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1. SOY UN PERRO QUE HACE COMO QUE TIENE PEDIGRÍ

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EN MAYO DE 1968, PATRICK MODIANO, un joven de 23 años que acababa de publicar un libro, tuvo la sensación de entrar, tras forzar la ventana, en un castillo que se parecía un poco al de la Bella durmiente del bosque, mientras en el exterior estallaban los cócteles molotov de la rue Gay-Lussac (Modiano, 2012c: 27). Ese libro era La place de l’étoile (LE) y aquel castillo encerraba un tema casi tabú en la Francia de la época, el París de la Ocupación.

Ya desde esta primera novela, la búsqueda del padre aparece como un tema dominante, asociando su figura al pasado de un París ocupado, por el que Albert Modiano había deambulado, dedicado a oscuros negocios con los colaboradores. De manera que la Ocupación, ese mantillo de olor venenoso del que procede narrador (LF 186), condiciona la elección de toda su poética novelesca. Una poética novelesca fundada, según Blanckeman (2009a: 7-8), sobre la alteración lógica, la elipsis narrativa, el encriptamiento metafórico y la sobreimpresión genérica. Blanckeman acota su obra recurriendo a la figura del desplazamiento: desplazamientos geográficos y formales, desplazamientos psíquicos y estéticos, desplazamientos históricos y de lenguaje.

Sin embargo, estos desplazamientos psíquicos no se limitan a las personas, sino que, como tendremos ocasión de ver, se extienden también a los animales. Pero antes, por un lado, en la primera parte de este capítulo, se reparará en ese desplazamiento temporal y en ese «putrefacto mantillo», que aporta una información básica y permite contextualizar el conjunto de una narrativa marcada por la carga del pasado. Por otro lado, se repasarán las circunstancias familiares de sus primeros años, para explicar la adscripción de su narrativa a la llamada «autoficción» y analizar cómo a través de la figura materna se incardina en ella el tema del perro.

1.1. «Mi memoria era anterior a mi nacimiento»: La historia como fermento de una memoria familiar

Desde sus primeras novelas, la figura del perro se asocia a la relación con el padre. En El lugar de la estrella, el padre del narrador aparece como un perro desgraciado. Y en Los paseos de circunvalación (PC), el joven héroe, tras enumerar a los comparsas de su padre, dice:

No es que me haga especial ilusión dar su pedigrí. (…) Si me intereso por estos desclasados, estos marginales, es para dar, al pasar por ellos, con la imagen escurridiza de mi padre. No sé casi nada de él. Pero me lo inventaré (PC 302).

La búsqueda de una identidad, de un pedigrí, y especialmente de la figura del padre es, por lo tanto, absolutamente determinante para este perro sin collar, este chien mal aimé, llamado Patrick, que a lo largo de la infancia y de la adolescencia deambula entre la casa del padre, la de la madre, la de personas extrañas a las que él y su hermano son confiados y por los internados colegiales que le apartan de un París del que le quieren bien lejos. Un París al que volverá con obstinación, escapándose de los confinamientos paternos, mediante una huida que primero es física y luego convertirá en literatura. Una huida material que luego se hace también formal, en una suerte de arte de la fuga literaria, en la que, al modo de variaciones, volverá una y otra vez escribiendo la misma historia desde distintas ficciones. Una historia y un estilo literario que cualquier lector suyo reconoce como lo que se ha venido a llamar «la petite musique de Modiano». Esa fascinación por la fuga física, enlaza su experiencia personal con las grandes huidas de la Francia ocupada. Una fuga que alcanza su plenitud en Dora Bruder (DB), la historia real de una joven judía en el París de la Ocupación que acabará sus días en el campo de concentración de Auschwitz y a la que la escritura intenta salvar del olvido.

La filiación problemática del padre de Modiano –judío errante, traficante del mercado negro próximo a los colaboradores– y los múltiples efectos retardados de los años 1940 a 1945 con sus secuelas íntimas son otra forma de ocupación, la de la memoria obsesiva, la de la identidad (Blanckeman, 2010b: 135-142). En Libro de Familia, la primera novela que sigue al llamado ciclo de la Ocupación y que supone un giro formal definitivo, Modiano hace una reflexión muy ilustradora en la que describe el desplazamiento psíquico con el que aborda la escritura de dicha trilogía.

Solo tenía veinte años, pero mi memoria era anterior a mi nacimiento. Estaba seguro, por ejemplo, de haber vivido en el París de la Ocupación ya que me acordaba de algunos personajes de aquella época y de detalles ínfimos y perturbadores de esos que no menciona ningún libro de historia. Y eso que intentaba luchar contra la fuerza de gravedad que tiraba de mí hacia atrás y soñaba con librarme de una memoria envenenada (LF 109).

Afortunadamente la terapia para afrontar esa memoria envenenada fue una escritura en ocasiones en forma de posmemoria, que se plasmó primero en El lugar de la estrella, obra en la que, no sólo aparecen numerosos «detalles ínfimos y perturbadores de esos que no menciona ningún libro de historia», sino que además se adelantaba a los primeros análisis rigurosos sobre ese periodo oscuro y deliberadamente emborronado de la historia de Francia. Porque cuando aparece su primera obra, faltaban aún dos años para que el historiador norteamericano Robert O. Paxton publicara La France de Vichy, obra que no fue traducida al francés hasta 1973. El libro de Paxton produjo una auténtica conmoción en la V República porque, frente a las tesis mantenidas hasta entonces, según las cuales el régimen de Vichy hubiera pretendido minimizar los efectos de la ocupación alemana, Paxton sostenía que el mariscal Pétain había suscrito totalmente los presupuestos políticos del régimen nazi e incluso, a menudo, anticipaba sus decisiones. Y así, cuando Paxton hace un balance moral sobre los dirigentes de Vichy, concluye que agravaron las disensiones internas, porque ninguna de las otras grandes potencias vencidas había entrado tan desgarrada en el conflicto y ninguna había aprovechado la ocupación alemana para remodelar tan profundamente sus instituciones (Paxton, 1997: 436).

A este análisis se añadía la descripción de una sociedad en la que más allá de compromisos puntuales, la mayoría de la población no opuso resistencia a los invasores. Antes bien, esa mayoría asumió la situación con una cierta «normalidad» que refleja muy bien la situación que viven los protagonistas de Viaje de novios cuando se refugian en la Costa Azul:

Cerrar los ojos… Ingrid y Rigaud vivían al mismo ritmo que esas personas que se olvidaban de la guerra, pero se quedaban aparte y evitaban dirigirles la palabra. Al principio, su juventud causó extrañeza. ¿Estaban esperando a sus padres? ¿Estaban de vacaciones? Rigaud había contestado que Ingrid y él «estaban de viaje de novios», sencillamente. Y aquella respuesta, lejos de sorprenderles, les resultó reconfortante a los clientes de Le Provençal. Si los jóvenes se iban aún de viaje de novios, eso quería decir que «la situación no era tan trágica y que la tierra seguía girando» (VN 55-58).

Pero esa sociedad ya estaba dividida por el virus de la xenofobia y la intolerancia desde finales del siglo XIX, como se haría evidente con el estallido del affaire Dreyfuss.1 Una buena ilustración de lo que representaba una de las dos Francias, la xenófoba nos la ofrece Jorge Semprún. Nacido en Madrid en 1923, se había educado en español y en alemán, y en 1939 no hablaba bien el francés, aunque no se desenvolviera mal en el registro escrito. Un jueves por la tarde de finales de marzo de aquel año nefasto, a la salida del Liceo Henri IV, tras comprar en el boulevard Saint Michel el vespertino que anunciaba la caída de Madrid, Semprún se acercó a una panadería de la esquina de la rue Racine. El joven pidió un croissant con su «execrable» acento. La panadera no lo entendió. Abrumado, repitió la petición entre balbuceos. La panadera se puso a imprecar «a los extranjeros, a los españoles en particular, rojos por añadidura, que invadían a la sazón Francia y que ni siquiera sabían expresarse» (Semprún, 1998: 57-58). Semprún sintió la humillación de ser expulsado de la comunidad de una manera tan profunda que, llevado por su proverbial orgullo, a los cuarenta años, cuando escribió El largo viaje, su primer libro, lo hizo en francés y confiesa que escogió esa lengua «por la panadera del boulevard Saint Michel, por la lluvia fina que empapaba la hoja del periódico donde aparecía en grandes titulares la caída de Madrid…».2

Sin embargo, durante décadas la historia oficial prefirió olvidar ese mar de fondo xenófobo que había contagiado a buena parte de la sociedad francesa y que perduraría enquistado después de la Liberación, como ilustra Tony Judt, con un episodio acaecido el 19 de abril de 1945, en lo que había sido el barrio judío de París, cuando

cientos de personas se manifestaron para protestar porque, a su regreso, un deportado judío había tratado de reclamar su piso (ocupado). Antes de ser disuelta, la concentración degeneró prácticamente en un altercado, con la multitud gritando «La France aux français!» (Judt, 2006: 1147).

Durante décadas se bloqueó la memoria de la sociedad francesa mediante el llamado «síndrome de Vichy» en un intento de mantener los frágiles vínculos de la posguerra para intentar superar una multiplicidad de fracturas internas similares a las de una guerra civil (Rousso, 1987: 17).

Así pues, con el libro de Paxton, los franceses se encontraban con la obra de un historiador que rompía el espejo mágico en el que, a partir de la Liberación, la historia oficial había querido reflejar con lustre los años oscuros de la Ocupación. Pero ese espejo roto estaba precedido por un juego de pequeños cristales que, a modo de calidoscopio, se componían y descomponían en las tres novelas de Modiano que conformaban la trilogía de la ocupación. A ellas se uniría, en 1973, la película Lacombe Lucien, dirigida por Louis Malle, con guión de Patrick Modiano y del propio Malle, en la estela de estas tres novelas y del documental Le chagrin et la pitié, de Marcel Ophuls (1971), y que produjo un tremendo debate en Francia que conduciría a Malle a su «exilio» americano. Una conmoción que, salvando las distancias, unos años después se produjo de forma similar en Alemania a partir de la miniserie de televisión «Holocausto».

* * *

Patrick Modiano recibió el Premio Nobel de Literatura 2014 «por su arte de la memoria con el que ha evocado los destinos humanos más difíciles de retratar y desvelado el mundo de la Ocupación», según la resolución del jurado. En efecto, su literatura es una contribución decisiva para el conocimiento de la colaboración francesa con los nazis.

Modiano nace el 30 de junio de 1945, hijo de un judío y de una madre flamenca que se habían conocido por azar en el París de la Ocupación, en un ambiente turbio y nebuloso que, como ha dicho en numerosas ocasiones, constituye el sustrato del que él ha salido; un sustrato que se empeña en conocer desde sus inicios literarios. Es pues hijo de lo que Judt llama «la generación silenciosa», la de los padres de los hijos nacidos en la explosión demográfica de la posguerra, que alumbró a personas que mostraron curiosidad por conocer su historia reciente y que contemplaban con bastante escepticismo lo que les habían contado –o más bien no contado– sus progenitores (Judt, 2006: 1161).

Y así, con sus tres primeras novelas Modiano se enfrenta a sus padres, consigue romper ese silencio generacional y despliega una escritura de denuncia, que en algunos momentos se hace irónica, incluso festiva, alcanzando el tono de la farsa y llegando a estadios oníricos. Esa denuncia se manifiesta con un rigor agobiante en la descripción de tres temas precisos sobre la Colaboración: el mundo literario y de los escritores colaboradores (El lugar de la estrella), el mundo de los gestapistas y de los milicianos (La ronda nocturna [RN]) y, finalmente, el mundo de los periodistas colaboradores y de los delatores (Los paseos de circunvalación). Una trilogía que hace volar en pedazos el mito resistencialista que aún reinaba en Francia a finales de los años sesenta.

La place de l’étoile gana el premio Roger Nimier, con un jurado presidido por Paul Morand. No es de extrañar, pues, que, de manera un tanto simplista, la crítica, al principio, lo emparente con el grupo de «los Hussards»: Roger Nimier, Paul Morand, Jacques Laurent y Antoine Blondin. Lo cierto es que Paul Morand y otros autores de derechas de los años treinta como Drieu de la Rochelle o Chardonne, así como el fascista Robert Brasillach, aparecen, explícita o veladamente, en estas primeras novelas y también se hace eco de ellos en otras como Ropero de la infancia (RI) y Tres desconocidas (TD).

¿Qué papel jugaron estos escritores durante la Ocupación? Tras la entrada de los alemanes en París, Paul Morand, que tenía un puesto diplomático en Londres, decidió volver inmediatamente a Francia (Riding, 2011: 84 y ss.). En 1942 se le pudo ver en el homenaje que, con motivo de la gran retrospectiva montada en la Orangerie, se le rindió a Arno Brecker, el arquitecto y escultor favorito de Hitler, que ya había acompañado al Führer en la visita a París de junio de 1940. A la recepción, que tuvo lugar en el Museo Rodin, también asistieron, entre otros, Céline, Giraudoux y Sacha Guitry. En su casa presentó a Ernst Jünger, entonces capitán de la Wehrmacht, a Gaston Gallimard y a Jean Cocteau, de quien el autor de Tempestades de acero se hizo buen amigo. Junto a otros escritores colaboracionistas como Jouhandeau, Chardonne, Montherlant o Giono, colaboró con la NRF (Nouvelle Revue Française, la publicación intelectual de referencia desde 1909) cuando el embajador alemán, el antiguo profesor de arte Otto Abetz, la puso en manos de Drieu La Rochelle, si bien a diferencia de este, excusó su asistencia al primer Congreso de Escritores Europeos de Weimar, organizado por Goebels en octubre de 1941. A partir de 1942, Morand, «acérrimo petainista», encabezó la Comisión de Censura Cinematográfica de Vichy y posteriormente sería nombrado embajador del régimen del Maréchal en Rumanía y en Suiza, donde se exiliaría tras la Liberación. No regresó a Francia hasta diez años después y hasta septiembre de 1968 –año en que presidió el jurado que otorgó el premio Roger Nimier a Modiano– no ingresó en l’Académie Française, tras superar el veto impuesto durante años por De Gaulle, que, tras el nombramiento, contrariamente a la tradición, no lo recibirá. A Morand, que había escrito unas deliciosas memorias de Coco Chanel durante el exilio en suiza de ambos, cuando leyó el original de La place de l’étoile no le sorprendería la aparición en un pasaje3 de su amiga.

Pierre Drieu La Rochelle era un fascista declarado, perteneció al Partido Popular Francés, financiado por el régimen de Mussolini y fundado en 1936 por el exalcalde comunista de Saint Denis, tras su expulsión del PCF dos años antes (Riding, 2011: 30). En 1935, por invitación del que luego sería embajador alemán en París Otto Abetz, asistió al congreso del Partido Nazi en Núremberg y visitó el «modélico» campo de trabajo de Dachau. Un par de días antes de la invasión alemana, Drieu anotó en su diario: «Siento los movimientos de Hitler como si fuera él. (…) Estoy en el centro de su ímpetu». Y dos días más tarde: «Uno siempre se asombra cuando algo que ha esperado ocurre realmente» (Lottman, 1993: 74). El 22 de mayo, apenas un mes antes, no tendría empacho en propinar un par de golpes al dramaturgo Henry Berstein, quien al encontrárselo en las Tullerías le había dicho bromeando: «Anímese, los alemanes están avanzando, debe usted sentirse satisfecho» (Lottman, 1993: 101). Por temor a «los judíos y anglófilos», permaneció escondido durante los últimos días del París libre, mientras profetizaba en su diario: «Se arrastrarán a mis pies. Ese montón de judíos, pederastas y surrealistas débiles de hígado ahora inclinarán sus cabezas» (Lottman, 1993: 101). No se equivocó, puesto que a Gaston Gallimard, propietario de la NRF, no le quedó más remedio que, para proteger su empresa, aceptar la sugerencia de Abetz, amigo de Drieu desde antes de la guerra, y ponerlo al frente de la publicación. No sólo asistió a la Primera conferencia de Weimar, sino que al año siguiente fue, junto a Chardonne, de los pocos escritores importantes que acudió a la segunda (Riding, 2011: 292-294). Tras un intento fallido en agosto de 1944, y a pesar de la protección que le proporcionaron sus amigos André Malraux y Emmanuel d’Astier de la Vigeri –líder de la Resistencia y ministro del Interior del Gobierno provisional–, Drieu la Rochelle acabó suicidándose en marzo de 1945.

Jacques Chardonne, que como Morand y Nimier había formado parte del grupo de Les Hussards, también participó de manera entusiasta en los dos viajes a Alemania organizados por la propaganda nazi, y se sumó a la primera hornada de colaboradores que se incorporaron a la renacida NRF tras la imposición como director de Drieu La Rochelle. En su primer número, publicó un artículo en el que describía al pueblo francés dando la bienvenida a los invasores y a un campesino, que labraba un viñedo, ofreciendo coñac a un cortés oficial de la Wehrmacht. Jean Paulhan, el anterior director de la NRF que permanecía de algún modo vinculado a la publicación por expreso deseo de Gallimard, calificó el artículo de «abyecto» y Gide lo consideró ofensivo. Pasó seis semanas encarcelado en 1944 y dos años de incertidumbre hasta que 1946 se retiraron los cargos contra él.

Sin nombrarlo directamente, Patrick Modiano hace aparecer a Chardonne en Tres Desconocidas (TD 36-38), dedicando ejemplares de su libro Vivre à Madère en un hotel de Laussane. Amenazado físicamente por el personaje que acompaña al narrador, Chardonne se inquieta, le suda la frente, rehace su pajarita y se los queda mirando con ojos de víbora.

Para escribir su crónica sobre la aparición de Tres desconocidas, Jerome Garcin, jefe de la sección de cultura del Nouvel Observateur, visita a Modiano en su apartamento junto al jardín de Luxemburgo. Dan un paseo por el parque y Garcin le pregunta por el porqué de esa escena y de ese autor. Modiano intenta eludir la cuestión. El periodista insiste. El escritor balbucea una de sus muletillas «es más complicado que eso…». Pero finalmente acaba por contar que cuando tenía veinte años, una edad en la que uno se exalta fácilmente –dice–, acababa de leer una antología de la poesía alemana publicada por Chardonne durante la Ocupación y que se quedó muy sorprendido por la ausencia de Heine y por la explicación que había dado a la prensa. Chardonne pretendía que no había sido a causa de la censura alemana, sino por su propio gusto. Algo que al joven Modiano le pareció absurdo y odioso. Como sabía dónde vivía, se dirigió a su casa dispuesto a aporrear la puerta de improvisto. Chardonne estaba allí. Lo acogió amablemente y cuando Modiano sentía que su contenida cólera empezaba a aplacarse, el viejo colaboracionista le dijo «de cualquier manera, joven, métase en la cabeza que fue Francia quien declaró la guerra a Alemania y no al revés». «Su flema, su seguridad, me dejaron desconcertado», confiesa Modiano (Garcin, 1999). Tres años más tarde, el 30 de mayo de 1968, moría Jacques Chardonne, y ocho días después, el 7 de junio, Patrick Modiano publicaba La place de l’étoile.

A pesar de la presencia de estos escritores como personajes de su narrativa, Blanckeman sostiene que la prosa de Modiano está exenta de toda nostalgia del pasado, lo que sería suficiente para distinguirla de la de los Hussards. Entonces, ¿qué pudo seducir a un Paul Morand o a un Jacques Chardonne de La place de l’étoile y de su joven escritor al que honran con el premio que lleva el nombre del más joven del grupo? Lo menos que se puede decir es que el deber de memoria no estaba entre las prioridades de Morand o Chardonne, escritores que frente al recuerdo prefieren el olvido y frente a la perlaboración, la negación (Chaouat, 2009: 108).

La publicación en 2005 de Un pedigree, que tiene casi el mismo título que la larga autobiografía de Georges Simenon Pedigree, ha venido a corroborar la influencia del escritor belga en Modiano. Simenon pasó la guerra en la Vendée, período en el que publicó diez novelas y se llevaron a la pantalla nueve adaptaciones de otras tantas. Cuatro de ellas fueron producidas por Continental Films, los estudios montados en Francia con capital alemán por inspiración de Goebels (Riding, 2011: 224, 231, 240, 286). Así que, finalizada la contienda, se le abrió un proceso que se prolongó durante seis años y se saldó con la prohibición de publicar durante cinco, algo que aunque no tuvo efectos prácticos dado el carácter retroactivo de la sentencia (Riding, 2011: 381), aunque sí dejaría un borrón en su fecunda y, con los años, valorada carrera de escritor.

Una influencia que ha sido reconocida por el propio Modiano: «He leído mucho a Simenon. Esta precisión (de calles, teléfonos, espacios… que también caracteriza la obra de Simenon) me ayuda a expresar cosas y atmósferas donde todo se diluye» (Maury, 1990: 104). El siempre punzante Pierre Assouline (2003) no ha dudado en hacer una recomendación a los investigadores universitarios, señalando que cuando los comparatistas entren en sus universos respectivos, no deberán olvidar su común obsesión por la topografía, las listas y los anuarios telefónicos. Pero ha sido otro crítico literario, Jean François Josselin (1996), quien mejor lo ha explicado al señalar, por un lado, que si Georges Simenon tiene un heredero en lengua francesa es Modiano, a no ser que alguien crea aún que Simenon era un autor de novelas policiacas; y añadir, por otro lado, que ambos tienen el genio de hacer resucitar un mundo con una economía de medios que llevaría al suicidio a muchos de nuestros novelistas imbuidos por el parloteo de sus héroes. Sin embargo, aunque ambos escritores compartan la precisión que les da la economía de su narrativa, la obsesión por los nombres, las agendas y las referencias a una topografía urbana muy concreta, a diferencia del maestro belga, el tiempo flota y juega en las novelas de Modiano impregnándolas de una atmósfera de irrealidad.

Esa atmósfera de irrealidad es más espesa en las dos primeras novelas de la Trilogía de la Ocupación, en las que, como ya se apuntó, el espejo roto del mito resistencialista se transforma en un calidoscopio que compone y descompone una realidad bien distinta. Pero el juego del calidoscópico no es únicamente una metáfora, es sobre todo un artificio narrativo cuidadosamente dispuesto por el autor, del que deja una pista bien precisa. Uno de los personajes de El lugar de la estrella, le enseña al narrador, Raphaël Schlemilovitch, unos caleidoscopios gigantes con la marca «Schlemilovitch Ltd., New York».

–¡Un judío seguramente! –me dijo en confianza Hilda–. Pero eso no impide que fabrique unos caleidoscopios preciosos. ¡Mire en éste, Raphaël! Un rostro humano compuesto de mil facetas luminosas y que cambia de forma sin parar…

Quise contarle que mi padre era el autor de esas pequeñas obras maestras, pero me habló mal de los judíos. Exigían indemnizaciones so pretexto de que habían exterminado a sus familias en los campos; eran una sangría para Alemania (LE 107).

Pero es que además la propia identidad de Raphaël Schlemilovitch es móvil a la manera de las figuras que se hacen y deshacen en el calidoscopio.4 Y aunque en la Ronda nocturna también aparecerá un calidoscopio regalado a los siete años, es en Accidente nocturno donde explica su fascinación por las variaciones de este juego de espejos, cuando el narrador dice haber leído que el azar solo produce un número limitado de reencuentros. «Las mismas situaciones los mismos rostros vuelven y se parecen a los trozos de cristales de colores de los caleidoscopios con ese juego de espejos que da la ilusión de que las combinaciones pueden variar hasta el infinito» (AN 28). Recomponer las figuras de ese calidoscopio,5 como explica el narrador de Barrio perdido, podría ser un trabajo historiográfico (BP 147-148).

Unos fragmentos de vidrio perfectamente seleccionados porque Modiano parte de una documentación impresionante,6 a partir de libros de historia, de memorias, actas de procesos y artículos de periódicos. «Lo mejor mío –dijo una vez– es mi archivo» (Bonet, 2014). Y así en La ronde de nuit encontraremos descrita de forma precisa la organización a gran escala del mercado negro por los alemanes y sus colaboradores franceses, en lo que se llamaban «bureaux d’achats»7 y que comportaba también el robo, la ocultación y el tráfico de obras de arte expoliadas de los apartamentos de las víctimas. Oscuros negocios en los que colaboró un Albert Modiano, el padre de un escritor que años después intentaría comprender esa época a través de una memoria que precedía a su nacimiento. Y así veremos aparecer, evocados por Modiano, a Pierre Bonny y Henri Lafont, los dirigentes de la Gestapo francesa, toda una banda de cazadores de resistentes formada por una singular asociación de nazis, hampones y policías corruptos. Modiano los cita numerosas veces en El lugar de la estrella; y en La ronda nocturna aparecen bajo los nombres respectivos de Pierre Philibert y Le Khèdive. También otros acólitos como Rudy de Merode o Mendel Szkolnikoff, apenas camuflados como los hermanos Capochnicoff o en Jean Farouk de Méthode. Y junto a ellos un personaje clave, Louis Pagnon, alias Eddy, chófer de Lafont y también miembro de la banda de la rue Lauriston, guarida de la Gestapo francesa. En Los paseos de circunvalación, Pagnon aparece corriendo por la memoria del narrador y blandiendo un revolver con el que amenaza a las sombras.

Desde la sombra de la memoria amenazará al escritor durante años, porque Pagnon aparece también en Tan buenos chicos (TBC), Reducción de condena (RC), Flores de ruina (FR) y Domingos de agosto (DA), y aunque Modiano no lo confirme en Un pedigrí, de la lectura de las novelas se infiere que Pagnon fue quien intervino para que Albert Modiano fuera liberado por la Gestapo, tras haber sido detenido en una redada en el invierno de 1943 y ser conducido al depósito previo al traslado al campo de Drancy. Denis Cosnard, que ha reseñado hasta diecisiete versiones explícitas del episodio del depósito en las narraciones de Modiano, califica el affaire Pagnon como la segunda cripta sobre la que edifica su obra (Cosnard, 2010: 89).8 Cosnard desentraña también curiosas referencias ocultas entre la cuales destaca el apartamento del segundo piso de la rue de Courcelles, que aparece en Libro de familia y en el que se instala el protagonista de Barrio perdido, un novelista maduro que bucea en la memoria de un barrio al que no ha vuelto desde su juventud. Pues bien, en ese apartamento no sólo vivió Marcel Proust con sus padres entre 1900 y 1906, lo que constituiría un homenaje lógico al autor de En busca del tiempo perdido, sino que en él se refugió Pagnon en 1944, junto a su amante Sylvianne Quimfe, siendo el domicilio oficial durante el proceso que siguió a la liberación, en el que fue condenado a muerte y ejecutado junto a otros once colaboradores, entre ellos Bonny y Lafont.

El escritor Maurice Sachs es otra de las figuras de la Ocupación con gran presencia en la obra de Modiano, ya que además de ser uno de los personajes importantes de El lugar de la estrella, lo evoca en otros seis textos. Judío, homosexual y colaborador (agente G117) de la Gestapo (Cosnard, 2010: 28) acabó arrestado por los nazis, acusado de haber ayudado a un sacerdote jesuita miembro de la Resistencia, y fue probablemente asesinado por un S.S. En El lugar de la estrella se hace eco de la leyenda según la cual su cuerpo fue lanzado a los perros. Vivió durante años en el mismo domicilio del 15 quai de Conti –junto a la Académie, frente al Sena y el Louvre– en el que vivió Albert Modiano y su familia. Según confesó Modiano en vida de su padre, Albert Modiano estuvo «más o menos relacionado por razones bastante extrañas con Maurice Sachs que hacía tráfico de oro» (Jamet, 1975). Modiano leyó a Sachs en la biblioteca de su padre, especialmente Le Sabbat y La chasse à courre (publicada por Gallimard tras la liberación), y son muchas las relaciones entre ambos escritores. Pero Maurice Sachs no es el único fantasma real que ocupó la habitación que luego sería de Patrick Modiano. También vivió en el mismo dormitorio de ese apartamento el escritor Albert Sciaky antes de acabar sus días en el campo de concentración de Dachau.

Y así una vez más, la memoria de Modiano precedía a su nacimiento. Como precede a su nacimiento la evocación de Robert Brasillach y Lucien Rebatet, escritores fascistas y periodistas del semanario Je suis partout. En la crónica sobre uno de los baños de masas de Hitler en Núremberg, publicada en 1937 por Brasillac en Je suis partout, dice que es «poco probable que alguien que no comprenda la analogía entre la consagración de la bandera y la consagración del pan logre entender nada del hitlerismo» (Riding, 2011: 34-35). El periódico fue utilizado para identificar y denunciar de manera inquisitorial a judíos y comunistas. Desde sus páginas Rebatet denunció el teatro «invertido» (homosexual) de Cocteau y a Maurras lo acusó de ser un falso fascista. Tras la liberación, Brasillach fue juzgado, condenado y ejecutado. Mejor suerte corrió Rebatet, cuya condena a muerte le fue conmutada y que saldría de prisión en 1952.9

Los periodistas de Je suis partout inspiraron a Modiano los protagonistas de Los paseos de circunvalción. El libro se abre y se cierra a partir de la mirada sobre una fotografía en la que aparecen Marcheret, Murraille, Chalva Deyckecaire (el padre de Serge Alexandre, el narrador que contempla la imagen) y Maud Gallas. La instantánea está tomada en le Clos-Foucré, un albergue situado en un pueblecito próximo al bosque de Fontainebleau. La escena, dice el narrador, se desarrolla muy lejos en el pasado, en un período que podría ser el de los últimos días de la Ocupación. Los personajes están muertos, pero el narrador está allí con sus fantasmas. Serge Alexandre es un falso nombre con el que se inscribe el narrador en el albergue y que remite a Alexandre Serge Stavisky, el famoso estafador de origen ruso, que con el seudónimo de Serge Alexandre consiguió en 1933 defraudar 235 millones de francos del Crédito Municipal de Bayona, que acabó supuestamente suicidándose cuando iba a ser detenido, protagonizando un escándalo que por sus ramificaciones con la clase política provocó la dimisión del Gobierno de Camille Chautemps en 1934. Stavisky aparece varias veces en La ronda nocturna. El narrador, Swing Troubadour, dice que es su hijo: «Me trastornaba tal sed de respetabilidad, porque ya me había llamado la atención en mi padre, Alexandre Stavisky» (RN 239).10

Pero volvamos a Los paseos de circunvalación. Chalva habita en «Le Prieuré», una casa ocupada, se supone, tras la huida de sus dueños, y que está en el camino del Bornage, (deslinde) un nombre que invita a varias lecturas, aunque tal vez la más evidente sea el desmarque de Chalva respecto al resto del grupo de Murraille, sugiriendo que, aunque forma parte de la banda, no pertenece al núcleo duro y que, como se verá a lo largo de la narración, es una víctima, a quien Serge Alexandre intentará inútilmente salvar. Esta separación es también de ubicación, puesto que Murraille y Marcheret viven en Villa Mektoub, nombre con que la ha bautizado Marcheret, en recuerdo de su etapa de legionario, pero que también está cargado de significado, puesto que en árabe quiere decir «lo que está escrito», en un sentido próximo al fatum griego. Al final, el hijo no podrá «deslindar» al padre de lo que está escrito, no podrá cambiar su destino.

* * *

Las reseñas periodísticas que siguieron en España a la publicación del libro de Riding han enfatizado en exceso la alusión al espectáculo del que habla el título (And the Show Went On), y han prestado menos atención a lo que con mayor precisión describe el subtítulo: la vida cultural en el París ocupado por los nazis. Porque de la lectura de la obra no se desprende en absoluto que casi todos los intelectuales permanecieran al margen de la Resistencia, ni mucho menos que la mayoría colaboraran con la Ocupación. Antes bien, la obra de Riding viene a corroborar la tesis planteada por Philippe Burrin respecto a la actitud de la población francesa en general:

La adaptación es un fenómeno habitual en un país ocupado, en el que se crean inevitablemente ciertos puntos, ciertas superficies de contacto, y se produce un ajustamiento a la realidad. Al igual que una dictadura, una ocupación no se sostiene con la simple coerción, sino encontrando una base firme y duradera, en unos intereses compartidos, tejiendo unas redes de adaptaciones que ligan a ocupantes y ocupados y que permiten que la máquina funcione (Burrin, 2004: 486).

En efecto, al igual que una dictadura, una ocupación no se sostiene con la simple coerción, razón por la cual el mundo de la cultura en su sentido más amplio (que en aquel París comprende la moda) se convierte en un factor decisivo para la hegemonía, entendida esta como combinación de la coacción y persuasión. Y así, tanto la Embajada alemana como el Instituto alemán reunían a artistas e intelectuales famosos en sus cenas y recepciones entre los que no sólo había escritores y periodistas fascistas, sino también muchos otros que tan solo asistían «para ocupar el centro de atención, disfrutar del buen vino y la comida, y para asegurarse de que no hallarían obstáculos en sus carreras» (Riding, 2011: 396) entre otras razones porque la Resistencia cultural «aprovechó todas las oportunidades para trabajar de forma legal, la única manera de llegar a un público más amplio» (Riding, 2011: 397). Basta recordar que Albert Camus vuelve a París en 1942 y publica abiertamente la novela El Extranjero, el ensayo El mito de Sísifo y la obra de teatro El malentendido, mientras a la vez participa en la Resistencia y trabaja como redactor jefe del periódico clandestino Combat.

Riding muestra en su libro que la vida durante la Ocupación no fue una foto fija, sino un bullicioso escenario «en el que incluso la línea que separaba el bien y el mal, la résistance de los collaborateurs, parecía desplazarse según lo acontecimientos» (Riding, 2011: 12). Y que esa realidad es aplicable al mundo de la cultura en el que sus protagonistas actuaron igual que el resto de la población. Resultan muy clarificadoras las relaciones entre dos adversarios políticos como Pierre Drieu La Rochelle y André Malraux, que nunca dejaron de ser amigos y que incluso el hombre que escribió Socialisme Fasciste apadrinó en plena Ocupación a un hijo del autor de L’Espoir. O que el resistente Jean Paulhan nunca rompiera la amistad con el colaboracionista Marcel Jounhandeau. Aunque tal vez el caso más curioso sea el de Marguerite Duras y el escritor colaboracionista Ramón Fernández, que tenía el apartamento arriba del de la autora de L’amant, con la que compartía la mujer de la limpieza. Uno nunca denunció las reuniones de la Resistencia que se celebraban en el apartamento de la otra, que por su parte optó por ignorar las tertulias de escritores fascistas que tenían lugar en el piso de arriba. Uno de los resistentes que pasó por el apartamento de Marguerite Duras fue Morland, nombre de guerra de François Miterrand.11

Y todo eso sucedía, en gran medida, porque tanto los escritores colaboracionistas como los que apoyaron a la resistencia «eran de extracción burguesa, habían estudiado en las mismas escuelas y universidades» (…) comían frecuentemente juntos en Saint Germain, iban a los mismos salones de sociedad y además (…) «se leían y criticaban mutuamente, cotilleaban de forma insaciable, formaban grupitos, insultaban a sus enemigos en privado y les daban la mano en público» (Riding, 2011: 270).

* * *

Lejos de estar cerrado, el debate entre historia y memoria sigue siendo una cuestión abierta.12 Antoine Prost (2001: 296-297) sostiene que memoria e historia se «oponen punto por punto» y lo argumenta sólidamente a partir de Pierre Nora y de Lucien Fabre. Por el contrario, para otros historiadores como Enzo Traverso (2006: 82, 107-108), la memoria y la historia no están separadas por muros infranqueables, se establece entre ambas una interrelación permanente, aunque, eso sí, advierte no sólo de los efectos negativos de encerrarla en los museos y quitarle su potencial crítico, sino también de los peligros de hacer un uso político del pasado en favor del orden actualmente establecido. Unos usos políticos del pasado al que tampoco son ajenos el exceso de memoria que nos invade en los últimos años y que produce una saturación que, como ha advertido Régine Robin (2003: 19) podría no ser más que una figura del olvido.

En un reciente artículo, Pedro Ruiz Torres ha sintetizado el estado actual del debate historiográfico en torno a la memoria y a la posmemoria para llegar a la conclusión siguiente:

Lejos de concebir lo ocurrido en estos dos últimos siglos como una sucesión lineal de épocas que habría dejado atrás la historia para entrar en la era del testigo y de la memoria de las víctimas, y recientemente en una época de «posmemoria», tal vez podríamos pensar en una superposición de capas o estratos interrelacionados, de continuidades y de rupturas que han dado como resultado una composición y un relieve inéditos en los materiales sobre los que se sustenta nuestro conocimiento del pasado y obligan a exploraciones críticas de los mismos en sus diversas vertientes y con distintos enfoques y metodologías (Ruiz Torres, 2016: 182).13

La metáfora sobre la superposición de capas o estratos a la que recurre Ruiz Torres es un recurso explícitamente utilizado por Modiano para describir el ejercicio de memoria y posmemoria al que somete a algunos de sus personajes. Basten al respecto tres ejemplos en los que el escritor utiliza esta misma imagen.

Hojeando un periódico, el narrador de Libro de familia descubre por azar que alquilan un apartamento en un cuarto piso del quai de Conti. Tras confirmar la intuición de que se trata del mismo inmueble en el que pasó su infancia, decide visitarlo quince años después. La visita a lo que había sido el despacho del padre le produce una profunda desolación. Rememora el despertar en su habitación y recuerda que a los 15 años temía que se produjera una catástrofe, sin que supiera muy bien cual; y que finalmente no había tenido lugar. Y como «las capas sucesivas de papeles pintados y de tejidos que cubren las paredes», ese apartamento le evoca recuerdos más lejanos: «esos pocos años que tanto cuentan para mí aunque fueron anteriores a mi nacimiento» (LF 184). Y unas páginas más adelante, la memoria del narrador, de viaje por la Costa Azul, se desplaza a la Niza de 1945, el año de su nacimiento, y al París que recibe a los supervivientes de los campos de concentración con sus pijamas a rayas: «Lo recuerdo todo. Despego los carteles pegados en capas sucesivas desde hace cincuenta años para dar con los jirones de los más antiguos» (LF 198).

El narrador de Chien de Printemps (PdP),14 que se ofrece a clasificar las fotos de Jansen porque se niega a que «la gente y las cosas desaparezcan sin dejar rastro», encuentra unas imágenes de «carteles desgarrados en paredes o vallas de madera» que el propio Jasen había despegado minuciosamente para fotografiar las diferentes capas (PdP 134).

Hay que concluir, por lo tanto, que la narrativa de Patrick Modiano es central para la comprensión de la Ocupación, no solo porque anticipa algunas de las cuestiones sobre las que luego se ocuparían los historiadores, sino también y fundamentalmente por la forma de hacerlo, ya que los mecanismos narrativos que utiliza permiten abordar zonas de sombra hasta ahora vedadas al historiador profesional.

1.2. Un perro no querido, autobiografía y autoficción

El aludido desplazamiento histórico en las obras de Modiano se produce a través de un fenómeno de hipermnesia, que el autor ha explicitado reiteradamente como, por ejemplo, en la mencionada metáfora sobre los carteles pegados de Libro de familia, o, de manera más directa, en un pasaje de Viaje de novios en el que dice: «Lo recuerdo todo como si fuera ayer…» (VN 53).

Pero esa hipermnesia, que muchas veces se hace obsesiva (agendas, anuarios, listas de garajes, de caballos de carrera, de calles…), paradójicamente responde al dolor de lo que se quiere olvidar. La hipermnesia pone de manifiesto un desplazamiento de orden metonímico en el que el exceso de recuerdo se convierte en una proliferación memorial que ocupa el lugar del olvido (Burgelin, 2010: 143). La letanía de listas, explica Burgelin (2010), hablan sobre todo de los afectos, aunque poniéndolos en la distancia, de manera que la función íntima de la memoria es tan maternal como poética al modo de una nana, una madre que no le abandona y le susurra extrañas palabras de amor.

Y es que la vida y la obra de Patrick Modiano están profundamente marcadas por su condición de hijo no amado. Aunque no es cuestión de entrar ahora y aquí en toda la complejidad del debate sobre los géneros de la autobiografía y la autoficción en la obra de Modiano, sí se hace absolutamente necesario hacer algunos apuntes al respecto para deslindar lo que de autobiográfico y de autoficcional hay en la representación animal en su obra.

1.2.1. Decir la verdad con la mentira

El término autoficción es un neologismo creado por Serge Dubrovsky (1977) en la contraportada de su obra Fils, en la que explica que la autobiografía es «un privilegio reservado para los importantes de este mundo, en la noche de su vida, y en un hermoso estilo» y reivindica la ficción de hechos estrictamente reales o autoficción al «haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje». Y ha sido Philippe Lejeune el primero en analizar la diferencia entre ficción e inspiración biográfica en Modiano. Una década después de establecer las bases teóricas del género autobiográfico, Lejeune (1975) toma como referencia el episodio del metro de Los paseos de circunvalación para plantear la complejidad del problema en su obra (Lejeune, 1986: 51-52). En este pasaje, el joven narrador cuenta como su padre intentó empujarle al paso del metro, un suceso que nunca tuvo lugar en la vida real, como ha tenido ocasión de explicar Modiano en numerosas entrevistas. Lejeune destaca por un lado que la etiqueta «roman» que aparece en la portada certificaría un pacto no autobiográfico explícito, que, por otro lado, se vería reforzado con la advertencia de que «los personajes y situaciones contenidos en este libro no tienen nada que ver con la realidad» que aparece en la edición francesa. Sin embargo, Modiano confesó que se inspiró en su padre para escribir la novela. Y aunque reconoce que no son hechos reales lo que cuenta, porque su padre no intentó empujarle al paso del metro, sino que simplemente le era hostil, explica que escoge ese gesto espectacular para simbolizar esa hostilidad que sentía en su padre contra él. A lo que añade una reflexión:

Entonces, cuando se reconocen en mis libros, la gente dice «es escandaloso», «es una mentira». En cierto sentido, tienen razón. Pero, al mismo tiempo, es la verdad misma llevada a sus consecuencias extremas.15

A partir de esta explicación, Lejeune (1986: 52) apunta que Modiano podía haber contestado que, a diferencia de Libro de familia, en esta obra no utiliza su nombre en el texto y especula con qué hubiera pasado si lo hubiera hecho, uniendo el derecho sagrado del escritor a fantasear e inventar empleando nombres reales. Lo que le lleva a considerar que el novelista que quiere decir, hasta sus últimas consecuencias, la verdad con la mentira, es decir, dar a la verdad profunda que cree ocultan sus fantasmas la apariencia exacta del mundo en el que vive con sus contemporáneos, puede ser tomado por un «auténtico mentiroso». Para añadir que, sin embargo, la literatura es una escuela de duplicidad, a menudo con la complicidad de lectores.

Algo que, por lo demás, Modiano, aunque Lejeune no lo diga, había hecho explícito en la citada entrevista con Rambures de 1973: «Usted me dirá que, para tener éxito en estos amaños, uno debe tener cierto grado de duplicidad, también una cierta distancia de uno mismo. Sin duda. ¿Pero cómo convertirse en novelista sin aprender a mentir?».

¿Cómo convertirse en novelista sin aprender a mentir? Una pregunta retórica que de entrada remite a una cita de Stendhal que, cuarenta y un años después, Modiano utilizará como epígrafe de Para que no te pierdas en el barrio «No puedo aportar la realidad de los hechos, sólo puedo ofrecer su sombra». Una pregunta que emparenta con la poética de Max Jacob,16 protector de uno de los grandes fantasmas modianescos, Maurice Sachs. En efecto, «el arte es una mentira, pero un buen artista no es un mentiroso», o mutatis mutandis: «Lo que se llama una obra sincera es aquella que está dotada de fuerza suficiente para dar realidad a la ilusión (…) en el momento en que uno engaña para lo bello es cuando se es artista» (Jacob, 1922: 22-23). O, por decirlo con Cocteau, «soy una mentira que dice siempre la verdad». Modiano ha insistido sobre esta paradoja: «No miento nunca. Solo acentúo un poco violentamente la verdad» (Diatkine, 2006).17

En 1997, la Universidad de Lyon publica un ensayo sobre Modiano (Laurent, 1997) precedido de una larga carta del escritor (Modiano, 1997) con una serie de correcciones y precisiones al texto original, con las que su autor Thierry Laurent reelaboraría la versión final de la monografía. Laurent prefiere el término autoficción al de autobiografía novelada para mostrar que el autor no tuvo jamás un proyecto introspectivo, que su obra no podría resumirse en un discurso del yo y que las fuertes analogías entre el novelista y sus personajes no habrían sido siempre conscientemente queridas. E interpreta que el complicado y recurrente juego sobre el «mentir-vrai» sobre sí mismo, que califica de patético, responde a «un malestar» que surge en la infancia y del que da cuenta escribiendo, ya que su espíritu ha quedado impregnado de recuerdos y de obsesiones. A modo de conclusión, Laurent resume una serie de constataciones a las que llega tras su investigación sobre la vida y la obra del autor:

i. La errancia por el pasado como algo típicamente modianesco. La nostalgia y el culto al recuerdo, así como las preguntas sobre algunos misterios jamás resueltos explican conjuntamente una obsesión que no puede asimilarse al «passéisme».

ii. El sufrimiento es un componente de la búsqueda de identidad. Cómo ser judío y francés, se pregunta, para a continuación analizar más ampliamente el conflicto entre la necesidad de estabilidad y los estallidos de personalidad debidos a la precariedad de los puntos de referencia y a los acontecimientos fortuitos.

iii. El padre es el personaje particularmente «precario» en la vida de Modiano. Es un personaje enigmático: ¿jugó un doble papel durante la Ocupación? ¿Cuál fue su verdadero oficio? ¿Por qué desaparecía tan a menudo abandonando a los suyos? El hijo solo puede fabular para intentar comprender, pero incluso en la ficción el diálogo resulta imposible.

iv. La madre también tiene responsabilidad en la vida afectiva de Patrick. Aunque aparezca poco y solo como actriz, hay personajes inventados que se le parecen y por los cuales los lectores no tendrán ninguna indulgencia.

v. De hecho, la única familia del joven Modiano fue Rudy, su hermano pequeño. La muerte les separará provocando un traumatismo del cual el escritor aún no se ha curado. Tardó treinta años para ponerlo en escena y lo hizo con mucho pudor, pero no sin patetismo.

vi. La angustia de la muerte, consecutiva a este drama, está omnipresente en sus novelas. Primero se expresa a través de todo tipo de delirios macabros, que intentan canalizarla; entre ellos, las válvulas de escape para las obsesiones sobre la Segunda Guerra Mundial.

vii. Paralelamente, en sus libros hay una gran cantidad de alusiones a su propia biografía: un joven melancólico, una escolaridad alienante, dificultades para asumirse como escritor, una vida familiar reconfortante y siempre algunas neurosis de las que hay que intentar reírse (Laurent, 1997: 182-183).

Una década después de la monografía de Laurent, Blanckeman (2009: 52-54) establece una taxonomía de la narrativa de Modiano en la que diferencia primero entre el periodo de estética expresionista (las tres primeras obras) y un segundo periodo de estética minimalista.18 Y dentro de este segundo periodo diferencia a su vez cuatro ciclos. El primero correspondería a novelas de investigación que coinciden en la búsqueda identitaria: Calle de las tiendas oscuras, Domingos de agosto y Joyita. Un segundo incluiría las novelas de la memoria que se asemejan a la búsqueda de un tiempo perdido: Villa Triste, Una juventud, Ropero de la infancia, Memory Lane y En el café de la juventud perdida. El tercero incluiría las novelas autobiográficas inspiradas en el pasado del escritor para componer una ficción en primera persona: Tan buenos chicos, Más allá del olvido, Tres desconocidas y Accidente Nocturno. Finalmente, un cuarto grupo que abarcaría las narraciones autobiográficas, que por un lado agruparía los relatos en los que, a la relación de acontecimientos vividos, se añade una hipótesis novelesca: Libro de familia, Reducción de condena, Flores de Ruina y Perro de Primavera; y por otro las de estricta preocupación por el testimonio, histórico en el caso de Dora Bruder, o íntimo, en el de Un pedigrí. Y a diferencia de esta obra, que pretende ser un acto de consignación factual, en las novelas de inspiración autobiográfica, Modiano reinventa parcialmente ciertas situaciones vividas, de manera que esa metamorfosis se integra en un proceso constitutivo, y no antinómico, de la realidad.

En cualquier caso, el análisis de lo que hay de autoficción y de autobiográfico en su obra, y especialmente en aquellas narraciones en las que aparecen sus progenitores, no podía ofrecer los mismos resultados en 1997, cuando Laurent divulga su tesis, que doce años después, cuando en 2009 Blanckeman publica su libro, porque en ese periodo entre ambas obras tiene lugar un hecho fundamental como es la aparición de Un pedigrí (2005), una «piedra de Rosetta» en la que Modiano desvela muchos de los asuntos familiares sobre los que asienta su narrativa y permite descubrir nuevos vínculos intertextuales bajo el palimpsesto de su escritura. Obsérvese que en la portada de las ediciones de Gallimard de Un pedigrí –al igual que en Libro de familia y en Tan buenos chicos no aparece como en el resto de sus narraciones un subtítulo con la indicación de «Roman» (Novela), marca architextual que, como explica Genette (1982: 12), cuando es muda y no aparece puede ser bien por rechazo a subrayar una evidencia, o al contrario –como pensamos que es el caso–, para recusar o eludir cualquier adscripción.

1.2.2. Matar a la madre para vengar al perro

Aparentemente, en Un pedigrí no ha habido voluntad de enmascarar a las personas tras los personajes. Algo que parece claro de entrada cuando apunta los primeros datos biográficos de su madre e incluso cuando, rotundo y sin piedad, dice de ella que «Era una chica bonita de corazón seco» (UP 9).

Pero esa claridad empieza a difuminarse y a tomar unos tintes más complejos cuando, a renglón seguido, la mirada del narrador se vuelve hacia el propio autor para ir identificándose con el perro de su madre.

Su novio le había regalado un chow-chow, pero ella no le hacía caso y lo dejaba al cuidado de diversas personas, como hizo conmigo más adelante. El chow-chow se suicidó tirándose por la ventana. Ese perro aparece en dos o tres fotos y debo admitir que me conmueve muchísimo y me siento bastante próximo a él (UP 9-10).

Más adelante, el narrador tras una disculpa retórica, se pone la máscara del perro que da título a esta autobiografía y afirma con énfasis:

Soy un perro que hace como que tiene pedigrí. Mi madre y mi padre no pertenecen a ningún ambiente concreto. Tan llevados de acá para allá, tan inciertos que no me queda más remedio que esforzarme por encontrar unas cuantas huellas y unas cuantas balizas en esas arenas movedizas… (UP 11-12).19

En efecto, el escritor se pone la máscara del perro, porque tal como explicó Barthes (1972: 33): «Toda la literatura puede decir: “Larvatus prodeo”, “me adelanto designado mi máscara con el dedo”».

Y, sin embargo, esa máscara del perro es la única con la que avanza en este relato seco, en el que al lector no le puede extrañar que se identifique con una amiga de la infancia «dulce como todos los niños a quienes no han querido» (UP 59). Sobre todo, después de leer esta evocación de la relación con su madre durante la primera infancia:

La veía pocas veces. No recuerdo de ella ni un ademán de ternura auténtica o de protección. Me notaba siempre hasta cierto punto con la guardia alta en su presencia. Sus repentinas iras me perturbaban, y como asistía al catecismo, le rezaba a Dios para que la perdonase (UP 35).

Una agresividad materna que, lejos de remitir con los años, iba en aumento cuando el joven no conseguía que el padre le diera dinero para ambos.

A veces llego sin nada y mi madre monta en cólera. No tardé en esforzarme –alrededor de los dieciocho años y en los años siguientes– por traerle por mis propios medios esos malditos billetes de cincuenta francos, que llevan la efigie de Jean Racine, pero sin conseguir desactivar esa agresividad y esa falta de benignidad que me había mostrado siempre (UP 92).

Y como la herida sigue abierta, para expresar el dolor tiene que volver a ponerse la máscara del perro:

Nunca pude hacerle confidencias ni pedirle ayuda alguna. A veces, como un perro sin pedigrí y muy dejado de la mano de Dios, siento la pueril tentación de escribir negro sobre blanco y con todo detalle cuánto me hizo padecer con su dureza y su inconsecuencia. Me callo. Se lo perdono (UP 92).

No podemos dudar de la sinceridad de ese perdón, pero tampoco podemos dejar de constatar que de ninguna manera hay olvido. El escritor no ha podido, y probablemente no haya querido, olvidar todo el daño que le ha infligido esa hermosa mujer de corazón duro que fue su madre, la actriz Louisa Colpeyn. Porque, aunque afirme que le perdona, como acabamos de ver, previamente confiesa que tiene la tentación de contar sin tapujos y detalladamente todo lo que le ha hecho sufrir, para añadir que se calla. Lo que equivale a decir que tendría cosas más graves que contar. El escritor ya maduro pretende establecer con la lejanía de los años transcurridos una distancia sentimental:

Todo queda tan lejos ya… Me acuerdo de haber copiado, en el internado, la frase de Léon Bloy: «Hay en el mísero corazón del hombre lugares que no existen aún y en donde se cuela el dolor para que así existan». Pero este era un dolor para nada, de esos con los que ni siquiera se puede hacer un poema (UP 92-93).

Posiblemente de ese dolor Modiano no haya podido extraer un poema, como dice, pero si muchas páginas de su narrativa. Y es que, aun cuando los estudios sobre el escritor mayoritariamente hayan centrado el foco sobre la figura paterna, lo bien cierto es que, aunque menos constante y más diseminado, el recuerdo de la madre es aún más lacerante.

* * *

La profundidad de esa herida se hace patente si se repasa el personaje de la madre en algunas de sus obras y especialmente en Joyita, novela en la que la representación del perro en relación con la figura materna cobra una mayor relevancia.

Al comienzo del segundo relato de Tres desconocidas, aparece una madre definida como «mujer dura e iracunda, y no una sentimental como yo» (TD 51), cuyas broncas le producen miedo a su hija, que cree que su nacimiento había sido un accidente en la vida de su progenitora. Esa madre «echaba espuma por la boca y vociferaba con acento del Norte», lo que constituye una clara alusión a los orígenes flamencos de la madre del escritor y a sus arrebatos de cólera. Desde la muerte de su padre, a los tres años, la madre se había ido a vivir con un carnicero, profesión infame en el universo modianesco, que de manera indirecta remite a Jean Cau, gran aficionado a la tauromaquia y amigo de la madre de Modiano, como se comentará más adelante.

En Viaje de novios, la madre de Rigaud, el protagonista, es definida como «esa infeliz cabeza hueca» y como «una madre fútil». Previamente, ha tenido lugar este diálogo:

–¿Viven sus padres?

–He dejado de verlos –le dije.

–¿Por qué?

Otra vez el fruncimiento de cejas ¿Qué le iba a contestar? Unos padres muy peculiares que siempre había buscado internados o correccionales para librarse de mí (VN 36-37).

Luego Rigaud dirá de su progenitora que era tan poco maternal que le abandonaba jornadas enteras en el jardín de la villa y que incluso una tarde se olvidó de él. Para añadir a continuación: «Más tarde cuando padecía hambre y frío en un internado de los Alpes, lo único que le pareció oportuno enviarle fue una camisa de seda» (VN 68). Al respecto conviene recordar que el joven Modiano estuvo internado en un colegio de Alta Saboya de septiembre de 1960 a junio de 1962. Durante el primer año, sólo recibe una visita fugaz de su madre.

Mi madre pasa como una exhalación por Annecy, se queda el tiempo preciso para comprarme dos piezas del equipo: un guardapolvo gris y un par de zapatos de segunda mano, con suela de crepé, que me durarán alrededor de diez años y en los que nunca entrará el agua. Se va mucho antes de la tarde del comienzo de las clases. Siempre resulta penoso ver cómo ingresa en un internado un niño, sabiendo que se va a quedar preso allí. Entran ganas de impedírselo. ¿Se plantea mi madre esa cuestión? Aparentemente, no hallo gracia ante sus ojos. Y además tiene que irse para pasar una temporada larga en España (UP 69-70).

Cuando regresa, le cuenta historias sublimes de Andalucía y de los toreros, pero el escritor apostilla: «pero tras la afectación20 y la fantasía, hay mucha dureza» (UP 77). Por lo demás, el hambre del que habla en Viaje de novios no es ninguna fantasía literaria:

Desayuno. Café sin azúcar en un tazón metálico. Nada de mantequilla. (…). Reparten una rebanada de pan y una onza de chocolate negro a las cuatro. Polenta para cenar. Me muero de hambre. Me dan mareos (UP 72).

Llega un día en que los internos ya no pueden más y el joven Modiano y unos cuantos compañeros se rebelan ante el ecónomo. Pero la situación no debió mejorar mucho, porque en noviembre de 1961 el joven se contagia de sarna y tras buscar en el listín telefónico se acerca a la consulta de una médica de Annecy.

El estado de debilidad en que me hallo parece asombrarla. Me pregunta: «¿Tiene usted padres?». Ante esa solicitud y esa ternura maternal tengo que contenerme para no echarme a llorar (UP 77).

De manera que, años después, Modiano escribirá que cuando Rigaud vuelve a visitar el jardín en el que lo dejaba su madre sienta un enorme malestar.

Tenía la desagradable impresión de estar regresando al punto de partida, a los lugares de su infancia, que no le inspiraba afecto alguno, y de notar la presencia invisible de su madre cuando ya había conseguido olvidarse de esa infeliz: sólo la relacionaba con malos recuerdos. (…) Sintió un escalofrío. La guerra le jugaba una mala pasada al obligarlo a regresar a esa cárcel que había sido su infancia y de la que se había evadido hacía mucho. Y resultaba que la realidad se parecía a las pesadillas que tenía con regularidad: era el comienzo del curso en el internado del colegio… (VN 76-77)

El retrato de la madre se convierte en un aguafuerte de tintes goyescos en Accidente Nocturno, en la que un trasunto de la madre que persigue al protagonista «se parecía a una cómica21 alemana muy vieja que se llamaba Leni Riefenstahl» (AN 61). Un aguafuerte en el que el trazo menos amable no será caracterizarla como una mala actriz:

La vida y los sentimientos no habían conseguido dejar huellas en aquella cara de momia, sí, la momia de una niña perversa y caprichosa de ochenta años. Seguía clavando en mí los ojos de rapaz y yo no bajaba la mirada. (…) Notaba que estaba a punto de morderme y de inocularme su veneno, pero, tras aquella agresividad, había algo falso, como la interpretación sin matices de una mala actriz. (…) Pero no le tenía miedo. Ya se habían acabado los temores infantiles en la oscuridad al pensar que una bruja o la muerte iban a abrir la puerta de la habitación (AN 61)

En esta novela, en la que la figura de la madre está representada por una medusa, Modiano llega a despojar a esta comicastra de su condición de madre a través de un curioso vericueto narrativo, cuando el supuesto hijo acude a la comisaría y allí le aclaran que «se hace pasar por su madre, pero, según su documentación, no hay ningún parentesco entre ustedes. Por lo demás, usted nació de madre desconocida» (AN 63). La inspiración biográfica de este pasaje queda reforzada por la circunstancia de que la comisaría en la que se desarrolla la identificación es la misma a la que trasladaron Albert Modiano y al joven Patrick cuando su padre lo denunció por escándalo público. Un episodio novelado en numerosas ocasiones y cuya historicidad el escritor certifica en su autobiografía.

No menos esperpéntico es el retrato de la madre que persigue a Jean Bosmans, el protagonista de El Horizonte (EH), que también la contempla petrificado como si se enfrentara a una Gorgona. Este despiadado monstruo femenino de la mitología griega toma aquí la forma de «una mujer con el pelo rojo y la mirada dura», el mismo color del pelo que tantas veces lucirá en películas y obras de teatro la madre del escritor. Un retrato de la madre que complementa diciendo que le lanza un raudal de insultos en una lengua gutural que no comprendía, en referencia al neerlandés de Louisa Colpeyn y al acento balcánico que impostó la actriz en muchos papeles de su filmografía.

La madre va acompañada de «un hombre moreno, con pinta de cura que ha colgado los hábitos (que) se cimbreaba como un torero» (EH 35). Al mirar a este personaje, sobre el que Bosmans tiene dudas sobre si el aspecto es más el de un cura que ha colgado los hábitos, se hace inevitable pensar en una caricatura del antiguo secretario de Sartre y gran aficionado a la tauromaquia, Jean Cau, que durante una época fue el compañero de Louisa Colpeyn. Cau consiguió un primer contrato en Seuil para El lugar de la estrella, que Modiano logró dejar sin efecto cuando supo que paralelamente Raymond Queneau había conseguido el compromiso de Gaston Gallimard para publicar la novela en la mítica colección blanche. Finalmente, Jean Cau fue el autor del prólogo de la primera edición en Gallimard, aunque luego Modiano lo haría retirar de las sucesivas ediciones. En Un pedigrí se burla del amigo de su madre,22 en El Horizonte el desprecio es más directo:

En aquel período de su juventud, cada vez que Bosmans tenía la desdicha de encontrarse con la pareja si se arriesgaba a pasar por la calle de Seine y sus inmediaciones,23 sucedía lo mismo: su madre se le acercaba, con barbilla agresiva, y le pedía dinero con el tono autoritario con que se riñe a un niño. El hombre moreno se quedaba aparte, quieto, y lo miraba severamente como si quisiera avergonzarlo por el hecho de existir. Bosmans no sabía por qué aquellos dos seres le mostraban tanto desprecio. Se hurgaba en el bolsillo con la esperanza de encontrar unos cuantos billetes de banco. Se los alargaba a su madre, que se los guardaba con ademán brusco (EH 35).

Unos gestos de agresividad y una rapiña que ya vimos en la avidez de Louisa Colpeyn por los «malditos billetes de cincuenta francos, que llevan la efigie de Jean Racine» y sobre la que el escritor nos ha dejado en una entrevista otro curioso testimonio:

De joven, recibí el premio de un joyero de la zona de Ópera: la pluma de diamante. Mi madre, que pensó que tenía un plumín de diamante de verdad, lo llevó al monte de piedad. Pero nadie lo quería, era de pacotilla. Regresó a casa con el objeto. Unos días más tarde, la robaron. Los ladrones también creyeron en el valor de la pluma y dejaron el estuche. Fue hace más de treinta años. Por mi parte, hace unos días, cogí sin su conocimiento el estuche que ella había guardado para mi sorpresa. Ella se deshizo de todos sus recuerdos y nunca leyó ninguno de mis libros. Pero había mantenido este caparazón vacío e irrisorio. Tenga, ábralo en el interior está escrito Clerc. El nombre de la joyería (Diatkine, 2006).24

Este testimonio, más allá de la insistencia en la rapacería de su progenitora, guarda, en un «caparazón», una constatación posiblemente más dura para su hijo: Louisa Colpeyn no leyó absolutamente ninguno de los libros de Patrick Modiano.

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Modiano ya había pergeñado un duro, aunque velado, retrato de Louisa Colpeyn en Ropero de la infancia, novela en la que la madre aparece como una actriz histérica, y la figura del perro se convierte en catalizadora del resentimiento filial.

En ella, el escritor deja pistas claras sobre la inspiración autobiográfica del pasaje, cuando el narrador, al pasar junto a los teatros de la rue Fontaine en los que actuaba su madre y evocar los días en que de niño le acompañaba, dice que había pasado su infancia en la Rive gauche, en Saint-Germaine-des-Prés. Recuerda como, los domingos, hacía los deberes en el despacho del director del teatro, Henri de la Palmira, mientras su madre actuaba en un vaudeville escrito por un sedero lionés y su amante que habían alquilado el teatro y pagaban a los actores, sin que les importase demasiado que la sala estuviera vacía y solo asistieran en alguna ocasión unos pocos amigos. Un domingo, en que los actores también actúan ante una sala vacía, el joven, mientras oye la voz de su madre en escena, decide romper los deberes y no volver al colegio, ni hacer el bachillerato ni el servicio militar. De puntillas, pasa entre bastidores y la sala del teatro que está vacía. Al ver su sombra moviéndose, los actores interrumpen el diálogo sorprendidos de que hubiera un espectador. El joven sale a la calle y se siente perdido. En un ataque de pánico está a punto de pedirle a un transeúnte que le ayude. Luego se tranquiliza y da un paseo por el barrio, la parte baja de Pigalle, donde se encuentra con el perro de Herni de la Palmira, un labrador rubio. «Cruzaba el vestíbulo, se detenía en el umbral y olfateaba el aire. Con andares plácidos, volviendo la cabeza, ora a la derecha, ora a la izquierda, se encaminaba hacia mí con el porte de un turista que estuviera visitando el barrio» (RI 66). El joven repara en que la farmacia aún estaba abierta, un detalle que no es banal porque en muchas novelas, como Joyita o En el café de la juventud perdida, la farmacia de Pigalle es un «punto de referencia» para el héroe que se encuentra perdido en un momento crucial de su vida. Un punto de referencia que aquí además se asocia a la figura del perro, una vez más un labrador.

El labrador y yo25 nos quedamos un ratito contemplando el escaparate, que iluminaba una luz verde. Luego pasamos por el cruce y nos separamos: él siguió bajando por la calle de Fontaine y yo entré en el café Gavarni (RI 66-67).

El joven decide finalmente volver al teatro, donde su madre tras preguntarle de pasada dónde estaba, le interroga inquisitivamente por una vieja cazadora de ante que habían encontrado en un armario del teatro.

–¿Me prometes que todavía tienes la cazadora vieja de ante?

Se le anegaba la mirada en una expresión de angustia insoportable. El destino del mundo dependía de aquella cazadora vieja de ante. Fuera de ella, nada tenía ya importancia.

–¿No irás a decirme que has perdido la cazadora vieja de ante? ¡Contesta!… ¿Dónde está la cazadora vieja de ante? (RI 67).

Uno de los actores está estupefacto al ver que una vieja cazadora de ante podía convertirse en algo tan importante. Pero mientras más se agudizaba la angustia, ella más se fijaba en ese detalle mínimo hasta un punto de incandescencia, sigue recordando el narrador. Tras hacerle jurar que no la ha perdido, la madre se tranquiliza y los actores se ponen a hablar sobre el futuro de la obra, preguntándose hasta cuando estarían dispuestos los autores a seguir pagando. Entonces el joven decide intervenir maliciosamente, asegurándoles que había visto salir a alguien del teatro. Los actores se muestran preocupados por si se trata de un crítico, ya que el director había aconsejado a los autores no invitar a ningún crítico con el pretexto de que eran mala gente. Los actores quieren sabe a toda costa quién era ese espectador y el joven decide burlarse de ellos.

–Entonces, ¿quién era? –repitió Montavon.

–Dinos quién era ese espectador –dijo mi madre.

–El perro de Henri de la Palmira. Y llevaba puesta la cazadora vieja de ante (RI 69).

El sarcasmo cruel del joven no puede, sin embargo, desviar la atención de lo sustancial del pasaje, que es sin duda la identificación del adolescente con la figura del perro como elemento simbólico en el que apoyarse para hacer frente al abandono de una madre histérica.

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Patrick Modiano

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