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Prólogo
José Manuel del Pino
(Dartmouth College)

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Con esta reveladora y amena recopilación de fragmentos de cartas y de libros de viajes escritos por diferentes autores anglosajones que recorrieron Antequera y su comarca entre los años 1809 y 1969, la estudiosa María Antonia López-Burgos del Barrio aumenta su ya extensa bibliografía sobre este fascinante tema, del que es consumada experta. Esta profesora universitaria granadina ha publicado numerosas crónicas de viaje, que ella misma traduce y en ocasiones ilustra con trazo preciso. Destacan Siete viajeras inglesas en Granada, 1802-1872 (1995), Viajeros ingleses en la Granada de 1850-1870 (2001), La Bolsa o la Vida. Bandoleros y atracadores de caminos en los relatos de viajeros ingleses en la Andalucía del siglo XIX (2003), Viajeras en la Alhambra (2007), Plateado Jaén. Relatos de viajeros de habla inglesa (2008); así como su traducción del relato de 1854 Castilla y Andalucía (2010) de la intrépida Lady Tenison.

En esta ocasión le toca el turno a las tierras de la comarca de Antequera y a la ciudad misma. Ciento sesenta años separan la crónica de Mr. William Jacob en tiempos de la Guerra de la Independencia contra Napoleón (conocida en el contexto inglés como Guerra Peninsular), del viaje a caballo de Alastair Boyd, Séptimo Barón Kilmarnock, plasmado en su libro The Road from Ronda. Travels with a horse through Southern Spain/El camino de Ronda. Viaje a caballo por el sur de España. Durante ese siglo y medio largo, muchos notables viajeros visitaron las tierras de Antequera, generalmente como parte de viajes más extensos en la ruta entre Sevilla y Granada o Gibraltar y Granada­, dejando constancia de sus impresiones sobre paisajes, pueblos y gentes, incluidas sus propias reflexiones. Destacan entre los cronistas el notable Washington Irving, Henry David Inglis, Richard Ford o Lady Louisa Tenison, y más recientemente la conocida economista británica, malagueña de adopción, Marjorie Grice-Hutchinson, fallecida en 2003.

La crónica de viajes por España y, en particular, por Andalucía, fue un subgénero entre literario y documental que gozó de gran predicamento en las letras inglesas y americanas durante el siglo XIX y principios del XX. El viajero decimonónico europeo, ya fuese francés, inglés o alemán, y el americano cosmopolita, sentían enorme fascinación por las tierras de la península Ibérica, y más concretamente por las andaluzas, pues conservaban aún antiguas tradiciones, viejas costumbres y ancestrales formas de vida, algo que desde su perspectiva las dotaba de un exotismo extremadamente atractivo. Estos curiosos militares, aristócratas de impulso aventurero, damas esforzadas o arqueólogos y etnógrafos buscaban en Andalucía los restos de ese mundo legendario que el movimiento romántico tanto valoraba. Se esforzaban por encontrar lo pintoresco en el paisaje y las gentes. Dicho pintoresquismo andaluz residía en una naturaleza abrupta y variada; en un pasado medieval de luchas entre moros y cristianos; en leyendas caballerescas de guerras y hechos valerosos; en la grandeza monumental española, que contrastaba con su declive económico; así como en la ferocidad de los bandoleros, en el misterio de los gitanos, o en la belleza de las mujeres, ya fuesen pías o licenciosas. Desde la mentalidad más racional y pragmática de europeos y americanos del norte y a través de una mirada en busca de lo peculiar e insólito, Andalucía ejercía sobre ellos una fascinación enigmática difícil de conceptualizar con precisión. En muchos de estos viajeros se puede percibir un cierto desencanto con una modernidad que iba nivelando cada vez más las diferencias culturales entre los pueblos y supliendo los valores tradicionales con un sentido materialista y utilitario de la existencia. Para entender mejor ese país meridional de Europa, que pocos siglos antes había sido la gran potencia militar y colonial mundial y que todavía conservaba parte de sus posesiones de ultramar, acudían a los característicos estereotipos sobre los países y culturas orientales. España y especialmente Andalucía, por su huella árabe, poseían según esos viajeros extranjeros rasgos propios de África y el Oriente, siendo considerado un país solo parcialmente europeo, lo cual era sinónimo de civilizado. Además de dichos tópicos, la experiencia directa de la realidad que contemplaban venía filtrada por sus lecturas de las grandes obras literarias en lengua castellana, sobre todo el Quijote de Cervantes (el viajero y aventurero por antonomasia), así como por historias y leyendas de la España musulmana. Todo ello se mezclaba con personajes y visiones que se habían puesto de moda en el imaginario cultural europeo decimonónico: bandoleros y guerrilleros, aristócratas galantes e indolentes, bellas monjas y señoritas, majos y majas, ruinas evocativas de un pasado heroico y grandioso, pueblos bellos y atrasados, campos cultivados como en épocas antiguas y, sobre todo, un paisaje de enorme belleza y dramatismo.

Este volumen recoge una selección de textos de veintidós autores. El viajero William Jacob (1809-1810)****1 publicó una serie de cartas en donde recogía sus impresiones del sur de España durante una estancia de seis meses. Sus comentarios tienen cierto interés, sobre todo en lo que se refiere a la descripción física de la zona; también presta atención a los lienzos del notable pintor Antonio Mohedano (1561-1625) que se albergaban en el convento de los franciscanos (hoy ayuntamiento). Del vino y del aceite de la zona tiene una opinión poco favorable: del primero, dice que es “turbio y nauseabundo” y del segundo, que se obtiene “con toda falta de cuidado”.

Sir Andrew Thomas Blayney (1810-1814) estuvo al mando de una expedición hispano-británica y cayó preso por tropas napoleónicas. De su estancia y cautiverio dejó nota en un libro de memorias publicado en 1814. A Blayney le maravilla el paisaje del camino entre Málaga y Antequera, que le parece “extremadamente romántico”; menciona El Torcal y de nuevo la obra de Mohedano. El desayuno que toman él y la comitiva en Archidona puede parecer excesivo al lector contemporáneo pues consistía “en un guiso de carne y otros platos cocinados, con todas las frutas de temporada, pero sobre todo melones.”

Ya concluida la guerra y en pleno reinado de Fernando VII, el capitán Charles Rochfort Scott (1822-1830) recoge en su publicación de 1838 unas notas sobre sus excursiones entre Ronda y Granada. Hace una descripción pormenorizada de la zona de Teba y de su historia desde época de los romanos. También ofrece una graciosa conversación con sus posaderos en Antequera, a los que retrata como gente bastante desconfiada con los extranjeros, sobre todo si son franceses.

El viajero más famoso por tierras andaluzas es, sin duda, el americano Washington Irving, gran conocedor de España, el cual plasmó en su Diario unas deliciosas impresiones sobre su estancia en Antequera en 1829. Comienza aludiendo a Omar Ibn Hassan, “un jefe de ladrones musulmán, que ejerció un implacable dominio en el siglo IX” y al popular José María el Tempranillo, “famoso en la historia del bandolerismo español”. Describe con detalle la vega de Antequera; alude asimismo a cómo sus gentes no han perdido todavía sus viejas costumbres, sus posadas y trajes como “mantillas y basquiñas”. Desde lo alto del castillo –prosigue Irving–, “sentado sobre una torre desmoronada, disfruté de un paisaje muy extenso y muy variado que, además de bello, estaba repleto de recuerdos históricos”. Alaba las buenas posadas y comida, así como la “grave cortesía que se encuentra hasta en el español más humilde”. Amante de España, Irving demuestra su admiración por la historia, los paisajes y “los habitantes de este pueblo de agudo ingenio”. Por esos años, Samuel Edward Cook en sus Sketches/Bocetos de 1829, 30, 31 y 32 se concentra sobre la que ya empezaba a ser la vida legendaria del Tempranillo****2 , incluso antes de su muerte, y sobre sus impresiones de las tierras de Alameda. Del relato de Henry Davis Inglis (1830) recoge la autora una sugestiva descripción de su viaje en galera (carro de tracción animal) desde Málaga a Granada, pasando por Antequera. Los paisajes de lo que después se llamó “carretera de los montes” le parecen grandiosos, tanto o más que los de Suiza. Una anécdota sobre un encuentro amoroso entre una de las viajeras y un joven caballero que intercepta el paso de la diligencia nos ofrece un ejemplo de las prácticas amatorias de la época, más libres de lo que algunos lectores podrían esperar. El famoso y prolífico escritor de viajes Richard Ford destaca de Antequera la leyenda de la Peña de los Enamorados, el estado ruinoso del castillo y las horribles ventas en el camino hacia Málaga.

Robert Dundas Murray (1847), que dejó constancia de su viaje desde Granada a Gibraltar en la obra The Cities and Wilds of Andalucia/Ciudades y páramos de Andalucía, transmite una impresión poco positiva de la comarca de Antequera, pues abundan en ella ladrones y secuestradores; relata la historia legendaria del alcaide Narváez y los Abencerrajes, para concluir con el relato de la hazaña y muerte heroica durante la Batalla de Teba (1330) del caballero Sir James Douglas, que llevaba el corazón embalsamado de Robert de Bruce, Rey de los escoceses, a Tierra Santa.

La intrépida Lady Louisa Tenison narra el relato de su viaje en galera de ocho mulas por los bellos y misteriosos campos de la zona y expone una esperanza o expectativa común en muchos de estos viajeros, la de tener “alguna aventura encantadora mientras estuviese explorando esta tierra mágica llamada España”. Ya en Antequera, tuvo el infortunio de hospedarse en la posada de la Castaña, donde “la comida era peor, si fuese posible, que el alojamiento”. De todos modos, su temperamento romántico se ve altamente estimulado por lo pintoresco de los paisajes, las ruinas del castillo y la grandiosidad de los dólmenes, que en la época estaban prácticamente abandonados. De la cueva de Menga hace una pormenorizada descripción apoyada sobre un muy notable conocimiento arqueológico. Señala con curiosidad que en España los cuentos de hadas y fantasmas han sido suplantados por historias de milagros y apariciones, y que “todas sus supersticiones tienen un fondo de inclinación religiosa”.

Otros destacados viajeros de mediados del siglo XIX son John Leycester Adolphus (1856), que en contraste con otros alaba la comida de la tierra, así como la propia belleza de Antequera; y el reverendo Richard Roberts (1859), que encuentra a los antequeranos bondadosos pero poco dados al trabajo. Roberts describe con detalle y sorpresa las eras, “idénticas a las que tanto se hace referencia en la Biblia” y el modo de separar trigo y paja “como en los días de los patriarcas y profetas”.

El relato de Mrs. W. A. Tollemache, que viajó por tierras de Antequera en su camino entre Córdoba y Granada en 1870, aporta una gran novedad: viaja hasta Antequera en tren, para después continuar entre Antequera y Loja otra vez en galera por “un paisaje maravilloso” y solitario.

Mary Catherine Jackson (1870) narra las vicisitudes de una mujer, ella misma, que viaja sola en tren. A la vez curiosa y austera, se fija en la “belleza ibérica de la clase alta” que adorna a una compañera de vagón, entusiasmándose, con mezcla de placer y temor, por las historias de bandidos que poblaban la comarca durante esos convulsos años posteriores a la Revolución de 1868.

H. Willis Baxley (1871-1874) se queja de las incomodidades del viaje y de nuevo repite los lugares comunes sobre los amantes de la Peña. Una década después, un viajero “solterón”, como F. H. Deverell (1884) se califica a sí mismo, se maravilla ante la belleza del sur de España, a la que denomina “tierra de flores”. C. Bogue Luffman (1892-93) despide el siglo diecinueve con el relato sobre su viaje desde Casariche a Alameda y una deliciosa semblanza de una pareja de caminantes formada por una bella joven y su marido, un guitarrista ciego; dicho relato resuena con ecos de un mundo definitivamente desaparecido.

Los fragmentos de cartas y relatos de viajeros del siglo XX, con ser interesantes, ya no sorprenden tanto al lector actual debido a la mayor cercanía en el tiempo y a la desaparición de esa pátina romántica que domina en las historias y narraciones del siglo anterior. Aubrey Fitz Gerald Bell (1912) ofrece unas breves pinceladas sobre el paisaje de Antequera. Cecilia Hill, autora de Moorish Towns in Spain/Los pueblos árabes de España (1931), sigue las huellas de Washington Irving por Andalucía; de sus relatos copia el tono y algunas frases. Destaca una “fascinante excursión” a El Torcal, “un extraño mundo de mármol rojo forjado por la mano de la naturaleza en forma de iglesias, torres, casas, calles… de hombres y de animales”. Alude a su vez a la recuperación industrial que está experimentando España.

El violinista irlandés y catedrático de español Walter Starkie, autoridad en la vida de los romaníes y conocido por su obra Don Gypsy/Don Gitano, cuenta sus aventuras como músico ambulante entre Ronda y Antequera. Ambulante en un sentido literal, pues hizo el camino andando. Como “filósofo peripatético” que es, reflexiona sobre las virtudes de viajar por el campo solo y a pie. Sus sobrias costumbres y lentitud en el viaje le permiten estar más en contacto con el paisaje. Disfruta de comer y fumar en soledad y de breves conversaciones con otros caminantes. Su conocimiento de la literatura española le permite contemplar las tierras por las que camina, en disfraz casi de vagabundo, a través del filtro culto de la figura de Don Quijote. “Tardé dos días en llegar a la ciudad” de Antequera –señala Starkie–, “pueblo imponente, construido alrededor de las espléndidas ruinas del castillo”. Repite de nuevo la historia de los amantes de la Peña y hace referencia al curioso dicho, hoy felizmente olvidado: “El disimulo de Antequera, la cabeza tapada y el culo fuera” (proverbio este mencionado también por Juan Valera en Pepita Jiménez). “En Antequera gané suficiente dinero en una noche tocando en los cafés como para pagarme una cena agradable y una cama en una posada”; y concluye relacionando la leyenda de la Peña con la historia cervantina de hija que huye en barco del padre cruel.

Cedric Salter, en 1953, menciona el hoy desaparecido Parador de Turismo, cuyo precio por día de pensión completa era entonces de 125 pesetas.

Marjorie Grice-Hutchinson plasmó sus impresiones sobre Andalucía en Malaga Farm/Un cortijo en Málaga (1956). El suyo es un sabroso relato sobre una excursión “a lomos de caballos y mulas con sus vistosas gualdrapas” hasta El Torcal, del que destaca sus figuras fantásticas y flora diversa. Menciona el relato histórico-legendario de El Abencerraje y la hermosa Jarifa y hace referencia a la historia y arquitectura religiosa de Antequera, a la fértil vega con sus grandes cortijos “que han pertenecido durante siglos a las mismas familias”. Presta alguna atención a la clase terrateniente que en Antequera se reúne en el Casino. Al respecto, cuenta la relevante anécdota de cómo van a parar a este club de señoritos ella y su grupo de turistas extranjeros vestidos con “sus atuendos poco convencionales”. Una conversación entre su marido, el barón Ulrich von Schlippenbach, ella y uno de estos ricos labradores sobre la mejor forma de curar jamones concluye de este modo: “Mi vecino garabatea algo en un papelito y se lo entrega al chico [del casino], que desaparece calle abajo. Al cabo de unos minutos regresa con un enorme jamón en las manos. –Para usted, señora –dice el agricultor-. Me encantaría que probara nuestro jamón, por eso mandé al chico a casa para que trajera esta pequeña muestra. Quedo profundamente impresionada por la hospitalidad del casino, y aunque no nos apetece en absoluto marcharnos nos despedimos de nuestros amigos”. Con unas notas sobre los Dólmenes de Antequera y su guarda Pedro, también encargado del cementerio, concluye su relato.

El último de los viajeros incluidos en esta antología es el hispanófilo británico afincando en Ronda y recientemente fallecido, Alastair Boyd. De su viaje a caballo por tierras de la provincia de Málaga, se destacan los fragmentos que corresponden a la ruta por Cañete la Real, Teba, Cuevas del Becerro, Ardales, La Joya y los Nogales (“que no tenían carretera ni luz”) y donde pasaron tanto frío que se les resfriaron los caballos, Villanueva de la Concepción, Casabermeja, Ardales, el Valle de Abdalajís, pueblo “espacioso, saludable y puro”, Colmenar –“inhóspito y barrido por los vientos siendo al mismo tiempo sucio y destartalado–”, Riogordo y el caserío Baños del Vilo, desde donde se ve el mar. En contraste con otros viajeros, Boyd presta algo más de atención al contexto social y político del momento a través de sus conversaciones con gentes que encuentra al paso y que le dan su opinión sobre la historia y los problemas de la época (emigración, pobreza, influencia excesiva del ejército y la iglesia católica en la vida pública, etc.), temas estos sobre los que convenía hablar con gran cautela todavía en esos años finales de la década de los sesenta. Con el maestro y practicante del Valle, “un tal don Joaquín”, se pasa una tarde hablando de Cervantes: “Él era capaz de recitar pasajes completos de Don Quijote, obra que me rogó que leyese otra vez completamente, asegurándome que era la fuente de todo el conocimiento y que yo podría guiar toda mi vida con él sin tener necesidad de leer ningún otro libro”.

Por Tierras de Antequera ofrece un panorama riquísimo de impresiones y visiones sobre esta ciudad y comarca desde una perspectiva característicamente foránea. Como mencionaba al comienzo, dichas impresiones están mediatizadas por los estereotipos con que los extranjeros trataban de entender España, ese curioso y fascinador país del sur de Europa. No obstante, si se hace una buena criba de tópicos y lugares comunes, el lector encontrará datos, comentarios y opiniones de gran interés documental, artístico, social y antropológico. Su lectura es una delicia para el aficionado a viajar a través de las páginas de los libros. En suma, María Antonia López-Burgos ofrece en este volumen una excelente antología de textos que encantará a los que llevamos muy dentro de nosotros las tierras y gentes de Antequera, con sus bellezas, defectos y virtudes, así como a todo lector curioso.

****1 Pongo entre paréntesis el año de publicación del texto o de su escritura, según se indica en el libro.

****2 El bandolero José María “El Tempranillo” (1805-1833) murió en Alameda a consecuencia de las heridas que sufrió durante una emboscada. Para esa época ya había abandonado su carrera delictiva, tras un indulto del rey Fernando, y se dedicaba a perseguir bandidos por encargo de la Corona.

Por tierras de Antequera

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