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La reacción nobiliaria (1787-1789)

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Las insuperables dificultades financieras que padecía la monarquía francesa se volvieron del dominio público antes de que terminara la guerra de Independencia de Estados Unidos (1783). El banquero ginebrino Necker, que se había ocupado del fisco desde el inicio del conflicto y había tenido que contratar un cuantioso préstamo para el mismo, mandó imprimir en 1781 un balance de las cuentas reales, con el que pretendía que la transparencia mejorase el crédito del reino. No obstante, el detalle de los datos, nombres incluidos, molestó a algunos beneficiarios cortesanos de dádivas reales, por lo que Necker se vio obligado a dimitir.

La monarquía francesa gastaba muchísimo más de lo que ingresaba, y el déficit no se podía cubrir con más deuda porque sus intereses se llevaban ya una cantidad inasumible del presupuesto y los nuevos préstamos solo se obtendrían en condiciones leoninas. Solo Charles Alexandre de Calonne, un rival de Necker que ocupó su puesto en 1783, se atrevió a proponer una reforma profunda, que incluía la racionalización de los impuestos indirectos, la supresión de aduanas interiores para estimular la actividad económica… y que los privilegiados comenzasen a pagar impuestos por sus propiedades inmuebles (subvention territoriale). Era la única solución posible: los consejeros de Luis XVI le advirtieron del peligro que supondría incrementar la presión fiscal a costa de unos campesinos ya muy gravados, que podían responder a ese aumento con el impago. Peor aún, podía estallar una jacquerie, como se conocía a los estallidos episódicos de violencia antifiscal que se habían dado desde la Baja Edad Media, y en que los campesinos habían aterrorizado a los señores y a los delegados reales.

Condorcet

Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet (Ribemont, 1743-Bourg-la-Reine, 1794), comenzó cultivando las matemáticas. Sus trabajos sobre cálculo integral (1765 y 1772) alternaron con otros estadísticos con los que Condorcet quiso formular una especie de aritmética política. Son muy conocidos los trabajos que dedicó a estudiar las votaciones de asambleas y jurados, en las que detectó el fenómeno que llevaría su nombre, la paradoja de Condorcet, según la cual el ganador en una elección con escala de preferencias puede no ser el que concite mayor aprobación.

Solicitado por Turgot, desde 1774 no tuvo reparo en trabajar para la alta administración del rey como controlador general, pero dos años después dimitió y mantuvo su cargo de inspector general de la Moneda, que conservaría hasta 1791.

Condorcet tomó parte muy activa en los inicios del proceso revolucionario: tras la toma de la Bastilla, fue elegido miembro del Consejo Municipal de París. Junto a otros intelectuales, fundó la Sociedad de 1789 y participó en la Sociedad de Amigos de los Negros. Vinculado a posiciones constitucionales y moderadas, Condorcet destacó por defender públicamente a los marginados por la revolución: las mujeres, los esclavos o los homosexuales. Fue también diputado en la Convención, donde votó por la reclusión perpetua de Luis XVI.

Condorcet fue perseguido por el Comité de Salvación Pública cuando los «montañeses» se hicieron con el poder. Permaneció escondido desde julio de 1793 hasta marzo de 1794, cuando fue capturado y posteriormente encerrado en el castillo de Bourg-la-Reine, donde murió, no se sabe si por suicidio o por asesinato. Durante su reclusión forzosa, había redactado un Bosquejo de un cuadro histórico sobre los progresos del espíritu humano que se publicaría inacabado tras su muerte. La obra es un canto al progreso y a la mejora social basada en una fe en la Humanidad nada fácil de mantener entonces.

El que se conocería como «plan de Calonne» golpeaba el pilar sobre el que se asentaba el Antiguo Régimen: el privilegio, que entre otras cosas comportaba la exención de impuestos. Para colmo, buena parte de la nobleza francesa había emprendido una reacción frente a las dificultades económicas, reales o percibidas, que atravesaba. Calonne y Luis XVI sabían que obligar a los privilegiados a pagar impuestos iba contra las leyes y las costumbres del reino, y que por lo tanto solo unos Estados Generales podrían aprobarlo, pero convocarlos implicaba romper la tradición establecida desde 1614. En su lugar, se ideó una «Asamblea de Notables» compuesta por privilegiados nobles y eclesiásticos bien seleccionados y a los que se suponía obedientes. Para su sorpresa, en febrero de 1787 ese senado ad hoc rechazó el plan de Calonne, quien por supuesto fue destituido unos meses después, y además desterrado a la Lorena por haber difundido sus informes.

Comenzó entonces un duelo legal entre el rey, que usó el arma ceremonial del lit de justice para imponer su voluntad al Parlamento (alto tribunal) de París, y este, que pagó su oposición al monarca con el destierro de dos de sus magistrados. El secretario de Justicia Lamoignon redactó en mayo de 1788 un edicto real que desposeía a los parlamentos de sus poderes y les obligaba a registrar los decretos reales, pero de nuevo se encontró con una firme oposición. En junio siguiente, a los soldados del rey les llovieron piedras y tejas en la ciudad de Grenoble cuando llevaban al Parlamento del Delfinado la orden del rey (lettre de cachet) de registrar el edicto.

El rey, «el primer amigo de sus pueblos»

La monarquía francesa seguía siendo el espejo en el que se miraban los demás príncipes de la cristiandad. El rey de Francia descendía de San Luis, había sido ungido por Dios y muchos de sus súbditos seguían atribuyéndole poderes taumatúrgicos, como el de curar la escrófula mediante la imposición de manos.

Luis XVI (rey de 1774 a 1793) conservaba el halo mítico de sus antepasados, pero no irradiaba el mismo brillo que su tatarabuelo el Rey Sol. Reservado y mediocre, gustaba de emplear su ocio en labores manuales de precisión, como la cerrajería, para la que tenía un taller en sus aposentos. Desde el preludio de la revolución hasta que fue ejecutado en 1793, Luis XVI cambió muchas veces de actitud y de táctica, bien adoptando la dureza que le exigían su mujer María Antonieta y el partido intransigente de la corte, bien optando por las concesiones que le sugerían sus administradores y consejeros más capaces.

Su breve alocución en la solemne apertura de los Estados Generales ofrece una buena muestra de esa ambigüedad. El rey comenzó su discurso congratulándose por encontrarse rodeado de los representantes de la nación —ya no del reino—, reunidos para la fausta —e insólita— ocasión de unos Estados Generales, que había convocado a regañadientes después de «un largo intervalo» de 174 años. Tras agradecer a los dos primeros órdenes, los privilegiados, que mostrasen su disposición —de ningún modo confirmada— a contribuir al necesario esfuerzo fiscal, aconsejaba «cordura y prudencia» a los reunidos frente a «una inquietud general, un deseo exagerado de innovaciones» y la «agitación de las mentes». La intervención se cerraba con el clisé del monarca padre de sus súbditos: él era «el primer amigo de sus pueblos», de quien cabía esperar «el más tierno interés por la felicidad pública».


Retrato de Luis XVI en un óleo de 1777 pintado por Joseph Duplessis.

La partida contra los privilegiados se había perdido, pero el problema financiero permanecía: en el presupuesto de 1788, el pago por los intereses de la deuda ascendía ya a 310 millones, un 59 % de los gastos. No quedaba más remedio que convocar Estados Generales, y así lo anunció Brienne en julio de 1788, poco antes de dimitir. En su lugar entró de nuevo Necker, quien tras largas negociaciones obtuvo del rey la gracia de que la cantidad de representantes del Tercer Estado ascendiera al doble de lo habitual.

Una vez convocados los Estados Generales en enero de 1789, se procedió a la elección de los representantes de los tres órdenes. El método más usado fueron las asambleas de cada orden, unas reuniones únicas en los estamentos privilegiados y sucesivas en dos grados para el Tercer Estado. Los representantes recibían un cuaderno de quejas (cahier de doléances) donde se detallaban las demandas de sus electores, que tenían que ser transmitidas a la magna reunión. La solemne apertura de los Estados Generales tuvo lugar en Versalles el 5 de mayo de 1789; el monarca marcó en ella los estrechos límites de la tarea que se les encomendaba.

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