Читать книгу Fadila - Mar Picó Seijo - Страница 8

Kahir

Оглавление

El joven se ajustó la coraza de cuero por enésima vez, aguardando nerviosamente en un viejo banco de madera de la armería. Respiró hondo.

Aquel, el día de su decimoctavo cumpleaños, era el día en que debutaba como guardia de palacio al servicio de la Pantera del emir, el señor Habif. Los hombres de su familia habían ocupado el mismo cargo durante generaciones: así lo había hecho su padre, su abuelo, sus tíos, sus primos y su hermano mayor. Lo mismo se esperaría de sus hermanos más jóvenes, y también de sus hijos, si Kahir llegaba a casarse, y de las generaciones que seguirían; hasta el fin de los tiempos. Su familia había trabajado durante cientos de años en la protección del palacio de Khalea; y era el deber de Kahir tomar el relevo en dicha tarea, que tanto honraba a los suyos. Especialmente en un día tan importante como aquel: la sexta boda del emir Al-Xec.

Acudirían a palacio las personalidades más ricas e influyentes del emirato, así como importantes familias extranjeras, la mayoría parientes de las otras esposas del emir, procedentes de reinos lejanos, exóticos y extravagantes.

La celebración seguía el mismo esquema cada vez. Primero: un desfile por el centro de la ciudad, en el cual la novia sería presentada al pueblo, exhibida sobre un elefante albino, una carroza de oro o algún tipo de plataforma elevada igualmente magnífica. La acompañaría un séquito de esclavos engalanados en plata y joyas, y un cortejo de músicos y bailarines ataviados en oro y exquisitas sedas de colores. También estaría presente la familia de la novia, que desfilaría junto a aquella comitiva de sirvientes y acompañantes que hubieran traído. El recorrido acababa en las puertas del palacio. Allí se celebrarían la ceremonia nupcial y el convite, a los cuales solo podían asistir los afortunados invitados, y, asegurando el máximo confort de estos, los correspondientes sirvientes y cuerpos de seguridad. Kahir siempre había presenciado la primera parte de la ceremonia, en la calle. Aquella sería la primera vez que tendría el honor de presenciar la celebración de puertas adentro.

—¿Listo, hermano?

Kahir levantó la cabeza. Adnan le devolvía la mirada desde la puerta de la cámara.

—Sí —afirmó, atrapando al vuelo el casco de metal oscuro que su hermano le lanzaba.

—Buenos reflejos —Adnan se acercó, tendiéndole una mano—. Vamos. La Pantera solicita nuestros servicios. No querrás defraudarla en tu primer día.

Kahir observó la mano tendida de su hermano durante unos instantes. Entonces se agachó para recoger su lanza del suelo; y se levantó sin ayuda. Adnan retiró la mano lentamente, sonriendo.

—Primera prueba superada —dijo—. Estás listo.

Los invitados iban llegando a los jardines de palacio, charlando animadamente; saludándose y presentándose entre ellos. Envueltos en túnicas ostentosas, joyas magníficas y sedas exquisitas, poco a poco se sentaban sobre los delicados cojines de plumas dispuestos sobre el césped en forma de semicírculo. Una pasarela de flores de jazmín atravesaba el patio desde el portón que Kahir y Adnan guardaban, hasta un altar decorado con pétalos y velas blancas, donde el sacerdote oficiante de la ceremonia se alzaba solemne sobre las cabezas de los presentes.

Una vez todos hubieron tomado asiento, la banda de músicos comenzó a tocar la marcha nupcial.

Kahir se hizo a un lado y se mantuvo erguido, mirando al frente, con expresión inalterable. Un par de sirvientes tiraron de las manillas metálicas para abrir el portón, y se apartaron inmediatamente del camino, arrodillándose con la frente pegada al suelo. Kahir resistió el impulso de girar el cuello para ver pasar al emir, cuya silueta distinguió de reojo mientras pasaba a tan solo unas varas de él, y que pudo ver más claramente cuando se hubo alejado.

El emir Al-Xec, decían, era ya solo un despojo de lo que antaño había sido. A sus más de sesenta años de edad, era ahora un hombre bajo, gordo y flojo, cuya piel arrugada y manchada colgaba flácida bajo sus ostentosas vestiduras turquesa. Su pelo, escondido bajo el inmenso turbante violeta que decoraba su pequeña cabeza, era completamente blanco, igual que el de sus cejas pobladas y el que asomaba de sus fosas nasales. Décadas atrás, contaban, había sido un hombre jovial, enérgico y atento; un referente para sus súbditos. Hubo una época en que, bajo su mandato, el emirato de Khalea había llegado a su máximo esplendor. Aquello, decían, había sido así hasta que el emir tomó su primera esposa. Se rumoreaba que la perversión femenina había sido la perdición de Al-Xec; que el deseo y la lujuria lo habían cegado, haciendo que desatendiese las necesidades del pueblo mientras se centraba en buscar nuevos ejemplares que añadir a su colección de jóvenes doncellas.

La primera boda había sucedido poco después de que la anterior Pantera del emir falleciera prematuramente, y Habif, que ahora marchaba junto a él, tomara el relevo en su lugar. Sobresaliendo con sus casi dos varas de altura por encima del turbante del pequeño hombre, el shayk desfilaba con expresión impasible.

Habif, como todos los shayk, era un ser de delgadez móbida, que su ancha túnica escarlata no lograba ocultar, y una altura que superaba la de cualquier hombre. Tenía los ojos amarillos como faros en la noche, y en su rostro de piel lisa y amarillenta, tersa como la de un hombre de la mitad de su edad, no había indicio de vello facial alguno, cejas o pestañas. Envolvía su cabeza calva en un voluminoso turbante escarlata cuyo peso parecía, a ojos de Kahir, imposible de poder ser sostenido por un cuerpo tan esquelético. La Pantera había cubierto sus espaldas con una larga capa del mismo color, que arrastraba con cada paso que daba. Su extravagante aspecto se completaba con un báculo dorado de casi dos varas de longitud, que apoyaba en el suelo a cada paso que daba. El extremo superior del objeto estaba coronado por un gran anillo dorado con seis orificios, que a su vez rodeaba un rubí del tamaño de un puño, centelleante bajo la luz del mediodía.

Kahir no pudo evitar seguir el recorrido del shayk con la mirada. Era la primera vez que veía a uno, pues, aunque antaño habían existido cerca de una veintena en Khalea, la mayoría se habían extinguido años atrás a causa de una rara enfermedad. Pero Kahir había oído hablar mucho acerca de ellos. Se decía que Üm castigaba a las mujeres pecadoras haciendo que sus hijos nacieran shayk, que eran siempre varones, e incapaces de engendrar hijos. Estos seres, que sin duda no eran niños, poseían conocimientos que se escapaban de las posibilidades de cualquier hombre común; y era por ello que, desde el inicio de los tiempos, la tradición mandaba que uno de ellos acompañara al emir de Khalea en su cargo de Pantera, para aconsejarlo en todas las decisiones de su mandato. Se decía también, aunque era solo un rumor, que los shayks eran capaces de ejercer la brujería y otras artes malditas.

Actualmente, el único shayk que restaba vivo en Khalea era Habif. Su falta de escrúpulos y férreo sentido de la justicia eran conocidos —y temidos— más allá de los confines del emirato.

Siguiendo la comitiva, tras el emir y a la Pantera, entraron las cinco esposas. De una en una, desfilaban según el orden de «antigüedad», es decir, el orden, de más a menos reciente, en que se habían desposado con el emir. Kahir las nombró a todas mentalmente.

En cabeza iba Aurella, la más joven, que trotaba alegremente con su hermosa cabellera de fuego ondeando a sus espaldas, en cuyos rizos había trenzado decenas de diminutas flores coloridas. La seguía Ghaala, también joven, y de piel casi tan blanca como su cabello, caminaba solemne, ataviada con una sencilla túnica del mismo color que sus ojos azul oscuro. La siguiente era Loora, de más edad, aunque no por ello menos encantadora. Ataviada con un atuendo característico de su país natal, saludaba sonriente a todo el que se cruzaba en distintos idiomas, algunos tan extraños que a oídos de Kahir no eran más que sonidos guturales carentes de significado. Tras ella, Sylah, virtuosa de la música, sonreía tímidamente mientras lucía un vaporoso traje de seda a juego con sus ojos turquesa; su pelo rubio recogido en una trenza caía sobre su espalda descubierta. Cerraba la comitiva la esposa más veterana, Heeba. La mujer avanzaba confiada, sacudiendo las curvas pronunciadas de su esbelto cuerpo, su piel oscura apenas cubierta por su ligero atuendo de bailarina. Su melena castaña se meneaba con ella, larga y suelta sobre sus espaldas; y sus ojos almendrados mantenían con pícaro descaro la mirada de todo aquel con quien se cruzaban.

Las cinco mujeres se hacían a un lado a medida que llegaban al pie del altar, junto a la Pantera. El emir subió los peldaños de madera con cierta dificultad y, una vez estuvo arriba, fue recibido con una respetuosa reverencia por el sacerdote.

La música tomó entonces una melodía ligeramente distinta. La atención volvió a centrarse en el portón, y Kahir supo qué venía después.

De reojo y completamente estático, vio aparecer a los primeros miembros de la comitiva de la familia de la novia. No parecían esclavos, sino sirvientes, ataviados de manera elegante pero sencilla. Cada uno de ellos transportaba un objeto rectangular, parecido a una especie de marco, o tal vez un tablón de madera. Desde su posición, Kahir no podía distinguirlo con claridad. Otro sirviente apareció tras ellos, tirando de una especie de carreta que iba cargada a rebosar. Kahir tampoco supo identificar de qué se trataba, pero en el jardín se produjo una exclamación de asombro general.

Y, entonces, llegó el turno de la novia.

Incapaz de contener su curiosidad, Kahir volvió ligeramente la cabeza para observarla.

Como las demás esposas, era joven: no tendría más de dieciséis o diecisiete años. Bajo el velo de seda transparente, un par de ojos marrones y ovalados miraban inquietos a su alrededor. A Kahir le recordaron a los de un cervatillo. Tenía la tez morena, pelo oscuro, corto y ondulado, labios carnosos y espesas cejas negras que enmarcaban su rostro en forma de corazón. Las partes del cuerpo que su atuendo colorido dejaba al descubierto estaban tatuadas en tinta dorada, representando siluetas de panteras que cazaban y se peleaban entre ellas alrededor de su cuello y extremidades.

Tomándola de la mano, un hombre alto de ojos grises que debía de ser su hermano, o tal vez su primo, dedicaba una amplia sonrisa de dientes amarillos a todo aquel que lo miraba, observando deleitado a su alrededor. Era delgado, y a pesar del vello facial que cubría su barbilla y parte de su rostro, no debía de sobrepasar los veinticinco años. Un par de mechones rizados color pajizo se escapaban por debajo del turbante blanco con el que había tratado de envolver su cabeza, del mismo color que su vestimenta: una túnica demasiado corta que dejaba entrever a cada paso que daba un par de pies grandes enfundados en gastadas babuchas color crema. Cada zancada que daban sus piernas largas suponía tres pasos para la muchacha, en cuyo rostro se denotaba el esfuerzo por seguir el ritmo de su acompañante. Casi sin aliento, llegó a los pies del altar, al que subió de un salto, antes de que su prometido pudiera tenderle una mano para ayudarla. La novia se situó frente al emir, y el sacerdote se aclaró la garganta. La música cesó de inmediato.

—Nos hallamos aquí reunidos —comenzó el sacerdote, solemne—, en este día radiante, para celebrar la unión de dos almas que, bajo el sagrado pacto de matrimonio, volarán como una sola…

La novia parecía estar a punto de vomitar. Pálida e inmóvil como una estatua de mármol, evitaba la mirada del que en breves momentos se convertiría en su marido, para clavarla en el suelo. Kahir podía percibir las perlas de sudor frío que habían aparecido sobre su frente. Había visto aquella expresión incontables veces antes, en los rostros de sus tías, primas, hermanas y vecinas: decenas de mujeres jóvenes, cuyas familias las obligaban a casarse con un completo desconocido de mucha más edad y a quien no habían conocido hasta el mismo día de la ceremonia.

Siempre se había hecho así, pero Kahir no podía evitar sentir lástima por ellas cada vez.

De pronto, la chica estaba hablando:

—Yo, Aelawni del linaje Laithia —recitó con voz temblorosa—, heredera primogénita de mi familia, me ofrezco a ti, Al-Xec del linaje emiral de Khalea, en matrimonio y de acuerdo con las leyes de la Grandiosa Üm y el Sagrado Profeta, que la paz y la bendición estén con Ellos. Juro, honesta y sinceramente, ser para ti una esposa obediente y fiel.

A lo que el hombre viejo repuso con sequedad:

—Y yo juro, honesta y sinceramente, ser para ti un fiel y servicial marido.

El sacerdote tomó y juntó las manos de los esposos, y las envolvió suavemente con un paño dorado, el tejido sagrado que sellaba los pactos de matrimonio.

—Ahora vuestros corazones palpitan como uno solo —declaró—. Que la magnificencia de Üm bendiga la llama inextinguible de vuestro amor, y os proteja el resto de vuestras vidas. Id en paz.

El jardín estalló en vítores, mientras los recién casados se volvían hacia los invitados con sus manos todavía unidas por el paño.

El rostro del emir se mostraba impasible, mientras ella había esbozado una tímida sonrisa aterrada. Nadie, excepto Kahir, pareció advertir la mirada que la novia dirigía al hombre que la había acompañado, hermano o primo, que aplaudía con entusiasmo a los pies del altar. Él le devolvió la mirada, sin dejar de aplaudir, y asintió lentamente con la cabeza.

Después de la ceremonia llegó la hora del convite. Un centenar de sirvientes retiraron el altar y los cojines del suelo para disponer una decena de largas mesas en el propio jardín. Cubiertas por elegantes manteles de hilo blanco, pronto se vieron invadidas por centenares de los más exquisitos y extravagantes manjares que Kahir hubiera visto u olido jamás. Había platos de oro con frutos de colores y formas extrañas; jarras de vinos aromáticos, y fuertes licores extranjeros, capaces de tumbar a un elefante de un solo sorbo; camellos enteros asados; cabra, ternera, serpiente, delfín y decenas de otros animales y pescados, conocidos y desconocidos, guarnecidos en salsas espesas y especias picantes. Había estofados consistentes, caldos humeantes y sopas frías de verdura; arroces, legumbres, panes de semillas y hortalizas; todo acompañado de cientos de pastas y delicados dulces para los paladares más golosos.

El estómago de Kahir rugía con fuerza ante tal espectáculo. Adnan debió darse cuenta porque, sin moverse de su posición de vigilancia, se inclinó ligeramente hacia él y le susurró:

—A los guardias y sirvientes nos permiten comer las sobras al final del día. Aguanta solo unas pocas horas más, hermano.

Los invitados comían, reían y charlaban animadamente, mientras esperaban su turno para darle la enhorabuena a los recién casados. La pareja estaba sentada en sendas pilas de cojines de plumas, bajo un toldo de lino, mientras un par de esclavos los abanicaban con hojas de palmera. El emir engullía con apetito los manjares que los sirvientes no dejaban de ofrecerle, sin prestar demasiada atención a su joven novia. Cuando alguien se acercaba a felicitarlos, la chica sonreía tímidamente, mascullando alguna palabra de agradecimiento mientras su marido los despachaba con un gesto, sin apartar la vista de la comida.

Mientras tanto, el cortejo de la novia llenaba sus platos hartándose de todo lo que pudieran llevarse a la boca, como si no hubiesen comido en días. Kahir reparó en que, a diferencia de los modales exquisitos que demostraban el resto de invitados (en su mayoría ricos comerciantes, nobleza y familias influyentes), la conducta en público del cortejo de la novia rozaba la grosería: bromeaban y reían a voces, hablaban con la boca llena, sorbían ruidosamente su bebida, y no dudaban en escupir sobre el césped cada vez que su cuerpo lo requería.

Kahir se descubrió preguntándose de dónde debían proceder: por su aspecto y forma de hablar, no parecían extranjeros: pero Kahir jamás había oído hablar del linaje de los Laithia.

Su mirada se cruzó de pronto con la del hombre alto, de pelo de paja. Kahir la apartó rápidamente. Pero cuando volvió a fijarse, el otro seguía mirándolo fijamente. Los otros miembros de la cohorte, al ver a su compañero, comenzaron a mirar a Kahir también. Pronto, cinco pares de ojos lo observaban sin pestañear.

Kahir se sintió incómodo. Quería apartar la mirada; pero percibía que acababa de serle planteado una especie de desafío que, por orgullo o por temor, no osaba rechazar. ¿Estaba cometiendo una falta de respeto? ¿Lo cometería si cedía en aquella lucha silenciosa? Los ojos grises, helados, del hombre del pelo de paja parecían querer penetrar en lo más profundo de su mente, leer sus pensamientos, descubrir todos sus secretos. Un escalofrío recorrió la espina de Kahir y, sin poder evitarlo, apartó la mirada un instante. El hombre alto sonrió.

Con una carcajada a la que se unieron sus compañeros, le dio la espalda a Kahir. Ninguno de ellos volvió a prestarle atención durante el resto del banquete.

Cuando el sol se hallaba ya en posición de media tarde, todas las mesas y la comida fueron retiradas; y se anunció el momento de ofrecer los presentes a los novios. Kahir llevaba tanto tiempo postrado de pie, inmóvil bajo el sol implacable, que sentía sus extremidades completamente entumecidas, y la cabeza a punto de estallar. Lo aliviaba pensar que, con el anuncio de los presentes, prácticamente habían llegado al final de la celebración. Solo debía resistir un poco más.

—¡En primer lugar, la familia Al-Fayid, de las tierras vecinas de Yismüdh, ofrece su presente…! —anunciaba con falso entusiasmo el mensajero emiral, mientras cuatro esclavos transportaban una inmensa litera de roble pulido—. ¡Qué belleza! ¡Qué magnífico regalo…!

Así fueron pasando, una a una, todas las familias invitadas presentándose ante los novios con su regalo, mientras el mensajero lanzaba alabanzas exageradas a pleno pulmón. Los presentes, lejos de ser una muestra de agradecimiento y aprecio hacia los recién casados, consistían una oportunidad para que cada invitado exhibiera su poder y riqueza ante los demás; cada cual más exagerado y ostentoso: vestidos de la más fina seda; alfombras con bellos mosaicos tejidos a mano; vajillas de plata, oro y cristal; animales extraños y bellos, con cuernos y plumas multicolores; pendientes, collares, brazaletes y relucientes joyas a montones; decenas de esclavos musculosos y sensuales esclavas…

Tras lo que pareció una eternidad, el último de los invitados hubo presentado su regalo; y el mensajero se aclaró la garganta.

—Para finalizar, llega el turno de las esposas; que ofrecerán sus respectivas ofrendas para dar la bienvenida a su nueva hermana.

Heeba y Sylah, las esposas más antiguas, se postraron ante los novios. La primera iba descalza, totalmente desnuda a excepción de un pañuelo con cascabeles que ataba alrededor de su cintura, a modo de falda. La otra llevaba entre las manos una especie de instrumento de cuerda que Kahir no supo identificar como nada que sus ojos hubieran visto antes. Se sentó en el suelo, mientras su compañera se colocaba de pie a pocas varas de ella.

Heeba hizo una seña, y Sylah se puso a tocar. Con la primera nota, el cuerpo de Heeba comenzó a moverse al ritmo de la melodía. Los dedos pálidos de Sylah se movían entre las cuerdas a una velocidad vertiginosa; creando una deliciosa melodía que quedó completa cuando una dulce voz que nacía de sus labios rosados empezó a cantar.

Kahir jamás había experimentado algo así. Las mujeres parecían fundir sus almas con la música; una haciéndola nacer mientras que la otra dejaba su cuerpo sinuoso a merced de la misma. Cada centímetro de la piel tostada de Heeba sabía dónde debía estar en cada nota que brotaba de los labios y los dedos de Sylah; y lo realizaban con una sincronía espectacular. Era la mezcla de dos sentidos: el canto de un ángel, la música del paraíso; y la musa que danzaba en un baile hechizante; una perversa tentación, una visión sacada de un sueño…

Y entonces la música paró. Kahir no supo cuánto tiempo había transcurrido; pero de pronto se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Se apresuró a tomar aire, saliendo de golpe de su estupor.

Heeba y Sylah dedicaron a los recién casados una grácil reverencia, mientras el público las aclamaba; y se retiraron para dar paso al resto de esposas. Cada una llevaba algo entre los brazos, envuelto en fina tela blanca. Loora habló primero:

—Joven hermana Aelawni —dijo, pronunciando y vocalizando cada letra de cada palabra con total claridad—, la belleza de tu sonrisa nos deslumbra a todos. Yo no tengo las espléndidas dotes musicales de mi hermana Sylah, ni la maravillosa agilidad y coordinación corporal de mi hermana Heeba; mas humildemente puedo ofrecerte esta recopilación de escritos —retiró la tela para mostrar el pesado volumen que llevaba entre las manos, forrado de una gruesa cubierta de piel rojiza, en cuya tapa dura había dibujadas unas letras doradas que Kahir no sabía leer—, juntados en un solo libro, donde se hallan los más destacables pasajes de la literatura de todos los tiempos; de todos ellos me he inspirado para escribir algunos que también me he permitido incluir. Permíteme recitar un fragmento de mis favoritos:

»(…) Leed: leed, es mi consejo. Pues si bien las nubes se fragmentan, las montañas se hacen polvo, aquellas flores se marchitan y el viento quiebra las alas inertes de aquellos pájaros que una vez volaron; lo único que restará al final serán las palabras. No oiremos cantar al ruiseñor aquella dulce melodía, mas retumbará en nuestros corazones el eco de aquellas palabras que una vez leímos; y que, por siempre jamás, residirán en nuestra alma. Leed, si queréis vivir para siempre. De lo contrario, estaréis perdidos.

Los invitados estallaron en aplausos cuando terminó de hablar, y Kahir tuvo que resistir el impulso de unirse a ellos. Las palabras parecían brotar de la boca de aquella mujer tan naturalmente como el respirar; y dichas por ella era imposibles no escucharlas, habiendo adquirido una gracia y un significado que se clavaba en lo hondo del pensamiento; haciendo reflexionar a uno. De hecho, aquel discurso había provocado en Kahir un deseo latente de aprender a leer; algo que jamás antes se había siquiera planteado.

Loora ofreció el pesado libro a la novia, que lo aceptó con una sonrisa agradecida; y se retiró para dar paso a Ghaala.

La chica avanzó, sin sonreír; y descubrió el objeto que cargaba: una especie de instrumento dorado, parecido a un catalejo, de forma cónica y con una lente amplificadora.

—Yo te ofrezco mi primer telescopio —dijo—. Como es tradición en mi familia, me lo regalaron a los tres años; y desde entonces no he parado de observar y leer los astros cada noche. Ahora tengo otros instrumentos más grandes y precisos, así que ya no lo necesito. Sin embargo, este objeto sigue guardando un gran peso sentimental para mí, y por eso creo que debes tenerlo tú.

—Gracias —dijo la novia. Pero Ghaala no le ofreció el objeto todavía.

—La noche pasada consulté tu fortuna en los astros —dijo—. Esta es la profecía que leí en ellos, y que ahora también te ofrezco. —Cerró los ojos, y recitó—: Sé humilde. No te apresures en aquello que crees que debes hacer; y reflexiona sobre si realmente debes hacerlo. Ten cuidado. Ten paciencia. Ten valor. Tus decisiones pueden desatar consecuencias mucho más grandes de lo que imaginas. Para bien o para mal, depende de ti. No estás sola. —Abrió los ojos—. Eso es lo que los astros me han dicho para ti.

—Vaya…, gracias. —La novia sonrió tímidamente—. Lo tendré en cuenta.

Ghaala asintió, y le alargó el telescopio, que Aelawni colocó sobre sus piernas, junto al libro de Loora.

Había llegado el turno de la última esposa, Aurella, que no había parado de moverse, impaciente, durante los ofrecimientos de las demás. Se acercó a saltitos a la pareja y le dedicó una sonrisa radiante a la novia mientras descubría su presente.

Los ojos de Aelawni se abrieron de par en par, y Aurella se volvió para mostrar a los invitados aquello que tanto había sorprendido a la recién casada. El público ahogó una exclamación.

Acurrucado entre sus brazos reposaba un cachorro de pantera de las arenas. Kahir lo reconoció por ilustraciones que había visto; pero jamás había observado a uno en la vida real.

Se decía que crecían más deprisa que cualquier otro animal, llegando a alcanzar en pocas semanas el tamaño de un camello adulto, e incluso algunos aseguraban haber visto ejemplares tan grandes como elefantes. Sus poderosas zarpas podían atravesar hasta la más dura de las corazas, y sus ojos podían ver en la noche más oscura como en el más radiante de los días, lo que hacía de aquellas bestias unos temibles y excelentes cazadores nocturnos.

Hubo una época, décadas atrás, en que la caza de panteras había sido una actividad frecuente, pues las pieles de los cachorros, de suave pelo blanco moteado en marrón claro, estaban muy bien valoradas en el mercado. Vendían también sus colmillos, que, machacados, se convertían en un potente remedio para las migrañas si se consumían con la cena; y también sus ojos, que conformaban amuletos contra los malos espíritus. Incluso sus orejas se comerciaban, ya que, al parecer, alejaban a los ladrones.

A causa de ello, la especie había desaparecido por completo en cuestión de años. O, al menos, eso había creído Kahir hasta ahora.

Aurella volvió a dirigirse a la nueva esposa.

—Le he dado un brebaje de hierbas para dormirlo —le dijo, hablando con un marcado acento occidental—. A partir del momento en que despierte, será dócil y leal para siempre a la primera persona que sus ojos vean al abrirse. Así que toma. —Se aproximó más a Aelawni, alargándole el cachorro dormido con cuidado.

—Me… ¿me lo das? —La novia no acababa de comprender.

—Sí. —La niña sonrió—. Pero apresúrate: me temo que el efecto del somnífero está a punto de expirar.

La recién casada se apresuró a levantarse del sillón de plata donde reposaba junto a su nuevo marido, tomando el animal entre sus brazos con sumo cuidado. El cachorro bostezó, y abrió unos ojos azules y redondos que se clavaron en los de Aelawni.

—¡Bueno, hermano; primer día superado! —exclamó Adnan, mientras regresaban a las celdas de los guardias tras la larga jornada de servicio. Kahir se zafó del casco y la coraza, arrojándolos al suelo; e inmediatamente se dejó caer sobre el mismo, aliviado.

—Pensé que no iba a acabar nunca.

El resto de guardas comenzaron a entrar, desvistiéndose y aseándose mientras charlaban animadamente.

—La barriga me ruge como nunca.

—Me ha dicho Raissa que en cinco minutos podemos ir a las cocinas a comer.

—¿Habéis visto qué pandilla de impresentables? Cada cual más emperifollado y engreído, daban ganas de escupir en sus caras perfumadas.

—Y la familia de la novia…, qué gente más extraña.

—Por cierto, ¿visteis la cara de la muchacha cuando anunciaron el encamamiento? Parecía totalmente aterrada.

—Tan solo puedo imaginar por lo que debe de estar pasando en estos momentos… Debe de ser horrible, un hombre tan viejo y gordo, para una chica tan joven e inocente… Casi siento compasión por ella.

—¿Visteis las pinturas que transportaban sus sirvientes?

—Yo no pude contemplarlas desde mi posición…

—Yo sí; ¡eran maravillosas!

—Oí que eran obra suya.

—¿De la muchacha? ¡Tan joven, y tan habilidosa!

—Al parecer, nuestro adorado emir siente predilección por las mujeres con talento…

—¿A qué te refieres? —intervino Kahir. El guardia que había hablado le miró.

—¿No te has fijado? —replicó—. Cada una de las esposas tiene algún don, una habilidad que la hace destacar sobre los demás. Por ejemplo, Heeba y Sylah. Jamás he visto a nadie moverse como la primera, ni he oído un sonido más bello que el que producen los labios y dedos de la segunda.

—Y luego está Loora —añadió otro—, que tiene la voz de un profeta, y sabe leer y hablar cientos de idiomas distintos. Estoy seguro de que, con sus palabras, sería capaz de persuadir al más cínico de los hombres de que los camellos vuelan.

—Ghaala lee el futuro en las estrellas —continuó el primero—, y formula predicciones y profecías a través de ellas. Y Aurella…

—Aurella puede controlar a los animales —concluyó Adnan, que había estado escuchando—. Y a las plantas. O, al menos, eso dicen. —Se encogió de hombros—. Bobadas, en mi opinión.

—Te parecerán bobadas —repuso el que había hablado de Loora—. Pero no puedes negar que ella, igual que las demás, tiene algo especial.

—Está claro —asintió Adnan—. En caso contrario, ninguna de ellas sería digna para nuestro adorado emir. —Le hizo un gesto a Kahir—. Vamos, a comer. Te lo has ganado.

Fadila

Подняться наверх