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De Antequera a Álora y Casarabonela
ОглавлениеLa siguiente carta fue escrita en Casarabonela y en ella se describe el Torcal y los pueblos de Álora y Casarabonela con la bella situación de este último.
Almorzamos pronto con la intención de dejar Antequera ya que nos habíamos propuesto llegar a Álora esa noche. Ni siquiera las insinuaciones del guía nos habrían inducido a aplazar nuestro propósito si la afortunada irrupción de un tremendo chaparrón no nos hubiese hecho tomar la determinación de esperar hasta la mañana siguiente. Al amanecer salimos a pie de la posada y pedimos que los caballos nos siguieran. Ascendimos por la montaña que hay por encima de la ciudad y nos llevó algo así como una hora y media llegar hasta la cima, momento en el que los caballos nos alcanzaron. Hacía un frío terriblemente intenso ya que el viento soplaba desde una montaña nevada hacia el sur de la que habíamos cruzado. Después de bajar durante aproximadamente una hora, pasamos por un pequeño acueducto construido por los árabes y con cuyo trazado nosotros no estábamos muy de acuerdo. Para mí parecía que había sido levantado con el propósito de llevar agua hasta la ciudad de Antequera a través de un trayecto sinuoso rodeando las montañas, y de hecho, algunas torretas árabes en las laderas de las montañas parecían indicar su curso.
Álora
Vimos a la izquierda un espectáculo singular denominado El Torcal; está situado en la cumbre de una elevada montaña y tiene la apariencia de una gran ciudad en ruinas, con calles regulares, grandes iglesias, y enormes edificios públicos. Sin embargo, no es nada más que un conjunto de rocas de mármol blanco, que es tan extenso que quien entra en él sin conocer las veredas corre el riesgo de perderse en el laberinto del que no podría salir sin gran dificultad. Continuamos camino a través del escenario más agreste que se pueda imaginar y por los caminos más espantosos y nos alegramos de haber desistido la tarde anterior de emprender esta jornada en la que la noche se nos hubiese echado encima y, con toda probabilidad, habríamos estado perdidos de un lado para otro durante toda la noche. Cuando se va a llevar a cabo un trayecto en estas zonas montañosas no es nada seguro calcular el tiempo que llevará teniendo en cuenta la distancia establecida. Cuando se va por carreteras buenas, es posible hacer una legua a la hora pero en esta zona media legua a la hora se considera viajar a bastante buen paso.
A las cuatro o cinco horas comenzamos a descender y el rico valle de Álora apareció extendido ante nosotros, con la ciudad de ese nombre en la ladera de una montaña que se levantaba enfrente.
La llanura es muy fértil y está regada por un bonito río que la atraviesa formando meandros, en cuyas riberas se pueden ver gran cantidad de huertos plantados de naranjos y limoneros. En un elevado promontorio desde el que se domina este delicioso valle, un monasterio, rodeado de jardines y huertos y regado por varios arroyos cristalinos, presentaba una escena que era imposible contemplar sin admirar los encantos del clima y casi con el deseo de pasar el resto de nuestra vida en un lugar tan agradable.
Llegamos a Álora, a cuatro leguas de Antequera, después de un fatigoso camino a caballo de siete horas. Las calles del pueblo son tan empinadas que nosotros tuvimos miedo de que pudiéramos sufrir un accidente al ir subiendo y bajando antes de llegar a la posada. El pueblo tiene unos cuatro mil habitantes, que subsisten con lo que producen la llanura y las montañas que lo rodean; cuyos productos además contribuyen al comercio de Málaga, hacia donde se llevan a lomos de acémilas. Parece ser, por varias inscripciones encontradas en Álora, que era un municipio de los romanos y que fue residencia de una distinguida familia; siendo uno de sus miembros, Caius Fabious Vibianus, Decemvir de este lugar que entonces se llamaba Iluro y quien levantó una estatua que aún se conserva en honor de su madre.
Mientras nuestros sirvientes fueron a las distintas tiendas a comprar nuestra comida, subimos a lo alto del antiguo castillo, que está situado en una colina de forma cónica y desde donde se domina el pueblo y el cual, antes de la invención del cañón, no se podía alcanzar desde ninguna otra elevación: es muy grande y los cimientos y la parte más baja de los muros están construidos con ladrillos romanos, pero la parte superior es evidentemente árabe, como lo prueba sin lugar a dudas el arco con forma de herradura que hay en la entrada. A ambos lados tiene un precipicio de casi cuatrocientos pies que le da la apariencia de las fortalezas de las montañas construidas en la India.
Mientras estábamos tomando nuestra comida casera en la entrada de la posada, los políticos del lugar, atraídos por el hecho de que algunos ingleses habían llegado, se arremolinaron a nuestro alrededor y comenzaron a pedirnos que les diéramos noticias; aunque tenían curiosidad, ellos no fueron impertinentes; y la expresión de odio hacia los franceses y la gratitud hacia nuestro país, no fueron en absoluto desagradables para nuestros sentimientos. Nunca jamás estuve más sorprendido con la ampulosidad española que en esta ocasión. El portavoz del grupo los arengó en términos grandilocuentes; y dijo, que si no hubiese sido por la intervención de Inglaterra, Málaga y toda la provincia habrían sido conquistadas por el enemigo el año pasado y que ahora solo los ejércitos ingleses eran los que evitaban que fueran destruidos. Continuó su arenga declarando que él hacía poco tiempo que había estado en Inglaterra (queriendo decir en Gibraltar, que la gente de este lugar designaba por ese nombre) donde vio al General, señalándome, encabezando diez mil hombres, todos vestidos de color escarlata, y que avanzaban como si de un solo hombre se tratara; que él vio al Coronel, señalando a Mister Michell, al frente de cientos de cañones que los hombres movían con la facilidad de un mosquetón; y continuó elogiándonos de forma tan exagerada y profiriendo una sarta de deseos piadosos para nuestro bienestar que hicieron que toda la escena fuese completamente ridícula para nosotros, aunque resultó muy interesante para el resto de la audiencia. Él execró a la Junta y a los oficiales españoles, y concluyó con una afectada mueca y con un movimiento característico del dedo: “los oficiales españoles no valen nada, no valen nada”.
Di muy poca importancia a estas y a similares observaciones, consciente de que no eran indicativas de patriotismo, y me di cuenta de que eran más bien ilustrativas de las costumbres que de cuestiones políticas; que eran más bien pruebas de la manera de ser, educada y halagadora, que tienen los españoles, más que manifestaciones de su opinión política hacia nosotros. He oído tantas veces la expresión “no vale nada” aplicada por la gente a sus oficiales y a sus tropas que yo considero esto como un mero cumplido hacia los nuestros, y esto solo es muestra del grado de su cortesía cuando los seres más orgullosos que existen sobre la faz de la tierra pueden sacrificarse tanto ahora a la educación, como para degradar a sus propios compatriotas simplemente para halagar a los extranjeros.
Dejamos Álora recibiendo las bendiciones del orador, quien había transformado la casaca de mi ayudante en el uniforme de un general y quien prematuramente había elevado a mi amigo a un rango que, cuando él lo alcance, no tengo la menor duda de que lo llevará con honor para él mismo y que será muy beneficioso para su país.
Nuestro camino era impresionante, y aunque la distancia era solo de dos leguas, el trayecto nos llevó cinco horas. Muchas zonas de la carretera, o mejor dicho, de la vereda, iban por el filo de un precipicio con el río a doscientas o trescientas yardas por debajo y al otro lado la imponente Sierra de Blanquilla, con sus peñascos de mármol perpendiculares. Las montañas eran tan escarpadas, que habían construido un pequeño muro en la base de cada uno de los olivos para evitar que los árboles se cayeran al precipicio. Después de atravesar por un paso en esta montaña, bajamos a un valle, cuyo suelo era tan profundo que a los caballos les era muy difícil avanzar.
Ya había anochecido cuando llegamos a una de las posadas más miserables con las que nos habíamos encontrado hasta entonces, y que no nos proporcionó ni víveres ni camas y casi ni tan siquiera una habitación un poco mejor que un establo donde pudiéramos sentarnos. Con esta angustia nos fuimos en busca del Alcalde, le dijimos cuál era nuestro país, le explicamos nuestra situación y le pedimos alojamiento para pasar la noche. Él atendió nuestras peticiones con mucha cortesía; le dio órdenes a su alguacil para que examinara los libros y viera quién tenía las mejores camas en el pueblo, y luego firmó una orden para que los propietarios nos recibieran en su casa para pasar la noche. El alguacil nos acompañó a tres casas, en las que nosotros fuimos alojados, y las familias nos recibieron, no sólo de forma correcta y educada, sino de manera muy cordial. Fuimos acomodados en las mejores habitaciones y esta mañana, cuando les ofrecimos una remuneración, ellos rehusaron aceptarla cortésmente diciendo que se sentían honrados de que los únicos ingleses que habían visitado Casarabonela hubiesen dormido en sus casas. Estas personas eran respetables comerciantes que residen en la calle en la que estaba situada nuestra posada.
Este pueblo tiene una situación muy singular, en las faldas de una montaña desde donde el descenso al valle que hay por debajo tiene más de ochocientas yardas, y en algunos lugares es casi perpendicular. Te puedes hacer una idea de cómo es cuando te diga que desde el valle al pueblo estuvimos dos horas ascendiendo constantemente por un camino lleno de curvas. Tiene entre cuatro y cinco mil habitantes que subsisten con los productos del rico valle que se extiende por debajo y de los maizales que se encuentran a la misma altura del pueblo. Algunas bellas cascadas caen desde las montañas que hacen girar algunos molinos que hay por detrás del pueblo. La sierra se eleva con grandiosa majestuosidad en algunas partes, hasta alcanzar casi la altura de una milla en perpendicular, lo que da un efecto impresionante a la escena.
Visitamos la iglesia de uno de los conventos, la cual no tenía nada dentro que mereciera la atención; y una fortaleza árabe en ruinas que sobresale por encima del pueblo y que es prácticamente igual a otras a las que ya me he referido, por lo que no merece la pena que la describa.
Al salir de Casarabonela comenzamos a ascender inmediatamente por las montañas más altas y más escarpadas con las que hasta ahora nos habíamos encontrado. Durante una parte considerable de la subida, la montaña está formada por mármol o por piedra caliza, pero cerca de la cumbre vimos varias vetas de buen carbón y algunas de tres o cuatro pies de grosor. Este mineral es conocido por los habitantes y se utiliza como combustible por algunas personas de las clases más pobres; pero por lo general no es en absoluto apropiado para ese fin ya que los vapores sulfúricos que emite son muy desagradables. Me fijé en una parte de esta montaña en el primer esquisto que había visto en España; era de un tono azul grisáceo pero el estrato no tenía demasiado grosor.
Dejamos a nuestra izquierda la parte más elevada de la montaña llamada Sierra de Junquera, que estaba cubierta de nieve, y continuamos viajando por carreteras execrables subiendo y bajando de forma alternativa durante cuatro horas. A la distancia de media legua, a la izquierda, vimos el convento de las Carmelitas descalzas que parecía estar rodeado de campos cultivados, buenos jardines y viñedos, mientras que en el resto de la zona no se veía otra cosa que extensos bosques de alcornoques y de encinas, bajo las cuales cientos de cerdos se estaban alimentando con las bellotas que se habían caído. El alcornoque es una especie de roble que se parece a los que hay en Inglaterra aunque no es tan alto ni tan frondoso; no pierde las hojas en invierno, las bellotas son un poco amargas y la gente no se las come, pero los cerdos se ceban con ellas. Hay otras dos especies de robles; una es la encina con hoja perenne, pero la otra pierde las hojas en otoño; ninguna de ellas, sin embargo, crece demasiado hasta alcanzar un tamaño considerable, ni tampoco las de Andalucía están pensadas para la construcción naval.
****14 JACOB, William: Travels in the South of Spain in Letters Written A.D. 1809 and 1810. Ed. J.Johnson and Co. St. Paul’s Church-Yard, and W. Miller. London, 1811. xiii+450.
****15 Me inclino a pensar que se trata de una deformación del nombre de Archidona [Archiona] como bien podían pronunciarlo las gentes del lugar.
****16 Southey, Robert. Escritor británico (Bristol 1774 - Greta Hall, Keswick 1843). Viajó en dos ocasiones por España y Portugal (1795 y 1800). Escribió entre otras obras Letters Written during a Short Residence in Spain and Portugal, 1797; y History of the Penninsular War (1823-1832).
****17 Se refiere a Antequera, donde está fechada esta carta en enero de 1810.