Читать книгу No quiero ser sacerdote - María Cristina Inogés Sanz - Страница 6

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La bufanda y la estola.
El caso de los hilos entretejidos

Le he tejido a la luna una bufanda,

unos guantes y un gorro bien modernos,

para hacerle más dulces los inviernos.

Son de un suave color lavanda 1.


Parece el título de una fábula, pero no es así, y aclaro que el color de la bufanda fue una opción de la autora del poema 2.

Recuerdo, con un sentimiento mezcla de pena –por quienes lo decían– y risa –por la misma razón–, cuando en mi diócesis algunos me comentaban: «No entrenes poniéndote la bufanda a modo de estola, porque nunca llevarás una». Recuerdo esta anécdota porque sigo con la costumbre de llevar la bufanda de esa misma manera y sin pensar para nada en la estola.

Curiosamente, la estola y la bufanda comparten su origen. La bufanda sirve para proteger del frío, y la estola cumplía esa misma misión en las personas distinguidas de Roma 3. Con el tiempo, la estola y otras muchas prendas de la vestimenta griega y romana pasaron a formar parte de las vestiduras litúrgicas con absoluta normalidad.

La bufanda de tela y la estola están fabricadas con tejido que es la consecuencia final de un proceso. El entramado de un tejido es el resultado de entrelazar hilos, más o menos gruesos, que nos permite poder tocarlo y verlo. La urdimbre son los hilos que van en sentido del largo de la tela; la trama es el hilo transversal que se teje en la urdimbre para dar forma a la tela. Para evitar que el hilo se deshilache está el orillo, que es el remate natural de la pieza de tela. El orillo es el borde de la tela, y es frecuente que en él haya alguna inscripción informando del tipo de hilo, marca, color...

En las prendas prêt-à-porter es fácil ver que en muchas costuras han aprovechado el orillo para evitar tener que rematar la tela, lo que abarata costes; en las prendas hechas a medida o de «alta costura», esto no sucede, porque el orillo, con el paso del tiempo, tiende a ondularse.

En todo caso, se utilice o no para rematar la prenda final, el orillo tiene su importancia al estar en el borde de la tela. ¡Qué casualidad! Como muchas de nosotras en la Iglesia, que formamos parte de su tejido y estamos orilladas, en el borde. Sin embargo, ¡estamos!, que es lo importante. Somos parte del tejido eclesial, como lo hemos sido siempre, como lo seguiremos siendo.

Terminaba la introducción haciendo referencia a este espacio que ocupamos muchas mujeres –el borde de la Iglesia– como ni bueno ni malo, y me mantengo en ello, porque lo importante es ser tejido, independientemente de que lleguemos a ser prêt-à-porter, que es lo que vestimos la mayoría, o «alta costura», que es lo que visten unos pocos.

Ser prêt-à-porter nos permite tener un tipo de relación más horizontal, más de «tú a tú», no hace falta que nos movamos mucho para ampliar la mirada fuera de la Iglesia, por ejemplo, ya que estamos en el borde. De hecho, estamos a un paso de estar o, al menos, sentirnos fuera. Por eso no me llama nada la atención lo de llevar estola, pese a que, en verdad, hay que reconocer que ha ganado la estola en importancia frente a la bufanda –aunque proteger del frío tampoco está mal–, ya que es insignia litúrgica y, por tanto, «alta costura». Sospecho que esta última aísla un poco, bien es verdad que todo depende de quien la lleve –pues ya se sabe que la percha hace mucho–, pero ciertamente aísla –salvo entre iguales–, aunque solo sea por el aire de clase superior que da.

A mí me gusta el prêt-à-porter de la bufanda tejida con tela que conserva el orillo, porque me hace pensar en las mujeres del libro de Éxodo, que participaron dando forma a los materiales para el Templo: «Todas las mujeres expertas en el oficio hilaron con sus propias manos y trajeron todas las labores en púrpura violácea, roja, escarlata y en lino» (Ex 35,25); también pienso en la mujer del libro de los Proverbios, que es capaz de hacer varias cosas a la vez: «Aplica sus manos al huso, con sus dedos sostiene la rueca. Abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre [...] Teje prendas de lino y las vende, provee de cintas a los comerciantes» (Prov 31,19-20.24); me trae a la memoria a la mujer enferma desde hacía años que se acerca entre la multitud a Jesús y solo se atreve a tocar el borde del manto (Lc 8,43-48); pero la que más me gusta es Lidia, en Hechos de los Apóstoles, porque busca en las afueras, en el orillo del tejido urbano, en el borde de la ciudad: «El sábado salimos de la ciudad y fuimos a un sitio junto al río, donde pensábamos que había un lugar de oración; nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba Lidia, natural de Tiatira, vendedora de púrpura, que adoraba al verdadero Dios, estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo. Se bautizó con toda su familia y nos invitó: “Si estáis convencidos de que creo en el Señor, venid a hospedaros en mi casa”. Y nos obligó a aceptar» (Hch 16,13-15). Todas ellas fueron mujeres que unieron la cotidianidad de la vida con la teología, entendiendo por teología la capacidad de escucha de la voz de Dios.

Lidia no teje, sino que vende uno de los elementos más caros para manufacturar el tejido como es la púrpura 4. Sin embargo, Lidia, con su búsqueda, con la aceptación de la enseñanza de Pablo, con su invitación a que se quedaran en su casa, empieza a tejer –desde el borde de la ciudad– una comunidad doméstica, la comunidad de Filipos –la primera ekklêsía de Europa–, y lo hace sin estola.

Lidia no necesita de estola para constituirse en mujer con autoridad –no poder– en la Iglesia de Filipos. En la época de esta mujer no se utilizaba la estola como elemento litúrgico, porque, evidentemente, no existía la liturgia como la conocemos hoy. En todo caso, ¿en qué habría variado la actitud y disponibilidad de Lidia si hubiera llevado una?

Siempre me resulta curiosa la importancia que tienen para algunas personas las diferentes prendas de las vestiduras litúrgicas. Digo que me resulta curiosa porque:


Estaban cenando; ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido (Jn 13,2-5).


En el momento en el que Jesús explica de forma gráfica y práctica el verdadero significado de compartir el pan y el vino, que no puede reducirse a la celebración cultual, sino que debe continuar en la vida cotidiana –de ahí lavar los pies, que era lo más bajo que hacía un esclavo en una casa–, se despoja del manto, de la túnica, lo que implica quedarse en ropa interior, que no cabe desprenderse de más –salvo en la cruz, donde estará desnudo–, y en nuestra liturgia hemos hecho lo contrario a lo largo de los siglos.

Fuimos añadiendo gran cantidad de elementos que, aunque en su origen nacieron con un propósito, luego terminaron fuera de contexto, inservibles, pero presentes. Sirva de ejemplo el manípulo –paño de lino o algodón– que surgió ante la necesidad de que el celebrante pudiera secarse el sudor y para lo que se colocaba sujeto al final del brazo. Pues bien, a fuerza de añadirle adornos y bordados se le hizo imposible cumplir su función, pero se seguía poniendo en el brazo. Afortunadamente, ya nos hemos ido desprendiendo de muchos de esos elementos; sin embargo, ¡cuánto nos queda por aprender de la sencillez de Jesús! Supongo que algún día podremos recuperar mucho de lo que se perdió... Recuperar desprendiéndonos, que no deja de ser una paradoja. Una bella paradoja.

Dice Serafín Béjar 5 en uno de sus maravillosos tuits: «¿Qué pasa cuando un “grupo” está constituido no para sí mismo, sino para el servicio a los demás? Que nadie que no pertenezca a ese grupo puede ser considerado como extraño. La Iglesia es el grupo que tiene como centro lo otro de sí; es decir, los “nuestros” son “todos”» 6. Si hacemos un pequeño cambio y, en lugar de poner «grupo constituido» ponemos «grupo tejido», vemos que todos somos hilos del tejido eclesial entrelazados para el bien común, el bien de todos. Los de dentro y los de fuera.

Que a unos les guste más ser «alta costura» resulta una opción personal y, como tal, debe ser respetada, aunque no se entienda mucho ahora. Si otras y, haciendo honor a la verdad, otros, somos orillo del tejido... ¿pasa algo? Por un lado, nada, porque nos sentimos parte del tejido eclesial; de hecho, en nuestro orillo, el «Fabricante» añadió una inscripción que dice: «Parte del tejido eclesial en virtud de su bautismo». Que sí, que en virtud de nuestro bautismo y de nuestra vocación concreta participamos por igual varones y mujeres en la dimensión sacerdotal, profética y real de Cristo. En consecuencia, actuamos como tal y, aunque el orillo se ondule con el tiempo, ni pierde fuerza ni deja de cumplir su función, pero... ¡cuidado! Porque, si se corta el orillo, si desaparece de un tejido, por mucho cuidado que se tenga, este se deshilachará a toda velocidad y no de la misma forma a lo largo del mismo; un tramo deshilachado estará más próximo a la zona del orillo y otro más alejado, lo que en buena parte dejará al conjunto del tejido muy dañado, tirante, incluso retorcido, y, por supuesto, dejará de ser tenido por tejido.

Así que los de la «alta costura», por un motivo que dejo a su reflexión, y, los que somos prêt-à-porter y estamos en el orillo –borde de la Iglesia–, por otro, tenemos que ser responsables de lo que debemos hacer, porque, repito una vez más, todos somos tejido eclesial y todos tenemos una responsabilidad similar, aunque a algunos les cueste entenderlo y den por hecho que unos pueden disponer de su poder –como norma– y otros deben obedecer sumisamente –también como norma–. Por si alguien tiene duda, estoy hablando de corresponsabilidad, sinodalidad –que debería extenderse hacia una relación más fraterna entre jerarquía y laicos– y, por supuesto, comunión.

¡Qué tiempos los de la bufanda y la estola! Bufandas tengo varias, y estolas... ¡tengo una! En SEUT, cuando terminas los estudios de teología, te imponen la estola a fin de tener un cierto signo de autoridad –que no poder– de la Palabra. ¿De qué sirvió aquel poco atinado comentario con el que abría este capítulo? De nada, salvo para intuir otros obstáculos del camino... Al final, y sin habérmelo propuesto, tengo una estola y la puedo utilizar si quiero. Bien es verdad que en la familia protestante y no en la católica, aunque, también es verdad, no tengo ninguna prisa por hacerlo en ninguna de las dos. Porque yo no quiero ser sacerdote. Sin embargo...


Le he tejido a la luna una bufanda,

unos guantes y un gorro bien modernos,

para hacerle más dulces los inviernos.

Son de un suave color lavanda.


Ser orillo –borde de la Iglesia–, prêt-à-porter, es permitir que el tejido muestre su calidad, de ahí que sea suavemente fuerte, porque tiene que sujetarlo sin tirar de él en ninguna dirección. Al final es el que mantiene el tejido, que, para existir, depende de él; ¿se entiende la metáfora? De modo que, de un suave color lavanda o de cualquier otro color, no estaría mal, además de la estola, tejer una bufanda que hiciera más dulce el invierno. Para los que lo estén pasando ahora y también para los que no. Que nunca se sabe cuándo llegará el frío para todos.

No quiero ser sacerdote

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