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La monarquía absoluta

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El término «monarquía absoluta» es muy engañoso, ya que parece definir un poder omnímodo y en cambio designa uno muy restringido. De entrada, el rey y sus agentes no podían inmiscuirse en los muchos lugares donde un señor laico o eclesiástico tenía la jurisdicción. Además, el rey estaba obligado a observar los diversos derechos provinciales y usos establecidos en sus estados, tanto escritos como sancionados por la costumbre.

En rigor, el calificativo de «absoluta» se aplica a las monarquías europeas que durante la Edad Moderna, y especialmente en el siglo xviii, dejaron de convocar Cortes, Dietas o, como se llamaban en Francia, Estados Generales. A diferencia de la monarquía parlamentaria de Gran Bretaña, los reyes absolutos prescindían de unas instituciones de asesoría estamental que, de todos modos, se parecían muy poco a las cámaras de los Comunes y los Lores o los parlamentos actuales, tanto por atribuciones como por composición y funcionamiento. Estas Cortes estamentales solían estar formadas por tres asambleas separadas, una por cada orden (clero, nobleza y brazo real o popular), que emitían un único voto sobre aquellos asuntos que el rey sometía a su juicio. Como el monarca solía convocarlas para aprobar impuestos y estos no iban a recaer sobre los privilegiados, la proposición tenía asegurados dos votos de tres. Ante tan escasa utilidad, y conocidas las querencias levantiscas de la nobleza francesa, parecía prudente prescindir de ese organismo. Eso hizo Luis XIII, quien en 1614 convocó los Estados Generales por primera y última vez en su reinado; Luis XIV y Luis XV ya ni siquiera los reunirían.

Pese a los esfuerzos de centralización administrativa y de armonización institucional que habían desplegado esos soberanos, la monarquía francesa seguía componiendo un mosaico abigarrado y de muy arduo gobierno en vísperas de la revolución. La división más importante del reino separaba los «países de elección», que formaban parte de la monarquía desde tiempos más antiguos, de los «países de estado», que se habían incorporado a ella más tarde (véase el primer mapa de los Apéndices del libro). En estos se habían mantenido los derechos regionales previos, cuya observancia vigilaban unos altos tribunales, los parlamentos. Sobre ese espacio heterogéneo, pero solo en los territorios bajo jurisdicción realenga, se superponían sin coherencia las mallas de la administración fiscal (organizada en 36 generalidades), militar (gobiernos) y judicial (bailías o senescalías, según la región).

Por otra parte, la capacidad de acción de las monarquías absolutas en época del Antiguo Régimen quedaba limitada de forma taxativa y práctica por los recursos materiales de que disponían, ínfimos en comparación con los actuales. Como sus homólogos del continente, el rey de Francia drenaba una parte muy pequeña de la riqueza del reino y la gastaba en muy pocos rubros: en esencia, sus ejércitos, su corte y su rudimentaria red administrativa. El presupuesto que Necker elaboró en 1788 define bien esos límites: de los 528 millones de libras a que ascendían los gastos de la monarquía francesa, el mantenimiento de su espléndida corte se llevaba solamente 36 (6,8 %), en las obras públicas y la instrucción se invertían 16 (2,5 %), mientras que el sostenimiento del Ejército y la Marina absorbían 166 (31,4 %).

Francia había dejado de ser la primera potencia militar terrestre de Europa, ya que su ejército constaba de unos 180 000 soldados, frente a los 194 000 de Prusia, los 240 000 de Austria o los 300 000 de Rusia. Sin embargo, Luis XVI reinaba en el mayor Estado del continente salvo Rusia, un espacio poblado por unos 28,6 millones de habitantes hacia 1788, frente a los 18,8 de Austria, los 14,2 de Gran Bretaña e Irlanda, los 10,3 de la monarquía hispánica en Europa (más otros tantos en las Indias) o los 5,7 de Prusia.

Sobre todo, la monarquía francesa atesoraba un gran capital simbólico en su palacio de Versalles. En 1662, Luis XIV había mandado acondicionar el pabellón de caza en los bosques próximos que había heredado de su padre, pero 22 años después abandonó París para instalarse de forma permanente cinco leguas al oeste, en lo que ya era el palacio más impresionante de Europa. Hasta octubre de 1789, Versalles no solo acogió a la casa real y a su abundante servicio, sino sobre todo a la corte francesa, la mayor parte de la cual se alojaba a expensas del fisco en el ala sur del conjunto. En Versalles se daban a conocer las primicias de las artes escénicas, los artistas plásticos labraban su reputación y se disputaban torneos de ingenio en los que se desarrollaban intrigas de todo género. Allí se dictaban las modas, las convenciones de civilización y las líneas maestras de las letras en todo el continente, en una época en que el francés era la lengua universal de la alta cultura, de los estratos sociales superiores y de la diplomacia. Versalles era, en suma, la escena donde la monarquía francesa desplegaba su magnificencia para envidia de los cortesanos y asombro de los súbditos.


Imagen que muestra la característica forma de «U» central del palacio de Versalles, alojamiento habitual hasta 1789 de la casa real, su servicio y su corte.

La Revolución francesa y Napoleón

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