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Algunas
consideraciones previas
a modo de introducción

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Los hombres tienen miedo de las mujeres. Es un miedo que les viene de tan lejos como sus vidas. Es un miedo del primer día que no es solo un miedo del cuerpo, del rostro o del corazón de la mujer, que es también miedo de la vida, miedo de Dios. Porque los tres se mantienen muy cerca –la mujer, la vida y Dios–. ¿Qué es una mujer? Nadie sabe responder a esa pregunta, ni siquiera Dios, que, sin embargo, las conoce por haber sido engendrado por ellas, alimentado por ellas, mecido por ellas, velado y consolado por ellas. Las mujeres no son por completo 1 Dios. Les falta muy poco para serlo. Les falta mucho menos que al hombre. Las mujeres son la vida en tanto que la vida es lo más cercano a la risa de Dios. Las mujeres tienen la vida a su cuidado durante la ausencia de Dios, tienen a su cargo el sentimiento límpido de la vida efímera, la sensación básica de la vida eterna. Y los hombres, no pudiendo superar el miedo a las mujeres, creen superarlo en la seducción, en las guerras o en el trabajo, pero no lo superan nunca realmente; los hombres, al tener un eterno miedo a las mujeres, se condenan eternamente a no conocer casi nada de ellas, a no probar casi nada de la vida y de Dios. Porque son los hombres los que hacen las Iglesias, es inevitable que las Iglesias desconfíen de las mujeres, como desconfían de Dios, procurando dominarlas a ellas y a él, tratando de contener el fluir de la vida en el prudente lecho de los preceptos y de los ritos. La Iglesia de Roma, sobre este punto, se parece a todas las demás 2.


Este bello fragmento de El Bajísimo, de Christian Bobin, centra muy bien el tema de fondo de este libro: el miedo. El miedo de los hombres –en este caso, de Iglesia– a las mujeres por tres cuestiones: 1) miedo a lo desconocido; 2) miedo a las propias reacciones; 3) miedo a compartir espacios y lugares (que no es lo mismo). No todos los hombres de Iglesia tienen miedo, pero sí una gran mayoría.

Creer que se conoce a las mujeres porque tienes madre o hermanas y hasta primas es un error. Esa relación es muy concreta y marcada por el ámbito familiar, pero no es la relación que puedes tener con otras mujeres en otros ambientes y situaciones, y así no se conoce a las mujeres. Es necesario recordar que solo se ama aquello que se conoce. El miedo a las propias reacciones viene, precisamente, por ese desconocimiento que lleva a no saber qué hacer –o no hacer– ante las mujeres. Esa falta de naturalidad fuerza situaciones ridículas –cuando no indeseables a todas luces– en las que prevalece la idea de superioridad de quienes ostentan el ministerio sacerdotal sobre quienes consideran personas necesitadas de cierta tutela, y de las que no hay nada que aprender y nada en lo que su colaboración sea importante. Aunque, eso sí, rápidamente descubren la facilidad para hacer del servicio un valor femenino sencillamente explotable, y no me refiero solamente a las religiosas. Esto, que realmente muestra un comportamiento perverso –por la retorcida interpretación del servicio–, también pone de manifiesto la vulnerabilidad a la que se expone ese servicio –caridad, amor, entrega– frente a la atalaya del poder eclesiástico tan mal entendido.

Y ante este panorama, ¿cómo compartir el espacio y dar así la oportunidad de que una mujer ocupase un lugar en el mismo que impidiera, por ejemplo, ciertos ascensos a miembros del clero o que mostrara que la autoridad de la mujer –que no poder– pudiera ser mayor y hasta mejor? Es complicada la situación para todos y, por tanto, para la Iglesia. Para la jerárquica, porque muchas cuestiones que proclama abiertamente no se las acaba de creer –el mismo Vaticano II se pone en tela de juicio por una parte de esa Iglesia, cuando no se condena abiertamente–, y para la Iglesia laical, porque no ve que su compromiso tenga, ya no el respaldo, sino la aceptación necesaria por parte de la jerarquía. Sí, es verdad que se habla mucho del laicado, pero a la hora de la verdad se concreta muy poco. Así pierde siempre el pueblo de Dios, que somos todos, porque no podemos perder de vista que del papa –actualmente Francisco– al último bautizado, todos somos pueblo de Dios.

No repartir el espacio ni permitir ocupar el lugar que les corresponde a las mujeres evidencia que el poder mal entendido –clericalismo al fin– por una buena parte del clero –parte de la jerarquía incluida– del que no andan alejados los miedos y hasta alguna dosis de celos, es el gran obstáculo con el que nos topamos las mujeres para poder, libremente, desarrollar la vocación y la misión a la que somos llamadas –por nuestro bautismo– dentro de la Iglesia.

Las mujeres –que somos mayoría frente al clero– formamos parte de esa Iglesia laical de la que tan poco se fía la jerárquica, y así no es nada fácil sentirse Iglesia –aunque tenemos conciencia de serlo– en este ambiente que ya se cuida mucho esa jerarquía de manifestar abiertamente hostil, pero en el que no disimulan la indiferencia y, llegado el caso, negar credibilidad a muchas palabras de mujer. Y si alguna pequeña porción de esa jerarquía manifiesta, espero que por convicción, un trato igualitario con las mujeres, lo suele hacer desde una esfera tan privada que, prácticamente, no queda constancia pública de ello.

Habrá quien se pregunte: ¿por qué este libro ahora? Porque a veces hay que decir lo que se piensa para seguir siendo fiel a una misma –y donde, por supuesto, está la fidelidad a la forma y fondo de vida que se ha decidido vivir–; porque es su momento y el mío. Tras pensarlo durante mucho tiempo, tras hacer silencio, tras dejar espacio al silencio –que necesita mucho– y con tranquilidad, porque al silencio no le gustan las prisas ni los agobios, y dispuesta a escuchar lo que el silencio –Silencio– me dijera. Así, desde la realidad de la escucha nace este libro. Ni desde el dolor que paraliza ni desde la decepción que retrotrae, que ya llevamos muchos años de camino como para frenar por algunas menudencias, y hay mucho por hacer. Desde la simple realidad, que es la que es, desde ahí arranca esta reflexión.

Para quien todavía no lo sepa, soy una teóloga católica que estudió en la Facultad de Teología Protestante de Madrid, SEUT 3. Digo esto para que nadie tenga duda de mi confesionalidad católica –por decisión propia– ni de mi procedencia académica –por decisión del Espíritu, que siempre anda enderezando renglones torcidos por los hombres–. Es, sencillamente, una presentación que puede suscitar algún interrogante, comentario o gesto de extrañeza, incluso rechazo, aunque cada vez menos. Comprendo que esto pudiera suceder y nunca le he dado la más mínima importancia.

Mi llegada a SEUT no fue una opción en el sentido de haber decidido ir allí a estudiar, sino el resultado de la imposibilidad, por ser mujer y laica, de estudiar en mi ciudad, hace ya algunos años, y dentro de mi confesión católica, lo que quería estudiar. Quería estudiar teología cuando llegó una orden de Roma que impedía a los seglares acceder a los seminarios, que es lo que había en Zaragoza en ese momento 4. Es verdad que el documento que contenía esa orden también ofrecía la posibilidad de que el obispo de la diócesis autorizase a algún seglar a estudiar en un centro de esas características. Nunca supe si el obispo de entonces 5, por sí mismo –aunque no nos conocíamos de nada, ni habíamos cruzado una palabra, ni la cruzamos nunca– o aconsejado por otros, no firmó la autorización que me hubiera permitido estudiar en el seminario de mi diócesis. Me sorprendió y no me sorprendió; mas me dolió, porque era la primera vez que, por ser mujer, me veía rechazada por mi Iglesia, bien es verdad que personificada en unos pocos. Aquella situación me mostró, por si tenía alguna duda, los obstáculos a los que me tendría que ir enfrentando y a no fiarme en exceso de las buenas maneras de algunas personas ni de los silencios de aquellos de quienes esperaba, al menos, una palabra de ánimo. En definitiva, nada que no le haya podido pasar a cualquier persona en la vida y en cualquier actividad, porque «nada hay nuevo bajo el sol» (Ecle 1,9). No mucho más tarde entendí que salí ganando.

Con la ayuda de mi buen amigo Javier Calvo, a quien dedico este libro, fui viendo posibilidades de seguir estudiando en otros sitios y, al final, de forma inesperada, apareció SEUT. Debo reconocer que al poco de estar allí descubrí que era –y sigue siendo– la experiencia académica más gratificante de mi vida y, a nivel personal, un lugar que me enriqueció con la amistad de personas que me acogieron sin reservas y cuyo aprecio y amistad, a día de hoy, conservo como un tesoro. La vida –realmente el Espíritu– te sorprende cuando las circunstancias se vuelven adversas por decisión de quienes, por una parte, te juzgan como no válida en sus coordenadas y, por otra, porque, cuando alguien pone mucho empeño en cerrar puertas, llega el Espíritu y abre portones. Al Espíritu –por su acción resolutiva– y a algunos –por su miedo religioso–, gracias. Porque esa situación que apuntaba al fracaso se tornó un gran regalo. Con el tiempo y, al apreciarlo de ese modo, pensé en Angelus Silesius cuando decía: «Ve allí donde no puedes, mira donde no ves; escucha donde nada susurra, estás entonces donde Dios habla» 6.

En todo caso, esta maravillosa experiencia en la que, como digo, doy por hecho que el Espíritu desplegó la fuerza esencial, me abrió un horizonte teológico amplio; me enseñó a sacudirme el polvo de la visión unidireccional y a disfrutar plenamente; a descubrir algunas teologías maravillosas y a ser de verdad, como teóloga, feliz. Y ahí sigo, construyéndome con la ayuda de la Rúaj mi felicidad cotidiana, la cual no sería completa si no tuviera alguna pequeña alteración cromática que permitiera contrastar y resaltar la tónica general de esa felicidad que, para mí, tiene mucho que ver con ser teóloga.

No tengo nada de competitiva. Sinceramente, creo que el mundo y la vida son lo bastante amplios como para que todos tengamos cabida, todos podamos aportar para el bien común y cada uno lo haga desde el campo en el que se encuentre más a gusto y pueda contribuir más y mejor. Por eso no entiendo que la presencia de las teólogas cause, todavía, un cierto recelo entre una parte considerable del clero. Bien es verdad que, al principio, cuando las mujeres llegaron a la teología, se pudo crear esa situación porque los varones ordenados intuyeron, tal vez con motivo, que el siguiente paso sería reclamar el sacerdocio ministerial para nosotras 7. Sin embargo, fueron incapaces de ver más allá y perdieron –y todavía se pierden algunos de ellos en buena medida– lo positivo que el acceso de la mujer a esta formación podía conllevar.

La gran ventaja de la buena teología, su gran atractivo, es que te permite ver la vida con una mirada diferente y bucear en muchos aspectos de ella con mirada incisiva y misericordiosa al mismo tiempo. La teología abre la mirada, y así como he dicho que mi competitividad es nula, debo admitir que mi curiosidad es total y me lleva a leer, analizar, pensar y tomar notas muy a menudo, no siempre sobre temas teológicos, aunque es verdad que siempre, sea el tema que sea, con una mirada donde la teología anda prestándome la lupa o el catalejo, que no toda realidad tiene el mismo tamaño ni está a la misma distancia.

La Conferencia Episcopal Española aprobó en su 113ª Asamblea Plenaria el plan de formación de los seminarios mayores de España; con curiosidad siempre renovada me volví a acercar al documento base sobre el que se ha elaborado ese plan, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis 8 (2016), donde siempre intento averiguar qué lugar nos darán a las mujeres los obispos en la futura formación de los seminaristas 9. Veremos en qué queda el plan aprobado. De momento dice que habrá más presencia de mujeres impartiendo clase en los seminarios. Bien, pero teniendo en cuenta que la mayoría de seminaristas vienen ya de colegios mixtos en alumnado y profesorado, tampoco es un gran avance. Pero vamos a quedarnos con el buen propósito, que siempre es un avance. También se contempla que haya mujeres en la formación. Iremos viendo, porque este sí es realmente un tema sumamente importante tanto para seminaristas –futuros sacerdotes– como para las mujeres y, sin duda alguna, para la Iglesia en sí misma. En la enseñanza puedes transmitir conocimientos, formas de adquirirlos y herramientas para ello; en la formación tienes posibilidad de enseñar a crear reciprocidad, que es muy diferente y necesario en estos momentos en la Iglesia.

Como dice Caterina Ciriello: «El papa Francisco no se cansa de recordar la importancia del lugar de la mujer en la Iglesia, pero cuanto dice parece que cae en el olvido, o al menos en el silencio, como si tratara de la “ruptura dogmática” en el pensamiento compartido y arraigado en muchos hombres de Iglesia». Añade Ciriello que


en la Pastores dabo vobis 10 se señala la connotación esencialmente relacional de la identidad del sacerdote, que «no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (n. 12) [...] «De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los demás, elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y “hombre de comunión”» (n. 43). La relación varón-mujer es un acto querido por Dios desde el momento de la creación [...] Si queremos sacerdotes afectivamente maduros, se les debe dar necesariamente la oportunidad de ejercer su propia libertad, esto es, la capacidad de elegir cada día a Cristo frente a las realidades mundanas y a las posibles provocaciones –lógicas y legítimas en las relaciones varones-mujeres– creadas por la presencia femenina, que no se pueden, evidentemente, evitar [...] porque varón y mujer han sido creados no para la división, sino para la complementariedad 11.


Esto, que parece tan obvio y normal, todavía no ha calado en el imaginario colectivo –más eclesiástico que eclesial–, como ilustra el asombro que causó en el año 2016 la divulgación de unas fotos y el comentario de la amistad –con correspondencia incluida– que mantenía Juan Pablo II con la filósofa Anna-Teresa Tymieniecka.

Tal fue el revuelo que Francisco, en la habitual rueda de prensa que concede al regreso de sus viajes, en este caso de México 12, tuvo que responder a alguna pregunta sobre este tema. Sorprende ya el tono de la pregunta: «Según usted, ¿puede un papa tener una relación tan íntima con una mujer? ¿Conoce usted o ha conocido este tipo de experiencia?». No sé si la respuesta de Francisco, a tenor de la pregunta, dejaría satisfecho al periodista:


Esto lo conocía. Conocía esta relación de amistad entre san Juan Pablo II y esta filósofa cuando estaba en Buenos Aires. Era una cosa que se sabía, también los libros de ella son conocidos, y Juan Pablo II era un hombre inquieto. Después yo diré que un hombre que no sabe tener una buena relación de amistad con una mujer –no hablo de los misóginos, estos están enfermos– es un hombre al que le falta algo. Y yo, por experiencia propia, cuando pido un consejo a un colaborador, a un amigo, a un hombre... pero me gusta también escuchar el parecer de una mujer. Y te da mucha riqueza. Miran las cosas de otro modo. A mí me gusta decir que la mujer es la que construye la vida en el vientre, y tiene –pero esta es una observación que hago– este carisma de darte cosas para construir. Una amistad con una mujer no es pecado. Es amistad. [...] El papa es un hombre, tiene necesidad incluso del pensamiento de las mujeres, y también el papa tiene un corazón que puede tener una amistad sana, santa, con una mujer. Hay santos amigos: Francisco y Clara, Teresa y san Juan de la Cruz. Pero las mujeres todavía no están bien consideradas. No hemos entendido el bien que una mujer puede hacer a la vida del sacerdote y de la Iglesia, en un sentido de consejo, de ayuda, de sana amistad. Gracias.


En la amplia respuesta de Francisco hay una frase que resume la situación: «Pero las mujeres todavía no están bien consideradas». Esta falta de consideración provoca ese miedo al que me refería al principio; se nos sigue viendo con la manzana en la mano –aunque no hay rastro de manzana en el Génesis–; se nos sigue viendo como objeto de tentación y no como sujeto de participación y aportación. Por eso sería muy importante que los obispos se tomaran muy en serio la presencia de la mujer en la formación de los futuros sacerdotes. Porque no serán madres, ni hermanas, ni primas. Serán mujeres y, en algunos casos, puede que se conviertan en amigas. Y no es ni será pecado –Francisco dixit–, aunque algunos no le hagan caso y vean peligro donde no lo hay. Entonces, ante este tipo de reacción, cabría preguntarse: ¿acaso estarán proyectando sus miedos?

Volviendo al documento citado, esta vez me saltó a la vista en concreto el n. 94, que dice: «En el campo psicológico se ocupa de la constitución de una personalidad estable, caracterizada por el equilibrio afectivo, el dominio de sí y una sexualidad bien integrada». Lo que más llamó mi atención fue lo de una «personalidad estable». Averigüé algunas características de lo que la psicología entiende por «personalidad estable» 13 y, casi sin darme cuenta, me vi anotando el nombre de algunas mujeres y preguntándome si hubieran pasado la prueba de «personalidad estable». Estas son algunas de ellas y aquellos puntos que probablemente las «desestabilizarían» según los parámetros establecidos:

María Magdalena, de la que el Señor había expulsado siete demonios (Lc 8,2), aunque seguimos sin saber claramente cuáles eran los siete demonios. Marta, que rompió todos los convencionalismos sociales de su época dialogando con Jesús y haciendo pública confesión cristológica de su fe en él en pleno duelo (Jn 11,1-44). La mujer que derramó el carísimo perfume sobre los pies de Jesús, enjugándolos con su cabello, y de la que el propio Jesús dijo que se haría memoria de ella (Mt 26,6-13). Hildegarda de Bingen 14, la poliédrica mujer del siglo XII que consiguió la independencia de los monasterios femeninos de los masculinos, equiparándolos en todos los niveles. La pasional Eloísa 15, modelo de fidelidad en el amor pese a las circunstancias. Marguerite D’Oingt 16, que describió con colores su experiencia de Dios. Las creativas beguinas 17, pioneras en la labor social de la Iglesia. Juliana de Norwich, que en sus visiones de la Trinidad describía al Hijo como Madre 18. Ángela de Foligno 19, mística y pacificadora entre los franciscanos espirituales y los conventuales. Teresa de Jesús 20, la gran reformadora del Carmelo, a quien no entendían ni los intelectuales ni los espirituales. Mary Ward 21, que sostuvo y mantuvo la importancia de trabajar por el reino de Cristo con recursos que los varones –sabios y prudentes– no podían llegar a tolerar en mujeres evangelizadoras. Teresa de Lisieux 22, en cuyos escritos habla abiertamente de su vocación sacerdotal, y otras más.

Estamos ante experiencias que necesitan del lenguaje trascendente porque hablan de una experiencia subjetiva –cada uno la experimenta de manera diferente– como es la gracia de Dios. ¿De verdad habrían pasado la prueba de «personalidad estable» estas mujeres cuando todo lo que experimentamos con el corazón pertenece al mundo que nos refiere a la imagen? «El pensamiento del corazón es el pensamiento de las imágenes, el corazón es el asiento de la imaginación, la imaginación es la auténtica voz del corazón, de modo que, si hablamos con el corazón, tenemos que hablar imaginativamente» 23. Porque lo que en otro tiempo fue la imagen hoy lo llamaríamos metáfora, ¿y cómo se puede evaluar una «personalidad estable» que se ve obligada a hablar con metáforas para decir lo indecible? Y, ¡cuidado!, porque, para complicarlo más, las metáforas religiosas son «aquello que viene susurrado y que no es así» 24. Hay que reconocer que continúa siendo verdad que «el corazón tiene razones que la razón no entiende» 25.

No debemos olvidar que, en la Biblia, el corazón es el centro, el todo de la persona, donde residen la humanidad, la vergüenza, el amor, la pasión, la fuerza de la vida, el pecado, la decisión de vivir de una determinada manera, la divinidad... 26 ¿Quién es capaz de decir en qué proporción de pesos y medidas deben darse todas estas realidades para tener una «personalidad estable»? Cuando intentaba cerrar la imaginación a la procesión de mujeres que en la historia nunca hubiesen sido tenidas –de hecho, no lo fueron, al menos en su momento– por estables, todavía me pregunté: el criterio de «personalidad estable», ¿también se adopta para teólogas y teólogos? Laicos, evidentemente.

Al reflexionar más sobre el tema pensé que Jesús de Nazaret nunca fue tenido por la mayoría de sus conciudadanos por una «personalidad estable», y rápidamente otra pregunta me asaltó: ¿tomaríamos, con lo que sabemos y si apareciera hoy de nuevo por el mundo, a Jesús por un varón con «personalidad estable» o definitivamente reaccionaríamos tal y como cuenta la «Leyenda del Gran Inquisidor»? 27 Todas ellas preguntas sin respuesta... Más bien creo que son preguntas a las que nadie quiere contestar en voz alta, pero que es bueno formularse y, al menos, poder responder desde el solitario y fructífero silencio que clarifica y serena el ánimo y el pensamiento. Respirar hondo y bucear en nuestro interior, en la calma del fondo, hasta acallar las voces, hasta hacer espacio al silencio para buscar respuestas que nos indiquen el camino, aun siendo conscientes de que en muchas situaciones «terminan por escoger el camino los que arrinconan la imaginación» 28.


Brindemos por las locas, por las inadaptadas,

por las rebeldes, por las alborotadoras,

por las que no encajan,

por las que ven las cosas de una manera diferente.

No les gustan las reglas y no respetan el statu quo.

Las puedes citar, no estar de acuerdo con ellas,

glorificarlas o vilipendiarlas.

Pero lo que no puedes hacer es ignorarlas.

Porque cambian las cosas.

Empujan adelante la raza humana.

Porque las mujeres que se creen tan locas

como para pensar que pueden cambiar el mundo

son las que lo hacen 29.


Sí. Brindemos por nosotras, porque estar al borde de la Iglesia es estar en «un» sitio, no estar en «el» sitio, que parece tener connotaciones de lugar asignado e inamovible. Estar al borde de la Iglesia en sí no es ni malo ni bueno, porque, en definitiva, malo o bueno un sitio lo hacemos nosotras mismas con nuestra actitud y siendo conscientes de que lo realmente importante es cómo nos estamos viviendo a nosotras mismas –como mujeres y teólogas– en ese lugar y situación. Y, bien mirado, estar al borde, donde aparentemente nadie nos hace mucho caso, nos permite estar donde él se mueve con soltura, el mismo que nunca fue tenido por una «personalidad estable». En el borde de la Iglesia hay poco margen para estancarse, porque sopla la brisa limpia –la misma que susurró al profeta Elías (1 Re 19,12)–, alejada de la quietud –impasibilidad– clerical.

Sí. Brindemos sin caer en la tentación del abandono o de la prepotencia, nos digan lo que nos digan o nos ignoren lo que nos ignoren. Unas nos precedieron en momentos de la historia de la Iglesia con obstáculos, aparentemente insalvables, y los superaron; otras nos seguirán y salvarán los suyos. Estamos en camino con quien es el Camino (Jn 14,6), de eso no hay duda. ¿Y nos vamos a quedar esperando sin esperanza?


No es lo mismo esperar que tener esperanza. La esperanza está del lado del futuro; la espera está atrapada en el instante. Uno tiene esperanza, uno confía en que ocurra esto o aquello, quizá no de inmediato, pero muy pronto. Cuando uno espera, en cambio, uno permanece en un estado de continua presencia, espera que algo que sucede en aquel momento pase, aunque quizá no pase nunca 30.


En esta espera preñada de esperanza confieso que nada de lo que he relatado hasta ahora ha condicionado mi decisión de no querer ser sacerdote, sin embargo...

No quiero ser sacerdote

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