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LA RAZÓN POPULISTA

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Solo pude asirla rápidamente, porque, mientras hablaba, la odiosa y vil presencia continuaba nítida e impávida. La aparición había durado un minuto y duraba aún mientras yo persistía –presionando a mi colega empujándola hacia ella, presentándosela a ella– en señalarla con el dedo:

—¿No la ve usted como nosotras la vemos? ¿Quiere usted decir que no la ve… ahora? ¡Pero si refulge como una llamarada! ¡Pero mire usted, buena mujer, mire!1

HENRY JAMES

Quien habla es la institutriz, la preceptora cuyo nombre desconocemos y que constituye la voz única del relato de Henry James Otra vuelta de tuerca. En esta novela, el autor norteamericano nos sumerge en un mundo de terrores e incertidumbres, causados por la existencia de una presencia amenazante en la casa que habitan la protagonista y sus allegados. El texto concluye con una duda atroz y desoladora: sus personajes sospechan de la veracidad de su propia existencia, intuyen que quizás son ellos el fantasma que los amenaza; y que el otro, el que se aparece como una figura etérea, es real. Publicada hace más de un siglo, la novela de James sigue siendo de gran actualidad. Desde las posiciones políticas más establecidas se acusa a los que se indignan contra las injusticias sociales de sabotear la convivencia democrática, de no respetar sus reglas. La dureza con que el gobierno turco reprimió en 2013 la ocupación de la plaza Taksim es un ejemplo. Pero ¿y si fuese al revés? ¿Y si fuesen los responsables de estas instituciones quienes estuviesen actuando contra la democracia y el individuo?

El arte siempre ha mantenido una relación ambigua con el poder. Ha sido esa misma ambigüedad la que le ha permitido escapar a la razón utilitaria o a los diversos tipos de instrumentalización de que ha sido objeto a lo largo de la historia. Una pintura religiosa de Caravaggio o un retrato real de Velázquez tenían una función pedagógica y de representación. Pero también son en sí mismos un significante enigmático, un elemento relacional que favorece las derivas, provoca la multiplicidad de significados y dificulta e impide su absorción. Del mismo modo, aunque en un principio las facciones conservadoras de la sociedad burguesa recelaron de las vanguardias artísticas, con el tiempo sus planteamientos transgresores llegaron a ser tolerados. Eso sí, siempre que estos se hallasen circunscritos a unos límites discursivos e institucionales muy concretos. El museo era uno de esos recintos. Al separar las obras de su realidad histórica y social, constituía un lugar privilegiado en el que antagonismo y divergencia devenían afirmativos a través de un proceso de canonización, estetización y aun inversión de sus significados. La crítica institucional, que algunos artistas desplegaron en los años sesenta, se opuso a tal asimilación, intentando crear fisuras y espacios de resistencia en el propio sistema.

En las últimas décadas, el arte moderno ha sido objeto de todo tipo de presiones, dirigidas a su transformación en mercancía y a la consiguiente pérdida de su carácter crítico y de anticipación utópica. Como decía Benjamin Buchloh en un artículo publicado en Artforum, la radicalidad se ha convertido en su opuesto, una condición de entropía estética universal.2 La última edición de Unlimited,3 en la Feria de Basilea, fue un buen reflejo de esta actitud: piezas descontextualizadas, vídeos de corta duración y una grandilocuencia que recordaba al arte pompier de finales del siglo XIX. Un bicho gigantesco de Lygia Clark, situado a la entrada del pabellón, era una prueba palpable de cómo la agudeza de una artista genial se transformaba, en manos de un mercado sin escrúpulos, en una broma de mal gusto. La experiencia estética ya no es solo una actividad liberadora, una apertura a nuevos mundos, sino la ratificación de un orden establecido. Se ha asimilado la práctica artística a la cultura de consumo y, debido a la creciente precarización de la crítica, los parámetros de evaluación y distinción se desvanecen de una manera alarmante. El resultado es ese «todo vale» tan popular en algunos sectores del arte contemporáneo. Estos perciben la existencia de un juicio o propuesta discursiva como una agresión a un supuesto pluralismo estético, que es otra manifestación de ese capitalismo avanzado que reduce cualquier expresión estética a un producto indiferente e intercambiable.

Más de 700.000 personas visitaron, en apenas unos meses, la exposición retrospectiva que el Museo Reina Sofía organizó en 2013 sobre la obra de Salvador Dalí. Muchas de ellas sufrieron pacientemente colas de hasta dos horas para poder acceder a las salas. Junto a Picasso, tradición y vanguardia y la dedicada a Antonio López, esta fue la muestra más popular promovida por el museo. Se situó en la línea de exposiciones como las dedicadas a Velázquez y Monet en el Prado, o Hopper en el Thyssen, por mencionar solo algunas que se han celebrado en los últimos años en Madrid. ¿Qué hace a estos artistas populares? ¿En qué consiste su popularidad? Aunque entran en juego toda una serie de factores, en el caso de Dalí habría que destacar dos. El primero tiene que ver con la implosión de un mercado artístico que ha convertido al arte moderno en un valor de refugio, alcanzando precios que hace unas décadas eran inimaginables. Como es lógico, se arropa la inversión económica con ingentes campañas de comunicación que mueven a la gente a interiorizar la oferta del espectáculo como una necesidad. Los autores y sus obras se convierten en marcas de consunción rápida. Dalí, al igual que Picasso, Miró, Van Gogh, Monet y otros, forma parte de un universo imaginario de creadores que conocemos y en los que nos reconocemos. En segundo lugar, Salvador Dalí fue un precedente de Warhol en su percepción del papel central que los medios de masas habían adquirido en la sociedad contemporánea. Ambos entendieron que son las industrias de la comunicación las que determinan nuestras subjetividades y no dudaron en utilizar sus recursos hasta el paroxismo. Si la razón instrumental (la utilización de la razón con el fin último de obtener un beneficio) sustituyó a lo largo del siglo XIX a la razón histórica (la razón como elemento de liberación), podríamos concluir que la razón populista es, en estos momentos, hegemónica. Esta se caracteriza por el deseo de dirigir nuestra atención hacia lo que está exento de interés y presentarnos como novedad lo que hemos visto hasta la saciedad.

Sabemos que el poder no se encuentra ubicado fuera de la sociedad, en una instancia superior a ella, sino que se sumerge en el entramado de nuestras relaciones personales. El hecho de que estas se hayan cosificado y carezcan de sentido tiene que ver con un ordenamiento colectivo que, embruteciéndonos, nos utiliza. Un mundo de consumidores se organiza por impulsos muy similares a los de la masa que describía Canetti,4 muy distinta de la multitud que ocupa las plazas. En el seno de la masa, los individuos excitados que la constituyen no forman un público propiamente dicho. La masa es una amalgama no reflexiva, compuesta de subjetividades a medias, de personas sin perfil que se reúnen alrededor de un líder, héroe o ídolo, y se identifican con él. Sus actos tienden a la sumisión, no a la emancipación.5 De ahí que no necesite de la voz de un artista o de un intelectual que cuestione su mundo. Intuye con claridad lo que quiere, y no necesita de un juicio exterior que la interpele. Todo juicio u opinión contraria se perciben siempre como un peligro y suscitan todo tipo de recelos.

El artista y el intelectual modernos representaban al sujeto libre, la conciencia universal que se oponía a aquellos estamentos que estaban al servicio del Estado o del capital. Su libertad procedía de la autonomía relativa del arte. En la actualidad, sin embargo, la práctica artística se halla cada día más integrada en un sistema en el que el conocimiento ya no nos pertenece. Se nos expropia constantemente nuestro trabajo intelectual, nuestras propias experiencias son ahora susceptibles de ser transformadas en mercancía. La porosidad entre los planteamientos críticos, la actividad del intelectual y del artista y aquello que promueven las industrias de la comunicación es cada día más intensa, alcanzando en algunos casos cotas de cinismo y perversidad desconocidas hasta hace bien poco. Cuando nuestra investigación de años, realizada con dinero público, acaba siendo objeto de especulación en manos privadas, nos damos cuenta de que, por desgracia, nuestro trabajo contribuye a asentar aquello que criticamos. Asimismo, cuando deseamos generar espacios gestionados y financiados al margen del Estado, nos entran dudas de si no estaremos participando en la privatización general que defiende el capitalismo avanzado, asumiendo una labor y unas responsabilidades que el Estado no quiere ejercer porque no se consideran rentables. Como en la novela de Henry James, quizás sea cierto que todos somos a la par nosotros y el otro, los vivos y el fantasma.

El papel del intelectual no puede ser ya el de situarse «un poco en avanzadilla o un poco al margen» para mostrar la verdad al resto de la humanidad. Se trata de luchar contra las formas de poder allí donde este es simultáneamente objeto e instrumento: en el orden del «saber», de la «verdad», de la «conciencia», del «discurso». Como nos recuerda Foucault, el poder y el mercado se organizan a partir de una red de influencias y relaciones que son globales y totales. Frente a esta práctica, surge la necesidad de respuestas fragmentarias y locales. «No tenemos que totalizar lo que es totalizado por parte del poder, ya que no podríamos totalizar de nuestro lado más que restaurando formas representativas de centralismo y de jerarquía.»6 Así pues, si algo une hoy al artista, al crítico y al curador es la urgencia de la autorreflexividad y de planteamientos específicos. El bufón de Filliou, cuyos juegos se escapan a la razón instrumental, el poeta melancólico e irónico de Broodthaers, o el autor crítico de Haacke o Asher son ejemplos de modos de hacer que rompen las barreras existentes entre el trabajo del intelectual, del artista o del gestor. Escapan a la lógica totalizadora del mercado y se acercan a aquello que el mismo Foucault denominaba intelectual específico. Y lo consiguen porque sus obras no ansían producir valor, ni obtener ningún beneficio contable. Tal vez esta sea la gran posibilidad de crear espacios de resistencia y libertad en una sociedad que ignora aquello a lo que no le encuentra utilidad, que no sirve.

1.Henry James, The Turn of the Screw (1898); Otra vuelta de tuerca. Madrid: Siruela, 2012, p. 141.

2.Benjamin H. D. Buchloh, «Farewell to an Identity», Artforum, vol. 51, núm. 4, diciembre de 2012, pp. 253-261.

3.Art Basel, 2013.

4.Elias Canetti, Masse und Macht (1960); Masa y poder. Barcelona: Muchnik Editores, 1977.

5.Peter Sloterdijk, Die Verachtung der Massen (2000); El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna. Valencia: Pre-Textos, 2001, pp. 13-14.

6.Michel Foucault, «Pouvoir et Stratégies». Entretien avec J. Rancière (1977), Dits et Écrits (1954-1988), III (1994); Estrategias de poder. Madrid: Paidós, 1999, p. 111.

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