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SOBRE LA PROPIEDAD CULTURAL
ОглавлениеEl neoliberalismo, sinónimo de privatización y de reducción progresiva de lo público en favor de lo privado, se ha convertido en nuestra condición, el medio social, económico y político en el que nuestras actividades se han desarrollado en las últimas décadas. Se opone a cualquier tipo de interferencia gubernamental en la vida de los ciudadanos, cree fehacientemente en la autorregulación del mercado y percibe la Administración del Estado como un engorro, un obstáculo para el crecimiento de la economía. Sin embargo, la realidad nos demuestra que, tanto en su versión clásica del siglo XIX como en la actual, esta ideología no ha cesado de crear estructuras y normas, consolidando una sociedad que, en aras de preservar la libertad del mercado, se ha vuelto cada vez más autoritaria; y en la que los aparatos de control han actuado de un modo implacable con un objetivo principal evidente: la defensa del capital sobre los ciudadanos y el bien común.
Aunque lo excede, ya que es consustancial a otros modos de organización social, la expropiación constituye uno de los fundamentos en los que se asienta el capitalismo. La expropiación opera a través del pillaje provocado por las guerras y conquistas de pueblos y civilizaciones situados en la periferia (los sucesivos imperios hicieron de ello una práctica habitual), y también por medio de los procesos de «reproducción ampliada» por los que el capital acumula riqueza. En la primera instancia, la desposesión se ejerce en áreas no reguladas legalmente; en la segunda, se suscita desde la connivencia que existe entre el Estado y el capital, y que hoy caracteriza al neoliberalismo. Las dos formas de expropiación no son excluyentes sino complementarias, suelen actuar simultáneamente generando un complejo tejido de subordinación social.
En este orden de cosas, la cultura ocupa una posición a la vez central y marginal. De todos es conocida la importancia que las industrias del conocimiento y de la comunicación han adquirido en la economía mundial y en nuestro sistema de valores. Sabemos, además, que esa preeminencia ha provocado la absorción –y consecuente cancelación– de toda una serie de prácticas que en su día fueron críticas. De continuo comprobamos cómo las estrategias de márquetin de las grandes compañías utilizan propuestas artísticas con fines que tienen muy poco que ver con aquello que sus autores anhelaban. En ocasiones, son estos últimos los que caen en una especie de absorción autoinfligida. Artistas como Sebastião Salgado o Damien Hirst, por mencionar dos casos extremos, utilizan las condiciones laborales más denigrantes o el mismo mercado del arte para criticar o parodiar el sistema. El resultado suele ser lo opuesto de aquello que se buscaba. Por un lado, la estetización de la miseria y la descontextualización del trabajo llevan a concebir la obra como un fetiche y a transformar el sufrimiento de los demás en mercancía. Por otro, el sarcasmo se convierte en un ejercicio de cinismo que no hace sino ratificar la propia dinámica de vaciado de contenidos.
El papel del artista en la sociedad ha cambiado y la actividad intelectual ha perdido las prerrogativas casi aristocráticas de que gozó en otras épocas. El autor ya no es el preceptor. Su quehacer carece de la autonomía que presuntamente mantuvo en el pasado y la desposesión de nuestro conocimiento y experiencia es constante. Sin pretender una vuelta nostálgica al pasado, nos hemos de preguntar si no es posible concebir un sistema que impulse nuevas formas de distribución y retribución que vayan más allá del valor mediático de unos pocos y la enajenación del trabajo de la mayoría.
A principios de 2015, Jaime Botín, propietario de un cuadro de Picasso de 1906 que había sido requisado por el Estado español al existir indicios de que esta pieza hubiera salido de modo ilegal del país, sostenía que la pintura era suya y por tanto podía hacer con ella lo que quisiera.1 El señor Botín no entendía por qué, habiendo adquirido la obra de modo legítimo, era privado de la misma. La noticia de la confiscación fue el culebrón informativo de aquel verano en España, y saturó durante unos días las portadas de los periódicos. No mucho antes, la prensa internacional se hacía eco de otra polémica que también afectaba a los derechos de exportación de los bienes culturales. En este caso, Monika Grütters, la ministra del ramo del gobierno federal alemán, sacaba a la luz pública un proyecto de ley por el que se limitaban los movimientos de ciertas obras de arte. Aunque con posterioridad la propuesta sufrió diversas revisiones, en su primera versión las restricciones concernían a aquellas piezas de más de cincuenta años de antigüedad y cuyo valor superase los 150.000 euros, una cifra modesta en el mercado actual del arte. Hasta ese momento la ley alemana había sido bastante flexible. Se contemplaba, por supuesto, la existencia de una serie de obras que se consideraban como patrimonio del Estado y se declaraban inexportables. Pero estas eran excepciones recogidas en un listado de «tesoros nacionales» o Verzeichnis national wertvollen Kulturgutes, elaborado por un comité de expertos que lo revisaba periódicamente.
A pesar del debate ocasionado, que llevó a que un airado Baselitz retirase sus obras del Albertinum de Dresde, con esta ley Alemania intentaba equiparar su normativa a la de otros gobiernos europeos, que con la voluntad de proteger su acervo de la voracidad del mercado global habían limitado la exportación permanente de aquellas obras que tienen más de un siglo de antigüedad y son de interés para el Estado. Su relevancia viene determinada por el hecho de que su autor sea nacional o el objeto o documento parte integral de la historia del país. En ocasiones, los criterios pueden ser un tanto alambicados. Por ejemplo, en 2015 las autoridades italianas no permitieron que se exportase un cuadro del artista español Salvador Dalí, argumentando que tenía relación con la pintura de los Valori Plastici y era, por consiguiente, esencial para el patrimonio italiano. La producción de autores vivos suele estar exenta de restricciones de este tipo, a no ser que el propio artista lo solicite.
Desde principios de los años ochenta el mercado del arte no ha cesado de crecer, alcanzando un punto de inflexión en 2004, cuando las casas de subastas de Estados Unidos y Europa aumentaron exponencialmente sus beneficios y sus ventas pasaron, en apenas un año, de 621 millones a 3,39 billones de dólares. Con el incremento general de precios, el riesgo de que muchas obras de arte salgan de sus países de origen, en especial de aquellos con economías menos potentes, es alto. Resulta significativo que este boom haya tenido un eco en la consolidación de puertos francos como Luxemburgo, Ginebra y Singapur, hasta el punto de que hoy un número relevante de coleccionistas confiesa guardar obras en estos lugares. Es lógico, pues, que los Estados tiendan a proteger lo que reconocen como su legado cultural, aquello con lo que se identifican, sea bien promulgando nuevas leyes o bien actualizando otras ya existentes.
Estas medidas proteccionistas han sido muy cuestionadas por una parte importante del sector, que sostiene que las trabas a la exportación suponen un duro revés para el mercado, puesto que, al dificultar su circulación, pueden condenar la producción de muchos autores a un cierto ostracismo. Coleccionistas, galeristas y artistas no aceptan lo que califican de pérdida de control de su trabajo. Asimismo, argumentan que, en aquellos países que han mantenido una legislación flexible, se han atesorado fondos importantes de arte contemporáneo nacional e internacional. En otros países con leyes más restrictivas, estos brillarían por su ausencia. «¿Dónde están las grandes colecciones de arte povera en Italia?», se preguntaba no hace mucho el coleccionista hamburgués Harald Falckenberg a propósito de esta problemática.2
Si es cierto que la separación entre lo público y lo privado es cada vez más difusa, si es verdad que para el neoliberalismo la función del Estado consiste en garantizar el acceso (aunque no necesariamente de todos) al mercado, ¿cuál es el sentido de una ley como la que se quiere promulgar en Alemania? ¿Cómo se compagina un texto que intenta restringir la exportación con un mundo global en el que los museos se hallan cada vez más deslocalizados, trabajan menos para su comunidad y se dirigen, en cambio, a un público cada vez más genérico y difuso? ¿Cómo se entiende una norma que parece surgir a contracorriente en una época en la que se privatiza todo? ¿Se trata de un foco de resistencia a la globalización, de la cual la cultura sería un lugar de refugio, o quizás un síntoma de una situación más compleja?
Estas leyes explicitarían la voluntad del Estado de proteger aquello que tiene un carácter histórico, dejando el arte contemporáneo al libre albedrío del mercado. Lo histórico, cuya definición varía según el lugar, quedaría fuera de cualquier tendencia especulativa. Pero a menudo las polémicas son más elocuentes por lo que ocultan que por lo que dicen. Y este debate descubre que, a pesar de que el liberalismo se asienta en las libertades formales de los individuos, como su objetivo último no es la libertad sino el beneficio, cuando es necesario y por mucho que ello pueda parecer contradictorio, no duda en promover normas y apoyarse en la sacralización de ciertos rasgos culturales que favorecen el control de la ciudadanía. De ahí que, en pleno siglo XXI, el libre movimiento de bienes y ciudadanos vaya acompañado de su contrario: las barreras a su circulación. No es posible hablar de patrimonio sin entender que este se halla inmerso en una estructura de poder determinada, que puede ser causa de desigualdad y opresión de unos grupos sociales por parte de otros. ¿A qué estamento social nos referimos cuando hablamos del legado de un país? ¿A los que escriben la historia o a los que la sufren en silencio? Sabemos a partir de Gramsci que la batalla por la hegemonía cultural es importante y que esta antecede en muchos casos a la hegemonía política. Así lo ha entendido el neoliberalismo, al igual que los autoritarismos de los años treinta y las grandes potencias durante la Guerra Fría.
La polémica en Alemania, lejos de manifestar posiciones excluyentes, ha evidenciado su complementariedad. Ha hecho patente que el problema no reside en la dicotomía irresoluble entre los derechos del individuo y la colectividad, sino en el hecho de que ambas posiciones se basan en un mismo principio: el de la propiedad como elemento esencial de nuestras relaciones y germen de la competitividad y del crecimiento. Para unos, la propiedad consiste en el goce y dominio individual del objeto; para otros, en su uso colectivo.
En El capital Marx analiza cómo, en el Reino Unido, a finales de la Edad Media, la enajenación de las tierras comunes fue una condición necesaria para que se conformase una primera forma de acumulación. El conocimiento, los afectos y nuestras propias subjetividades son los nuevos «pastos comunes» que las pujantes industrias del entretenimiento y la comunicación no cesan de cercar, constituyendo la forma que tiene el capitalismo actual de desarrollarse. Pero también una de las causas de su crisis. Ahora que la tecnología permite el acceso general a los bienes culturales, la lógica de un nuevo cercamiento no funciona ya que, como sostienen Christian Laval y Pierre Dardot, la actividad intelectual no es extractiva ni excluyente.3 Se basa en la cooperación y no en la competitividad. Su uso no la agota, sino que la hace crecer. Se promulgan leyes restrictivas de los derechos de autor a la vez que se favorece la expropiación del trabajo cognitivo. Restringimos la circulación de bienes culturales al mismo tiempo que se promueve la hegemonía de un mercado que es, por definición, global. Y nos olvidamos de que los frutos de una obra, los relatos y las experiencias que generan van más allá de quien los posee o custodia, ya que son de todos, es decir, comunes.
1.Declaración de Jaime Botín: «El cuadro es mío. No pertenece a España. No es un tesoro nacional y yo puedo hacer con él lo que quiera». El País / The New York Times, 29 de octubre de 2015.
2.Conversación con el autor, Museo Reina Sofía. Madrid, octubre de 2015.
3.Christian Laval y Pierre Dardot, Commun (2014); Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI. Barcelona: Gedisa, 2015.