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¿UN TEMPLO PARA QUIÉN EN HONOR A QUÉ DEIDAD?

Cruz Galindo López, Felipe Samarán Saló

Universidad Francisco de Vitoria

No es la primera vez que Notre Dame se enfrenta a su reconstrucción tras situaciones que la hicieron peligrar como templo. La Revolución francesa supuso la destrucción de esta simbólica catedral en más de una faceta: se cuestionó su «sentido» y fue convertida en un mercado y almacén de vino. Se luchó abiertamente contra su «valor espiritual» planteando su demolición en la década 1830, que se evitó milagrosamente gracias a que la novela de Víctor Hugo, Nôtre-Dame de París, la había convertido en un escenario de leyenda. Nada que ver con su original razón de ser como lugar de culto. Se le infringieron multitud de daños físicos: la denominada Galería de Reyes fue destrozada por la furia iconoclasta revolucionaria al igual que el tesoro de la catedral, las campanas de bronce fueron fundidas, las vidrieras rotas, las paredes manchadas y los suelos levantados.

El 15 de abril de 2019, ante los atónitos ojos del mundo entero, las llamas hacían temer nuevamente por la integridad de la catedral de París. Parece urgente e irrenunciable el reconstruir la catedral. Pero ¿se quiere recuperar Notre Dame por su condición de templo cristiano —espacio catequético, lugar de oración y escenario de solemnes eucaristías y celebraciones— o como segundo foco de atracción turística de la ciudad después de la Torre Eiffel y, por tanto, fuente de ingresos para París? Esta pregunta invita a revisar el sentido primigenio de la construcción de una catedral a lo largo de la historia. ¿Cuál es la función real más relevante de las grandes catedrales? Nos sorprenderemos al comprobar que el interés religioso no fue necesariamente el motor único y a veces ni siquiera el principal en la mayoría de los casos.

Durante siglos, hemos asistido a la competición entre edificios —maldecida bíblicamente a través de la torre de Babel— por ser «el más alto del mundo» y poner, gracias a ello, a su ciudad, a su promotor y a su arquitecto en el foco internacional, una forma de hacerse notar en el panorama mundial para atraer atención con quién sabe qué intenciones. La arquitectura usada para demostrar poderío ha desplazado de su centro al ser humano que la habitaría como objetivo principal de interés. No se trata de una arquitectura centrada en la persona, sino de una arquitectura al servicio del poder (ya sea este económico, gubernamental, religioso, egocéntrico, especulativo o espurio). Esa competición por la altura, símbolo de dominación, empezó en Europa con las catedrales medievales. Con la invención del ascensor, pasó a América y a los edificios de oficinas, y ahora esta competición, de dudosa legitimidad e interés, se ha trasladado a Oriente Medio, que necesita demostrar su pujanza económica, sabedores de que tiene la fecha de caducidad que marque el uso del petróleo, y al gran gigante asiático que ahora domina la economía mundial y desea hacerse notar.

Esa competición desnaturalizada en la que afloraba lo más vanidoso de la condición humana llevó a que se acuñase el concepto de vanity height, toda aquella altura adicional construida en un edificio que no es habitable ni tiene otro uso que el de presumir y mejorar su posición en el ranking mundial de alturas. En los grandes rascacielos de hoy en día esta altura llega incluso a ser 1/3 del total.

Los templos fueron los primeros en participar de esta competición. La vida religiosa y trascendente marcaba el territorio; ahora las grandes empresas y el dinero marcan el territorio. La altura de los templos fue, durante siglos, el techo de cada ciudad, el elemento icónico que se percibía desde la distancia y que significaba la importancia e influencia de esta. La altura del templo mezclaba una demostración de audacia constructiva con una aspiración de búsqueda de una belleza que acercara a lo divino, pero a nadie se le escapa que había algo de demostración de poderío y voluntad de convertirse en foco de atracción. En muchos lugares estaba incluso prohibido por normativa superar la altura del templo (en algunos sigue siendo así).

A partir de 1857, cuando Otis instaló en un edificio de cinco plantas el primer ascensor de vapor con freno de seguridad, se abrió la veda para competir en altura con el templo y, a partir de ese momento, esos edificios significativos de los que hablaban Joseph Campbell y Octavio Paz dejaron de ser los templos y empezaron a ser otros.

Durante toda la historia, el gran templo, la catedral, tardaba décadas, cuando no siglos, en construirse, por lo que aglutinaba y concentraba el esfuerzo colectivo de toda su sociedad, tanto para ponerla en pie como para financiarla y, finalmente, para engalanarla y llenarla del mejor arte de la época. Aquellos que se embarcaban en la construcción del templo invertían su vida laboral en una meta que, con frecuencia, no veían acabada, pero que daba sentido a su quehacer. Gaudí, conocedor de que nunca vería terminado su templo, inició su construcción de un modo muy peculiar, empezando por una portada vertical completa (la del nacimiento) con su campanario, en lugar de ir creciendo de forma uniforme en altura en todo el templo, que es la forma habitual de construirlos. De ese modo, pretendía dejar una muestra acabada de cómo luciría el templo para que sirviera como estímulo y ejemplo para su terminación futura. Genialidad de alguien que tenía puestos los ojos en el más allá y la trascendencia de su trabajo.

Con la destrucción parcial de Notre Dame por las llamas, y dada su relevancia internacional, cabe formularse y tratar de iluminar algunas preguntas que, habiendo sido siempre pertinentes, ahora parecen de actualidad y merecen ser abordadas.

Hoy en día se puede construir todo en un tiempo récord. Se cuentan ya por decenas las propuestas que hay encima de la mesa para ese trabajo. Sin embargo, cualquier proyecto y solución constructiva que se dé a Notre Dame carecerá de sentido si antes no se plantean las preguntas adecuadas.

¿Cuál es hoy el verdadero sentido de una catedral medieval como la de París? ¿Cómo ha cambiado su sentido original a lo largo de la historia? ¿Qué valor prima en los miles de visitantes que Notre Dame recibe a diario, el religioso —como lugar espiritual de culto—, el artístico —como museo— o el de edificio icónico-turístico? ¿Es la catedral el resultado de una voluntad de ofrecer un espacio más digno para el culto a Dios, o es una forma de significarse en el territorio como polo de atracción de población, de comercio, de influencia? ¿Quién debería hacerse cargo de la reconstrucción de Notre Dame en una Francia que se reconoce como república laica? ¿Debe ser creyente el arquitecto a quien se haga responsable de su eventual restauración? (¿Lo fueron sus primeros constructores?) ¿Qué criterios primaron en Lassus y Viollet le Duc para la restauración de Notre Dame a mediados del siglo XIX y cuáles deberían primar hoy para la misma tarea un siglo y medio después?

La reconstrucción de la catedral será un hecho, aunque no libre de polémicas. Y junto con las preguntas que apelan a nuestro presente, debemos también bucear en el pasado histórico. Tres factores nos ayudan a comprender su historia: religión, urbanismo y simbolismo.

En primer lugar, su tradición religiosa no siempre ha estado vinculada con el cristianismo. Desde la época romana, se fueron sucediendo varios edificios consecutivos de carácter religioso en ese lugar que culminaron con el establecimiento de la sede del obispo de París sustituyendo las construcciones anteriores por la de Notre Dame a mediados del siglo XII. En segundo lugar, el contexto urbanístico como elemento determinante en la aparición de cualquier sede episcopal en la Edad Media, tanto como causa como consecuencia de este, según los casos. Ninguna catedral puede comprenderse sin la existencia de una ciudad en la que se encuentra inserta. Y, junto con dicho núcleo urbano, la necesidad de una bonanza económica que origine y permita su construcción. Por último, se abordará el factor simbólico, este aspecto más intrínsecamente vinculado a las soluciones estéticas dadas a los edificios catedralicios. Este factor veremos que viene de la mano de la subordinación de las catedrales a los grandes poderes del momento: el político y el religioso, ambos entrelazados, en muchas ocasiones. El esplendor de una catedral era la forma de expresión del poder fuerte de la monarquía, pero, sobre todo, del teocentrismo que rigió la Edad Media. La luz como principio teológico, la Escolástica y las nuevas concepciones del amor y las virtudes femeninas están presentes de una u otra forma en Notre Dame y en cualquier otra catedral del momento.

¿Nos encontramos en una situación parecida en el siglo XXI? ¿Nuestra técnica, medios e ingenio han de someterse, como ocurrió con anterioridad, a un rigor histórico, o debemos plantearnos poner los mejores medios materiales y talento artístico al servicio de la trascendencia, como hicieron en cuando pusieron en pie la catedral que hoy queremos reconstruir? Una oportunidad única para reconsiderar de un modo global la relación entre arquitectura y sociedad. Entre medios y fines, entre objetivos y resultados, entre mensajes lanzados y recibidos, y analizar qué elemento nuclear daría completa respuesta a todas estas cuestiones.

«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». «[…] Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,13-25).

En el evangelio de Juan, el templo es a su vez dos cosas: un edificio prostituido en su uso original, que fue tres veces reconstruido sobre el mismo lugar y necesitó cuarenta y seis años de trabajo comunitario para levantarlo de sus ruinas la última vez; pero también es su cuerpo, templo del alma que resucitará al tercer día de entre los muertos. El edificio nunca volvió a ponerse en pie tras su última destrucción.

El templo-cuerpo de Jesús nunca dejó de existir tras su muerte, solo cambió de aspecto. Ambos templos tienen como fin último dar gloria a Dios con su existencia y facilitar al hombre un acercamiento a la verdad divina.

En qué creían los que pusieron en piel el primer tabernáculo, o el templo de Salomón, y cuál fue el aspecto de cada una de sus reconstrucciones no importa tanto. Lo que de verdad importa es que ese templo permitía dar culto a Dios y hacerlo más presente en las vidas de cuantos se acercaban a él. Hoy que ni siquiera hay templo y los judíos siguen llegando a las ruinas de su base para adorar a Dios y sentirse más conectados con él. Porque la arquitectura religiosa no es más que una limitada ventana para asomarse al misterio de nuestra existencia y poder, a través de ella, individual y comunitariamente, dar gracias y alabar al Creador. Su única misión es facilitar esa conexión a cuanta más gente a lo largo de la historia.

Dios invita a todos a su casa, creyentes y gentiles, santos y pecadores, sacerdotes y mercaderes, artistas y espectadores, cultos e ignorantes, devotos y turistas. El desafío de la arquitectura y del arte es hacer expresa la invitación de El Creador. Hacer acogedora su casa con cuantas más ventanas con vistas a Él como sea posible, sabedores de que no todo el mundo se asoma del mismo modo, ni ve las mismas cosas, ni escucha la llamada al mismo tiempo. Ese es el sentido último de cada templo.

Los incendios no han sido ajenos a las catedrales a lo largo de la historia; de hecho, las bóvedas pétreas son la mejor prueba de que el hombre de la Edad Media ya buscaba soluciones técnicas para evitar catástrofes arquitectónicas si se producía un incendio. En 1666 ardió la catedral de Londres, y surgió san Pablo como la nueva catedral de la ciudad; la de Lisboa resultó prácticamente destruida con el terremoto de 1755; la de Reims y S. Martín de Ypres con los bombardeos de la Primera Guerra Mundial, así como la de Colonia con los de la Segunda; y la catedral de León ardió en 1966, planteando problemas de intervención para sofocar el incendio muy parecidos a los surgidos con Notre Dame.1 Todas hubieron de ser reconstruidas y recuperadas para salvaguardarlas como obras de arte que debían perdurar en el tiempo como testigos de una época y una espiritualidad, de una pericia técnica y artística o como símbolos de una ciudad. La concienciación general que tenemos hoy en día sobre el valor de nuestro patrimonio hace que el incendio ocurrido en Notre Dame se considere una catástrofe. Las reacciones —desde las institucionales a las populares— fueron inmediatas y pudimos verlas en directo. Tan solo dos días más tarde, la prensa se hacía eco de la decisión del presidente francés —Emmanuel Macron— de restaurar el edificio en solo cinco años y de la del gobierno francés de convocar un concurso internacional para la reconstrucción de la cubierta con su aguja.

Con la decisión de restaurar la catedral y la propuesta de convocar un concurso se han puesto de manifiesto concepciones muy distintas que hacen referencia, principalmente, a la estética que debe seguir el edificio restaurado, así como a la posibilidad de dotarla de un nuevo uso. Se reabren debates no poco habituales entre aquellos que defienden reconstrucciones históricas de edificios y los que apuestan —alegando la imposibilidad de rehacerlo exactamente igual— por nuevas propuestas estéticas, técnicas o de uso de carácter más actual.2

¿Estamos obligados a ceñirnos al contexto histórico medieval, momento en que la catedral fue concebida, y mimetizarnos con él? ¿O es nuestra obligación atender con esta construcción al signo de los tiempos? La propuesta no ha de quedarse en la superficialidad de una intervención arquitectónica y artística de vacuo y caduco impacto formal, sino que ha de buscar conectar de tal modo con el sentido que la alumbra que mantenga vivo el mensaje a través de los siglos. ¿Qué es hoy una catedral como Notre Dame? ¿Qué queremos que sea en el futuro? ¿Puede transformarse drásticamente, incluso demolerse este templo? «Cualquier edificio puede demolerse si uno garantiza que lo que lo va a reemplazar es mejor» solía defender el arquitecto Fco. Javier Sáenz de Oiza. De hecho, la Notre Dame que hoy conocemos es el resultado de la transformación de Viollet-Le-Duc del siglo XIX sobre la catedral gótica empezada en el siglo XII, construida sobre la demolición de la basílica previa de Saint-Etienne del siglo VI, que a su vez reemplazó al templo romano a Júpiter del siglo I a. C., que se construyó sobre el lugar de culto de los celtas parisios, que se instalaron en la isla de la Cité al inicio de su historia. Cada una de esas edificaciones tenía su valor artístico e histórico que merecía ser conservado. Cada uno de esos templos se levantó con los medios constructivos de su tiempo, y afortunadamente cada uno mejoró al anterior, del que hoy solo tenemos la última versión. La evolución no ha de escandalizar si garantizamos que se mejora lo recibido. La aguja, cuya pérdida hoy tanto lamentamos, fue motivo de escándalo en su época por sus materiales y sistema constructivo novedoso.


Notre Dame de L’Epine.


Notre Dame de París, proyecto.


Notre Dame de París, construcción.

El aspecto tan singular de la catedral que hoy plantearán muchos mantener a toda costa es solo el fruto de un proyecto inacabado que tenía previstas dos enormes agujas góticas en su fachada principal que nunca llegaron a construirse y que nos podemos imaginar contemplando Notre Dame de L’Épine (1405-1527). De acuerdo con la estética de la Edad Media, todo el mundo entendería que esa catedral estaba «a medio construir». Pensar que ese sería su aspecto final habría sido inaceptable en la época. También la Torre Eiffel fue un escándalo por disonante en su día, y hoy nadie se imagina París sin ella. Ambas prueban que el afecto a la arquitectura no es siempre fruto de un buen cumplimiento de su función ni tampoco de un amor a primera vista, y necesita del paso del tiempo para decantarse. El ser humano es un animal de costumbres que gusta de valores inmutables, aunque tarde tiempo en asimilarlos. La polémica está garantizada, se haga lo que se haga. El gran desafío es encontrar aquel proyecto, con criterio, que sepa entender el legado recibido y proyectarlo desde su presente hacia su futuro. No en vano el término proyectar viene del latín proiectāre, compuesto de prō (‘hacia adelante’) y el verbo iaciō, iacere (‘lanzar’). Proyectar, por tanto, es lanzar una idea hacia el futuro.

Solo conociendo con rigor pasado y presente podremos enfrentarnos a aspectos más actuales y pragmáticos como son los criterios de conservación o innovación bajo los que ha de restaurarse la catedral, si tienen sentido las propuestas de nuevo uso o, incluso, el tipo de intervención que ha de llevarse a cabo: restauración, reconstrucción o instalación.3

Conocer la evolución del «tipo catedral» a lo largo del tiempo podría ser un apoyo interesante para la toma de postura, pero entender al hombre de nuestro tiempo y su relación con ella es igualmente necesario. Previamente al incendio, el edificio funcionaba mayoritariamente (la mayoría de sus visitas iban a ello) como monumento artístico de gran valor visitado por miles de turistas. Pero también funcionaba tal y como había sido concebido: como catedral, si bien es cierto que su función catequética quedaba muy desdibujada. Construida por orden del obispo de París, Maurice Sully, a mediados del siglo XII (1163-1260, aunque no se acabó hasta 1345, fue renovada varias veces, la última durante 23 años a partir de 1844 por Viollet-le-Duc) en un terreno vinculado desde antiguo a distintas referencias religiosas,4 vino a sustituir a la iglesia de Saint-Etienne a la que en ese momento se consideró poco adecuada para el nuevo contexto sociopolítico y económico por el que atravesaba la ciudad de París. En Notre Dame confluyeron muchos de los paradigmas que fueron determinantes en la aparición de las catedrales en Europa. Cada catedral —e incluso cada país— tiene sus propias circunstancias,5 pero hoy se da por sentado que la construcción y desarrollo de estos edificios tuvieron una serie de puntos en común, como la vinculación a un entorno urbano, bien en proceso de configuración, bien completamente asentado y conformado. Esto llevaría a preguntarnos incluso algo aparentemente baladí pero que no lo es tanto: ¿qué determina la «orientación el templo»? ¿Pueden más las condiciones de contorno de la ciudad donde se inserta o es más poderoso su papel religioso y su simbología? (Y no hablamos aquí solamente de orientación geográfica, aunque esta puede ser un muy buen termómetro de otros factores más difíciles de demostrar.)

El islam tiene muy clara la orientación de sus templos y es principalmente teológica. Dar culto a Dios y educar en la fe. Arquitectónicamente, el muro de la quibla orienta a los fieles hacia un único punto en el globo. La Kaaba en Medina (Arabia Saudita) sin posibilidad de error, y ninguna decoración se encargará de captar su atención, solo la oración. En el mundo cristiano, aparentemente con los mismos fines, la orientación del templo es hacia la luz de Cristo, el Oriente, que es por donde nace el sol cada amanecer, la luz de quien da sentido a nuestra existencia, y todo tipo de decoraciones ayudarán a que el fiel conecte con lo divino. Pero ¿de verdad el culto a Dios y la enseñanza de la fe estuvo inamoviblemente en el origen de su construcción? ¿Qué era antes, la población y, cuando esta era suficientemente grande, se abordaba el gran lugar de culto? ¿O era el templo el que marcaba el estatus de la ciudad y, gracias a ella, crecía el comercio y la influencia en la zona? Se puede comprobar que, mientras muchas iglesias se amoldaron como pudieron a la ciudad preexistente donde se establecieron, las grandes catedrales góticas fueron fieles a su misión de magisterio y culto cristiano, y tuvieron la capacidad de reconfigurar la ciudad a su alrededor. Como señala Ruiz Hernando (1990), la ecuación ciudad-catedral suele ser determinante, al margen de otras consideraciones, en el urbanismo medieval.


Principales catedrales góticas europeas dispuestas según su orientación.


Principales catedrales góticas españolas dispuestas según su orientación.

Por otra parte, y vinculado a dicho elemento urbano, pueden señalarse también aspectos como la bonanza económica, la cual es origen y, en otros casos, consecuencia de la construcción del edificio: las nuevas técnicas y el aumento de roturación de tierras, los excedentes agrícolas llegados a las ciudades para alimentar a un número creciente de población, a la vez que eran fuente de ingresos para los campesinos y grandes señores, el desarrollo de la artesanía, minería o productos como paños y tejidos, etc., marcaron una plenitud que fue de la mano de un cristianismo triunfante (al que se hará referencia más adelante) y cuya mejor evidencia fue la carrera en la construcción de catedrales.6 Pero también la construcción de muchas de ellas fue causa de la llegada de riqueza: la posesión de reliquias y unas incipientes peregrinaciones resultaron un buen motivo para quienes, más allá del aspecto puramente religioso, vieron la posibilidad de una forma más de enriquecerse. Diego Gelmírez fue consciente de la fuerza que la construcción de la nueva catedral de Santiago suponía para una ciudad de la que el obispo quiso hacer la nueva capital de la España cristiana;7 y los frailes de un monasterio francés sufrieron el «robo» de las reliquias del santo por parte de un monasterio vecino, que vio una gran oportunidad económica en tener dichas reliquias ante la afluencia de peregrinos que, con ello, podrían conseguir.


Evolución de la población de París a partir de la construcción de Notre Dame.

Por último, las catedrales, tienen un indudable valor simbólico que se encuentra intrínsecamente vinculado a la estética de las mismas. Este aspecto viene de la mano del poder político y religioso, lo que no resulta extraño si tenemos en cuenta que, en la Edad Media, el proceso de desvinculación de ambos poderes fue lento y no siempre claro ni definitivo. El rey revestía su persona de ciertas referencias religiosas. Como señala Georges Duby (1993): «Los reyes también se asimilaban a Cristo. Al igual que los obispos […] aquellos eran elegidos por la mediación del Espíritu Santo y aclamados por multitud de clérigos y guerreros en una catedral» (Duby, 1993, p. 57). De hecho, este autor vincula el arte gótico —el estilo por excelencia de buena parte de las catedrales— al arte real en tanto en cuanto los reyes fueron artífices de muchas de las obras religiosas de la época gracias a su financiación, llegando a producir más obras religiosas que profanas. El poder real, al igual que el episcopal, vio en la construcción de las catedrales una forma de celebrar su poder. Si para el burgués la catedral era el triunfo de la ciudad, de la fortuna, del lugar donde se asociaban y desarrollaban gremios, para el monarca era la reafirmación de su poder temporal y su aura religiosa.

Sin embargo, una catedral hubiera sido inconcebible sin el factor religioso, tanto desde el punto de vista institucional como desde el más espiritual. Una catedral era la sede del obispo en una ciudad, la forma de celebrar su poder y de conseguir un reconocimiento, el camino para la búsqueda del prestigio individual. Pero no podemos olvidar que era, sobre todo —y Duby le pone fecha: hasta el año 1300— el símbolo de Cristo y de un cristianismo triunfante que se manifestaba como tal en las Cruzadas, en la victoria de la Iglesia en la querella de las investiduras o en el triunfo frente a la herejía albigense. El papado se imponía poco a poco en esta época al poder imperial y el cristianismo daba unidad espiritual a Europa definiendo su identidad, su cultura, sus creencias y su moral.8

Desde el punto de vista más espiritual, el factor religioso al que nos referimos fue clave a la hora de determinar no solo la aparición de la catedral, sino su propia estética. Si tomamos como referencia dos grandes catedrales francesas —S. Denis, considerada el origen del gótico y Notre Dame—, veremos que su razón de ser, estructura y estética responden a unos principios religiosos y espirituales. La catedral de S. Denis, del abad Suger, concebida como panteón real y gloria de los reyes de Francia, responde, en el desarrollo estético, al pensamiento de S. Dioniso el Areopagita.9 La luz —como manifestación de Dios, origen y principio de todo, no creada y creadora, de la que participan todas las criaturas y cada una de ellas va descubriéndola poco a poco— es la base de la que se considera la primera obra gótica: la construcción de Suger. Así se explican elementos estéticos y constructivos propios del gótico como el desarrollo en altura, la apertura de muros, la luz dirigida, las vidrieras y sus iconografías proyectadas en los suelos de los templos, la gradación lumínica que adquiría todo su poder en la cabecera de las catedrales, etc.

El abad, orgulloso de su obra, la describió en dos tratados que pueden dar luz sobre las intenciones para comprender que el monumento real se concibió como una síntesis de todas las innovaciones estéticas que había admirado poco tiempo antes, cuando visitó las nuevas construcciones monásticas en su viaje por la Galia. Suger concibió el monumento sobre todo como una obra teológica. Naturalmente esta teología se fundó en los escritos del patrono de la abadía, san Dionisio, es decir, Dionisio el Areopagita.

Bien superada la mitad del siglo XII, se inició la construcción de Notre Dame, una época de esplendor y plenitud espiritual, frente a la religión del temor de Dios, que apaciguaba su cólera y se procuraba su gracia a través de un arte denominado románico, que «[…] Estaba más cerca de la magia que de la estética» (Duby, 1993, p. 21). Sin embargo, en este momento, la Escolástica jugó un papel definitivo en la conformación del pensamiento, en la idea de Dios y en su manifestación artística y arquitectónica a través del gótico, todo ello en palabras de Panofsky (1986).10 Volviendo a Duby, el arte medieval estaba íntimamente unido a la teología. Es más, el autor señala que «[…] Para comprender el arte de esta época, más que a la sociología o a la economía, hay que recurrir a la teología».

Alrededor del año 1270, en la zona de París, la Escolástica tenía el monopolio educativo frente al ejercido en épocas anteriores desde los monasterios. Instituciones urbanas, cosmopolitas, escuelas catedralicias o universidades marcaban las nuevas pautas del sistema de aprendizaje. El discurso y exposición escolásticos están basados en la ordenación y exposición, la denominada clarificación. Este orden y modus operandi están también presentes en la forma de proceder y operar de las artes. El gótico y la especialización del arquitecto evolucionaron de la mano de la escolástica: si la manifestatio es el principio de esta, el «principio de transparencia» —según Panofsky (1986)— lo es de la arquitectura. De esta forma, los aspectos más puramente estéticos que definen el estilo gótico quedan explicados: en la arquitectura del periodo gótico clásico queda separado el volumen interior del espacio exterior, exigiendo que este se proyecte a través de la estructura que lo envuelve; así, por ejemplo, el corte transversal de la nave puede leerse en la fachada. La arquitectura del templo es la más honesta de todas. Es en aquella donde el volumen que se muestra al exterior de la ciudad tiene un reflejo casi idéntico en el espacio interior visible del templo, algo que ocurre en muy pocas construcciones. Es decir, al igual que en la Summa Teológica de santo Tomás, en la arquitectura gótica puede hablarse de un «plan o sistema» que explica su programa estético, estructural y constructivo. Un hombre impregnado de escolástica no podía adoptar más que un punto de vista, el de la manifestatio: y esto es así tanto si se trata del modo de presentación literaria como del modo de presentación arquitectónica. También admitía como evidente que el fin primordial de los numerosos elementos que componen una catedral es el de asegurar su estabilidad, y que el fin primero de los numerosos elementos que constituyen la Summa es asegurar su validez.11

Por último, atendamos a otro de los factores religiosos que también estaba presente en la construcción de muchas catedrales: el deseo de resaltar el valor de la mujer a través de la Virgen; de hecho, la gran mayoría de las catedrales están dedicadas a Ella. A partir del siglo XII se fue extendiendo por la actual Francia «el amor cortés», un género literario —que también tuvo una auténtica proyección social— que se basaba en el amor entre un caballero y una dama y que, generalmente, tenía carácter utópico, aunque también podía llegar a ser adúltero. La mujer se convertía en un ideal inalcanzable donde se recogían todas las virtudes. Frente al desarrollo de este fenómeno social, la Iglesia dirigió el ideal femenino al mejor de los referentes con los que contaba, la virgen María, en la que se daban cita todas las virtudes. Además de la construcción de buena parte de las catedrales bajo su advocación, el fervor mariano y el protagonismo que se le concedió, la iconografía de la Virgen sufrió también un proceso de transformación.12

Podemos, por tanto, concluir, que las catedrales y, consecuentemente Notre Dame, son producto de aspectos económicos, sociales, políticos y religiosos que quedaron recogidos estética y técnicamente en un estilo singular que fue el gótico. Es más, podríamos añadir que dicho estilo es la plasmación de una serie de factores que el hombre de los inicios de la Baja Edad Media proyectó en una estética profundamente simbólica y llena de significado que fue posible llevar a cabo gracias a los avances técnicos que gradualmente fueron incorporándose:

Lo que llamamos arte tiene como única función hacer visible la estructura armónica del mundo, disponer en el sitio que corresponde un cierto número de signos. El arte fija, el arte traspone en formas simples, para que aquellos que están en el primer grado de iniciación puedan percibir los frutos de la vida contemplativa. El arte es un discurso sobre Dios como la liturgia y la música. Al igual que ellas, el arte se esfuerza por eliminar lo inútil, despejar el terreno, abstraer los valores profundos disimulados tras el tupido cuerpo de la naturaleza y de la Sagrada Escritura (Duby, 1993, p. 85).

Si avanzamos un poco más en el tiempo, nos encontraremos con que Notre Dame ha sufrido importantes transformaciones, cambios de uso e intervenciones en muchos casos también cuestionadas como las que actualmente nos proponen.13 Posiblemente la más importante y también la más conocida sea la llevada cabo por Lassus y Viollet-le-Duc, que supuso un gran revulsivo que no quedó exento de crítica por la aplicación de nuevas soluciones constructivas y de restauración del siglo XIX a un edificio histórico. El estilo y el edificio se respetaban, es decir, nunca se dudó en cambiar el gótico ni en reinterpretarlo, tampoco en convertir a Notre Dame en algo que no fuera una catedral. Estos dos aspectos son fácilmente explicables si nos situamos en el contexto histórico-social de la Francia del siglo XIX, donde el anticlericalismo revolucionario y el laicismo napoleónico habían sido superados con el retorno a los valores políticos y religiosos más conservadores del Antiguo Régimen en la época de la Restauración de Luis XVIII y que, aunque ya superados en la época de Le-Duc, no habían sido olvidados. De hecho, Chateaubriand, en El genio del cristianismo, había puesto en valor no solo la religión cristiana, sino sus manifestaciones artísticas y litúrgicas llenas de belleza y entre las que el autor destacaba las catedrales románicas y góticas. Por su parte, Víctor Hugo, en su novela Nôtre-Dame de París, dedicaba un capítulo íntegro a describir la catedral, su estilo, lo que representaba el valor que todo esto tenía.

Si a esto añadimos la aparición de la conciencia histórica y la puesta en valor de los edificios y del patrimonio histórico —en Francia concretamente gracias a la Comisión de Monumentos Históricos de la que Lassus y Le-Duc formaron parte—-se entiende que Notre Dame no fuera cuestionada ni en su valor artístico ni en su estilo ni en el uso para el que estaba destinada.

¿Qué criterios primaron en Lassus y Viollet-le-Duc para la restauración de Notre Dame? La respuesta está clara: el criterio estético de fidelidad a un estilo y el pragmatismo y racionalismo técnico. Posiblemente, si nos hubiéramos encontrado en Inglaterra y ante Pugin o Ruskin, el peso teológico y antropológico hubiera impregnado toda la actuación de los arquitectos y el resultado hubiera sido una restauración basada en la fidelidad al modelo original en tanto en cuanto la catedral —construida en los siglo XII-XIV— respondía a una concepción estética donde lo social, político y espiritual iban de la mano en un estilo artístico profundamente simbólico evidenciado bajo unas soluciones estéticas y técnicas. Era el estilo que correspondía a un Dios que pasaba a ocupar una imagen más mesurada en una sociedad emergente. Para Pugin y Ruskin, las catedrales recogían en sí una serie de valores intrínsecos a los que la sociedad victoriana debía volver la vista para regenerarse. Solo una sociedad basada en valores cristianos sería capaz de generar un arte de la categoría del gótico.

El gótico francés bajo el que se realizó Notre Dame era el que correspondía a los grandes reyes y obispos de Francia, a los burgueses que empezaban a enriquecerse con el desarrollo urbano y comercial y que debían hacerse perdonar el pecado de avaricia —prevaleció el pragmatismo de una arquitectura que acababa de abrirse a una nueva realidad—. Era la arquitectura que incorporaba los nuevos materiales —producto de la Revolución industrial— de una forma generalizada: el hierro y el plomo, junto con las soluciones técnicas que ofrecían; y una «nueva» estética cuyo valor se encontraba en la respuesta que era capaz de ofrecer a la idiosincrasia de un país como era la Francia de la segunda mitad del siglo XIX. Asimismo, el valor de lo puramente «histórico» —casi recién «descubierto» en este momento gracias a la relativamente nueva disciplina de la arqueología— pesó también en los criterios de restauración de Viollet, pero desde el ámbito de lo puramente científico.

La incorporación de la aguja de plomo a Notre Dame como símbolo de las posibilidades que ofrecían los nuevos materiales y como sello de la nueva restauración o la reconstrucción de la Galería de Reyes de la fachada occidental a imagen y semejanza de las existentes en otras catedrales francesas de la misma época pero no a imagen y semejanza de la existente en la propia Notre Dame, estuvo muy alejada de cualquier valor espiritual o teológico, como hubiera correspondido al edificio religioso más importante de la ciudad de París. Y es significativo que las críticas no fueran pocas. Sin embargo, hoy los más preocupados por la ortodoxia querrían recuperar ese aspecto de Notre Dame que en su día fue tan denostado, pensando que eso mantendría su espíritu «original».

Nos enfrentamos hoy a una situación similar: la necesidad de restaurar un edificio dañado y la necesidad de marcar unos criterios a seguir. ¿Nos seguimos encontrando ante una catedral en el sentido más amplio de la palabra? Obviamente, Notre Dame sigue siendo la catedral o sede episcopal de París, por tanto, mantiene su condición de edificio institucional religioso, además, lógicamente, de seguir acogiendo el culto católico. Así está registrado y así se presenta ante la sociedad en uno de los medios de mayor visibilidad de nuestros días: internet. Su página web muestra como primera sección la de la «espiritualidad». Y allí destaca el valor religioso frente artístico a través de un claro texto explicativo que a ello hace referencia:

Su fama no está sobrevalorada: es una de las obras maestras de la arquitectura gótica. Más que un monumento histórico, esta catedral es sobre todo «la Casa de Dios y la Casa del Hombre», porque este edificio, que nace para la fe y la oración de los fieles, está cargado de experiencia humana y cristiana. Este lugar es testigo de la vida del pueblo de Dios, el resplandor de su caridad, su ferviente esperanza. Desde sus orígenes, son las piedras vivas, formadas por creyentes, las que le dan su verdadera existencia.14

La gente que visita estos templos, en su inmensa mayoría, ya no es ya capaz de reconocer los mensajes catequéticos presentes en este edificio y el arte que lo decora (y probablemente ya nunca más lo será porque era un lenguaje medieval para gente de ese tiempo). Por ese motivo, lo que admita restauración parece razonable reponerlo por su valor artístico e histórico, pero ¿y lo que no pueda ser restaurado? ¿Tiene sentido replicarlo, aunque el original haya desaparecido? ¿Mantiene su valor? ¿Volveríamos a pintar Las Meninas si se hubieran quemado por completo en un incendio para exhibirlas en el Museo del Prado como réplica?

¿Ha de rehabilitarse, por tanto, con métodos y materiales de nuestro tiempo? ¡Por supuesto! ¿De qué otra forma, si no? La piedra «también» es material de nuestro tiempo, pero no se colocará con los mismos medios (como está ocurriendo en la Sagrada Familia de Barcelona), y no solo se trabajará con piedra, del mismo modo que no se iluminará el interior con velas ni se avisará a la oración con campanas, como ocurría cuando se empezó Notre Dame. Habrá de citar a los mejores artistas del momento, como se ha hecho en la construcción de cada templo a lo largo de la historia. Y deberá hacerse sin miedo. Nunca se ha llamado a un copista a imitar el pasado cuando el desafío era hacer un templo señero y referente. Otra cosa es restaurar aquello que merezca y pueda ser recuperado por su valor histórico irremplazable.

Mantener el «sentido» de las cosas no es que «sean formalmente como fueron en su pasado», sino que «sigan cumpliendo la función para la están llamadas a existir». La catedral era, en su origen, un espacio de oración comunitaria, de enseñanza de religión del obispo a los sacerdotes («cátedra») y de todos ellos al resto de fieles, apoyándose en el espacio y el arte allí contenidos. Se ha quemado una de las mejores aulas catequéticas de la Edad Media. ¿Es lógico buscar un ejército de copistas y replicar lo que hubo? ¿O hacer un llamado a los mejores artistas del mundo para que colaboren a devolverle y ampliar su valor con el mejor lenguaje y arte de nuestro tiempo? Solo hace falta alguien al timón general con conocimiento y criterio que garantice que el resultado mantenga el espíritu y sentido del templo y siga atrayendo doce millones de visitantes al año. Esa será señal de éxito. Puede que sean más «turistas» que «creyentes», pero es el mejor regalo que el arte puede hacer a los responsables de transmitir la fe en su interior para los que puedan estar abiertos a recibirla, que el templo invite a entrar. Porque, «dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad»15 y la belleza está llamada a ser ese resquicio.

El peligro es que se espere de la arquitectura (que no es más que un medio, un escenario o un asombroso marco a través del cual mirar) que sea capaz de realizar la tarea completa de alimentar el espíritu, porque eso no es posible. El verdadero sentido no es que «sea una atracción turística» sino que «quien la contempla quede expuesto, a través de la belleza, a la verdad divina». A las inmediaciones de la Sagrada familia de Barcelona llegaron en 2018 veinte millones de personas; en su interior, computado por taquilla, entraron cuatro millones y medio (solo el 20 %).16 ¿Cuántos tendrían algún tipo de epifanía o encontrarían algo de tiempo y silencio en su interior para orar? Al santuario de Fátima en Portugal llegan nueve millones y medio de peregrinos al año17 computados en sagradas formas comulgadas (que dice algo más de su experiencia de fe que el número de entradas vendidas). A Lourdes llegan dos millones y medio,18 a Medjugore acudieron más de un millón setecientos mil,19 a Santiago de Compostela en 2018 llegaron «peregrinando» y haciendo un importante sacrificio físico y temporal más de trescientos veintisiete mil.20 ¿Cabría preguntarse en qué medida el acierto arquitectónico y artístico de estos lugares es relevante para el impacto de fe en sus visitantes? En la otra cara de la moneda está la catedral de Norwich (UK), consagrada a la Santísima e Indivisible Trinidad, que ha montado en su nave principal un tobogán de 15 metros de altura,21 o la de Rochester (UK), que ha instalado un minigolf, ocupando también toda su nave, en ambos casos para «atraer más visitantes».22 La arquitectura de los dos templos británicos es interesante, pero ni su entorno urbano ni la vida de fe que ofrecen merecen la atención de la gente.

¿Qué queremos atraer y con qué medios queremos hacerlo? ¿Tiene que ser creyente el arquitecto que realice la restauración? ¿Lo era Viollet-Le-Duc en 1845? ¿Lo eran Jean de Chelles y Pierre de Montreuil en 1250? ¿Lo era el primer arquitecto comisionado por Maurice de Sully en 1164? ¿Lo era Childeberto I en el 528, cuando se hizo la primera basílica de Saint-Etienne? Eso hoy no podemos saberlo y es irrelevante, porque lo importante no es lo que el artista sentía, ni siquiera lo que quiso decir con su obra, sino lo que la obra dice a quien la percibe, y que sea capaz de generar asombro mejor que indiferencia y mejor trascendente y permanente que banal y caduco. El buen arte, la buena arquitectura, no es la que produce sorpresa, sino la que genera asombro. La sorpresa es caduca. Es el resultado de una forma novedosa carente de fundamento relevante. El asombro es permanente y lo despiertan aquellas creaciones que nos transportan a un lugar distinto donde solo se llega a través de ellas. Necesita profundidad, conocimiento, pericia, sensibilidad y talento. Y está históricamente demostrado que no es necesario creer en Él para convertirse en su instrumento.

BIBLIOGRAFÍA

Casqueiro, F., Colmenares, S., Maruri, N., Miranda, A., y Pina, R. (2011). Arquitectura y transformación. 20th Century Heritage. http://oa.upm.es/12937/1/INVE_MEM_2011_108280.pdf

Duby, G. (1993). La época de las catedrales. Arte y sociedad, 980-1420. Madrid: Cátedra.

Fusi, J. P. y Calvo Serraller, F. (2014). Historia del mundo y del Arte en Occidente. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

Navascués, P. (2000). Tesoros de España. Madrid: ETS Arquitectura (UPM).

Panofsky, E. (1986). Arquitectura Gótica y pensamiento escolástico. Madrid: La Piqueta.

Piedra, M.ª D. de la (1995). Restauración (del Diccionario Razonado de Arquitectura) Eugène Viollet le Duc. Cuaderno de notas (01 Issue 4), pp. 15-36.

Ruiz Hernando, J. A. (1990). La catedral en la ciudad medieval. Salamanca: Universidad de Salamanca.

Valdellou, M. A. (1995). Catedrales de Europa. Madrid: Espasa-Calpe.

https://www.muyinteresante.es/revista-muy/noticias-muy/fotos/los-10-monumentos-masvisitados-del-mundo/1-notre-dame-paris-francia-12-millones-de-visitantes-al-ano

https://www.notredamedeparis.fr/spiritualite/

Proyecto de Restauración de Nuestra Señora de París, MM. Lassus y Viollet le Duc, Impresión de M. Lacomba, París, 1843, http://www.gutenberg.org/files/18920/18920-h/18920-h.htm

1 Con el incendio de la catedral de León se produjo una situación similar a la de Norte Dame: la necesidad de no extinguir el incendio con agua. En este caso —y una vez controlado el incendio—, se optó porque este se fuera apagando de forma natural. De hecho, esta decisión salvó la catedral del derrumbe y de la ruina total ya que, de haber optado por el agua, la piedra volcánica con la que estaba hecho el edificio hubiera absorbido el agua, acrecentándose el peso y provocándose el derrumbe.

2 https://www.abc.es/cultura/arte/abci-inflamable-polemica-notre-dame-reconstruccion-identica-o-mas-moderna-201904280117_noticia.html

3 Entendemos, en este caso, por el término instalación el de ocupar con un nuevo uso lo existente, según la propuesta de uso de los términos visto en arquitectura y transformación (Casqueiro, Colmenares, Maruri, Miranda y Pina, 2011).

4 La construcción de templos cristianos está habitualmente vinculada a la ocupación de terrenos previamente utilizados por templos de otras épocas —e incluso de otras religiones— que bien ya habían desaparecido, habían sido derribados para dar paso a un edificio mejor o más acorde con las nuevas necesidades y circunstancias, o bien eran reflejo de la nueva religión establecida. Es el caso de la construcción de nuevas iglesias románicas sobre pequeñas iglesias prerrománicas que ya no daban servicio a la nueva afluencia de peregrinos generada por el culto a las reliquias (es el caso de la actual iglesia de Santiago de Compostela o de San Martín de Tours) o el derribo de mezquitas en las ciudades reconquistadas y, por tanto, recuperadas para el cristianismo (como el caso de la catedral de Toledo sobre la gran aljama de la ciudad o la catedral de Córdoba, que se levantó dentro de la mezquita cordobesa, creando un curioso y paradójico juego de fusión y competencia entre ambos).

5 En el caso de España, las circunstancias de ocupación islámica y reconquista por las que el país atravesó a lo largo de la Edad Media dieron lugar a la construcción de muchas de sus catedrales como símbolo del nuevo poder cristiano bajo el que se encontraba la ciudad. Señala Pedro Navascués (Navascués, 2000) el caso de las catedrales de Granada, Sevilla y Jaén, donde la mezquita —construida sobre una iglesia visigoda— fue sustituida en las tres ciudades por una catedral; o Toledo, aunque en este caso, la construcción del edifico gótico tardó casi dos siglos tras haberse recuperado la ciudad, aunque la mezquita fue convertida en iglesia prácticamente nada más reconquistarse la ciudad.

6 Autores como George Duby o Miguel Ángel Valdellou señalan que, junto con las aportaciones económicas de reyes, nobles, ayuntamientos, gremios y la propia iglesia, las limosnas provenientes en buena parte de una burguesía artesana y comercial fueron claves a la hora de financiar la construcción de las catedrales; pero dichas limosnas no solo provenían de una intención puramente altruista de contribuir a la construcción del nuevo símbolo cristiano de la ciudad con el que identificarse, ni tampoco de los diezmos, indulgencias o jubileos, sino que estas limosnas eran también una forma de expiación del pecado de la riqueza, aún mal vista en esta sociedad bajo medieval, de forma que, con ella, trataban de evitar una posible condena eterna.

7 La recuperación pactada de la ciudad de Toledo por parte de Alfonso VI —objetivo de la Reconquista desde sus inicios por ser la antigua capital del reino visigodo de España— supuso la permanencia de una gran cantidad de población islámica (además de judía) en la ciudad. Diego Gelmírez consideró esta circunstancia como una oportunidad para que Santiago pudiera llegar a ser la nueva capital auténticamente cristiana de España. Junto con el impulso que dio a la catedral cuando las obras se reanudaron bajo su mandato, el obispo de Santiago ayudó a potenciar los negocios de los comerciantes de la ciudad que vivían de lo que en su época fue el equivalente a nuestro turismo actual; consiguió permiso del rey para acuñar moneda, dotó a la ciudad de una serie de infraestructuras, como llegada de aguas y fuentes donde los peregrinos pudieran lavarse, etc.

8 Como recogen en su libro J. P. Fusi y F. Calvo Serraller, «antes de la llegada del cristianismo —escribió en 1932 el historiador Christopher Dawson en Los Orígenes de Europa, uno de los libros clásicos del europeísmo— no había Europa» (2014, p. 30)

9 La iglesia de S. Denis, reconocida como el primer templo gótico de la arquitectura, está dedicada al santo que fue obispo de París durante el mandato de Diocleciano y perseguido y martirizado por ese emperador por no querer renunciar al cristianismo. Popularmente, se le conoce como el «santo sin cabeza», en alusión al martirio que sufrió. Sin embargo, el abad Suger tomó como referencia para la transformación de un primitivo templo en la iglesia de san Denis a Dionisio el Areopagita, discípulo de san Pablo al que tanto Suger como el resto de los monjes de la abadía de san Denis atribuían erróneamente sus restos.

10 Erwin Panofsky establece un paralelismo entre el pensamiento preescolástico y el arte románico y el escolástico y el gótico. El primero de ellos marca una barrera insuperable entre fe y razón, a la vez que el románico genera una estructura arquitectónica del espacio determinado e insuperable tanto desde el exterior como desde el interior. En el gótico, sin embargo y de forma parecida a la escolástica, se «[…] separa severamente el santuario de la Fe de la esfera del conocimiento racional, al mismo tiempo que proclama que el contenido de este santuario debe permanecer constantemente discernible» (Panofsky, 1986, p. 50).

11 Defiende Panofsky que algunos arquitectos franceses del siglo XIII han actuado aplicando la lógica escolástica. El autor nos remite como prueba de ello al Cuaderno de Villard de Honnecourt, donde aparece representado un presbiterio «ideal» que él mismo habría concebido. En este «cuaderno», Villard de Honnecourt aparece discutiendo una quaestio mientras que otra persona que se refiere a esta discusión lo hace con el término escolástico de disputare. La aparición y uso de ambos términos en la obra significa para Panofsky que «La dialéctica escolástica ha guiado al pensamiento arquitectónico hasta el punto en que este deja de ser arquitectónico» (1986, p. 76).

12 El prototipo de Virgen románica proviene del modelo bizantino de la Theotokos: la Virgen madre y trono de Dios, modelo mayestático en donde la figura principal del conjunto escultórico es Cristo bajo su forma de niño, con la intención de resaltar su condición divina y humana. La Virgen es la que «sostiene» esta segunda condición de la naturaleza de Cristo. Sin embargo, la Virgen gótica está inspirada en los modelos también bizantinos de la Hodigitria y Eleusa. En ambos casos, la Virgen conductora del Niño y, por tanto de los hombres, a la vez que figura tierna y maternal, pasa a adquirir todos los rasgos femeninos y maternales con los que la Iglesia «compitió» con el amor cortés.

13 La Revolución francesa supuso la destrucción de esta catedral en más de una faceta: desde los daños puramente físicos —la denominada Galería de Reyes fue destrozada por la furia revolucionaria, al igual que el tesoro de la catedral, las campanas de bronce fundidas, las vidrieras rotas, la paredes manchadas y los suelos levantados— a los más espirituales: el templo fue convertido en mercado y almacén de vino, elegido como lugar de coronación de Napoleón e incluso su pérdida de valor espi-ritual llevó a que, en la década 1830, se plantease su demolición.

14 https://www.notredamedeparis.fr/spiritualite/

15 Carta encíclica Fides et Ratio del sumo pontífice Juan Pablo II a los obispos de la iglesia católica sobre las relaciones entre fe y razón [14/09/1998] disponible en: http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_14091998_fides-et-ratio.html

16 Los visitantes de la Sagrada Familia se disparan y ya son 4,5 millones al año. El Periódico [28/01/2017]. Disponible en: https://www.elperiodico.com/es/barcelona/20170128/los-visitantes-de-la-sagrada-familia-se-disparan-y-ya-son-cuatro-millones-y-medio-al-ano-5771739 y Metrópoli. Disponible en: https://www.metropoliabierta.com/el-pulso-de-la-ciudad/en-la-calle/la-sagrada-familia-el-monumento-mas-visitado-de-barcelona_13081_102.html

17 El número de peregrinos en el santuario de Fátima en 2017 supera todas las expectativas. Disponible en: https://www.fatima.pt/es/news/el-numero-de-peregrinos-en-el-santuario-de-fatima-en-2017-supera-todas-las-expectativas

18 Lourdes recibe 2,5 millones de visitas al año. La Vanguardia [19/02/2018]. Disponible en: https://www.lavanguardia.com/vida/20180218/44870537856/turismo-lourdes-milagro-visita.html

19 Estadísticas Medjugore. Disponible en: https://centromedjugorje.org/estadisticas-medjugorje/pagina/2/ [22/08/2019].

20 Estadísticas del peregrino a Santiago de Compostela Disponible en: http://oficinadelperegrino.com/wp-content/uploads/2016/02/peregrinaciones2018.pdf [2019-08-22]

21 Catedral de Norwich instala un tobogán de 15 m en su interior. [12/08/2019]. Disponible en: https://www.abc.es/sociedad/abci-catedral-britanica-instala-tobogan-para-atraer-fieles-201908100223_noticia.html Y en https://elpais.com/cultura/2019/08/12/actualidad/1565601237_147133.html

22 Catedral de Rochester instala un minigolf en su interior. [11/08/2019]. Disponible en: http://www.rtve.es/alacarta/videos/telediario/minigolf-invade-catedral-rochester/5364718/

III Diálogo entre las ciencias, la filosofía y la teología. Volumen II

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