Читать книгу La vida tangencial - Manuel José Díaz Vázquez - Страница 8

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Grandes y refrescantes tragos. Aun así, prefería una Pepsi-Cola bien fría, de un litro o del tamaño de un cohete espacial Apolo (puesto a pedir no me iba a quedar corto, no me iba a andar con cicaterías de tiquismiquis). En el colegio, en el comedor de techo bajo (los profesores y alumnos más altos tenían que encorvarse un tanto, y que, sorprendentemente, había sido el inusitado escenario donde había actuado un ilusionista que lucía un chaleco brillante de lentejuelas verdes –lo único que relucía en su espectáculo– y una camisa de mangas anchas altamente sospechosas), la mezclábamos, la Pepsi, con el agua de las jarras de la comida, hasta que perdía todo su color y sabor. Como si bebiésemos óxido desteñido, una pócima herrumbrosa. De aquellas jarras metálicas, aguamaniles de mercurio, a menudo bebíamos por beber, en competición gratuita y disparatada. Llenar los pellejos porque sí. Cinco jarras contra cuatro. La guerra del agua. ¡Viva la hidrofilia! Borrachos de H2O. Si el mus también era un deporte, según rezaba en el encabezamiento de un artículo diario que aparecía en la sección deportiva del periódico (seguramente tendría sus adictos incondicionales como los lectores asiduos de las crónicas taurinas), ¿por qué no iba serlo beber a destajo en amistosa rivalidad con los integrantes de la mesa vecina por el puro placer de hacerlo, por muy desatinado que pudiera parecerle a un espectador imparcial o al mundo entero?

«En un minuto me bebo cinco vasos de agua, esperad a que tome aire…», afirmó Suso Méndez, y en su cara se dibujó una resolución inquebrantable de piedra pómez, el perfil de una estatua clásica a la hora trágica del héroe. Dicho y hecho: en un suspiro, o en dos (estos detalles son difíciles de precisar), se bebió los cinco vasos de agua. De esos de Duralex, anchos y gruesos de base firme como de gafas de culo de botella. ¿Qué lo movió a perpetrar semejante gesta? No preguntemos, las grandes hazañas no necesitan de razonamientos fútiles, son resoluciones personales desarrolladas en un momento dado por el bien de la patria, por ejemplo... Ganamos la apuesta (no recuerdo cuál era, me parece que una botella de Pepsi) y todos nos sentimos satisfechos. Suso se reía como un titán victorioso y mostraba su impecable dentadura de nácar. En ese momento me recordó a Cassius Clay: tenía, como este, un deje de fanfarrón simpático, pero en lacónico; si Clay hablaba por los codos, a Suso había que arrancarle las palabras con fórceps. Incluso su fisonomía, al fijarme bien, era parecida a la del Loco de Louisville: fuerte complexión, piel morena, pelo negro e hirsuto, nariz bastante ancha y un poco aplastada de boxeador, pómulos prominentes, rostro impenetrable solo alterado por una sonrisa de rodaja de melón que, de vez en cuando, dejaba ver unos dientes polares… y unos ojos verdes de gato que sobresalían como esmeraldas, que destacaban del conjunto de manera sorprendente, casi inverosímil… Comía con ansia mirando al plato y raramente levantaba la cabeza. Predecible hasta el aburrimiento. Un zoquete integral que tenía sus cinco minutos de gloria mensuales con estas demostraciones acuosas.

Los manteles, blanco tiza, empapados; el suelo de baldosas jaspeadas, mojado y resbaladizo como untado con mantequilla: Rigo Martínez se deslizó como un patinador sobre hielo hasta que se cayó y se dio un leñazo de cine cómico. La jarra llena de agua que llevaba en las manos, golpeó el suelo e hizo un sonido seco (aunque era agua) de badajo de campana antes de que el líquido se desparramase como si se baldeara la cubierta de un barco pirata. Creo que se dejó dos costillas y tres dientes, pero él intentaba disimularlo con una sonrisa forzada de careta en histriónica mueca teatral ante un auditorio divertido y gozoso en creciente algarabía circense.

Alguien del mantenimiento del comedor echó serrín o pan rallado al suelo para evitar más caídas y los profesores intentaron apaciguar el gallinero con gritos y amenazas... Dicen que «después de la tempestad viene la calma», pero conforme a lo que pasó poco después, la frase bien podía decirse al revés: «después de la calma viene la tempestad» o «después de una tempestad, arrecia otra» o…, porque, a pesar del buen tiempo, comenzó a nevar copiosamente… Bolas de migas de pan mojado y compacto cruzaron como meteoros el cielo bajo y gris de la sala (parecía el interior de un submarino en zafarrancho de combate). Como si fuese una piedra lanzada por la onda del adolescente David (en realidad fue desde una cuchara usada como catapulta), una miga de pan se clavó en la frente de Jacobo Jiménez. Este culpó del lanzamiento a Arsenio Barcón, con el que nunca se había llevado bien por la competencia mutua en el juego de balonmano, así que Jacobo Jiménez, movido por la ira negra de la furia, le lanzó a Arsenio Barcón una albóndiga por control remoto que se fue a estrellar en la cara incrédula del mencionado, deshaciéndose en cientos de trozos de carne que se desparramaron por su rostro desencajado. Después de limpiarse con una calma que nada bueno presagiaba, el damnificado retó a Jacobo Jiménez con la mirada y, sin dejar de observarlo, se levantó y se fue derecho a la mesa de este último, que lo esperaba expectante y a la defensiva. Dicen también que «la venganza se sirve en plato frío», y así debe ser en verdad, porque Arsenio Barcón le estampó a Jacobo Jiménez el plato frío de sus albóndigas, que llevaba escondido en una mano a su espalda, en la cabeza de Jacobo Jiménez (llamado J. J. por sus advenedizos), que no contaba con semejante sombrero, a pesar de su actitud de guardia, y que fue el acicate para que se enzarzaran a puño limpio y a boca sucia por la cantidad de sandeces que se decían (que no voy a recitar por obvias y malsonantes). Volaron más migas, llovieron albóndigas (que, en general, no nos gustaban en demasía, salvo a Suso Méndez, que ya llevaba embauladas unas dieciséis…) y aquello semejaba el acabose. Pero no se acabó…

Los profesores también se desataron y centuplicaron ante la cascada de alimentos que llovían por todas partes, y determinaron poner orden en aquel batiburrillo de escaramuzas y grescas: «¡Basta ya, energúmenos!». «¡Al que se mueva un milímetro, lo empapelo con cola!», (esto último me hizo cierta gracia, porque los papeles pintados estaban de moda). «¡Ustedes dos (Jacobo y Arsenio), al aula 2!». Eliseo Prieto, pequeño como un poni, rubicundo como Apolo, de carácter más bien tímido, envalentonado por el buen ejemplo de los demás, se levantó (bien es verdad que parecía que estaba sentado dada su estatura), agarró con ambas manos la jarra y bebió directamente de ella –un fogonazo de locura pasajera o de lucidez momentánea, según se mire– ante la sorpresa general, ya que lo reputábamos como persona equilibrada y responsable (punto este a determinar, ya que se escurre como una anguila). Se le fue la olla contagiado por el fragor líquido de la batalla o queriendo emular al coloso de Suso Méndez, que lo miraba atónito, sin dejar, por ello, de introducir albóndigas en su boca… Todos nos pusimos a jalearlo entusiasmados como si hubiese descubierto la penicilina o que su gesto representase un bien supremo para la humanidad. Se hicieron apuestas por si era capaz de tragársela o no de una sentada (aunque estaba de pie). Cuando flaqueaba, arreciaban los ánimos para darle vigor. Una locura colectiva digna de Alcatraz…

Los profesores, ha tiempo en guardia y al acecho de cualquier movimiento, lo vieron, y sin más preámbulos, comenzaron a repartir estopa, leña y castigos…, y luego más leña, como medio bosque talado. Entre ellos, había uno muy moreno que era conocido por el sobrenombre de Chocolate, que se creía el rey del ancho mundo, o, al menos, el emperador del comedor, y que paseaba por allí como Pedro por su casa o como Napoleón por Europa: manos a la espalda, cogidos dos dedos, índice y corazón con el puño izquierdo, pulgares en movimiento nervioso a la espera de víctimas para el sacrificio, mirando de soslayo, amenazador… Si no había sangre, la provocaba.

El mundo semejaba constreñido por aquel entonces. Reducido como una de esas cabezas jíbaras con las que se hacían llaveros. Un día en el recreo de las once, Lino Codesido mostró una de esas cabezas, del tamaño de una avellana, una albóndiga enana, para pasmo de los circunstantes, que no dábamos crédito a aquella miniatura con pelo. Era repugnante, pero nadie dijo nada, admirados y asustados a partes iguales porque teníamos la sospecha de que no era de plástico, sino de verdad. Mateo Silva, que tenía alma de comerciante, se la quería comprar a toda costa; le llegó a ofrecer 1000 pesetas por aquella calabacita con bigote. El uruguayo, también conocido por el Tupamaro, seguro que tendría que saber mucho acerca de todo esto de las reducciones de cabezas al absurdo… O así me lo imaginaba dada su procedencia, pero no le pregunté por si acaso, y eso que siempre me costó moderar la lengua…

Al final nos retrataron la cara, sin fotografías ni contemplaciones, a unos cuantos; a mí a la hora del vaso de leche, viernes, flan de huevo de postre, bien regado con caramelo líquido, 14:08 p.m. (¿peccata minuta? Bueno, tampoco sabía el significado de esto). Cuando creía que ya me libraba, en los últimos bocados del flan de vainilla, me entró la risa floja delante de un profesor que hacía guardia como esperando un desliz, el que yo tuve al recordar el desaguisado anterior en mi mente de plastilina, y así, durante la representación mental del teatrillo surgió la risa y salió el flan de mi boca como disparado por un cañón de artillería, fuego graneado que dio de lleno en la jarra metálica puesta en el centro de la mesa como un bodegón barroco. Y el profesor, sin pensárselo dos veces, me arreó, aunque yo no era un caballo, y me llevó en volandas asido de una oreja al aula de castigo, al aula 2, y en el trayecto al moverme noté el agua que había bebido meneándose en mi estómago, el cual comenzó a dar vueltas como una hormigonera, y por poco la echo toda al ponerme de rodillas tal y como me condenó el maestro sin juicio previo ni abogado defensor que velase a mi favor. Lo peor fue que la risa no paraba, antes bien, aumentaba, y nos contagiábamos unos a otros mirándonos por el rabillo del ojo. Desenfrenada. La risa. Y los profesores, vehementes guardas de la ley y del orden, nos dejaron por imposibles, aunque en su retirada nos caldearon las mejillas con las palmas de sus manos, y los glúteos con un palo que sonaba como un látigo, en el aula de suplicios (aula 2), en Santa Elena, edificio principal, mazmorra de la derecha, justo enfrente de la puerta de secretaría, después de haber subido once desgastados escalones, hasta las 15:30 p.m., hora de regreso a las clases. En el encerado, las cadenas de carbono: CH3, CH2, CH2, CH… aún no borradas de la clase anterior, eran testigos mudos de nuestro encierro. Encadenados a las fórmulas químicas de la pizarra, a las redes de cadenas de carbono. Totalmente incomprensibles. Un día había intentado hacer un ejercicio con mi compañero de pupitre y acabamos jugando a los ceros y a las rayas… Los recuerdos son espejismos, reflejos en el espejo del pasado… el alma se detiene y observa el paisaje que se sucede entre la niebla de los tiempos idos…

La vida tangencial

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