Читать книгу La vida tangencial - Manuel José Díaz Vázquez - Страница 9

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En realidad, seguíamos jugando al fútbol en aquella tarde de horno. El sol parecía una yema de huevo a punto de derretirse. El aire espeso, gelatinoso y caliente hacía resistencia a cualquier movimiento, pudiéndose palpar con los dedos pegajosos. Al fondo, paralelo al campo, se distinguía un mar añil, profundo y quieto –una estampa de fotografía eterna– y, en su superficie, dos petroleros fondeados como ballenas de metal, lucían el relieve de sus moles metálicas. De las grúas, en poses geométricas, salían unas trompas que parecían mirar al suelo olfateando algo indefinido, o cabizbajas por el peso que tenían que soportar… Absortos, jugábamos… El marino horizonte, a lo lejos, como la tela de un decorado, dormitaba en la tarde calurosa, esperando paciente que la noche llegara y echara su telón…

Unas jovencitas conocidas, seis o siete, se sentaron en la hierba en un desmonte fronterizo al campo, observándonos entre cuchicheos, sus dulces muslos de miel al sol poniente. Su presencia redobló nuestras carreras y los tacos y juramentos se multiplicaron por cinco. Y tú te creías que se fijaban en ti, que eras el único centro de su atención, el verdadero ombligo del mundo, y dejabas la tangente del córner y sus palomas, las monsergas de Marino y la ley del mínimo esfuerzo (ley que seguía a rajatabla), y tratabas de lucirte, de impostar garbo, el cual no sabías muy bien cómo se simulaba por falta de costumbre y porque tampoco tenías una referencia clara, acaso la pose de un torero en alguna corrida vista por la televisión o algún artista de cine, pongamos 007, pero, al fin, te dejabas llevar por el instinto, que tampoco tenías muy claro en qué consistía y en cómo se desarrollaba. Surgía, probablemente, de unos resortes primarios del sistema nervioso central espoleado por la visión de las niñas, o vete a saber de dónde, solo sentías que de tu interior se extendían unos muelles que exacerbaban tu ser de mantequilla (por los enervados nervios) y te impulsaban a hacer cabriolas (como don Quijote en Sierra Morena) o despropósitos inimaginables para correr como un atleta con un estilo inusitado en un estadio abarrotado de gente o para moverte como un primer bailarín que se elevaba tanto en el punto álgido de una obra que llegaba hasta casi el techo del teatro sin esfuerzo aparente (luego había que bajarlo con una escalera), cruzando el escenario de tal manera que semejaba un saltamontes, alegre y campechano en su libertad danzante… Sin embargo, estabas encantado, subyugado por estas sensaciones, que aminoraban la fuerza racional que se suponía que poseías, entrando en una espiral de sentimientos confusos, pero muy agradables, que te dominaban sin remisión, te abocaban a un mundo intrépido de paisajes interiores nuevos y embriagantes como si fuese una nueva técnica pictórica, aunque, en realidad, ya llevaban aquí desde la noche de los tiempos.

Eras consciente, a pesar de todo, que dicho estado no era el normal, suponiendo que tuvieses una percepción clara de dicha condición para comparar. Era como si, de repente, en tu interior comenzasen a hervir las burbujas de un champán que no habías ingerido, la efervescencia de un sifón interno, íntimo, de otro géiser o volcán que habitaba en las profundidades de tu alma, conectado al resto del cuerpo por unos cables inconcebibles. Las niñas, o mejor dicho, las adolescentes, te hacían perder esa normalidad indefinida, y te llevaban a un lugar de deleite emocional y físico que te elevaba, al mismo tiempo, al planeta, no menos confuso, de la euforia inconsciente. Cuando intentabas reflexionar en ello fríamente, en perspectiva, nunca en el momento mismo en el que se producía, ya que su poder impedía la concentración y el análisis, te resultaba complejo de explicar, a lo sumo lo definías vagamente como un potaje de sensaciones, una macedonia de impresiones y otras virutas que te subyugaban de nuevo cuando lo volvías a rememorar, y la mera reminiscencia te hacía perder otra vez la supuesta capacidad objetiva con la que te aplicabas al estudio del asunto, capacidad que seguramente nunca se había producido debido al ímpetu del oleaje del alma, a que la propia evocación avasalladora te impedía una introspección pura, como si en una investigación científica, los propios instrumentos para llevarla a cabo, distorsionasen la realidad que se pretendía analizar. Sin embargo, más adelante, en las clases de Biología, oías hablar de una especie de secreciones extrañas llamadas hormonas que alteraban el cuerpo y te decías: «¡Ah, era eso!», lo cual no menguaba, al saberlo, ni un átomo, que continuaras siendo víctima de semejantes actividades sísmicas internas, movimientos prosaicos como una piedra por otro lado, y con toda probabilidad, largamente sobrevalorados, pero excitantes y continuos a lo largo de tu adolescencia…

Una mirada, unos ojos lánguidos de ternura o avidez, un esbozo mínimo del cuerpo sensual de una mujer y ya estabas perdido en la vorágine de ondas físicas y químicas que, en combinación inexplicable (al menos para los profanos como yo) con otros aditamentos menos palpables, conformaban la metafísica del deseo y del amor, desarrollando una raíz cuadrada de complicada solución, una ecuación con innumerables incógnitas… Algo atávico que disfrutabas y padecías de generación en generación…

Inesperadamente, de una forma abrupta (como el tiempo de un pestañeo) dos se pusieron a pelear a puño limpio: Lolo Limón y Marino Peña –los caudillos invictos de las hordas bárbaras–, por, al parecer, una entrada a destiempo a la altura del tobillo, que al final resultó ser un pretexto para dar pie (nunca mejor dicho) a una disputa por celos que vino a converger, por lo que se entrevió (asunto que no llegué a captar en toda su dimensión), en unos puntos verdes (tal era el color de sus ojos) y en el vórtice de una melena castaña, que se manifestó (soterradamente) como el origen de la tormenta entre los héroes. Una chica que allí se encontraba era la causa última de la trifulca, que, aparentemente, había comenzado como un trivial lance del juego, pero que escondía un pavoneo amoroso a tres bandas en su profundidad subyacente, una carambola de pasiones de complicados mecanismos de engranaje.

La damisela en cuestión –a pesar de que su nombre no salió a relucir en ningún momento–, se delató por su gesto de ávida curiosidad, porque miraba aquel despliegue de violencia apasionada con una fruición extraña, con una consciencia y observación que transpiraban deleite, y me pareció atisbar –estaba cerca y la veía de frente en ese momento– que se sabía la protagonista de la escena, el motivo principal de la gresca, mostrándose en su rostro, de manera casi imperceptible, pero elocuente, unas chispas de orgullo y vanagloria. Mostraba en los pequeños movimientos de sus labios (parecía que se daba pequeños mordiscos de satisfacción contenida) y en el fulgor de sus ojos una complacencia oculta que se le filtraba por las rendijas de su alma hacia el exterior.

Toda esta información venía dada por otros canales paralelos a lo estrictamente verbal, lo que me produjo desasosiego y sorpresa, como estar observando los hechos cotidianos desde otra perspectiva, ver la escena entre bastidores, tener contacto con los pliegues inconcebibles del corazón. No, no me agradó lo que vi, y me sorprendió de manera negativa. ¿Sería el único que había captado la profundidad del asunto o sería el último en haberme enterado del argumento de la película?

La pelea en sí, con su virulencia descarnada, el sonido de los puños en los huesos de la cara, los jadeos de tensión, resultaba deprimente, todo resultaba desagradable, aunque más de dos seguro que disfrutaban con el inesperado espectáculo por diferentes motivos. Además de la chica, aparentemente escandalizada, Pirulo Anido era obvio que deseaba que le diesen su merecido a Lolo Limón por la afrenta recibida en la fuente, y otros por ganarse peldaños en el escalafón de la pandilla, según fuese el ganador de la disputa, el cual pasaría a ser el único jefe, o por lo menos, más respetado y temido que antes…

Nadie osaba detenerlos, y solamente cuando vimos que las espadas se mantenían en alto, como en aquel capítulo del Quijote en el que el caballero manchego y el hidalgo vasco quedan en suspenso hasta el siguiente, nos introducimos por esa pequeña rendija y tuvimos el coraje suficiente para separarlos, cosa que no resultó nada sencilla dado el pundonor de los dos contendientes, interviniendo yo muy discretamente, desde una segunda o tercera fila, no fuese a recibir un puñetazo perdido como ya me había pasado una vez en el autobús del colegio durante una riña que había comenzado en broma y acabó como el rosario de la aurora, y sabido es eso de que «el gato escaldado del agua fría huye».

Aquella era en verdad una pelea de amor, celos y liderazgo, aunque semejaba otra cosa, si bien carecía de cualquier halo de romanticismo, de ser un duelo en adecuadas condiciones: a espada o a pistola entre la niebla espesa de un amanecer frío, con padrinos adustos y escrupulosos de guardar las mínimas normas exigidas a los supuestos caballeros, tocados estos, por un sombrero de copa de un metro…, pero tampoco se les podía negar cierta nobleza dentro de la tosquedad de la estampa. Aunque no debería decirlo, porque su nombre, como he dicho antes, nunca salió a relucir, la adolescente en cuestión se llamaba Lucía Malvar, y había que reconocer que poseía todos los atributos para hacer sublevar a cualquier hormona por cándida y apaciguada que esta fuese. Su físico era un derroche de femineidad, una Afrodita que nada tenía que envidiarle a la de Praxíteles. Sin embargo, poseía un defecto en su carácter que le restaba bastante encanto, y estaba, precisamente, relacionado con su belleza: se sabía guapa, era plenamente consciente de su belleza exterior, y este conocimiento de sí misma, y la coquetería excesiva que se derivaba de ese saber, menoscababa todo el conjunto, resultando un tanto artificial en sus ademanes y movimientos, además, por esto mismo, sus bellos y expresivos ojos verdes, emitían un destello de extremado orgullo. La falta de naturalidad lo estropeaba todo: si la observabas unos minutos, comprobabas desencantado que, debajo de su encantadora apariencia, apreciabas que sus gestos y palabras eran estudiados, seguramente mil veces ensayados en el espejo de cuerpo entero del armario de su habitación o en las lunas de los escaparates cuando paseaba por las calles, donde, reflejándose su figura, ella se adoraba a sí misma recorriendo detenidamente el perfil de sus contornos. Bien es verdad que todos estos asuntos son de suma sutileza y uno puede resbalar con enorme facilidad, al analizarlos, por el tobogán de las apariencias. Pero una cosa es segura: las verdaderas virtudes, como por ejemplo la humildad, son inconscientes, y Lucía no parecía tan al margen de sí misma.

Todo lo contrario le pasaba a Marta Cerezo, que también estaba allí con el grupo de muchachas y que era tan bella como Lucía, sino más, pero con la peculiar particularidad de que ella no lo sabía, desconocía por completo los estragos que producía a su alrededor, estaba completamente al margen de sí misma, ni se sospechaba, lo cual, le confería una gracia añadida, a todas luces arrebatadora, que la agrandaba ante los ojos de los demás, e incluso los más osados, que se permitían alguna que otra procacidad con las otras, con Marta se mantenían respetuosos y admirados…

Las chicas se volvieron por donde habían venido, horrorizadas por la función de lucha gratuita, excepto Lucía, que se retiró, aunque aparentemente escandalizada, con el orgullo exacerbado por ser el centro de la atención de los dos colosos… Leer en el alma ajena no es tarea fácil, pero hacerlo en la de la mujer, sin descarriarse, es labor de un artista genuino… En general, aprendes más de la vida por lo que te enseñan las mujeres por sus ondulaciones, tanto físicas como psíquicas que en cien libros de psicología comparada…

Los dos titanes respiraban agitadamente, con arañazos y sangre en sus narices y bocas. Se había deshecho el partido por pura lógica: un porcentaje de jugadores retenía y consolaba a uno de los púgiles, que hacía amago de ir hacia su contrincante con gritos y amenazas: «¡Te voy a matar, cabrón!». Y el resto trataba de vendar las heridas, más internas que externas, del otro boxeador, que también se encaraba con su oponente: «¿Sí? ¿Tú y cuántos más? ¡Ven aquí, maricón de mierda, que te voy a partir la cara de empanada que tienes!». «¡Qué forma tan elevada de acabar el partido!», pensaba yo, pero me cuidé, muy mucho, de decirlo en alto, no fuese a ser el blanco de las iras, que en ese momento estaban desatadas como los cordones de unos zapatos y al borde de una batalla campal entre los dos ejércitos de paniaguados… Fue todo tan desagradable que la palabra empanada, dicha en ese contexto bélico, me pareció un indicio de acercamiento de posturas, o, al menos, revoloteó por mi mente la posibilidad factible de firmar un armisticio, al menos temporal, en cuanto los cañones, quiero decir las bocas, dejasen de echar humo, pero también cabía la posibilidad de que se acabase en otra Waterloo.

Inopinadamente, tuve, en ese instante, una revelación genuina. En el momento más inesperado, como a traición, descifré, por fin, a los componentes de cada equipo. Al ver a los grupos en una especie de cuadro general como La rendición de Breda, en torno a sus respectivos líderes, supe separar de manera inequívoca y nítida como un día claro, a los integrantes de cada equipo, no por pertenencia, sino por simpatías. Fue algo tan sorprendente que me maravilló por su impacto y por su carácter inesperado. Sin embargo, después de la visión clarificadora, no me quedé para averiguar si las aguas volvían definitivamente a su cauce o si estallaban de nuevo las hostilidades de manera mayoritaria, si seguía el «chaparrón de hostias», como alguien, creo que Toño Moreno, había comentado durante la refriega. Comprendí, al observarlos a diestra y a siniestra, rodeando a sus comandantes con sus respectivas bravuconadas, que ellos jaleaban y aumentaban –se lanzaban improperios entre los dos grupos–, que el único que estaba al margen de todo aquello era yo, así que opté por el medio y salí tangencialmente, sin hacerme notar, pero convencido de que tampoco me echarían de menos, y cuando estuve a cierta distancia, a un tiro de piedra como se decía, sin volver la vista atrás como Lot cuando escapaba de Sodoma, me puse a correr… y corrí, corrí… Me estaba acostumbrando a lo tangencial.

La vida tangencial

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