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La antropología del rostro, como alteridad descubierta y encarnada

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El primer riesgo que se corre, cuando se invoca la antropología es describir una alteridad contenida en lo metafísico. Ha de pasarse de la concepción de la persona como objeto, víctima, victimario, responsable legal, a una concepción antropológica del otro como rostro, con carne, con historia, con sentimientos, con proyecto de vida lo que esboza una renovada manera de ver la alteridad como alteridad descubierta, basada en la carne. La fenomenología en el siglo XX ha venido haciendo esta reflexión especialmente desde los trabajos de Emmanuel Lévinas. El otro no es una cosa o un objeto, sino un rostro, es decir, un “ser para alguien, “un ser ante alguien”. Cuando se me aparece el otro se me aparece como rostro, rostro que interpela, que me dice “no me mates”, este “no me mates” supera en el siglo XX el imperativo categórico y se convierte en la nueva máxima moral que es un pedido de reconocimiento. El aparecer del rostro del otro se constituye en mi responsabilidad ética, lo que Lévinas considera es la filosofía primera. Esa aparición del rostro me constituye, pues soy lo que soy porque otro me solicita serlo. La expresión de dolor, alegría, rechazo, es respuesta segunda, pues lo primero es la aparición del rostro del otro como llamada. Es una nueva metafísica que se fundamenta en la llamada o aparición del rostro del Otro. Metafísica que es ética pues el rostro del otro me antecede, dando origen a mi libertad de respuesta. No es el yo que se crea a sí mismo, sino el yo que es creado a partir de la visita del otro. Lo que se denomina alteridad descubierta o desnuda, consiste en el llamado a reivindicar la carne. “He sido llamado para…”. El sujeto ético es el que dice “Heme aquí porque me has llamado, aquí estoy”. Es una nueva metafísica de la llamada, por tanto, no soy activo sino pasivo, soy constituido y no constituyente, de ahí que la pregunta ética no puede ser ¿qué es el hombre?, sino, ¿dónde está tu hermano? (Génesis 4, 9-10). Y la respuesta inhumana es ¿acaso soy guardián de mi hermano? Que es lo mismo que decir ¿acaso soy responsable del otro?

El otro es una Haecceitas, un rostro único y diferente, que me convoca y me llama a no ser indiferente, especialmente a su situación de miseria, rechazo, exclusión. El otro es un rostro que revela una interioridad al situarse junto a mí revelando todo de él, pero sobre todo convocando mi responsabilidad con él, constituyéndome “ser responsable” ante él. La aparición del rostro del otro me constituye como sujeto responsable. Ese rostro no es mi representación conceptual de él, sino que él mismo se revela, se expresa, se manifiesta (Lévinas, 1999, p. 74). Esa manifestación destruye mi conceptualización anterior y me da la propia realidad del otro, desquiciando mis cuadros de interpretación, revelándome su ser, desafiando mi poder de escucha y apelando a mi responsabilidad por él (Lévinas, 1999, pp. 74-75).

El otro me constituye no porque se presente como un ser fuerte que se impone sobre mi yo, sino porque se presenta en su vulnerabilidad, es una fragilidad que se nos presenta en “una resistencia total sin ser una fuerza” (Lévinas, 1999, pp. 76). Es una manifestación, no en la claridad de un objeto que se analiza, sino en la revelación del más allá a través de una visitación exterior a mí. Ese rostro es un rostro encarnado a través del cual se me manifiesta de manera específica el dolor, el amor, el sentimiento… Es este rostro y no otro, pues el rostro manifiesta la haecceitas única de cada rostro que me convoca. No es un código sino una exterioridad única la que me solicita a la responsabilidad con su historia y su proyecto.

Ese otro es otro encarnado. Es importante reflexionar sobre la carne pues la humanidad ha tratado de rechazar el cuerpo. Para el cristianismo hubo épocas en las que se insistió en que los tres genios de la tentación eran el demonio, el mundo y la carne. Se decía popularmente: “yo no le tengo tanto miedo al demonio, al mundo le tengo más miedo, pero nuestro peor enemigo es nuestra propia carne”. La llegada de la modernidad propicia una visión del hombre desencarnado. Descartes modela el problema mente-cuerpo al proponer que el cuerpo o res extensa y la mente o res cogitans pertenecen a dos campos distintos, aunque sean paralelos. El cuerpo pertenece al orden mecánico y la mente al orden de la libertad y la inmortalidad. Este dualismo cartesiano se profundiza en el predominio de lo racional sobre lo corpóreo. Es la decapitación de la carne que trae como consecuencia una conciencia sin cuerpo y así lo corporal es inferior a lo racional. La conciencia es igual al pensamiento y esta forma la conciencia. Este dualismo se continúa con los empiristas británicos, el desarrollo del método científico y la nueva racionalidad científica que se continúa en la racionalidad weberiana de fines y métodos. Con la Revolución Francesa se culmina el proceso de racionalización, libertad individual y respeto absoluto a los derechos del individuo. Kant con su “yo constitutivo” da la base epistemológica para la constitución del sujeto occidental: un yo potente que constituye la realidad y lo que no ingrese por las categorías de él, no existe o no tiene valor. Lo más importante y el criterio de todo resultado científico es su racionalidad. No interesa lo afectivo o emocional pues es “puro romanticismo”. Este yo constitutivo exige libertad, libre elección, “el cuerpo es mío y lo gestiono yo” (“il corpo é mio, e lo gestisco io” como dicen las feministas italianas). Kant, además, al declarar la imposibilidad de conocer el Noumeno, de experimentar la cosa en sí que está más allá de las categorías a priori, declara que lo pensable tiene que adecuarse a las estructuras de la mente. La trascendencia del otro levinasiano es inalcanzable para la ciencia.

Todos estos fenómenos que contribuyen a excarnar el rostro, pueden llevar a la sociedad a insensibilizar los fenómenos que vulneran la vida y logran crear resistencia sobre la corresponsabilidad social de cuidado sobre la misma. La antropología y con ella la ética y la política del rostro, expresan la condición natural de los grupos humanos a hacerse corresponsables los unos con los otros.

Ahora bien, si la nueva manera de pensar está en una renovada concepción integral de sentido humano, dicha antropología al suscitar una ética del rostro, provoca a cada existencia el compromiso de interpelarse y ser interpelado. Es decir, la reparación integral es la acción de restituir el cuidado que todos como humanos y ciudadanos sobre la vida misma y la vida comunitaria. Y en el orden al proceso de reconstrucción social, la enunciada garantía de no repetición de la Ley 1448, dice:

“La creación de una pedagogía social que promueva los valores constitucionales que fundan la reconciliación, en relación con los hechos acaecidos en la verdad histórica” (artículo 149, literal e). Se convierte en el epicentro para promover la construcción comunitaria de sentidos, para que el desarrollo y el hábitat sean lugares humanizados. Por ello, la restitución es simbólica, porque apelamos a lo íntimo y profundo del pensar originario sobre el ser humano: amar y cuidar la vida. Esta actitud renovada debe reintegrar a los alcances de la justicia, la legitimidad moral o axiológica de todo grupo humano. Y cuando se enuncia dicha reintegración, se evoca la complementariedad de los discursos tanto jurídicos como teleológicos para resolver los conflictos sociales.

Esta ética-estética acontecida en la interpelación del rostro necesita dos elementos simbólicos que muchos autores instan a que deben volverse valores sociales o al menos categorías que se integren a los procesos de reparación administrativa o firma de acuerdos: la memoria y el perdón.

Construcción de paz, reflexiones y compromisos después del acuerdo

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