibilità di revisioni stabili”, Ragion pratica, N° 18, 2002; “Possiamo scegliere fra particolarismo e generalismo?”, Ragion pratica, N° 25, 2005, pp. 469-89; “Pluralismo etico, particolarismo e caratterizzazioni di desiderabilità: il modello tríadico”, Ragion pratica, N° 26, 2006, pp. 133-49; “True Exceptions. Defeasibility and Particularism”, en Ferrer Beltrán, J., y Ratti, G. B. (eds.), The Logic of Legal Requirements. Essays on Defeasibility, Oxford University Press, Oxford, 2012, pp. 268-287; Rule of Law e particolarismo etico, en G. Pino, V. Villa, Rule of Law. L’ideale della legalità, Il Mulino, Bolonia, 2016; trad. al castellano en Luque, P. (comp.), Particularismo. Ensayos de filosofia del derecho y filosofia moral, Pons, Madrid, 2015.

3 A menudo inconmesurables o indeterminadas, pero aquí no me referiré a ello.

4 Esta versión de la posición particularista es muy distinta de la que actualmente es la más representativa e influyente, desarrollada por J. Dancy (Moral Reasons, Blackwell, Oxford, 1993; Ethics Without Principles, Clarendon Press, Oxford, 2004). No es necesario discutir aquí esta complicación (para un tratamiento en profundidad, véase Celano, Bruno, Ob. cit., 2005, ap. II). Hago la precisión, de una vez por todas, que el particularismo, así entendido y definido, no es una mística del caso individual, o del “caso concreto”. Es, en razón de sus propiedades, que a los casos (individuales) les resultan aplicables “tales” o “cuales” razones. El balance y su veredicto, por tanto, siempre tienen como objeto casos genéricos (y, mediante estos últimos, obviamente, los casos individuales comprendidos en ellos). (La distinción entre “caso individual” y “caso genérico” —grosso modo, supuesto de hecho concreto y supuesto de hecho abstracto— es recogida de Alchourrón, C. E., Bulygin, E., Normative Systems, Springer, New York-Wien, 1971).

5 Celano, Bruno, Ob. cit., 2016.

6 En este punto me limito a seguir lo mismo que Atienza.

7 Atienza, Manuel, “Algunas tesis...”, Ob. cit., ap. 8; Atienza, Manuel y García Amado, J. A., Un debate sobre la ponderación, Palestra/Temis, Lima/Bogotá, 2012, pp. 25 y ss.; Atienza, Manuel, Ponderación y sentido común jurídico, 2014, disponible en <http://lamiradadepeitho.blogspot.it/2014/11/ponderacion-y-sentido-comun-juridico.html>.

8 El concepto de solución normativa es tomado de Alchourrón y Bulygin 1971. La idea de fondo es simple: una norma de conducta condicional conecta a un cierto antecedente —un supuesto de hecho abstracto, o caso genérico—, en calidad de consecuente, la calificación deóntica de un tipo de comportamiento.

9 Si se considera que los principios son normas —no, como muchos (el propio Atienza) piensan, dotadas de un antecedente “abierto”, relativamente indefinido (en este caso se deberá también poder distinguir entre casos comprendidos y casos no comprendidos en él) sino— completamente carentes de antecedente, se les podrá, en todo caso, considerar como normas dotadas de un antecedente tautológico: un antecedente que es siempre satisfecho, de modo que la norma resulta siempre aplicable cada vez que lo es el consecuente (véase: Atienza, Manuel, Ob. cit., 2014, ap. 1). Hago la precisión que la noción de “aplicabilidad” de una norma que utilizo aquí y en las páginas siguientes es la noción de “aplicabilidad interna” (Moreso, J. J. y Navarro, P., “Applicabilità ed efficacia delle norme giuridiche”, en Comanducci, P. y Guastini, R., Struttura e dinamica dei sistemi giuridici, Giappichelli, Torino, 1996).

10 Atienza, Manuel, “Algunas tesis...”, Ob. cit., ap. 8; Atienza, Manuel y García Amado, J. A., Ob. cit., 2012, pp. 24, 33-35, 97; Atienza, Manuel, Ob. cit., 2014, par. 2,3. Véase también lo que afirma Atienza a propósito del carácter contextual de la distinción entre casos fáciles y casos difíciles en Atienza, Manuel, “Algunas tesis...”, Ob. cit., par. 3.

11 Dos observaciones. (1) Atienza parece querer negar que el balance sea particularista (Ob. cit., 2014, par. 3), pero recuérdese lo que ha sido dicho anteriormente a propósito de lo “particularista”, “pirotto”, “Giorgio”. (2) De lo que se acaba de decir en el texto resulta se sigue que el resultado del balance (en sentido estricto) no es un condicional estricto cuantificado universalmente.

12 Si (y subrayo “si”), en razón de su inestabilidad, llamamos “derrotables” a las “Na”, deberíamos concluir que, para Atienza, también las “Nb” son derrotables (cfr. En este sentido Atienza, Manuel y García Amado, J. A., Ob. cit., 2012, p. 97 y, posiblemente, Atienza, Ob. cit., 2014, par. 1). En este punto, Atienza se distancia radicalmente de C. E. Alchourrón y J. J. Moreso (lo que, obviamente, no constituye de por sí una objeción) para quienes la revisión (Moreso: el balance, en sentido estricto) de normas inestables produce normas condicionales inderrotables (para Alchourrón, condicionales estrictos cuantificados universalmente) susceptibles, por tanto, de aplicación (segunda fase) por modus ponens, subsunción o, en todo caso, mediante un argumento deductivo monotónico.

13 Atienza, Manuel, “Algunas tesis...”, Ob. cit., par. 8, Atienza, Manuel y García Amado, J. A., Ob. cit., 2012, pp. 28, 30; Atienza, Ob. cit., 2014. (Negar la posibilidad de lagunas axiológicas en el nivel de las reglas que justifiquen su inaplicación sería, según Atienza —Ob. cit., 2014, par. 3; ver también 2017, par. 8—, acoger una concepción formalista e inaceptable del Derecho). Pero, como veremos en breve, la admisión de esta posibilidad es suficiente para volver particularista el comportamiento de todas las reglas del sistema jurídico. Atienza precisa (Atienza, Manuel y García Amado, J. A., Ob. cit., 2012, p. 104) que “sólo muy excepcionalmente podría configurarse una laguna axiológica” (en el nivel de reglas, que justifique tener que recurrir a la ponderación) pero, como veremos (infra, en este apartado, y en el 4) el problema está, precisamente, en este “muy excepcionalmente”. ¿Cuáles son los casos excepcionales en los que está justificado recurrir a la ponderación introduciendo así una excepción en la regla (la repetición es intencional, como se verá)? Atienza agrega que, en su opinión, “es imposible dar criterios precisos” (ídem.). Comparto esta tesis. Veremos, sin embargo (infra, n. 17), que esta admisión, a falta de una elaboración teórica ulterior, tiene consecuencias desastrosas para su teoría.

14 Me parece que Atienza sostiene expresamente que el razonamiento jurídico en general no es ‘monotónico’ (Atienza, Manuel, Curso de argumentación jurídica, Ob. cit., p. 192).

15 Atienza, M. y Ruiz Manero, J., Las piezas del Derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, Ariel, Barcelona, 1996; Ilícitos atípicos, Trotta, Madrid, 2000, trad. it. Illeciti atipici. L’abuso del diritto, la frode alla legge, lo sviamento di potere, Il Mulino, Bolonia, 2000.

16 Ésta, dice Atienza, es “la idea central” (Atienza, Manuel y García Amado, J. A., Ob. cit., 2012, p. 99) en cuanto al rol de las reglas en la justificación. (Atienza, ciertamente, puntualiza explícitamnete que puede suceder que esta aspiración, en algunos casos, se vea frustrada. Pero, como veremos en breve, esta admisión puede tener —y sostendré que en su teoría efectivamente tiene— consecuencias desastrosas). Ello no excluye, obviamente, la posibilidad de que a las reglas les sea atribuido un rol ulterior (por ejemplo, el rol de instrumentos de asignación y subdivisión del poder decisional, Schauer, F., Playing by the Rules. A Philosophical Examination of Rule-Based Decision-Making in Law and in Life, Clarendon Press, Oxford, 1991). Sin embargo, éste es el rol primario que, en la justificación de decisiones, le asignan a las reglas los defensores de la propuesta de una teoría a dos niveles (y en particular Atienza, como acabamos de ver). Si no están en capacidad de desarrollar este rol, las reglas no desempeñan ningún rol justificativo independiente.

17 Dos observaciones. (1) Ya he planteado esta objeción (formulada de manera distinta) contra la teoría de Atienza y Ruiz Manero (en particular, Atienza, M. y Ruiz Manero, J., Ob. cit., 2000) en Celano, Bruno, “Principi, regole, autorità. Considerazioni su M. Atienza, J. Ruiz Manero, Illeciti atipici”, Europa e diritto privato, N° 3, 2006, pp. 1061-1086. Atienza y Ruiz Manero replican así: es necesario distinguir entre principios sustantivos y principios institucionales —o principios “relativos a seguir las reglas” (estabilidad, previsibilidad de las decisiones, repartición y limitación del poder decisional)—, y “las reglas son derrotadas en aquellos casos, pero sólo en aquellos casos, en los que el balance entre principios que sustentan el apartarse de la regla tiene un peso mayor que el de los principios vinculados al seguimiento de las reglas.” (Atienza, M., y Ruiz Manero, J., “Ancora sugli illeciti atipici. Replica alle critiche italiane”, Europa e diritto privato, 2009, ap. 2; citado por el ms. en castellano). La misma réplica se encuentra en un escrito de Ruiz Manero (“Two Particularistic Approaches to the Balancing of Constitutional Principles”, Analisi e diritto, 2013, pp. 197-207); Ruiz Manero distingue también, aquí, entre la hipótesis —a su juicio, quimérica— de que las reglas estén dotadas de “estabilidad absoluta” y la tesis (defendida por él) según la cual su estabilidad es solamente relativa. Pero el problema es precisamente, como ahora veremos, de qué modo impedir que esta presunta estabilidad relativa degenere en absoluta inestabilidad). No comprendo bien esta réplica. Concedo gustoso que existan normas de primer nivel de dos tipos: sustantivas e institucionales. El segundo nivel colapsa igualmente sobre el primero. Para establecer si la regla debe seguirse debemos, de todos modos, en cada caso particular, atender el balance (en sentido estricto) de los principios, sean ellos sustantivos o institucionales, que se aplican a dicho caso. (¿Cómo hacemos para establecer si, en un determinado caso, el peso de los principios que justifican la decisión de apartarse de la regla es o no mayor al peso de principios institucionales aplicables, sin ponderar —es decir, sin efectuar un balance?. La “Nb” es transparente respecto a las “Na”. Lo que hemos hecho ha sido únicamente ampliar la categoría de las “Na” a ser tomadas en consideración —a ser ponderadas— a los fines de la reconsideración de la regla. Distinguir, como lo hacen (siguiendo a Schauer), Atienza y Ruiz Manero (ídem.), entre casos en los cuales es suficiente un vistazo rápido para darse cuenta de que la regla debe ser aplicada y casos en los que, en cambio, es necesario mirar en profundidad, al balance de los principios (sustantivos) aplicables, para determinar cuál es la solución normativa correcta, no resuelve el problema. ¿Cómo distinguir entre casos en los que basta un vistazo rápido y casos en los que es necesario mirar en profundidad, sin mirar en profundidad? (2) En sus obras más recientes, Atienza propone (Atienza, Manuel, Ob. cit., 2014, ap. 2; Atienza, Manuel, “Algunas tesis...”, Ob. cit., ap. 8, Atienza, Manuel y García Amado, J. A., Ob. cit., 2012, pp. 104-106), en comparación con sus trabajos precedentes, una imagen más compleja, que aparentemente permite escapar de esta objeción. No en todos los casos de laguna axiológica en el nivel de reglas, sostiene Atienza, está justificado recurrir a la ponderación. Atienza distingue tres hipótesis de laguna axiológica en el nivel de las reglas. Primero, el conflicto entre la regla y sus razones subyacentes: sus rationes o finalidades. Segundo, el conflicto entre las razones subyacentes a la regla (y la regla), de un lado, y principios o valores (en particular, principios o valores constitucionales) del sistema, del otro. Tercero, conflicto entre las razones subyacentes a la regla, o los principios o los valores del sistema, de un lado, y razones extrasistémicas, del otro. En casos del primer tipo, afirma, la ponderación está justificada. En casos del tercer tipo, no (en casos de este tipo, ponderar significaría dejar de jugar el juego del Derecho). En cuanto a los casos del segundo tipo, dice, a veces lo está, a veces no. Pero ¿cómo hacemos para establecer si lo está o no lo está sin atender a las relaciones de la regla o sus razones subyacentes, de un lado, y los principios y los valores del sistema, del otro —es decir, sin ponderar? En casos de este tipo, ¿el problema consiste, entonces, en cómo establecer si se debe o no se debe ponderar, sin ponderar? En la teoría de Atienza no hay una respuesta a esta interrogante. (Atienza acepta que esta tripartición no provee, sino en términos muy abstractos, una respuesta a la pregunta sobre cuándo, dada una regla cualquiera, está justificado recurrir a la ponderación para establecer si debe o no ser aplicada, en: Atienza, Manuel y García Amado, J. A., Ob. cit., 2012, p. 105). En la teoría de Atienza, para establecer si ante una regla se debe o no recurrir a la ponderación (es decir, si hay una laguna axiológica en el nivel de las reglas, que justifica recurrir a la ponderación, dejando de lado la regla existente), es necesario ponderar. (Como supra: para establecer si basta una vistazo rápido o si, por el contrario, es necesario mirar en profundidad, hace falta mirar en profundidad). Y para Atienza, como acabamos de ver, la posibilidad de una laguna axiológica en el nivel de las reglas (tal que se justifique recurrir a la ponderación) nunca puede ser excluida por anticipado. Ello es suficiente para hacer que el nivel de las reglas colapse sobre el de los principios.

18 Las ideas expresadas en esta sección son en tributarias en gran medida de dos interlocutores, Marco Brigaglia y Giusi Todaro (Todaro, G., Naturalizzazione della dialettica. L’errore nella giustificazione dialogica delle credenze, tesis doctoral, Università degli Studi di Palermo, 2011).

19 Con esto no intento decir, claro está, que no haya teóricos del Derecho que hayan seguido esta senda. Piénsese, por ejemplo, en perspectivas muy distintas, en B. Brozek, D. Patterson, G. Sartor, C. R. Sunstein. Las contribuciones recientes en temas de “neuroderecho”, relativas sobre todo a las implicancias de las neurociencias en relación con la culpa y la imputabilidad, son numerosas. También la psicología de la decisión judicial es objeto de investigación.

20 Hay también, verosímilmente, inferencias que no son razonamientos; por ejemplo, inferencias perceptivas. Aquí utilizaré el término “inferencia” como sinónimo de razonamiento, en sentido lógico.

21 Watanabe Dauer, F., Critical Thinking. An Introduction to Reasoning, Oxford U. P., Oxford, 1989, p. 91.

22 Ibídem.

23 Quine, W. V., Methods of Logic, Holt, Rinehart & Winston, New York, 1959, trad. it. M. Pacifico, Manuale di logica, Feltrinelli, Milano 1960, 1980, p. 53 (de donde se halla expuesta la cita); Copi, I., Introduction to Logic, Macmillan, New York, trad. it. M. Stringa, Introduzione alla logica, Il Mulino, Bolonia, 1964, p. 14.

24 Copi, I., Ob. cit., 1961, trad. it. p. 16. Como debería resultar evidente a partir del texto —pero es necesario puntualizarlo explícitamente—, el término “lógico” (razonamiento “en sentido lógico”), aquí no se debe entender como sinónimo de “deductivo”, sino en el sentido genérico de “discursivo”, “referente a discursos”, etc. (entendiendo por “discurso” un conjunto de enunciados o proposiciones). En suma, por como es usado el término, el campo del razonamiento en sentido lógico se subdivide en dos grupos: el de los argumentos deductivos y el de los argumentos no deductivos (generalizaciones, formulaciones de previsiones, abducciones, analogía, inferencias prácticas de distintos tipos, etc.).

25 Ésta, naturalmente, es solo una metáfora. La cuestión es espinosa. Véase: Rey, G, The Intentional Inexistence of Language - But Not Cars, en Stainton, R. J. (ed.), Contemporary Debates in Cognitive Science, Blackwell, Oxford, 2006.

26 Éstas son afirmaciones controvertidas, naturalmente. No intento aquí proponer una particular concepción de los fenómenos lingüísticos. El punto que interesa es éste: cualesquiera que sean las posiciones asumidas al respecto, no existe algo evidente (“¡son entidades observables!”) presupuesto por el argumento examinado.

27 Sobre esta transición, véase: Dummett, M., 1984.

28 En los siguientes apartados, sigo muy de cerca a Celano, Bruno, “Cuatro temas kelsenianos”, en Navarro, P. E. y Redondo, C. (comp.), La relevancia del derecho. Ensayos de filosofía jurídica, moral y política, Gedisa, Barcelona, pp. 153-184, ap. 3.1.

29 Frege, G., “Der Gedanke. Eine logische Untersuchung”, en Frege, G., Logische Untersuchungen, Hrsg. von G. Patzig, Vandenhoeck & Ruprecht, 1918, 4a edición, Göttingen, 1993, p. 30. Cfr. también Frege, G., Die Grundlagen der Arithmetik , trad. it. en G. Frege, 1884, Logica e aritmetica, Boringhieri, Torino, 1977, p. 23; “no se tome como definición matemática la simple descripción del modo en el cual se forma en nosotros una cierta imagen ni como demostración de un teorema la relación de las condiciones físicas o psíquicas que deben verse satisfechas en nosotros para que podamos comprender el enunciado. ¡No se confunda la verdad de una proposición con el haber sido pensada!”. Sobre la crítica de Frege al psicologismo, véase, en general, Picardi, E., La chimica dei concetti. Linguaggio, logica, psicologia 1879-1927, Il Mulino, Bolonia, 1994, cap. 1.

30 “En la concepción psicologista de la lógica, desaparece la diferencia entre las razones que justifican una convicción y las causas que de hecho la determinan. Una verdadera justificación es, entonces, imposible; en su lugar, debería darse la relación de cómo se ha arribado a aquella convicción, de lo que se debe deducir que cada cosa ha tenido su causa psicológica. Y eso vale sea en el caso de la superstición, sea en el caso de un conocimiento científico” (Frege, G., “Logik”, en G. Frege, Nachgelassene Schriften, Hrsg. von H. Hermes, F. Kambartel, F. Kaulbach, Meiner, Hamburg, 1897, 2a ed., 1983, p. 159; cit. en Picardi, E., Ob. cit., 1994, p. 35).

31 En la controversia contemporánea sobre la naturalización de la epistemología, inaugurada por el ensayo de Quine, W. V., (Epistemology Naturalized, in Ontological Relativity and Other Essays, Columbia U. P., New York, 1969; ver infra, 3.4), uno de los focos —probablemente el más importante— del desacuerdo entre naturalistas y antinaturalistas está constituido, precisamente, por la respuesta a la pregunta si la investigación epistemológica tiene o no carácter normativo (Kornblith, H., What Is Naturalized Epistemology?, en H. Kornblith (ed.), Naturalizing Epistemology, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1985; cfr. también Picardi, E., Ob. cit., 1994, p. 18; Luper, S., Naturalized Epistemology, en E. Craig (ed.), Routledge Encyclopedia of Philosophy, Routledge, Londres, 1998; Engel, P., Philosophie et psychologie, Gallimard, París, 1996, cap. 1, 5; “The Psychologists Return”, Synthese, N° 15, 1998, pp. 375-393, pp. 375-376). La tesis wittgensteiniana según la cual ‘significado’ y ‘comprensión’ no pueden ser entendidos como “especie de actos mentales” (Bell, D., Psychologism, en J. Dancy, E. Sosa, A Companion to Epistemology, Blackwell, Oxford, 1992, p. 402), como también la tesis de la normatividad del significado (Hale, B., Rule-following, Objectivity and Meaning, en B. Hale, C. Wright (eds.), A Companion to the Philosophy of Language, Blackwell, Oxford, 1997) son también ellas de matriz antipsicologista. Lo mismo debe decirse de la tesis según la cual “the very possession of concepts is a normative matter”; poseer un concepto no equivale a tener una simple “habilidad para discriminar (discriminative ability)”: “to have a concept one has to have the idea that one is justified in making the relevant discriminations, and such talk of justification is of a piece with talk of rationality and intelligibility – it is a matter of being guided by rules in a fully normative sense” (Guttenplan, S., “Normative”, en S. Guttenplan (ed.), A Companion to the Philosophy of Mind, Blackwell, Oxford, 1994, p. 451).

32 El término ‘psicologismo’ “en su uso polémico” significa, sobre todo, “la confusión entre la génesis psicológica del conocimiento y su validez”, o la tendencia a “considerar justificado” un conocimiento “cuando solo se ha explicado, en cambio, su acaecimiento en la conciencia” (Abbagnano, N., “Psicologismo”, en N. Abbagnano, Dizionario di filosofia, 2ª edición, UTET, Torino, 1971, p. 713). La distinción entre investigación sobre la génesis psicológica del conocimiento (quid facti?) e investigación sobre las condiciones de validez (quid juris?) es, obviamente, de origen kantiano y constituye uno de los pilares del neo-kantismo de los siglos XIX y XX (cfr., al respecto, Ollig, H. L., “Neo-Kantianism”, en E. Craig (ed.), Routledge Encyclopedia of Philosophy, Routledge, London, 1998).

33 La intencionalidad es “la propiedad que muchos estados y eventos mentales tienen de estar dirigidos hacia, o ser relativos a, objetos o estados de cosas, denominados objetos o estados de cosas intencionales” (Lanfredini, R., Intenzionalità, La Nuova Italia, Firenze, 1997, p. 1): “una propiedad de la mente, aquella propiedad que le permite representarse algo” (íbidem).

34 La misma estrategia argumentativa está en el origen de la concepción de las “proposiciones” —precisamente, por ejemplo, de B. Russerl y G.E. Moore— como “non-mental entities expressed by sentences and forming the objects of propositional attitudes”. La creencia en la existencia (no física, ni psicológica) de entidades semejantes es compartida por B. Bolzano (“Sätze an sich”), G. Frege (“der Gedanke”), F. Brentano, A. Meinong, E. Husserl (Dummett, M., Frege’s Myth of the Third Realm, en M. Dummett, Frege and Other Philosophers, Clarendon Press, Oxford, 1986, p. 250).

35 En este apartado sigo muy de cerca Celano, Bruno, “Cuatro temas kelsenianos”, en Navarro, P. E., y Redondo, C. (comp.), La relevancia del derecho. Ensayos de filosofía jurídica, moral y política, Gedisa, Barcelona, 2002, pp. 153-184, ap. 3.1. La reconstrucción de las tesis de fondo de la doctrina pura del Derecho es aquella presentada y defendida en Celano, Bruno, La teoria del diritto di Hans Kelsen. Una introduzione critica, Il Mulino, Bolonia, 1999.

36 Kelsen declara explícitamente su adhesión al punto de vista antipsicologista en algunos “lugares-clave” de su obra; cfr. Kelsen, Hans, Hauptprobleme der Staatsrechtslehre, Mohr, 1911, p. IX; Allgemeine Staatslehre, Springer, Berlin, 1925, p. VII.

37 Kelsen, Hans, General Theory of Law and State, Harvard University Press, Cambridge (Mass), 1945, p. 30.

38 Ídem, p. 36. Para una interpretación de este pasaje kelseniano, véase Celano, Bruno, La teoria del diritto di Hans Kelsen. Una introduzione critica, Il Mulino, Bolonia, 1999, par. 4.3.7, 5.2.3 y 5.2.4.

39 Esta operación teórica suscita una nube de dificultad. Sea lo que se piense de las leyes de la lógica, del estatus ontológico de las entidades matemáticas o, en general, de la noción de normatividad epistémica, la idea de que el Derecho —entendido como el Derecho positivo— pueda gozar, incluso en la —incesantemente afirmada y ratificada por Kelsen— ilimitada mutabilidad de su contenido, de una forma de independencia y objetividad comparable con la que los antipsicologistas de inicios del siglo XX atribuyen a las leyes lógicas o a los objetos intencionales, aparece, a primera vista al menos, carente de toda plausibilidad. En particular, es difícil sustraerse a la impresión de que la operación teórica kelseniana se halle expuesta al riesgo de un doble error. En primer lugar, una catastrófica confusión entre la normatividad del Derecho, de un lado, y la normatividad de las leyes de la lógica o de los objetos intencionales, del otro (es decir, el desconocimiento de la diferencia entre normatividad del Derecho y normatividad epistémica). Y, en segundo lugar, la enésima encarnación: la transustanciación de actos y hechos en entidades independientes de los mismos.

40 Quine, W. V., “Epistemology Naturalized”, en Ontological Relativity and Other Essays, Columbia U. P., New York 1969, p. 82-83. La naturalización de la epistemología se resume en un “surrender of the epistemological burden to psychology” (Ídem, p. 75). Engel, P. (“The Psychologists Return”, Synthese, N° 115, 1998, p. 391; cfr. También Jacquette, D., “Introduction: Psychologism the Philosophical Shibboleth”, en Jacquette, D. (ed.), Philosophy, Psychology, and Psychologism.Critical and Historical Readings on the Psychological Turn in Philosophy, Kluwer, New York, 2003,) afirma que el título originario del ensayo de Quine era “Or, the Case for Psychologism” (título posteriormente omitido por Quine, a lo mejor porque —es sólo una conjetura mía— muy pocos, en el ambiente filosófico anglosajón de los años 60, habrían comprendido su sentido).

41 P. Engel (Ob. cit., 1998, p. 376) resalta oportunamente que muchos antinaturalistas contemporáneos “believe that the recent naturalistic turn is but a reopening of Pandora’s box of psychologism”.

42 Ver, en general, Engel, P., Philosophie et psychologie, Gallimard, París, 1996.

43 Copi, I., Introduction to Logic, Macmillan, New York, 1961, trad. it. de M. Stringa, Introduzione alla logica, Il Mulino, Bologna 1964, p. 18.

44 Esta tesis, naturalmente, es controvertible. Me limito, aquí, a asumirla como premisa de mi argumentación. Su plausibilidad me parece indiscutible. Un argumento muy claro y sólido, inimpugnable en mi opinión, en su respaldo se lee en: Diciotti, E., “Regola di riconoscimento e concezione retorica del diritto”, Diritto & questioni pubbliche, N° 7, 2007, pp. 9-42; cfr. en general: Gianformaggio, L., Modelli di ragionamento giuridico. Modello deduttivo, modello induttivo, modello retorico, 1983, ahora en Gianformaggio, L., Filosofia del diritto e ragionamento giuridico, Giappichelli, Torino, 2008. Creo que, sin lugar a dudas, se puede sostener que se trata de una tesis compartida por Atienza; de hecho, es uno de los rasgos centrales de su concepción del Derecho.

45 Éstos son solamente alusiones a un corpus muy rico y articulado de resultados. Véanse, por todos, Simon, H. A., Reason in Human Affairs, Stanford University Press, Stanford (Calif.), 1983, cap. 1; Nisbett, R., y Ross, L., Human inference. Strategies and shortcomings of social judgment, Prentice Hall, Englewood Cliffs (New Jersey), 1980; Kahneman, D., Thinking, Fast and Slow, Penguin, London, 2011; Gigerenzer, G. et al., Simple Heuristics that Make Us Smart, Oxford University Press, New York, 1999.

46 Vale, nuevamente, lo que ha sido precisado en la nota precedente.

47 Gigerenzer, G., Rationality for Mortals: How People Cope with Uncertainty, Oxford University Press, Oxford, 2008.

48 A lo mejor también de inferencias deductivas. Véase, para una discusión introductoria, Jacquette, D., Ob. cit., 2003.

49 No es que los psicólogos tengan una postura del tipo: “ahora les explicaremos nosotros cuáles son los criterios de corrección de éste o de este otro tipo de inferencia”. Se limitan, por regla, a indagar el modo en el cual de hecho razonamos. Pero el punto es, precisamente, que los criterios de corrección de un cierto tipo de inferencia no pueden ser independientes del modo en que, de hecho, la mente humana realiza inferencias de aquel tipo. Apenas el razonamiento deviene en objeto de investigación empírica, el panorama de las posibilidades inferenciales se amplía desmesuradamente. En el laberinto de estas posibilidades inferenciales, ¿de qué otro modo sería posible orientarse si no preguntándose de qué manera, de hecho, funciona la mente humana? (Esta implicancia de la psicología del razonamiento emerge claramente, por ejemplo, en los trabajos de G. Gigerenzer. Véase, por ejemplo, Gigerenzer, G., Rationality for Mortals: How People Cope with Uncertainty, Oxford University Press, Oxford, 2008).

50 Véase para una introducción que, sin embargo, no comprende la analogía, Girotto, V., Introduzione alla psicologia del pensiero, Il Mulino, Bolonia, 2013, cap. 1, 3, 4, 5.

51 En particular, la abducción es una de las vías que conducen a la formulación de principios innominados; la construcción de intenciones imputables contrafácticamente al legislador requiere, banalmente, razonamientos contrafácticos; las inferencias prácticas se corresponden sea con el rol de legisladores y órganos de la administración pública, sea con el escrutinio (review) judicial de decisiones tomadas por otros órganos. La relevancia, en el razonamiento jurídico, de la analogía y de los procesos de categorización es una obviedad. Siguiendo una difundida tendencia cuya justificación es, sin embargo, incierta, aquí atiendo solamente a las inferencias que ansían dar respuesta a cuestiones de Derecho (quaestio iuris). Si, en cambio, contemplamos también las inferencias que ansían dar respuesta a cuestiones fácticas (quaestio facti) o a problemas de prueba, el campo de incidencia de las investigaciones psicológicas, y empíricas en general, se amplía. Más allá de las formas de inferencia enumeradas en el texto, cobran relevancia las generalizaciones, la formulación de previsiones, la estimación de probabilidades. También estas formas de inferencia son exploradas en la psicología cognitiva contemporánea (Girotto, V., Introduzione alla psicologia del pensiero, Il Mulino, Bolonia, 2013, cap. 1, 3).

52 Searle, J. R. (Intentionality. An Essay in the Philosophy of Mind, Cambridge University Press, Cambridge, 1983, The Rediscovery of the Mind, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1992; The Construction of Social Reality, Penguin, Harmondsworth, 1995) ha sostenido que la intencionalidad funciona solamente sobre un Trasfondo de habilidades, disposiciones y presupuestos, de carácter no intencional. No me detengo en esta tesis o en los argumentos que Searle aduce en su defensa. Me limito a destacar —aunque se trata de una idea que requeriría un tratamiento aparte— que el Trasfondo es el lugar natural de estructuras psicológicas que desenvuelven, al mismo tiempo, un rol explicativo y justificativo. He sostenido en otra ocasión (Celano, Bruno, “Pre-convenzioni: un frammento dello Sfondo”, Ragion pratica, N° 43, 2014, pp. 605-632) que argumentos de autores muy distintos entre sí (P. Bourdieu, M. Foucault, D. Lewis, N. Goodman, L. Wittgenstein, además del propio Searle) pueden ser reconstruidos como argumentos que tienden, de modo concordante, a acreditar la conclusión de que en el Trasfondo hay cosas este tipo: fenómenos psicológicos que asumen carácter justificativo, que son razones (e, indisolublemente, causas).

53 Atienza, Manuel, “Algunas tesis...”, Ob. cit., ap. 2. Pasajes análogos se encuentran en Atienza, Manuel, Curso de argumentación jurídica, Trotta, Madrid, 2013, pp. 114-115; y en “De nuevo sobre la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación en las decisiones judiciales”, en El Derecho en red. Estudios en homenaje al profesor Mario G. Losano, Dykinson, Madrid, 2006.

54 Atienza, Manuel, “Algunas tesis...”, Ob. cit., ap. 2. Nuevamente, pasajes análogos se encuentran en Atienza, Manuel, Curso de argumentación jurídica, 2013, pp. 114-115; y en “De nuevo sobre la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación en las decisiones judiciales”, 2006.

55 Atienza, Manuel, Curso de argumentación jurídica, Trotta, Madrid, 2013, cap. 5.

56 Es oportuna una precisión. Las consideraciones adoptadas en esta sección (3) están dirigidas contra la asunción de que la teoría del razonamiento justificativo judicial deba tener como objeto exclusivamente el razonamiento en sentido lógico, y no también el psicológico. Pero están dirigidas contra esta asunción solo en la medida en la cual se la considere justificada sobre la base de los tradicionales argumentos antipsicologistas, o de su reedición en clave de análisis del lenguaje (supra “3.2”, “3.3”). Hay, verosímilmente, óptimos argumentos ético-políticos reconducibles al ideal del Rule of Law, en sustento de la conclusión que el objeto privilegiado, o exclusivo, de consideración deban ser los discursos expresados —mejor aún si están fijados por escrito— por los jueces: las decisiones judiciales deben ser motivadas (por ejemplo, por qué aquello es necesario a fin de que el Derecho respete la dignidad humana), es necesario que la motivación sea pública y claramente identificable, fijada de una vez por todas a fin de que pueda ser objeto de escrutinio y de valoración (por parte del público, o de instancias de juicio superior), el mejor modo de perseguir estos objetivos consiste en asumir los discursos —mejor aún, los discursos escritos— de los jueces como coincidentes con su razonamiento, etc. Las consideraciones adoptadas en este escrito no tocan en modo alguno argumentos ético-políticos de este tipo.

57 Celano, Bruno, True Exceptions. Defeasibility and Particularism, en J. Ferrer Beltrán, G. B. Ratti (eds.), The Logic of Legal Requirements. Essays on Defeasibility, Oxford University Press, Oxford, 2012, pp. 268-287; Rule of Law e particolarismo etico, en G. Pino, V. Villa, Rule of Law. L’ideale della legalità, il Mulino, Bolonia, 2016.

58 Raz, J., The Authority of Law, Clarendon Press, Oxford, 1979, cap. 1.

59 Schauer, F., Playing by the Rules. A Philosophical Examination of Rule-Based Decision-Making in Law and in Life, Clarendon Press, Oxford, 1991.

60 La concepción disposicional de las excepciones implícitas propuesta por Alchourrón, C. E. (“On Law and Logic”, Ratio Juris, N° 9, 1996) complica, pero no varía, este cuadro. Son excepciones implícitas, desde este modo de ver, los casos que recaen bajo el antecedente de la regla pero que el legislador no tuvo en mente cuando dictó la regla (nótese que estamos hablando sólo de normas imputables a un autor determinado e identificable, a quien le resulta imputable una voluntad precisa) y que él, de haberlos tomado en consideración (¡si sólo le hubiesen venido a la mente!) habría regulado de manera distinta. Este modo de entender la idea de una “excepción implícita” presupone una teoría de la atribución contrafáctica de intenciones en la medida en que las intenciones atribuidas se hallan dotadas de contenido predeterminado. En suma: cuando hablamos de “excepciones implícitas” en estos términos, aquello que estamos afirmando es que el legislador, si tan solo hubiese tenido en mente el caso en cuestión, habría dictado una regla distinta, y menos general, respecto de aquella que efectivamente ha dictado. (Sin embargo, la posibilidad de una teoría de la atribución contrafáctica de intenciones que satisfaga la condición requerida parece un tanto inverosímil, pero ésta es una cuestión aparte, aquí irrelevante).

61 Formulada o, en todo caso, sugerida en Brigaglia, M., “Rules and Norms. Two kinds of normative behaviour”, Revus-Journal for Constitutional Theory and Philosophy of Law, N° 26, 2016, ap. “3.3.”

62 Con respecto a la cuestión de a quién designa aquí el “nos” —¿“nosotros” quiénes?—, ver: Celano, Bruno, Ob. cit., 2014, ap. 5, 6.

63 O, mutatis mutandis, si se trata de un caso en el cual basta un vistazo rápido o, por el contrario, hace falta mirar en profundidad (supra, n. 17).

64 Fodor, Jerry A., Psychosemantics: The Problem of Meaning in the Philosophy of Mind, Cambridge: The MIT (Bradford Books) Press, 1988.

65 Adoptar el enfoque ‘psicodeóntico’ es un modo —o mejor, en la condición actual, el modo— de realizar el proyecto de naturalización de la teoría del derecho; “naturalizing jurisprudence”, el lema de Leiter, B., Naturalizing Jurisprudence. Essays on american legal realism and naturalism in legal philosophy, Oxford University Press, Oxford, 2007 (para las ideas de Leiter en relación a cómo naturalizar la normatividad, véase: Leiter, B., “Normativity for naturalists”, Philosophical Issues, N° 25, 2015).

Sobre el razonamiento judicial

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