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Shaf’ardha
ОглавлениеShaf era una de aquellas criadas que llevaba tantos años en palacio que hacía otros tantos que había dejado de contar. Jamás revelaba su edad (no era digno de una señorita), aunque no desperdiciaba ocasión de afirmar, orgullosa, que había visto nacer, crecer y morir al emir Al-Xec, así como a su difunto padre, que en brazos de Üm ahora descansaba. Su madre había trabajado allí antes que ella, al igual que la madre de su madre; y Shaf prácticamente se había criado en la corte. Eran contadas las ocasiones que se había molestado Shaf’ardha en abandonar la comodidad de las cuatro paredes del palacio (excepto para acatar su obligación social semanal en el mercado de la ciudad). Para qué, pensaba ella, si fuera solo la aguardaban el polvo, el ruido y la miseria.
Como honrada y humilde sierva que era, Shaf dedicaba un poco de su día a día a trabajar; y otro poco (que no era tan poco) lo dedicaba a escuchar, observar y enterarse de los escándalos más frescos y picantes que ocurrían en el palacio. Ricos o pobres, nobles o sirvientes: nadie estaba a salvo de las narices husmeadoras de Shaf. Tantos años (jamás revelaría cuántos) le habían enseñado que siempre era práctico tener unos cuantos secretos escandalosos guardados en la manga; y también le habían permitido establecer una red de contactos que le permitía tener ojos y oídos dentro y fuera de la corte, en todas partes y en todo momento, para no perderse un solo chisme. Cuando Shaf estaba atareada o se sentía bondadosa, solía guardarse los chismes para sí misma, tal vez para sacarles algún provecho más adelante. Pero, si las cosas estaban demasiado paradas o el chisme era demasiado escandaloso, su pasatiempo favorito era darlos a conocer en forma de discretos rumores, que se esparcían como la pólvora dentro y fuera de palacio.
Nada ocurría sin que Shaf eventualmente lo supiera. Afirmar aquello, también la enorgullecía.
Aunque, sin duda, el mayor mérito que Shaf se atribuía, era el de las embelesadoras esposas del emir. No le faltaban motivos para pensarlo: cada vez que la orejilla indiscreta de Shaf había tropezado con una conversación en confidencia del emir y su Pantera, en la cual el primero expresaba su deseo de tomar matrimonio con una nueva joven con tales o cuales características, Shaf se había ocupado de hacerlo saber en la ciudad. La noticia corría entonces como el polvo del desierto; y, a las pocas semanas, decenas de candidatas se presentaban a las puertas de palacio.
Shaf sabía que, gracias a sus habilidades, se había labrado un gran respeto, e incluso cierto temor, en la corte; y que aquella era la causa de que pudiera tomarse ciertas libertades que a otros en su mismo rango ni se les pasarían por la cabeza. Ningún siervo ni empleado osaba recriminarle nada jamás; y ningún cortesano osaba expulsarla de la corte (ni mucho menos comentarlo en voz alta, por si acaso).
Aquel día amanecía prometedor. La mañana después de un convite real siempre prometía nuevos rumores jugosos para su deleite. Nada más despertarse, ya había un par de sirvientes jovenzuelos esperando a Shaf a la puerta de su alcoba. Mientras se vestía, le explicaron el escándalo incestuoso entre dos de los invitados, parientes de la novia.
—Afirmaban ser hermanos —le susurraron, apenas pudiendo contener la emoción—, pero les vimos cuando creían estar a solas cometiendo actos indignos tras unos arbustos del Jardín Oeste.
Al acabar de desayunar, una nueva decena de escándalos le habían sido revelados: infidelidades entre invitados casados, pequeños hurtos de cubertería de oro cuando creían no ser vistos, gestos y miradas de desprecio, gente refinada que disimuladamente se metía el dedo en la nariz o realizaba otros pequeños actos groseros impropios de alguien de su categoría…
Saciados por el momento tanto su apetito físico como su hambre de chismorreos, Shaf’ardha se dispuso a trabajar un poco. Se dirigió a la lavandería, donde otras criadas atareadas lavaban y tendían al sol los manteles y cojines usados en el banquete del día anterior. Al llegar, todas se volvieron para saludarla. Shaf paseaba perezosamente entre ellas, tomando de vez en cuando alguna sábana mal colgada para sacudirla y volverla a colgar; recogiendo alguna cesta de mimbre vacía para llenarla de ropa sucia, y ocasionalmente pelearse jabón en mano con una mancha rebelde en alguna tela que no quería desaparecer. Con todo el ajetreo, las mujeres hacían pequeños descansos entre tareas para charlar. Shaf sonrió para sus adentros al comprobar que comentaban entre cuchicheos y risitas los chismes que ella misma se había encargado de esparcir.
Se escucharon de pronto unas risas que se acercaban desde el interior del palacio, y todas las sirvientas de la lavandería enmudecieron de inmediato, regresando a sus tareas con la cabeza gacha. Shaf agarró lo que tenía más a mano y comenzó a frotarlo en círculos instantes antes de que las tres esposas más jóvenes del emir entraran en la lavandería, acompañadas por sus esclavas.
La silenciosa e introvertida Ghaala lideraba la comitiva, con sus ojos profundos como la noche; seguida por la encantadora Aurella, una muchachita dulce y dicharachera, cuya presencia alegraba hasta el más frío de los corazones. Y luego estaba la nueva.
De reojo, Shaf’ardha examinó a la recién llegada. Sin sus ropas de gala y adornos, le parecía una muchacha de lo más corriente, e incluso (aunque jamás lo diría en público) algo vulgar.
Era más bien baja, y no tenía una silueta fina y elegante; sino una constitución casi masculina, de espaldas anchas y piernas musculadas. Su piel no era suave y delicada como la del resto de esposas, sino más bien lo contrario: estaba tostada por el sol, como la del mendigo más vulgar, y los ojos agudos de Shaf descubrieron en ella numerosas cicatrices y asperezas, que los tatuajes dorados no lograban ocultar. Sus ojos eran de un común y aburrido marrón oscuro, al igual que su pelo; que no tenía nada que hacer frente a la ardiente melena rojiza de Aurella, o la fina cascada de platino que coronaba la cabeza de Sylah.
—Esto es la lavandería —dijo la dulce Aurella, hablándole a la nueva—. No vas a venir aquí a menudo…, de hecho, no vas a venir nunca. Es un espacio solo para el servicio. Tú simplemente debes dejar la ropa sucia a los pies de tu cama, y ellos mismos se encargarán de recogerla, lavarla, y devolverla limpia y doblada a tu dormitorio.
—De acuerdo —dijo la nueva.
—Vamos, te mostraremos ahora las cocinas. No están muy lejos de aquí…
Ya estaban volviéndose para marcharse, cuando Shaf’ardha vio su oportunidad:
—¡Adoración! —las llamó. Las chicas la miraron.
—Shaf’ardha. —Aurella sonrió, mientras la mujer se acercaba atropelladamente—. ¿Conoces ya a nuestra nueva hermana, Aelawni?
—Es un honor, Adoración. —Shaf se arrodilló frente a ellas, tomando y besando la mano de la muchacha nueva. El breve instante de contacto fue suficiente para que Shaf detectara la aspereza de su piel, los callos en sus dedos y las fracturas en sus uñas descuidadas. La chica retiró la mano rápidamente, aunque le dirigió después una tímida sonrisa nerviosa.
—Esta es Shaf’ardha —explicó Aurella—. Su fidelidad a la familia emiral no tiene límite: lleva prestando sus servicios en el palacio desde que el padre de nuestro querido esposo era tan solo un niño.
—Lo vi nacer, Adoración —apuntó Shaf’ardha, inclinando la cabeza.
—Realmente es… —replicó la nueva— admirable.
—Vigila con ella, hermana —rio Aurella—. Que no te engañen las apariencias. Shaf es la sirvienta más leal que encontrarás en todo el reino; pero si tienes algún secreto…, unos días a su lado, y dejará de serlo.
La nueva esposa no se unió a las risas de Ghaala y Aurella.
Durante el resto del día, Shaf emprendió la misión de mantener un ojo echado en todo momento a la nueva esposa. No sabía el qué, pero había algo en ella que la hacía desconfiar especialmente. Y el instinto veterano de Shaf raras veces se equivocaba.
Se dedicó a barrer el suelo de palacio, siempre a una distancia prudente, suficiente como para no llamar la atención de las esposas que paseaban; pero suficiente también para escuchar lo que decían. Aurella parloteaba alegremente, señalando y explicando cada rincón a la recién llegada. Ghaala, discreta, las acompañaba sin apenas decir palabra; mientras, el cachorro de pantera de las arenas (la nueva lo había bautizado como Namur), las seguía a todas partes, jugando y lamiendo sus tobillos.
A eso del mediodía, decidieron detenerse a descansar, resguardándose del sol implacable bajo la sombra de uno de los exóticos árboles occidentales del jardín Norte.
—¿De dónde decías que venías? —preguntó Aurella a la nueva. Shaf’ardha, fingiendo que podaba un arbusto cercano, aguzó el oído.
—Bueno —la nueva titubeaba—, de un lugar muy lejano. Dudo que jamás hayáis oído hablar de él. Allí elaboran estas sedas —apuntó, refiriéndose a sus ropajes coloreados.
—Ciertamente, son exquisitas —dijo Ghaala, cordial.
—¡Sí! —asintió Aurella—. Algún día debes prestárnoslas.
—¿Os gustan? —La nueva parecía ilusionada—. ¡Tengo muchísimas! Os puedo regalar todas las que queráis.
—¿Qué tal si las compartimos? —propuso Aurella—. Tú también puedes ponerte mi ropa; y estoy segura de que a Ghaala tampoco le importará.
—Ahora que somos hermanas, deberíamos compartirlo todo —corroboró Ghaala.
—Será un verdadero placer. —La nueva sonreía.
—Por cierto —dijo Aurella—, ¿cómo dices que se llama el lugar de dónde vienes? Tanto hablar de sedas, me temo que se nos ha ido la cabeza…
—Oh. Eh…
—¡Bellas esposas!
Las muchachas se volvieron. El emir se acercaba a ellas, cruzando el jardín. Shaf’ardha arrugó la nariz al comprobar que, como era habitual, lo acompañaba su fiel Pantera, el lánguido Habif.
No le gustaba aquel hombre. Desde que Habif se incorporó al servicio del emir en su cargo de Pantera quince años atrás, Shaf no había podido averiguar nada acerca de su persona. Sus orígenes, sus motivaciones… después de quince años seguían siendo un completo y absoluto misterio para Shaf; y aquello la irritaba profundamente. Cualquier otra persona habría sucumbido tarde o temprano a su mente curiosa; pero Habif… Habif era diferente. Todo el tiempo que no pasaba encerrado en su biblioteca privada lo dedicaba a ser la sombra del emir: una presencia discreta y constante, que susurraba cosas a su oído mientras escrutaba a su alrededor con aquellos ojos amarillos, que nunca descansaban… Tal vez fuera precisamente aquello, aquellos ojos, los que causaban a Shaf’ardha un escalofrío en toda su espina, cada vez que se cruzaban con los suyos, obligándola a apartar la mirada. Había algo extraño en aquel hombre, algo en aquellos ojos que le decía al instinto de Shaf’ardha que era mejor dejarlo estar, que más le valía dedicarse a otros asuntos. Y, durante quince años, eso es exactamente lo que había hecho Shaf.
—Estimadísimo marido —saludó Aurella, cordial como siempre—. ¿A qué se debe el honor de su presencia?
—Paseaba por los jardines, debatiendo con la Pantera algunos asuntos económicos que sin duda os aburrirían —replicó el viejo—. Cuando mis ojos han contemplado la imagen de vuestras tres bellezas juntas, no he podido resistir la tentación de acercarme. Veo que os estáis llevando bien.
—De maravilla —afirmó Aurella, con una sonrisa encantadora—. Le estábamos enseñando a nuestra nueva hermana lo que será su hogar a partir de ahora.
—Y bien, Aelawni… —El emir miró a la nueva—. ¿Qué me dices? ¿Te gusta tu nuevo hogar?
—Mucho, mi querido esposo. Tengo la sensación de que seré muy feliz aquí.
—Maravilloso —repuso el hombre.
—Bella Aelawni —intervino Habif. Sus ojos amarillos la miraban sin pestañear—. Hemos oído hablar de vuestras extraordinarias dotes artísticas. Nuestros ojos indignos han tenido el inmenso privilegio de ser testigos del resultado de ellas: ¡qué pinturas tan magníficas, sí señor…! Mas, un humilde servidor se preguntaba si no sería demasiado pedir una demostración de tal habilidad, en vivo.
La sonrisa de la muchacha se desvaneció.
—¿A-ahora? —tartamudeó.
—¡Sí, ahora! —De pronto, el emir parecía entusiasmado—. ¡Qué buena idea! ¡Pinta para nosotros!
—Pe-pero, Adoración…, ahora no dispongo de lienzo, ni material…
—Llamaremos a los criados —repuso Habif—. En unos instantes traerán aquí todo lo que precises.
—Pero, señor… —La chica estaba pálida—. Ahora, así… No puedo pintar, así, sin más. Necesito espacio, inspiración…
—Bueno, si no es oportuno… —comenzó el emir, pero su consejero lo cortó:
—¿Te atreves a desobedecer las órdenes del emir? —Habif tenía un brillo despiadado en los ojos—. ¡Haz lo que te manda tu esposo! ¿O acaso tratas de jugar con nosotros?
—¡Basta! —exclamó Aurella, y acto seguido relajó el tono de voz, dirigiéndose al anciano—. Mi adorado esposo —ronroneó dulcemente—. Si Aelawni dice que no es oportuno pintar ahora, deberíamos creerla. Después de todo, somos testigos de su virtuosa maestría. Ella sabe mejor que cualquiera de nosotros cuáles son las condiciones óptimas para desarrollar su arte.
—Tienes mucha razón —admitió el viejo.
—¿Osas contradecir a tu esposo? —Habif la miraba con odio. Ghaala intervino, conciliadora.
—Estoy segura de que nada complacería más a mi hermana que deleitar a nuestro queridísimo esposo con su artística virtud —dijo, posando una mano sobre el hombro de la chica—. Mas, es bien sabido que el arte no se puede forzar. Si Aelawni pintase ahora, en unas condiciones que sin duda no son las adecuadas, la calidad del resultado probablemente estaría muy por debajo de sus posibilidades. Y Aelawni no desearía ofender a su emiral Adoración con un producto que no estuviera a la altura de su magnificencia. Tan pronto en cuanto las condiciones sí sean óptimas, Aelawni pintará de buena gana, y nos dejará a todos maravillados.
El emir asintió, dando su aprobación. La muchacha se sintió aliviada. Habif, por su parte, no parecía nada satisfecho.
—Esperaremos deseosos ese momento —apuntó, con una áspera cordialidad—. Su Excelencia, si me permite, todavía nos quedan asuntos pendientes que abordar…
El emir se despidió de las muchachas con un gesto amigable, y se alejó acompañado de su Pantera. Las tres jóvenes los observaron marcharse.
—Muchas gracias —dijo Aelawni, volviéndose hacia sus compañeras—. Yo…
—No hay de qué —repuso Aurella, y Ghaala asintió—. Eso es lo que hacen las hermanas.