Читать книгу La vida tangencial - Manuel José Díaz Vázquez - Страница 7
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Me estiré en el catre esperando las primeras manifestaciones del envenenamiento o lo que fuese, pero, sin la menor duda, era la antesala de la muerte, si a los interrogantes muelles del colchón no se les ocurría primero ponerme en órbita como a aquella perrita rusa, Laika, o atravesarme como a una aceituna de cóctel, con lo que el hecho se precipitaría inexorablemente. Por lo visto, las expectativas no eran muy halagüeñas mirase hacia donde mirase…
La buhardilla ardía, incendiada de calor, y el ocaso comenzaba a absorber la luz que huía por la ventana abierta de par en par. Las diez menos diez serían, o las 9:50 p.m. ¿Qué significaba p.m.?: ¿poco más o menos?, ¿pasada la merienda? Para mí, las abreviaturas en general eran como el lenguaje suajili. Este, si acaso, más comprensible: simba, león; bwana, señor, jefe; kiboko, hipopótamo… Lo sabía por las películas de Tarzán de los monos que emitían los sábados por la tarde a la hora de la siesta. Los porteadores decían todo el rato: «Sí, bwana», mientras caminaban con garbo acelerado y medroso por los senderos frondosos llenos de peligros. Valles de sombras de muerte dibujados a lápiz y a tinta china en el corazón del África. Eran como la etiqueta del Cola Cao, pero en blanco y negro. Siempre los primeros en morirse. Rugido de león y negrito zampado por simba. El león de la Metro bostezaba y un par de esclavos menos antes de empezar la película. La gata de la casa decía ¡miau! y toda la fila corriendo despavorida soltando los paquetes del vivac. Si no se daban de frente con las fauces de un tigre o de una pantera, se metían de lleno en una laguna de arenas movedizas que parecían puré de lentejas… Todo esto me ponía los nervios de punta, y los gritos de Johnny Weissmüller y los saltos y la risa histriónica de Chita (¡por favor!, ¡que le diesen un tranquilizante! ¡Una caja de Optalidón!), no contribuían a calmármelos, sino todo lo contrario: me enervaban cada vez más, pero, aun así, no dejaba de ver la televisión situada en una esquina del techo («¿Cómo demonios había llegado hasta allí el aparato? ¿A través de una escalera o de una grúa, o por arte de magia?», solía preguntarme en esas horas somnolientas, horas de gelatina). Al final el sueño me vencía y acababa debajo de la mesa del comedor durmiendo a pierna suelta, mientras pensaba también: «¿Qué les darían a los negritos extras de las películas como pago por su trabajo?: ¿un bocadillo de salchichón y una Coca-Cola?, ¿unos espejos y unos abalorios?...». De vez en cuando oía el extenuante (sobre todo para los demás) grito de Tarzán de los monos que sonaba a un eterno bostezo en la difusa distancia: ¡Aaaahhhh! (aquí una onomatopeya de trescientas palabras)… Mi padre comentaba: «Es una película de la Metro, es buena». Acto seguido se quedaba dormido para corroborarlo. Y mi madre calcetaba un jersey blanco de lana sin prestarle la más mínima atención a la televisión…
Reparé que el tocadiscos de maleta seguía girando desde el piso carcomido, a 33 r.p.m. (había decidido no especular acerca de su significado). El disco de Paul Simon se había acabado y la aguja iba y venía entre dos centímetros de surcos, crepitando incansablemente en su viaje de ida y vuelta como una vieja sartén llena de aceite salpicada por gotas de agua. Dicho movimiento poseía cierta atracción hipnótica: el vaivén del péndulo del tiempo existencial en un círculo vicioso de vinilo (que parecía charol aplastado). Decían por ahí (por ahí decían muchas cosas) que la vida era un suspiro, una abreviatura en la eternidad, que era inconcebible la brevedad de la existencia… Que pensabas por un instante en las musarañas y cuando eras consciente (si llegabas a serlo en algún momento) ya habían pasado diez o trece años, ocho meses y veintiséis días, por ejemplo, o como decía el Ulises: «El viento se llevó veinte años»… El tiempo implacable, el tiempo impasible y sentado en un cómodo sillón orejudo, en zapatillas y bata, fumándose una pipa y bebiendo un brandi al calor de la chimenea, dejándose pasar a sí mismo despreocupadamente. Sin embargo, en mi inconsciencia juvenil, todo esto me parecía remoto, y daba por hecho que me quedaba mucha vida por delante, casi tanta como la de la tortuga de no sé dónde, que podía llegar a vivir doscientos años o más (se tomaba la vida con parsimonia filosófica, lentamente)… hasta este momento de angustia inesperada e inefable que me mantenía expectante, tirado en el colchón de muelles poco fiables y altamente peligrosos, esperando unos indicios terribles que podrían ser el inicio de mi fin.
Bien es verdad que, en mi caso particular, no era el tiempo, apisonadora efectiva, cuya rueda, a la postre, nos iba a atropellar a todos de manera incuestionable, sino ¡por un refrán bastante prosaico que le había oído decir a mi padre repetidas veces!: «Por la mañana oro, por la tarde plata, por la noche mata». Adiós a las grandes y rimbombantes poesías: Un soneto me manda hacer Violante, que en mi vida me he visto en tal aprieto… etcétera.
Había llegado a casa muerto de sed (de alguna manera ya estaba en el otro barrio), después de haberme pasado toda la tarde jugando al fútbol con aquellos cafres. Estoy siendo condescendiente. ¿Por qué seré tan comedido y educado? Cuando tengo ganas de fusilar a alguien –lo cual me sucede bastante a menudo–, enseguida me entran unos escrúpulos enfermizos que no sé de dónde proceden y retrocedo avergonzado a cualquier rincón apartado para rumiar mi falta de determinación y convencerme a mí mismo de que esa es la mejor decisión, que pasar a la gente por las armas es un procedimiento de bárbaros y pretéritos tiempos por mucho que lo desease. Pero esto no me consuela; me gustaría, al menos por una vez, cruzar esa frontera y experimentar lo que se siente desde la otra orilla. Seguramente no tengo remedio y todo esto son solo malabarismos mentales de un pusilánime de tomo y lomo, ejercicios que me llevarán, como siempre, a la inacción desesperante. ¿Por qué no seré como aquel diplomático de una novela policiaca de Chesterton que en un momento dado perdió toda su diplomacia e hizo no sé qué que impresionó a todos por lo atípico de su conducta, dado que era de mansa condición y sosegado carácter? No recuerdo bien lo que había hecho, y muy probablemente me vaya por los cerros de Úbeda, pero era algo así como haber asesinado a alguien después de arrancar un sable de una panoplia (de cedro libanés) colgada en el salón de la casa del comisario de policía, sabueso anfitrión de la velada en la que se servía refinado whisky escocés y unos canapés exquisitos que ahora no recuerdo cómo se llamaban ni de qué estaban elaborados, pero que, desde luego, no eran los bocadillos de salchichón que les daban a los extras de las películas de Tarzán y que solía zamparme yo también a la hora de la merienda untados con Nocilla.
Cada cierto tiempo, variable según la trayectoria vital y circunstancial de cada quien (me refiero a las personas de temperamento parecido al mío), una vez por semana sería lo ideal, una buena salida extravagante de tono, por higiene mental, para restaurar el equilibrio emocional perdido (punto extrañamente desconocido), debería ser recomendada por cualquier médico o psicólogo que se preciara y que tuviera noventa y dos títulos colgados de la pared de la sala de espera de su consulta como tenía el nuestro, el de la familia (un día los conté por mero aburrimiento y mero nerviosismo), mezclados con unas láminas que reproducían cuadros impresionistas de Van Gogh y Renoir… Allí todo olía a naftalina, a pipa, a cuero y a seriedad, y al recuerdo de sus manos frías cuando me miraba por los rayos X en la tierna infancia: «Veo un ganglio en el pulmón del tamaño de un guisante o de una lenteja. Es tan pequeño que no lo veo. Dos meses de reposo y muchas legumbres». Un bostezo a lo Tarzán mientras hacía unas recetas. Y me puse como una albóndiga…
¿Sería capaz, si fuese elegido para formar parte de un pelotón de fusilamiento, de apretar el gatillo? ¿Cerraría los ojos en el postrer momento si tuviese que disparar so pena de que el fusilado fuese yo por negarme a hacerlo? La casuística general es interminable y agotadora, y los a priori del tipo “yo haría así o asá”, son castillos en el aire, y, por otro lado, tomar decisiones al borde del abismo produce vértigo de acantilado con rachas de viento y olor a salitre. Y la afamada introspección, tan sobrevalorada, te lleva, en su exceso, al egocentrismo, punto en el que estamos la mayor parte de las veces, y que, por regla general, va engordando como un pavo escogido para la Navidad con el paso del tiempo. El ego es un glotón redomado que nunca se sacia…, la elevación de uno mismo a la enésima potencia.
En absoluto poseíamos el concepto de juego colectivo e ignorábamos la más elemental táctica futbolística. Aquello era el caos en su faceta más exagerada y que dejaría pálidos al anarquismo más radical y a las huestes bárbaras de Atila, el huno. Íbamos, era consciente de ello, detrás del balón como cosacos detrás de un barril de vodka, con un frenesí insólito digno de estudio antropológico (hay tratados que reflexionan sobre asuntos de menos enjundia). Todo el tiempo tuve la impresión de que ni siquiera había porterías, así que me quedé estupefacto cuando alguien comentó, en un momento dado, que el resultado del partido era de 4-2, acotación que provocó disputas sinnúmero porque cada cual comenzó a decir un marcador diferente conforme a su criterio. El colmo del subjetivismo. Luego me fijé en unos montículos de ropa que semejaban tener vida propia, porque cambiaban de posición de forma sorprendente, como si fuesen transportados por unos gnomos o enanos sin dirección fija, errando por el desierto verde como los israelitas por el Sinaí. Además, para mayor confusión, en aquella amalgama de camisetas no distinguía ni a los de mi propio equipo, ya que cada cual vestía a su aire filibustero, incluido yo mismo. De hecho, tratando de buscar una referencia en semejante batiburrillo, una estrella polar en aquel conglomerado multicolor, pregunté tres veces para intentar reconocerlos y ubicarme en la pradera: «¿Tú eres de mi equipo o del otro?». «¿Y de qué equipo eres tú, espabilado?», me respondían, con lo que entrábamos en una espiral tan absurda que me llevaba a pensar que todos estábamos locos de remate, pensamiento que se incrementó cuando uno que yo no conocía, un muchacho con cara de que le gustaban mucho las matemáticas y los barcos de vela (esta apreciación es absurda, pero me lo pareció por la forma de su nariz), apuntó con no poca seriedad analítica: «Creo sinceramente que aquí hay más de dos equipos reglamentarios». ¡Enjambre de piratas! ¡Hasta me pareció ver una pata de palo! (en realidad resultó ser un calcetín de color naranja que llevaba Nemesio Lema, lo que le valió el mote de Pierna de Butano). Al escuchar dicho comentario, el de que había un exceso de jugadores, me esforcé por contarnos, tarea nada sencilla dado el movimiento incesante y que los colores iban y venían en carrusel inagotable; al fin, con no pocas dudas, me pareció contabilizar hasta veintiséis diferentes (conmigo veintisiete), pero no pondría la mano en el fuego, ya que la confusión existente era mayúscula, tales cuales debieron ser las revoluciones mexicana y francesa en sus respectivos apogeos. Creo que ni antes ni después volví a sentir semejante desconcierto por falta de ubicación existencial, aunque no sé, probablemente hubo más veces o nunca estuve en mi sitio desde un principio…
Todos bramaban como carreteros, como un ejército desordenado a la carga furibunda, con una visceralidad tan apoteósica, que, seguramente, la toma de La Bastilla fue menos volcánica en comparación.
Permanecí unos segundos indeciso, pero por eso de “cuando no puedas con tus enemigos, únete a ellos” y por contagio, o acaso por debilidad, todo hay que decirlo, creo que yo también me puse a gritar a todo pulmón algo parecido a: «¡Me cago en San Petersburgo! ¡Yo no pierdo ni al parchís! ¡No me seáis tiquismiquis, carajo!», y algunas cosas más que, por vergüenza, no apuntaré. No estoy orgulloso de esta retahíla ni de la vehemencia exhibida en ese punto, pero en mi descargo diré que no puedo afirmar con rotundidad que todo eso saliese de mis labios. Igual fue un sueño o un deseo escondido en el subconsciente. Posiblemente, en el fondo, quería ser, al menos durante un breve tiempo, como ellos, y ganarme la respetabilidad a mordiscos, entrar a saco en la lucha por asumir el poder del grupo, pelear sin reglas por la admiración de la pandilla, ser un líder nato de las desconcertadas huestes adolescentes…
Eran estos, a pesar de todo, elevados pensamientos, casi heroicos, pero, lo más probable, atendiendo a la lógica de mi carácter, dado a la pusilanimidad y a la imaginación tragicómica, presumiblemente todo fuera una alucinación debida al calor o un delirio mental como los que me provocaban la Trigonometría o la Química (cuando recuerdo los exámenes de estas dos asignaturas se me revuelve el estómago y tengo que tomar sal de frutas Eno a paladas). Todo ello me provocó un impulsivo deseo de estar solo, así que, opté por aislarme, alejarme por la banda, meditar en la quietud del prado como un ocioso grillo solitario, como una vaca apartada rodeada por el bucolismo de la tarde crepuscular y cálida, fundirme (no era difícil, dado el calor) en el paisaje, evadirme con los pensamientos ocasionales que revoloteaban por la mente como palomas en una plaza pública alrededor de la estatua de un renombrado prócer del que nadie recuerda ya sus hazañas, resguardándome con ello, de aquel vendaval de carreras, gritos y balonazos sin sentido, en un córner lindante al universo.
No se presentaba fácil la tarea, empero. Estaba embebido en la contemplación de una araña funámbula, la cual tejía las tangentes de su tela entre dos eucaliptos que a la vera del campo se encontraban, cuando escuché a mi espalda: «¡A ver si te mueves, sabandija!». «¿Era a mí?». No me di por aludido, no tengo por costumbre volverme así, sin más, sé mantener mi dignidad, aunque el concepto sea en sí mismo un tanto farragoso, escurridizo, volátil. Veamos, ¿qué es la dignidad? (soy un manantial de preguntas); la dignidad, en un principio, es una fuente de conflictos, tan subjetiva y voluble, producto, acaso, de una sensibilidad exagerada, consecuencia de nuestra vanidad atmosférica y estratosférica y que depende de nuestra capacidad para sentirnos ofendidos en función del concepto que tengamos, precisamente, de nosotros mismos… Y yo ofendido ya estaba desde el principio, casi desde antes del insulto, casi desde la mismísima noche de los tiempos porque yo me tenía en alta estima (casi tan alta como los eucaliptos, que medían unos cuarenta metros), así que respondí: «¡Cállate, mequetrefe al cubo!». Estas salidas demuestran nuestra personalidad, nuestro ingenio, y nos retratan como figuritas de mazapán. Yo era amante de los buenos insultos por parte de padre. «No se debe insultar, pero si lo haces por un motivo inevitable, hazlo bien, con gracia, originalidad y gusto, escapando de las groserías, hijas de las mentes vulgares», me aconsejaba mi progenitor muy sensatamente.
De toda maneras, el mequetrefe creo que no me oyó porque se lo había dicho en voz baja, en un susurro, casi para mí mismo, y seguramente, más valió así, puesto que por el rabillo del ojo había atisbado sus dimensiones y me hice al instante una composición de su estructura corporal, habilidad esta, la de hacer un croquis fisonomista inmediato, que puede resultar altamente provechosa, ya que, si por una espontaneidad demasiado llana te da por insultar a un armario ropero o a un paquidermo descomunal, pues… Es aconsejable que mires bien a quien injurias antes de emitir un insulto, por excelente que este sea, vislumbrar en segundos la complexión del contrincante, porque te juegas los dientes…, aunque he de decir también que, en determinados momentos, muy especiales eso sí, vale la pena jugarse la nariz si el insulto lo merece, cosa que hay que sopesar en décimas de segundo…
Después del incidente, volví a mi esquina (no estaba muy seguro de haberme ido de ella) y me entretuve con el vuelo geométrico de una mariposa amarilla con puntos negros en sus alas –por otra parte, entretenimiento este, bastante común en las almas que se evaporan con facilidad– y la mente voló libre para pergeñar otras definiciones por mera simpatía y para tener la canana de los insultos llena para lo que fuera menester, por puro amor al arte (muchos años después me enteré que dicha actividad, la de insultar, era un arte genuino –que se lo pregunten si no a Schopenhauer–), y así, despreocupadamente, salieron en tropel distraído varios vilipendios en ristra de ajos o de cebollas: «polilla zurza», «zarigüeya anisada», «melón disecado», «paramecio pelado», «viruta cocida»…, hasta que, inconscientemente, me sumí en otros vaivenes mentales, olvidándome por completo de las incidencias del partido de fútbol, de la mariposa, de los insultos y del cálido paisaje que me rodeaba… e incluso de mí mismo: Ora veía al bizco Turpin en una escena de cine cómico con destartalados coches de la época que cruzaban sin ton ni son por unas calles repletas de tráfico y los policías de la Keystone en tropel de cardumen corriendo en todas direcciones y a toda velocidad, ora a mi abuelo bebiendo de una botella un líquido viscoso y blanco que era, al parecer, un laxante tremendamente efectivo (le dabas medio trago y tenías que volar al retrete), y luego, no sé por qué razón, acabé recitando para mis adentros un poema de Lope de Vega que había leído repetidas veces en el libro de literatura: «Un soneto me manda hacer Violante / que en mi vida me he visto en tal aprieto / catorce versos dicen que es soneto / burla burlando van los tres delante…». Aquí siempre me atragantaba. «¿Qué tipo de nombre era Violante?, ¿de hombre, de mujer, de color?».
Me despertó el silencio. Un silencio chocante de ondas paradójicas. Después de tanto grito, ese mutismo, que se fue introduciendo en mi cuerpo a modo de sensación extraña, me dio casi miedo, como si notase la presencia de un fantasma, y se hizo consciente mientras abría los ojos y observaba absorto la bóveda azul celeste de pisapapeles de cristal, cruzada, en ese instante, por una bandada de pájaros sin rumbo que, indolentemente, se entretenían haciendo filigranas inconcebibles en el aire denso de miel caliente: iban y venían, aparentemente sin lógica, lo que me recordó lo que estábamos haciendo nosotros…
Las copas de los eucaliptos cercanos se mecían suavemente, como arrobadas por una canción de cuna que el universo parecía entonar solamente para ellos. Todo resultaba muy lírico, flotante, ensoñador… como un saltamontes. Volví a cerrar los ojos, y el sol penetraba a través de los párpados: rojo, naranja, violeta… El universo del ojo. El ojo es todo un sistema planetario.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que esa calma insólita e insospechada se adueñara de mí. En verdad ya no oía las voces de los jugadores, de mis compañeros de murga, de los piratas titiriteros que despotricaban, hacía un rato, en la cubierta verde de un buque recién abordado, desmantelándolo todo y jurando como carreteros mientras se repartían el botín…
Al abrir los ojos otra vez, no sin cierta dificultad, los vi sentados en mitad del campo y los sonidos de sus voces vibraron de nuevo, tachonados por alguna que otra palabra malsonante, en la atmósfera espesa llena de calor (casi se podía morder como una galleta), como surgida de las fauces de un dragón del Medievo, y llegaban hasta mí en ecos dispersos: rachas de palabras taquigrafiadas, garabatos volantes, sílabas sueltas…
¿De qué hablaban esos beduinos? Sentados y acostados, solo tres o cuatro permanecían de pie, semejaban el relieve de un friso griego en el frontispicio de un templo de Atenas o unos árabes preparando el té caliente en el desierto del Sahara a la espera de alguna visita desorientada entre las dunas ocres… Me acerqué a ellos tangencialmente, dándoles la espalda de forma oblicua a los olorosos eucaliptos, mientras pensaba en el Vicks Vaporub, lo cual me produjo más calor… ¡De fútbol, hablaban de fútbol!, ¡pero qué originales eran! Se habían enzarzado en una discusión acerca de la valía de un delantero de moda, uno que saltaba mucho al rematar de cabeza. Se elevaba tanto que ponía en duda la propia ley de la gravedad. Alguien dijo que batiría el récord mundial de salto de altura si se lo propusiese, y luego se debatió acaloradamente si lo haría con el método de rodillo ventral o al estilo Fosbury. «Al estilo canguro, ¡me cago en la puta!», dijo Lolo Limón, acompañada, la expresión, con una risotada de hiena agresiva, llevándose el cilindro de un Ducados a la boca, la cual mostró un rictus de afectado cinismo, para después escupir entre sus dientes superiores hacia arriba en arco de fuente: «¡Tchild!». «¡Pedazo de atún!, y yo creía que los bucentauros se habían extinguido», pensé para mí en una ráfaga llena de inquina. Yo no tragaba a Lolo Limón. Había algo torcido, de poco fiar, en esa mirada torva, acechante, y en ese gesto contraído de su boca de gánster del tres al cuatro. En ese instante tuve ganas de fusilarlo…
Un marinero, que se había apuntado de forma insospechada al partido al pasar por allí (los cuarteles quedaban bastante lejos, por lo que cabía la posibilidad de que se hubiese perdido o fuera un espejismo producido por el sofocante calor), dijo que era pariente (¿los espejismos pueden hablar?), un primo me pareció oír, de un conocido exjugador del Zaragoza, de la primera división, de uno que había jugado en los mejores tiempos de ese equipo, cuando la delantera la formaban los 5 Magníficos (yo pensé que era el título de una película o la marca de un refresco) y Perico Estrella, para demostrar su vasta cultura deportiva (pudiese ser que estos dos términos fuesen contradictorios) se puso a recitar con entusiasmo inusitado: «Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra, ¡la hostia, qué buenos eran!». «Pero, ¡si tú no los viste jugar, gilipollas!», comentó con desagrado uno que yo no conocía, otro carácter cítrico, al parecer. Se llamaba Tito no sé qué, un tipo recio de espalda cuadrada de pila eléctrica y con cara de padecer hemorroides por el contraído rictus de mala uva en su cara de melón (¡qué me zurzan si no tenía cara de presidiario!)… «¡Me lo dijo mi padre, mamón de mierda! ¿Tienes algún problema?», reaccionó Perico, al que, aunque bastante bajo, no le faltaban agallas para afrontar cualquiera eventualidad existencial por muy torcida que se presentase. Tuvimos que separarlos porque se enzarzaban, después del rifirrafe de la lengua, con los puños. Bueno, yo no intervine, acaso dije a cierta prudente distancia: «¡Hombre! No os peleéis por tan poca cosa». Aunque pudiera ser que solamente fuese un pensamiento. (En aquellos lejanos tiempos, y aún hoy, lo que pienso y lo que digo no están siempre en fraternal armonía y, por momentos, los solapo y confundo como a dos huevos cocidos en un reconocimiento culinario).
Durante el juego, el marinero, que llevaba el traje blanco de verano, como lavado con Persil (parecía un heladero o un lechero de película o algo así), corría como un descosido de un lado para otro sin cansarse en ningún momento, en zancadas grandes que semejaban dejar (no sé si fue producto de mi imaginación, la cual me estaba dando grandes quebraderos de cabeza, o algo real) nubes de polvo como en los dibujos animados. Además, se llamaba Gonzalo, lo que me llevó a pensar, en un alarde significativo, en Speedy González, el ratón más veloz de todo México, y esa relación me trajo a la mente el nombre de Speedy Gonzalo, lo que a su vez me produjo una risa floja un poco exagerada, que corté enseguida por si alguien la notaba (aquí, de nuevo, reapareció la dignidad con gallardía de oropel). No supe en ningún momento, ni antes ni después del partido ni pasados los años, si el marinero pertenecía a mi equipo o no –bien es verdad que yo mismo tampoco supe quiénes eran mis compañeros hasta muy avanzado el encuentro, y solo fue un vislumbre momentáneo, una pequeña grieta por donde solo se podía colar una pequeña lagartija verde–, pero, aun así, le pasé el balón dos veces por generosa simpatía, acciones que no aclararon nada, porque en otras tantas, el susodicho soldado intentó quitarme la pelota, lo que me hubiese provocado gran admiración en otras circunstancias, pero dado el panorama tan confuso en el que nos encontrábamos, afirmaron mi sospecha de que todo aquello era un desaguisado de campeonato. Llegué a la conclusión de que el marinero disfrutaba del juego en sí, corriendo sin ton ni son detrás del balón sin más objetivo que el mero deporte, e incluso llegué a concebir que era realmente un espejismo… Luego se fue con cierta urgencia porque, según comentó, «quedaba poco tiempo para el toque de retreta», no sin antes preguntar cuál era el camino más corto para regresar al cuartel. Uno chiscó un ojo (fue el obtuso de Lolo Limón) buscando complicidad, y lo mandaron por el lado contrario, y se partían de risa cuando el marinero se volvió y agitó una mano en señal de amistosa despedida…
Mientras yo me devanaba el seso pensando en si avisarlo o no, de correr tras él y decirle que por allí no era el camino, sumido en un mar de dudas y posibilidades que me atolondraban como a un vulgar Hamlet, el mismo Lolo Limón comenzó a explicar con condescendencia (la hipócrita humildad de los soberbios, el escalón donde habitan los que se creen superiores): «La retreta es la última llamada, ¡coño!, ¡qué cabrones son los militares!, pero te haces un hombre, ¡carajo!, y aprendes a tirar con el cetme, ¡hostia!…», cada frase la adornaba con la guinda de un taco y lo decía todo sin dejar de escupir por entre los dientes superiores, ejercicios ambos –el de emitir palabrotas y el de soltar saliva–que representaban para él y para la mayoría una elocuente manifestación de virilidad. Cuantos más tacos soltabas y cuanto más escupías y más lejos, más hombre eras. ¿De dónde surgían semejantes teorías? (he de admitir, muy a mi pesar, que yo también, al menos durante un breve período de tiempo, traté de escupir con soltura y fuerza, pero más de una vez la saliva me cayó en la camiseta como si me hubiese babado, y decía algún que otro ¡coño! o ¡carajo! con la firme sospecha de que los soltaba a deshora y en circunstancias inadecuadas). Seguramente, a nadie le importaba la aclaración de Lolo Limón, pero este quería dárselas de listo y de mayor, de mostrar algo así como que era el corifeo del grupo, el adalid de las huestes de descamisados, en definitiva, un Pancho Villa de pacotilla (todo aquel que se cree rey necesita una camarilla de aduladores). Ninguno de nosotros había hecho la mili, incluido él, y permanecimos callados como ostras cerradas durante un par de minutos, posiblemente pensando en la vida militar y su ambiente vertical, hasta que Eladio Abuín, un carácter introvertido en grado sumo, soltó para nuestra sorpresa: «Dicen que te dan bromuro en las comidas para que no se te levante». El tono con que fue dicha la frase mezclaba una especie de melancolía y preocupación futuras, y fue como un pensamiento que se le hubiese escapado sin su consentimiento, en definitiva, algo extraño con cierto tinte perturbador, pero que provocó risas infinitas. «¿El cetme?», se escuchó en medio de las carcajadas, lo que redobló la hilaridad, que desembocó en comentarios múltiples: «Te lo ponen en el desayuno, en el café, en la sopa…, hasta en los bocadillos». «Es para que no pienses en las mujeres…». A mí, he de reconocerlo, el tema me producía una especie de corriente eléctrica con cortocircuitos dispersos por todo el sistema nervioso con solo imaginarme tomando un potaje cuartelero con el bromuro de marras (lo suponía como el laxante viscoso que tomaba el abuelo con fruición inconcebible)… La palabra en sí ya te ponía en guardia, sonaba a algo misterioso y peligroso a la vez: bromuro, bromuro… (¿Sería todo una broma?). No me había repuesto todavía de la impresión, cuando Nando Piñeiro dijo: «Y te ponen la vacuna contra el tétano». Otra palabra que me producía dentera. Pero, ¿qué era la mili?, ¿un nido de palabras extravagantes y raras que con solo pronunciarlas te provocaban pesadillas?
Milito Pardo deshizo el ovillo al preguntar, cambiando de asunto: «¿Escuchasteis Smoke on the water de Deep Purple?», y antes de que alguien contestase se puso a menear la cabeza, a tocar una guitarra imaginaria llevando el ritmo con sincopados movimientos del cuerpo y a cantar forzando la voz lo que parecía ser dicha canción: «Ssssmmmookeee ooonnn tthhhhhe wwwaaaaaatttteeeeerr, ffffirrrrreeee innnn thee ssskkkkyyyy…». «¿Fumando en el retrete?», apostilló otro, creo que Chano Seco, un verdadero manojo de nervios, nunca estaba quieto. Varios se habían unido a Milito en su actuación y aquello semejaba una bufonada medieval, sobre todo porque uno de ellos, Daro Martínez, llevaba una camiseta arlequinada y era el que más se movía (más que Chano, que era el demonio de Tasmania). Parecía de goma. La corte del rey de espadas…
Yo no tenía ni idea de quiénes eran los Deep Purple. Pero me cuidé mucho de decir nada porque no quería pasar por ignorante y ser el centro de la mofa de los cortesanos y plebeyos.
Las conversaciones se multiplicaron en diversas y rápidas reproducciones celulares: «El otro día maté cuatro ratas con mi escopeta de balines de copa. ¡Cómo gritaban las desgraciadas!», comentó Toño Moreno, que era un experto en caza menor: ratones y roedores en general. Después de verlas entrar en su escondite, se apostaba pacientemente con su escopeta marca Gamo, y a los quince o veinte minutos, que era el tiempo aproximado en el que volvían, estadísticamente hablando, a asomar la triangular cabeza gris por el agujero de su guarida, les metía un perdigón –que almacenaba en su boca como si comiese caviar iraní– en el botón del hocico del animal, les fulminaba el centro del bigote de una certera tacada. Un francotirador de primera que aseguraba que Lee Harvey Oswald no había asesinado a Kennedy, que era imposible, que tendría que haber sido un trabajo en equipo, una conspiración muy bien entramada con varios pistoleros en el ajo… Nadie dudaba de que tenía razón. Estuve a punto de pedirle que hiciese una incursión por mi buhardilla para que acabase con un ratón que me tenía harto –si bien he de admitir que vivía en el mencionado lugar antes que yo–, y que se permitía muchas libertades en la estancia, tantas como Pedro I por Huesca. Nico Godoy, seguramente influenciado por el comentario de Toño Moreno, se puso a imitar al gato Jinks: «Mardito par de roedore…». Nico era un portento en las imitaciones. La que hacía del crítico de cine Alfonso Sánchez era excelsa. Lo clavaba, ¡vaya que sí! Y no le iba a la zaga con la de Félix Rodríguez de la Fuente. Se le suponía gran capacidad de observación, ya que la imitación no era solamente verbal, sino que también era gestual. Yo permanecía embobado ante semejante despliegue artístico que nos hacía reír hasta las lágrimas.
Dos continuaban: «Yo tengo el doble casete de Made in Japan». «Me lo tienes que dejar para grabarlo o te doy una cinta virgen y…». «Ni lo sueñes, gilipollas, ya te presté una de los Rolling y todavía no me la has devuelto…». «Tú en la vida me has prestado nada, mamón de mierda…»… En otro grupo se hablaba de ejecutar un robo de bastante envergadura: se trataba de descolgar la campana de la torre de una ermita vecina, cercana a la ribera, y que la mayor parte del tiempo parecía estar abandonada. «Al peso nos la pueden pagar bien en la chatarrería», indicaba con determinación Bartolo Monzón. «No es mala idea, no señor. Solo le veo un problema: que la condenada campana pesa bastante y para bajarla de allí se necesitaría una grúa», apreció Beni Carregal, que se parecía en su fisonomía a un cuervo mojado… Insospechadamente, Bartolo sacó del bolsillo trasero de su pantalón de deportes un papel doblado. Al abrirlo, vimos un croquis de la ermita y de la campana, unos dibujos que semejaban una polea, unas maderas con medidas, y una, creí ver, carretilla diseñada a escala (a mí todo me pareció un esquema de uno de los inventos del profesor Franz de Copenhague, del TBO), y explicó someramente que en una hora se podía desmontar el artilugio, y que con tres voluntarios más la cosa sería coser y cantar, pero que había que buscar un comprador más alejado, ya que de venderlo por la zona, se correrían riesgos innecesarios y la policía, a pesar de que eran unos mantas, podía tener indicios, evitables con un poco de inteligencia… Lo dijo todo con tal seriedad, que nadie dudó de que lo iba a llevar a cabo con ayuda o sin ella. Creo que a algunos la posible realización del golpe nos produjo cierto desasosiego y nos apartamos discretamente, pero allí quedaban media docena discutiendo el plan con sus cabezas arracimadas en torno al papel…
Cuando menos lo esperaba, oí la voz de Marino Peña: «¡Eh, tú, torrija, que vas con nosotros!» y me refrené de soltarle un par de definiciones de las que había preparado. Y llamando con energía a unos cuantos elementos dispersos por la campiña, comenzó a arengarnos («seguramente vamos a reanudar el partido», pensé yo), y así, alzando la voz como aquel general francés en no sé qué batalla, dijo: «¡Soldados: Estáis bien vestidos y alimentados, y cada uno sabe el lugar que ocupa y lo que tiene que hacer, así que como alguno falte a su deber, lo fusilo sin ceremonias previas!». Bueno, Marino no aludió a lo militar y su discurso no estaba condimentado con referencias a la ropa o a la dieta, sino que iba al grano de manera prosaica y sin ambages: «Como no corráis os meto un palo por el culo», y acabó, magnánimo, dándonos la mano a cada uno como para infundirnos ánimos después de la postrera amenaza, con una sonrisa animosa que dejaba ver sus dientes blancos que contrastaban con su piel morena curtida.
Por primera vez en toda aquella tarde pude vislumbrar a los integrantes de mi supuesto equipo, así que me esforcé por retener sus caras y sus vestimentas… Marino fue el que me había ido a buscar a casa con la idea de saber si estaba disponible para jugar el partido («¿por qué le haría caso?»), y me había comentado que el balón era de reglamento, de la segunda división nacional de liga, puesto que el domingo pasado, cuando su hermano y él intentaron colarse en el estadio, con la sana intención de ver y animar al equipo de la ciudad que jugaba un partido muy importante (equipo, por otro lado, que solo ganaba cuando llovía, cuando el campo estaba encharcado), y no pudiendo lograrlo, mohínos y decepcionados, camino de regreso, observaron cómo un balón salía del recinto amurallado como caído del cielo, y que, sin pensárselo dos veces, en lugar de devolverlo, lo cogieron y se pusieron a correr a toda mecha (según su expresión)… O sea, que estábamos jugando con un balón robado. Esto también me preocupaba, y no poco, casi me martirizaba la idea de que en cualquier momento pudiese aparecer la Policía Armada (los Grises, como eran conocidos) exigiéndonos la devolución del cuero, más una posible multa por daños y perjuicios, amén de unos cuantos días, sin especificar, en chirona, por robar propiedad ajena, con el cargo añadido de que el objeto del delito pertenecía a una institución de renombre en la ciudad (la de la novela). En este punto reflexivo (que se produjo cuando íbamos hacia el campo, a las afueras, mientras Marino me lo comentaba con grandes muestras de satisfacción), mi imaginación se incendió: estaba convencido, enervado por los temores, de que en la cárcel (nadie nos libraría, ni presentando instancias y pólizas en las ventanillas de la burocracia) nos darían tormento, nos tendrían a pan y agua, y que habría, en las celdas, miles de ratones que nos harían la vida imposible, plaga que ni diez mil Morenos o Rubios serían capaces de erradicar, ya que sería peor que las langostas de Egipto. Con el agravante de que, seguramente, dadas las circunstancias del régimen político en el que vivíamos, nos mandarían copiar en un encerado inmenso unas miles de veces una frase que nos recordara nuestro crimen manifiesto (yo, al jugar, era cómplice): «No se roban los balones ajenos, máxime si son del equipo de la ciudad, ya que nos representa por esos mundos, y sabiendo, además, que es un club más bien tirando a pobre, con lo cual el delito se agranda hasta proporciones descomunales, etcétera». Y la frase continuaba, larguísima… No pude, en toda la tarde, sacudirme ese malestar y miraba alrededor por si aparecía una grillera con unos cuantos números para darnos lustre y llevarnos a las frías mazmorras.
No obstante, ciertamente la charla de Marino dada al grupo me sirvió para reconocer a mis compañeros de equipo. Identificarte con y pertenecer a un conjunto, por muy extravagante que este fuera, te daba cierta tranquilidad (la cual necesitaba) y salí reconfortado de la arenga (¿dónde estaba mi autoestima?). Pero una vez comenzado el partido, la segunda o la tercera parte del mismo, se deshizo el orden en un santiamén, y el caos regresó en todo su esplendor de vorágine polícroma: aquello era indescifrable, una barahúnda descomunal, los bolcheviques a la hora punta, y solo veía colores entrando y saliendo en espiral caleidoscópica de sacacorchos o una especie de arcoíris en movimiento perpetuo con un fondo verde. De hecho, me pareció (pudo ser el calor) que algunos se desplazaban a la velocidad de la lengua de un camaleón o de las alas de un colibrí. Aun así, traté de concentrarme en el juego, y corrí, despejé un balón de cabeza, tiré a gol hacia unos montículos que me parecieron la portería contraria, desplegué, por unos minutos, más moral que el Alcoyano, pero nada… y de nuevo perdí la noción de todo en aquel horno abrasador.
Cuando ya llevábamos cierto tiempo en la continuación de aquel despropósito, por la mano contraria a donde se había ido el marinero, es decir, por el camino por el cual debería haberse ido en realidad, comenzamos a oír voces (onomatopeyas ilegibles) que, aparentemente, reclamaban nuestra atención. Era Teo Soto quien, desde el pavimento azul marino de una calle recién asfaltada y que se encontraba más abajo del campo, nos hacía aspavientos moviendo los brazos como si estuviese dirigiendo una maniobra aérea. Su figura delgada, ahuesada, casi quijotesca, filiforme, parecía flotar dentro de la camiseta que se hinchaba con la brisa caliente, dando la impresión de una vela en alta mar, siendo Teo el mástil, pelado como un mondadientes. Si no fuese por sus gritos y ademanes, podríamos afirmar que estábamos viendo un espantapájaros mecánico desgarbado y roto pidiendo auxilio, o incluso aquel personaje del relato de Nicolás Gógol, Iván Fiódorovich Shponka y su tía, cuando un vecino decía refiriéndose a él: «¡Mirad, mirad, por ahí viene un molino de viento!». Era algo extraño y chocante, podía sugerir a la vez varias cosas dispares o relacionadas entre sí. Teo había levantado la tapa de una toma de agua, y luego, después de haber girado una especie de tuerca oxidada con la mano, un chorro, un géiser de agua fresca iridiscente, salió disparado como un cohete sideral, un Sputnik: «¡Fuzzzz!», o comoquiera que hagan los cohetes, después de varios borbotones indecisos y burbujeantes que emergían del rectángulo de hierro en la acera de la calle. Allí estaba el chorro resoplado de una ballena. Al verlo, corrimos hacía él como dromedarios sedientos al oler el agua en medio del desierto. Definitivamente, el marinero quedó archivado en los asuntos que pudieron ser y no fueron, un cajón que comenzaba a encontrarse repleto en la burocracia de la conciencia, oficina de la tercera planta sin ascensor, vistas fenomenales a todo el universo…
Bebíamos golosos como un rebaño de ciervos que hubieran estado bramando por las corrientes de aguas, y Teo, el zahorí, exhibía su satisfacción por el hallazgo con una amplia sonrisa de buzón de correos, tan ensanchada que parecía que hubiese encontrado una mina de oro o la singular piedra filosofal, y reía a carcajadas cuando le echábamos el líquido desde los globos de los carrillos. Javi Pachín, moreno como el chocolate con leche, dilataba tanto las mejillas que un trompetista de jazz en su apogeo o un pez globo hinchado al límite, se quedarían estupefactos ante despliegue tan inverosímil, de verdadero espectáculo circense.
A pesar del aire festivo, al mismo tiempo se observaba un ejemplo práctico de la teoría evolutiva (que no dejaba de ser una teoría): los más fuertes bebían antes, imponiendo su físico o su personalidad, manifestados ambos por su ferocidad extemporánea: «¡Aparta, imbécil, que aún no he acabado!», gruñía uno. «¡Joder!, ¡te meto una hostia como me vuelvas a mojar!», rajaba otro. De hecho, Pirulo Anido, le hizo una broma a Lolo Limón, empujándolo levemente hacia el chorro, y este se volvió cuando Pirulo comenzaba a huir, propinándole una patada que casi le revienta el ano. Había que oír los lamentos de perro apaleado que profería el herido…
El agua corría acanalada pegada al bordillo, impertérrita a lo que pasaba a su alrededor, arrastrando algunas hojas y un par de envoltorios de caramelos o chocolatinas que no podían evitar la deriva del curso… «Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente».