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El amor como complemento de la justicia. El rostro interpelado

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Jean-Luc Marion considera que la ética del rostro levinasiana se queda corta pues no personifica al otro, sino que lo deja en el campo de lo indeterminado, es una ética de excedencia que considera al otro como fenómeno saturado, pero no lo personaliza. Hay que personificar al otro como un tú que me hace un llamado de amor, es el reclamo de Marion. Mientras que Lévinas indica una llamada pura y anónima, Marion personaliza la llamada; el otro es un tú que puedo amar y que tiene nombre, historia y cuerpo. Lévinas, según la crítica de Marion, deja el rostro del otro abstracto, neutral y anónimo, es otro universal, mientras que solo el amor personaliza al otro. Lévinas no puede hablar del otro como un individuo por su énfasis particular en la ética y, por eso, Marion trata de moverse de la ética al amor. La verdadera individuación solo es posible en el eros-caritas, no en la ética (Gschwandthner, 2005).

La clave de la individuación del otro es el amor pues este es el lugar en el que los rostros se exponen uno al otro llegando a ser únicos el uno para el otro (Marion, 2002, p. 100; Geschwandtner, 2005, p. 72). Cuando el padre llama por su nombre al hijo, responde a la llamada del hijo con un nombre propio, lo saca de la indeterminación y lo reconoce como su propio hijo al que ama. La llamada por su propio nombre individualiza al hijo y lo reconoce como don que se da al padre y como don que se da al hijo. Con la víctima ocurre algo semejante: la victima que me mira es una llamada de amor, no es un código, un número, una estadística, sino una súplica amorosa de un ser humano, de una historia concreta.

Hay un desarrollo de la llamada del otro desde Heidegger hasta Marion. Heidegger presenta la llamada del ser a ser acogido, Lévinas la llamada del otro a ser responsable, Marion la llamada del otro a ser amado6. Y solo en este último es concretizado el otro como amante-amado.

La filosofía, según Marion, ha abandonado el amor para quedarse en conceptos más racionales que se pueden desglosar, definir y tratar de abarcar.

¿‘Amor’? suena como la palabra más prostituida –estrictamente hablando, la palabra de la prostitución. Por otra parte, espontáneamente recogemos su léxico: el amor se ‘hace’ como se hacen la guerra o los negocios, y ya solo se trata de determinar con qué acompañantes, a qué precio, con qué beneficios… en cuanto decirlo, pensarlo o celebrarlo, silencio en las filas […] Así el mismo término de ‘caridad’ se halla, si fuera posible más abandonado: por otra parte también se ‘hace’ caridad –o más bien, para evitar que se vuelva limosna y se reduzca a la mendicidad, le quitamos incluso su magnífico nombre y la cubrimos de harapos supuestamente más aceptables, ‘fraternidad’, ‘solidaridad’ (Marion, 2005, p. 10).

Ricoeur insiste en una relación dialéctica entre amor y justicia, y ello, puede fundamentar la necesidad de colocar en diálogo la lógica de la equivalencia con la lógica de la sobreabundancia. Occidente le ha dado potestad a la justicia sobre la primera y a la religión y la moral sobre la segunda, pero el acontecimiento humano se atestigua en la vida y, por ende, esa división no puede producir como fruto dos lógicas contrapuestas para superar y transformar el conflicto. “Ella hace, sin embargo, de la justicia, el medio necesario del amor, precisamente porque el amor es supra moral, solo entra en la esfera práctica y ética bajo la égida de la justicia” (Ricoeur, 1990, p. 33). El reto es provocar un encuentro entre esas dos lógicas inmersas en el rostro.

La posibilidad del perdón ágape parece imposible en una sociedad secular. Muchos la desestiman con base en la crítica moderna de la religión que niega su utilización en un mundo racional y jurídicamente justo. En verdad, el ágape se caracteriza por deslizarse del cálculo y buscar no solo la supresión de la deuda sino también la reconstitución de la relación yo-tú perdida en la violencia. Así el “hombre al que se ve delante” es el destinatario de la reconstitución de la relación. “El verdadero perdón es una relación personal con alguien” (Jankélévitch, 1967, p. 12), o como dice Ricoeur: “el perdón es, en principio, lo que se le pide a otro, en primer lugar, a la víctima” (Ricoeur, 1995, p. 82). En una visión moderna, el ágape es un estado imposible y hay que dejar todo a la justicia y seguir bajo el ámbito de la ley. Se supone acá que el perdón olvida también la memoria, pero esa no es la tradición neotestamentaria que habla de una culpa manejada y de una memoria purificada (Cfr. Lucas 2, 51; Hebreos 7, 25-27).

Es posible pensar que pueda darse un paso del ágape a la justicia con una justicia restaurativa sin negociaciones ni componendas que incluya el perdón sin dejar de lado la completa reparación y el arrepentimiento apoyados culturalmente de restituciones simbólicas que produzcan la restauración de la dignidad, de la historia y de la sana convivencia de la comunidad. Ese perdón no puede ser banal, y en eso puede ayudar la tradición abrámica de Occidente. De hecho, han existido perdones, amnistías, remisiones y condonaciones.

Kant (2005) en la Metafísica de las costumbres, hablando del derecho, se opone al perdón:

Aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consentimiento de todos sus miembros (por ejemplo, decidiera disgregarse y diseminarse por todo el mundo el pueblo que vive en una isla), antes tendría que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel, para que cada cual reciba lo que merecen sus actos y el homicidio no recaiga sobre el pueblo que no ha exigido este castigo: porque puede considerársele como cómplice de esta violación pública de la justicia (pp. 168-169).

En la misma línea se colocan muchos hoy, de hablar de justicia sin perdón. Cada día, no obstante, el tema del perdón aparece en las discusiones políticas cuando se habla de acuerdos de paz, y el pensamiento de filósofos como Ricoeur, Arendt y Jankélévicht planea en todo ello. El perdón se constituye en asunto social y político y la restitución simbólica va adquiriendo status de instrumento esencial en la reconstrucción de la convivencia.

Es preciso establecer como reto social la restitución simbólica, explorar esa sensibilidad humana que conecta las diferencias a un mismo proyecto vital, que identifica interculturalmente las múltiples manifestaciones, y a partir de ello construir un proyecto de reconstrucción social.

El verdadero amor trata de alcanzar lo mejor según la máxima de mientras más amor más conocimiento. El amor va más allá del entendimiento pues tiene la capacidad de conocer lo que ni la ley ni la razón permiten: entrar en el mundo del otro, en la historia del otro, no para dominarlo o esclavizarlo, sino para incluirlo. Es un amor erótico pues no se separa el amor de la carne real, de la carne histórica, de la carne masacrada. Cuando se ama se reconstituye al otro como sujeto, sujeto que había sido masacrado. Hay que superar el miedo erótico que caracteriza a la metafísica desde la Edad Media hasta nuestros días y suprimir el olvido cartesiano en el que se ha mantenido al amor en la filosofía.

Es preciso establecer como reto social la restitución simbólica, explorar esa sensibilidad humana que conecta las diferencias a un mismo proyecto vital, que identifica interculturalmente las múltiples manifestaciones y a partir de ello construir un proyecto de reconstrucción social. Aquí cobra sentido un proyecto de reintegración social multidimensional e inclusivo, que no nos permita borrar la interpelación del rostro humano.

Las herramientas, dispositivos jurídicos que establezcan la verdad, la no repetición y un especial cuidado de no revictimizar a las víctimas del conflicto. De no propiciar un enfoque de derechos que encasille el conflicto en focos poblacionales, por la no reparación simbólica no se convierta en la suma de actividades para dar cumplimiento al acuerdo solamente, sino que en realidad transforme el imaginario colectivo de las comunidades afectadas.

La restitución simbólica debe prever la creación de espacios, imaginarios y acciones que representen la reconstrucción de una sociedad. Allí, es válido el cumplimiento jurídico de crear centros de memoria y pedagogías sociales sobre las víctimas, la memoria histórica y el conflicto. Pero no se puede olvidar que el trasfondo del problema es la vulnerabilidad humana que acontece allí en el cual se ha cercenado la vida. Tocar lo íntimo del dolor humano producido a las víctimas, excarnar la conciencia humana de quien ha hecho daño, es un proceso que requiere tiempo y superar las lógicas de la condonación económica o jurídica. Tiene espacios personales y comunitarios, pero sobre todo necesita de una reflexión multidimensional de nuestro sentido humano y este será el garante de la no repetición de la excarnación que se le propicia al cuerpo, a la carne humana cuando hay deshumanización de los rostros que se interpelan.

Construcción de paz, reflexiones y compromisos después del acuerdo

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