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LA (IN)UTILIDAD DEL ARTE CONTEMPORÁNEO

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Toda generación concibe su época como si esta fuese el inicio o la culminación de un proceso histórico. Sin embargo, determinada como está a consumirse en un presente continuo, la sociedad actual parece no entender ni de referencias pretéritas ni de propuestas de futuro. A diferencia de otros momentos del pasado, nuestro tiempo se define a sí mismo en términos poshistóricos. Hablamos de posmodernidad, posfordismo, poscolonialismo o incluso posdemocracia. Un mundo sin ayer ni mañana, que no permite la alteridad o el antagonismo y donde cualquier desacuerdo queda reducido a una cuestión de estilo o moda. Nos hallamos atrapados en el instante de la transacción comercial, inmersos en un espejismo en el que, como describe Jonathan Crary en su libro 24/7, se establece una falsa equivalencia entre aquello que es accesible, disponible o utilizable y lo que existe. Esta situación acarrea necesariamente el empobrecimiento de nuestras facultades cognitivas y afectivas.

En el terreno de la cultura, esa falta de perspectiva histórica ha ido acompañada de un énfasis en la recepción más que en la producción. Michel Foucault y Roland Barthes diagnosticaron la «muerte» del autor o, mejor dicho, su sustitución por el lector/espectador como factor central del hecho artístico. En consonancia, se entendió el acto creativo como un trabajo de recopilación, asociación y montaje de obras ya existentes. El arte devino reflexivo, cuestionaba su propia naturaleza y empujaba al espectador a discriminar constantemente lo que era arte de lo que no lo era. En los años ochenta y a principios de los noventa, los miembros de la denominada Pictures Generation (Cindy Sherman, Louise Lawler y otros) y también aquellos asociados a la crítica institucional (Hans Haacke, Michael Asher o Andrea Fraser) encarnaron de un modo ejemplar esta posición. Se apropiaron de imágenes reconocibles de la historia del arte, hicieron uso de las nuevas fuentes de la cultura popular e idearon piezas en las que el análisis de las imágenes iba unido al cuestionamiento de la representación y los dispositivos.

Desde Duchamp, esta corriente especulativa ha constituido una de las líneas de fuerza de la modernidad. Pero, si antes existía una cierta distancia entre el ámbito de la experiencia estética y el de la actividad económica, en la actualidad esta separación no se sustenta porque el saber y nuestra propia subjetividad ocupan un lugar privilegiado en el sistema de producción de valores. Esa es la diferencia del mundo moderno respecto al contemporáneo. La disyuntiva ya no consiste en saber si una cosa es arte, sino en dilucidar qué aspectos de nuestro entorno no lo son. Comprobamos que, a lo largo de los noventa, el interés artístico se inclinó hacia prácticas más procesuales y comunitarias. En ellas la obra abandona su autonomía e incorpora mecanismos y conceptos que a menudo tienen que ver con la antropología, la sociología o la terapia. Se trata de propuestas que, al intentar cambiar nuestra forma de entender la vida, cuestionan las nociones heredadas y plantean nuevos modos de relación. No son utópicas en el sentido literal del término, ni anhelan la emancipación de un sujeto colectivo. Carecen de una finalidad definida de antemano, puesto que la comunidad imaginada siempre está por hacer, y persisten como documento (fotografía, filme o texto). El trabajo que durante más de tres años (1994-1997) hizo Marc Pataut en el extrarradio parisino, en la zona donde se construyó el Grand Stade de France, sería paradigmático de esta tendencia.

Según el canon moderno todo arte aspira a la pureza de las especialidades artísticas: la pintura debe ser pictórica, la escultura escultórica y así sucesivamente. En un reparto disciplinario de los trabajos, cada uno ha de estar en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le es propia. Sin embargo, el arte más reciente busca la hibridación de técnicas y medios. Incorpora textos, imágenes y escenarios, tiende hacia lo teatral y su manifestación plástica más extendida es la instalación. En esta la audiencia no permanece pasiva, sino que ha de navegar por ella, reconstituyéndola y haciéndola suya. Se entiende que el espectador escoge aquellos aspectos que le interesan y conforma su imagen de la obra, que no ha de coincidir forzosamente con la de otros espectadores, ni siquiera con la del autor. Tampoco se espera que contemple todo en la sala de exposiciones, los vídeos o documentos pueden visionarse o leerse a posteriori, en casa, en el estudio o en el despacho. En el arte posmedia no hay una experiencia artística única, sino una multiplicidad de ellas. Sea colectiva o individual, cualquier interpretación es siempre fragmentaria o parcial. La teatralidad contemporánea carece de voluntad totalizadora y es distinta de la Gesamtkunstwerk wagneriana.

El arte actual es performativo. Despliega sus significados cuando es «interpretado» por los públicos que se agrupan a su alrededor. Aquellos ya no responden a un patrón idéntico y cerrado en sí mismo, sino que son el resultado del encuentro y la tensión entre los diversos enunciados y situaciones. Ello aviva las potencialidades del individuo, permitiendo que este ejerza el dominio de su cuerpo y de sus actos. Con todo, uno de los problemas del arte contemporáneo reside en la confusión interesada entre actividad y agencia. Mientras que la primera no conlleva un cambio radical de nuestra manera de ser y pensar, la segunda implica la reinvención de las relaciones, el aprendizaje constante y la comprensión de la fragilidad de la vida. Durante años nos hemos empeñado en que un público compuesto de usuarios comprometidos participase diligentemente en nuestros programas y exposiciones, a tal punto que la idea de un espectador pasivo nos resultaba inaceptable. Se ha pasado de la obra y su propiedad al uso o usos de la misma. Pero, en la sociedad del cognitariado, el uso no garantiza la agencia ni evita que este se convierta en un gesto vacío. Si bien la instalación y el arte posmedia exigen un cierto compromiso por parte de la audiencia, también pueden acarrear la espectacularización del hecho artístico y su consecuente acatamiento de la lógica del mercado. De ahí que, como ha señalado Rosalind Krauss siguiendo a Walter Benjamin,1 lo anacrónico, que implica mantener un punto de vista respecto al presente, constituye en este contexto un elemento de resistencia: va a contracorriente de la idealización de la novedad y la técnica.

Es revelador el interés de la estética contemporánea por la pedagogía y por el denominado arte «útil», esto es, un arte aplicado que no busca modificar una comunidad desde fuera, sino desde dentro, y que funciona como un engranaje de mediación entre los distintos sectores sociales. Frente a la crisis de las instituciones y modos de hacer tradicionales, y ante el poder casi omnímodo del mercado y de las industrias de la comunicación, esta práctica ofrecía una alternativa: debía generar formas y usos de difícil absorción, posibilitar, en palabras de Michel de Certeau, la proliferación de creaciones anónimas y efímeras y hacer que la gente siguiese viva y superase la dicotomía establecida entre arte culto y cultura popular.

El arte nos ayuda a alterar nuestra percepción del mundo y a replantearnos nuestra jerarquía de valores. Aunque esto es sustancial en cualquier época, lo es más aún en un período de crisis sistémica. Una de las dificultades del arte actual consiste en que la experiencia estética a menudo nace cooptada. Para ser efectiva, hoy más que nunca, cualquier acción artística ha de generar ámbitos de disenso y favorecer la movilización de la gente anónima. Un arte excesivamente útil, que abogue por el consenso, corre el riesgo de convertirse en un nuevo idealismo o en una simple excusa para abrir mercados y, de paso, cancelar cualquier probabilidad de ruptura. El Homeless Vehicle (1987-1989) de Krzysztof Wodiczko se erigió muy pronto en un referente del activismo artístico porque hacía explícita la necesaria (in)utilidad del arte contemporáneo. Wodiczko no diseñó este objeto con el fin de que fuese un producto habitual de la vida cotidiana, tampoco para que hiciese posible una sociedad conocida de antemano. La visión de centenares de vehículos empujados por personas desahuciadas, recorriendo las calles de Manhattan, reflejaba, por el contrario, la realidad distópica de un mundo donde cada vez somos más extraños a nosotros mismos.

A pesar de que respondía de un modo muy crítico y ácido a las políticas neoliberales de la administración Reagan en Estados Unidos, el Homeless Vehicle no era un prototipo pensado para un «mundo mejor», sino ideado como un instrumento para cuestionar y superar la insoportable realidad de un presente que no reconocemos.

El arte tiene una evidente dimensión política. En los últimos años, por ejemplo, se han establecido vínculos muy estrechos entre museos y crecimiento inmobiliario, arte y capital financiero, imagen y poder. Las formas de organización, estructuras y dispositivos de las diferentes entidades culturales responden, sin duda, a una determinada ordenación del poder. Ahora bien, no hay una transmisión directa entre el extrañamiento que provoca el arte actual y la movilización social. Cuando el arte quiere anticipar el efecto de sus acciones, cuando ofrece soluciones y respuestas en lugar de incertidumbres y preguntas, cuando se presenta como éxito y no como fracaso, se trastoca en una figura retórica, una forma novedosa de estetización. El equívoco de un arte (no realmente) útil reside en no entender el hecho artístico como un significante enigmático, en no reconocer la materialidad e incluso la opacidad de la obra de arte, cuya complejidad y negatividad sirven para crear espacios de difícil absorción. No pasamos de una conmoción estética a la intervención política. Pasamos, como diría Jacques Rancière, de un mundo sensible a otro mundo sensible que define otras tolerancias e intolerancias.2

1.Rosalind Krauss, A Voyage on the North Sea. Art in the Age of the Postmedium Condition. Londres: Thames and Hudson, 1998.

2.Jacques Rancière, Le Spectateur émancipé (2008); El espectador emancipado. Castellón: Ellago, 2010, p. 70.

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