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La memoria como mecanismo de restitución simbólica

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La memoria es la recuperación del sentido profundizando a través del hecho lo que acontece, como lo dice Francisco (2013): “Memoria del pasado y utopía hacia el futuro se encuentran en el presente que no es una coyuntura sin historia y sin promesa, sino un momento en el tiempo, un desafío para recoger sabiduría y saber proyectarla” (p. 1).

Recordar, hacer memoria, es lo fundamental en una cultura que quiere construir el futuro trabajando en el presente. Eso implica no reducir el conflicto a hechos sino saber asombrarse del acontecimiento que habla y que hace historia. Y quien puede hablar con verdad es la víctima, que en su narración no transmite datos, sino que es un rostro, una persona, que cuenta la historia como fue. No es la víctima un objeto de investigación de las ciencias sociales, ni una estadística más en los informes oficiales, sino una historia viva en la carne de un humano. Por ello, la responsabilidad jurídica debe conservar como finalidad apropiar y difundir la memoria histórica del conflicto.

El deber de Memoria del Estado se traduce en propiciar las garantías y condiciones necesarias para que la sociedad, a través de sus diferentes expresiones tales como víctimas, academia, centros de pensamiento, organizaciones sociales, organizaciones de víctimas y de derechos humanos, así como los organismos del Estado que cuenten con competencia, autonomía y recursos, puedan avanzar en ejercicios de reconstrucción de memoria como aporte a la realización del derecho a la verdad del que son titulares las víctimas y la sociedad en su conjunto. (Ley 1448, art. 143)

La víctima no es un objeto de clasificación o de taxonomía conceptual, sino una historia viva que rechaza toda claridad conceptual. Por ende, puede ser titular de la verdad, pero está en profunda relación con los otros roles que se suscriben al conflicto: el victimario, el indiferente. Por eso se puede decir que todos somos víctimas, tal como lo plantea el papa Francisco (2017): “[…] todos, al final, de un modo u otro, también somos víctimas, inocentes o culpables, pero todas víctimas. Todos unidos en esa pérdida de humanidad que supone la violencia y la muerte” (p. 48-53).

Todos al contar su historia están abriendo el camino de la verdad pues este narrar los hace testigos firmes de lo sucedido. “Ustedes llevan en su corazón y en su carne huellas, las huellas de la historia viva y reciente de su pueblo, marcada por eventos trágicos, pero también llena de gestos heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual de fe y esperanza” (Francisco, 2017, p.48). El testigo es el que ha tenido la experiencia y la cuenta. El que lo ha visto, va y lo comunica. Su confesión es verdad y memoria.

En efecto, mientras que el sujeto dispone de lo que constituye, el testigo no dispone de lo que da a ver, tal como el predicador que no posee la palabra de Dios que testimonia. Es por tanto la voz de las cosas, del prójimo o la de Dios que puede dar fuerza al testimonio, y por este hecho, el testigo no tiene una autoridad sino transitiva en eso que remite más allá de sí mismo. Además, el testigo habla y actúa, pero no por sí mismo: no se testimonia más que en una comunidad, y es porque el testigo es la persona en su fin interpersonal. Una vez más, el testigo es aquel que se descubre experiencialmente en la prueba de la alteridad, pues se da él mismo en respuesta en la comunidad. Mientras que para un sujeto el otro hombre es primero un objeto de su mundo entorno, que puede analógicamente ser reconocido como un alter ego, para el testigo el prójimo es también un testigo, y es en calidad de testigos que existimos unos para los otros. Dicho de otro modo, el testigo no es primeramente este ser que es para y por él mismo, y que se pregunta después cómo puede ser para el otro, pues es este ser que desde el comienzo responde para y ante otro hombre de lo que le comunica (Housset, 2007, pp. 470-471).

El sujeto que hace el relato no es una entidad distinta de sus experiencias, se convierte en un rostro acontecido e interpelado. Él comparte el régimen de la identidad dinámica propia de la historia contada. El relato realiza la identidad del sujeto, la identidad narrativa que construye la identidad de la historia contada. Es la identidad de la historia que hace la identidad del personaje (Ricoeur, 1990, p. 175.). El testigo cuenta a través de la narración. La memoria no se construye únicamente por la narración, sino que se complementa con la interpretación de quien ha vivido la narración. Así, la construcción de una memoria común implica una confrontación entre las diferentes significaciones que pueden ser dadas a los eventos que han tenido lugar en el pasado. La cadena de las voces se fortalece en la comunicación, la participación en la experiencia, el encuentro del sentido de lo vivido y la comunidad de vida y de futuro que crea. Estas interpretaciones de sentido cambian las identidades de los individuos. Así, quienes han cometido grandes violencias consiguen transformar su historia en ejemplo o modelo para hacer una ocasión de aprendizaje para ellos mismos y para los otros. Esta interpretación puede favorecer nuevas formas de reapropiación del pasado para víctimas y victimarios. Así se asume el pasado del grupo, se aprende a no excluirlo de nuestra herencia porque no queremos que la historia se repita ni en el presente ni en el futuro. Lo que ha ocurrido es un acontecimiento que vivimos y sentimos, que cambia nuestra vida, que nos habla, nos llama y nos aboca a dar una respuesta que es la paz, no como estado logrado sino como construcción comunitaria, siempre en obra, pues no es un hecho ya pasado sino un camino a recorrer. No puede ser que el pasado vuelva atrás pues el futuro es la esperanza. La historia es la construcción del futuro teniendo en cuenta el pasado trabajando en el presente. Siempre habrá conflictos, es casi una ley sociológica, en las comunidades y grupos sociales, pero es posible encontrar los mecanismos de solución humana de los mismos.

Habrá que comenzar a emplear el concepto de testigo en lugar de víctima o victimario pues todos han tenido la experiencia del dolor infligido o del dolor causado y en el encuentro de sus relatos se puede llegar a la verdad y comenzar la sanación. Como ambos fueron vulnerados en su carne por el odio y la violencia, pueden encontrar la paz en el perdón y la reconciliación. Habiendo sido testigos del horror y la deshumanización pueden ahora ser constructores de humanidad reconciliada. En cuanto su testimonio sea libre y voluntario, no obligado sino existencial, se puede sanar la carne y reconstruir la relación. Tanto víctima como victimario pueden ser testigos, especialmente el victimario si quiere redimirse, si quiere recuperar su dignidad, tiene que hacer su confesión. Cuando el victimario se rehúsa al testimonio, crece la indignación de la víctima y ahonda su herida. Es difícil el testimonio del victimario y más cuando si este justifica su accionar definiéndose como víctima, pero es condición sine qua non para redimirse y recuperar su dignidad.

El testimonio de víctima y victimario puede frenar la mentalidad de venganza cíclica del país. Tantos años en guerra han producido la espiral de la venganza y máxime cuando en las ocasiones que se han hecho procesos de narración de los testigos en los cuales hay presencia de narraciones, escucha y encuentro cara a cara, esta ha estado desarticulada, no ha adquirido su función didáctica para la no repetición o por supuesto se ha revictimizado en la burocracia que puede crear el manejo del sistema de reparación.

El encuentro marca el inicio del reconocimiento del otro como alguien que se asoma a mi vida, me cuenta su historia y sus proyectos, me plantea su narración, y me exige mi responsabilidad con él. Es el rostro que me interroga con su narración exigiéndome responsabilidad, no odio. El ver el rostro del otro permite superar el yo, el individualismo, y ver la plenitud trascendente que se me aparece. No es el ver racional que ve en el otro un cliente, un paciente, un guerrillero o un paraco, un consumidor o un contendiente. Es un yo sensible encarnado cuya visión crea humanidad, reconocimiento de la diferencia, exigiendo de mí un comportamiento ético.

Se abre paso una ética de la armonía con el otro que muestra su carne, su historia, su sentido, y yo acepto ser compañero de camino. Compañero de camino cuidador, pues los otros se me aparecen para que los cuide. Soy el que cuida del otro y de lo otro.

Una ética del cuidado que supone una dramática de la vulneración (reconocer las violencias inhumanas), una estética (reconciliación simbólica ritual del encuentro) y una teoría o discurso antropológico (propuesta de comunidad soñada) hacia el futuro.

Resulta difícil aceptar el cambio de quienes apelaron a la violencia cruel para promover sus fines, para proteger negocios ilícitos y enriquecerse o para, engañosamente, creer estar defendiendo la vida de sus hermanos. Ciertamente es un reto para cada uno de nosotros confiar en que se pueda dar un paso adelante por parte de aquellos que infligieron sufrimiento a comunidades y a un país entero. Es cierto que en este enorme campo que es Colombia todavía hay espacio para la cizaña. Ustedes estén atentos a los frutos, cuiden el trigo y no pierdan la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24). Aun cuando perduren conflictos, violencia o sentimientos de venganza, no impidamos que la justicia y la misericordia se encuentren en un abrazo que asuma la historia de dolor de Colombia. Sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar, contribuyendo a la construcción del orden nuevo donde brille la justicia y la paz (Francisco, 2017, p. 51)

Construcción de paz, reflexiones y compromisos después del acuerdo

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