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V. LA PESADILLA

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Los mismos chicos y los maestros iban a compartir las habitaciones y las carpas, así que se dividieron de este modo:

Habitación 101 (carpa 1): Leo, Nacho y Maxi.

Habitación 102 (carpa 2): Shun, Fabio y Félix.

Habitación 103 (carpa 3): Benito, Elvis, Juan y Martín (pero no estaba).

Habitación 104 (carpa 4): Lola, Pilar, Majo y Mili.

Habitación 105 (carpa 5): Mariángeles, Paulina, Virginia y Viole.

Habitación 106 (carpa 6): Chelo y Pablo.

Habitación 107 (carpa 7): Cecilia y la Doc.

Fabio y Félix estaban felices, porque en la sala de juegos del hotel había tres metegoles de los buenos, y era internacionalmente sabido que a ellos los llamaban los Messi del fútbol de palitos. Así que desafiaron a los de la Bianchi, aunque eran más grandes. Ellos, por supuesto, dijeron que sí y armaron el campeonato.

Se formaron dos equipos por escuela. En uno de los del Santa Faz jugaba Fabio, y en el otro, Félix. Quedaron en que ganaba cada partido el primero que metía siete goles, y no valía “molinete”.

Fabio era un maestro de una jugada que se llama “la culebra”, mientras que Félix era un verdadero mago del “pase tiro” y el “globito”. ¿Y quién ganó? El Santa Faz, por supuesto.

En la cena, los de la Bianchi cuchicheaban y miraban a Fabio y Félix de reojo. ¿Tramaban alguna venganza? Se rumoreaba que sí. Lo escuchó Virginia.

Por las dudas, los chicos cerraron bien las ventanas de su cuarto (incluida la del baño), hicieron guardia hasta que todos se fueron a dormir y, después, trabaron la puerta con dos mochilas. Bueno, no todos se habían ido a dormir, porque las chicas jugaron al Crash Mountain hasta que se les cerraron los ojos.

Mientras tanto, en la habitación 103 alguien más estaba desvelado. Era Benito, que siempre dormía con una luz prendida.

Dio mil vueltas en la cama hasta que el sueño lo venció, pero se volvió pesadilla. Soñó que estaba todo oscuro y él se levantaba y buscaba a tientas su linterna, con la sensación de que, en cualquier momento, una rata podía arrancarle un dedo. Entonces encontraba la linterna, apretaba el botón y… ¡no encendía! ¡No tenía pilas!

Benito saltó de la cama, todo sudado. Había sido una pesadilla. Pero empezó a carcomerlo una duda: ¿Y si su linterna de la realidad tampoco encendía? Se levantó y la buscó, como en el sueño. La encontró, apretó el botón y… ¡encendió! ¡Qué alivio! Aunque empezó a carcomerlo otra duda: ¿Su mamá le habría puesto en el bolso las pilas de repuesto? Porque en la lista decía bien clarito: “Llevar pilas de repuesto”.

Siempre iluminando con la linterna, las buscó por todos lados pero no las encontró. Pensó que para poder dormir tranquilo solo tenía una salida: preguntarles a los maestros si podría comprar unas antes de irse de Santa Rosa, y salió al pasillo a buscarlos.

Afuera vio una figura. ¿Otro desvelado? ¿Quién? Caminaba con los brazos extendidos como un zombi. ¿También era una pesadilla?

Benito se pellizcó el brazo y comprobó que estaba despierto. Cuando la figura se le acercó peligrosamente, reconoció a Shun.

Iba a zamarrearlo y decirle: “¡Shun, Shun, despertate!”, pero su mamá le había enseñado que nunca hay que hacer eso con los sonámbulos. Entonces lo tomó del brazo despacio y lo acompañó de nuevo a su cama. Y justo en ese momento, Shun se despertó.

–Aligato gato pato… –dijo en japonés, pero siguió en español–: ¿Qué pasó? ¿Dónde estoy?

–Te traje a la cama.

–Uy… descubriste mi secreto… No se lo cuentes a nadie, porfa. ¿Y qué hice? ¿Entré en tu habitación?

Benito le contó que estaba buscando a los maestros para preguntarles si al día siguiente podrían comprar sus pilas de repuesto.

–¿Chiquitas o medianas? –le preguntó Shun–. Porque tengo de las dos.

En ese momento, Benito quiso a Shun más que nunca. Y no solo le prometió que no le contaría a nadie su secreto sino que, si en el campamento salía a pasear de noche, él lo llevaría de vuelta hasta su carpa.


Una voz en la casa prohibida

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