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Capítulo I

Una ciudad medieval

La vieja Berna se despertaba. Era el mes de abril y, sin embargo, aquella mañana hacía más frío de lo habitual. Había llovido mucho en la meseta suiza durante todo el invierno y, el cauce en los meandros del Aare, amenazaba con desbordarse a su paso por la ciudad. Las calles amanecían empapadas un día más. En el casco antiguo, las arcadas y soportales permitían a sus habitantes moverse con inusitada fluidez a pesar de la lluvia.

El trazado de las calles bernesas, con sus fuentes, fachadas de arenisca, balcones, callejones y torres históricas, conferían a la ciudad un aire medieval singular, prácticamente inalterado desde el siglo XV. La Kramgasse o calleja del mercado, era por aquel entonces el alma de la ciudad y centro de la vida urbana desde el siglo XIX. Esta vía, antes llamada Märitgasse, se extendía hacia el este con una ligera curvatura desde el reloj de la torre medieval Zytglogge, que era una de las tres torres guardianas de Berna, hasta cortar casi ortogonalmente la calle Kreuz.

Desde los laterales de la calle surgían los estrechos pasadizos que conectaban esta arteria con la calle del ayuntamiento al norte y la catedral al sur. Las fachadas barrocas de la Kramgasse se combinaban en una sucesión pequeñas tiendas. Apotecas, joyerías, librerías, casas de antigüedades, negocios y casas particulares.

Justo encima del restaurante “Zum untern Juker”, donde un político de la capital federal se podía tomar un café tranquilamente junto a cualquier honrado comerciante de la ciudad, se hallaba la casa donde se había instalado el joven Alberto Einstein con su mujer a principios del siglo XX.

Muy cerca de allí vivía Ebrahim Soltani., quien solía quedar con sus colegas precisamente en el famoso restaurante cada tarde. Allí, en los bajos de la casa de su venerado Einstein, el docto profesor se enfrascaba en sesiones interminables discutiendo sobre matemáticas, lógica y filosofía. Cada mañana, Ebrahim solía tomar un atajo por uno de los callejones cercanos a la Kramgasse para llegar a la parada del tranvía que lo llevaría a la Universidad politécnica. Allí, el docto profesor impartía sus clases magistrales sobre musicología desde hacía un año. Con paso acelerado, llegó hasta la panadería donde solía tomarse un café rápido. Luego compraba algo de comer para tomar a medio día y se dirigía a la para da del tranvía. Era su rutina diaria.

—Buenos días Frau Weissmann —dijo Ebrahim limpiándose los zapatos en el felpudo.

—Buenos días profesor ¿lo de siempre?

—Hoy no Frau Weissmann. Llego tarde. Solo me llevaré algún bizcocho.

—¿Le pongo un poco de este Apfelstrudel que acabo de sacar del horno? —dijo la rolliza panadera con una sonrisa.

—Sí, por favor. Tiene una pinta excelente.

Ebrahim se sintió complacido. Pagó y se despidió. Encaró entonces la primera callejuela a la izquierda del establecimiento. Sus pies seguían automáticamente la ruta que tan bien conocía, pero sus pensamientos estaban en la clase que debía impartir esa mañana. Ebrahim no solo era un experto en musicología. También era un gran matemático, compositor, un poco filósofo y con grandes conocimientos de teología.

Después de muchos años, había desarrollado independientemente una forma de notación alternativa muy precisa que le satisfacía plenamente pues, según pensaba, gracias a ella cualquier composición musical podría ser interpretada con gran precisión, tal cual fue creada. Se podría decir que Ebrahim era todo un personaje, pero el adjetivo que mejor le definía era el de un genio al estilo clásico. Tenía un pelo gris, revuelto, una perilla poco cuidada, aire ensimismado y unos andares algo desgarbados. Sus clases eran siempre poco ortodoxas, pero era un gran comunicador y sus alumnos le adoraban.

De origen iraní, se había trasladado a los Estados Unidos cuando sus padres dejaron Teherán antes de que el Ayatola asumiera el poder. Se graduó en el MIT con las mejores calificaciones y se doctoró en ciencias exactas y semiótica. Estuvo dando clases en varias universidades de los Estados Unidos hasta que fue contactado por miembros del gobierno.

Ebrahim trabajó desde entonces para varias organizaciones gubernamentales en su país de acogida. Contribuyó con sus conocimientos a la seguridad nacional en muchos proyectos de carácter reservado. También trabajó para la OTAN en Europa, y finalmente, el departamento de defensa de los Estados Unidos permitió al profesor trabajar en empresas privadas, donde el salario era mucho mejor. Acabó ligado a una compañía de alta tecnología en Oriente Medio, pero el trabajo no fue de su agrado y solo estuvo un par de años en el desierto. Desde hacía un año vivía en el pacífico país centroeuropeo donde se encontraba muy a gusto. En Berna se había podido centrar en lo que él siempre había querido. El estudio de la notación, las partituras y la armonía. Sus conocimientos sobre matemáticas que tanto había ayudado al departamento de defensa, ahora le habían proporcionado una visión holística de la naturaleza física del sonido y de sus atributos. Después de todo, pensaba, la música solo era otra forma de notación matemática.

Ebrahim estaba algo nervioso últimamente. A su pesar, no se había desligado completamente del departamento de defensa. Hacía unos meses que le habían pedido una última colaboración. Querían interrogarle sobre su papel en la empresa de Oriente Medio donde había prestado sus servicios antes de volver a la Universidad. Los funcionarios del departamento de defensa supieron por boca del profesor que había estado trabajando con cuestiones relacionadas con los motores a reacción de los aviones militares.

Tenía los resultados de esa investigación que entregaría gustoso. Un tal Dowson, funcionario del departamento de defensa, había quedado con el viejo profesor esa mañana para recabar su opinión y recibir el informe completo de sus descubrimientos. Dowson era uno de esos agentes llamados de campo al que le gustaba la buena vida, las mujeres hermosas y algunas otras cosas no necesariamente legales. Era un hombre rudo de pelo rubio. Tenía grandes manos y la típica nariz de boxeados, probablemente rota en algún altercado de alguna de sus misiones. A pesar de su fuerte complexión, era alto y vestía bien. Su sentido de la justicia para con sus adversarios no siempre cuadraba con lo que sus superiores esperaban. Se podría decir que Dowson tenía una moral “distraída” en esas cuestiones, pero era un buen agente, plenamente consciente de la importancia de su misión.

Se verían en el despacho del profesor a las nueve en punto, pero Ebrahim esa mañana llegaba tarde. El profesor apretó el paso. Cuando se encontraba en mitad del estrecho callejón se topó con dos figuras grises con sombrero y gabardina que le impedían continuar. Intentó franquearlos, pero los dos hombres se lo impidieron. El profesor los miró. Reconoció a uno de ellos, el más alto, por la enorme cicatriz que cruzaba su cara. La expresión de asombro del profesor se tornó en ira. Nadie escuchó el eco de la breve conversación que mantuvieron en mitad de la callejuela y que resonaba entre sus paredes. La discusión subió de tono.

De pronto, Ebrahim no pudo articular palabra. Profirió un sordo chillido de dolor. Con los ojos desorbitados y la boca abierta sintió como el cuchillo le desgarraba los intestinos. Se llevó las manos al abdomen intentando tapar la hemorragia. Dos cuchilladas más, una a la altura de los riñones y otra en el pecho, hicieron que hincara las rodillas. Ebrahim sabía que lo habían matado y con el último soplo de vida murmuró con un hilo de voz algo ininteligible. El viejo profesor cayó de bruces con los ojos abiertos delante de sus asesinos. Se hizo el silencio. El suelo estaba mojado. Un reguero de sangre mezclada con agua discurría por el lateral de la calle empedrada hasta un sumidero cercano. En la penumbra las dos figuras parecían satisfechas de un trabajo bien realizado. Ambos miraban sin atisbo de compasión el cadáver.

—¿Estará ya muerto?

—¡Seguro! Le he rajado bien.

—¡Venga, vámonos!

—Espera, no tan deprisa… —dijo el más alto agarrando el brazo del otro—. Tenemos que encontrar los papeles. Los tiene que llevar encima, en su casa no había nada.

Ambos sicarios rebuscaron en el maletín, pero no lograron encontrar nada que tuviese valor. Solo unas partituras con las que el profesor debía dar clase.

—Aquí no hay nada de interés.

—Puede que lo tenga en su despacho.

—¡Larguémonos!

Tiraron los papeles y desaparecieron entre las sombras de los callejones de la ciudad. Cuando llegaron la Polizei y los servicios de urgencia al lugar de los hechos, solo se pudo comprobar que el viejo profesor había fallecido.

Dowson había llegado temprano a la universidad, y el conserje, según lo había dejado dicho Ebrahim, invitó a pasar Dowson al despecho donde podría esperarle de forma confortable. Dowson esperaba intranquilo debido a la tardanza del profesor. Eran más de las nueve y cuarto y la puntualidad de Ebrahim era acorde con la del país. Habían hablado por teléfono la noche anterior y Dowson lo encontró muy nervioso. Su tardanza no presagiaba nada bueno. Dowson sacó el teléfono para hacer una llamada y en ese momento la puerta se abrió de repente. Dos individuos entraron de forma abrupta. El agente se percató de que uno de ellos, el más alto y delgado, tenía ojos almendrados labios carnosos y pómulos marcados. El típico fenotipo egipcio pensó extrañado.

—¿Quiénes son ustedes? —inquirió Dowson.

—Somos… —el sicario no supo cómo seguir.

—Ayudantes del profesor —dijo el más alto sin mucho convencimiento y con aire desafiante.

Dowson se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien, hizo ademán de sacar su pistola, pero los dos hombres se abalanzaron derribándole. Se entabló una lucha desigual en la que Dowson llevó la peor parte. Unos instantes después, cuando el personal de la universidad entró al despacho alarmado por los ruidos de la pelea, solo pudo encontrar a Dowson noqueado. Las ventanas estaban abiertas y dos hombres corrían por el campus hasta perderse de vista. Dowson había tenido suerte, los sicarios prefirieron desaparecer antes que verse envueltos en una situación comprometedora. Aquella misma tarde ya se encontraban fuera del país alpino.

Acordes para un lamento

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