Читать книгу Razonamiento jurídico y ciencias cognitivas - María Laura Manrique - Страница 12
3. ALGUNOS PROBLEMAS DE LA NATURALIZACIÓN DE LAS NORMAS
Оглавление3.1. Autores como Kant, Hume (o cierta interpretación de este autor) y Moore han contribuido a que el mundo de las normas se haya concebido como un ámbito separado e independiente del de la naturaleza, pero la neurociencia ha aportado argumentos con los que se ha puesto en cuestión esta imagen de lo normativo, tratando de mostrar que la moral no tiene tal autonomía. La principal vía para esta “naturalización de la normatividad” tiene relación con ciertas conclusiones a las que se ha llegado a partir de la realización de “experimentos éticos” de tipo psicológico y neurocientífico. Jonathan Haidt, por ejemplo, ha realizado una gran cantidad de encuestas en las que planteaba ciertos problemas morales, llegando a la conclusión de que las respuestas se basaban en rápidas intuiciones que luego los sujetos no sabían cómo racionalizar. A partir de ahí propuso que la moral es más una cuestión de intuiciones y emociones que de razones (HAIDT, 2012). Posteriormente Joshua Greene examinó con técnicas de neuroimagen la actividad cerebral de sujetos a los que se les planteaban diversos dilemas morales, llegando a la conclusión de que en los problemas morales que afectaban más personalmente a los sujetos había una mayor actividad de la zona que regula las emociones (GREENE, 2012). Marc Hauser, también por medio de encuestas que apuntaban a rasgos morales universales, ha propuesto la hipótesis de la existencia de un órgano moral, esto es, de una capacidad innata para el desarrollo de códigos morales que determina en parte el contenido de estos (algo así como una gramática moral universal, en analogía con la gramática universal postulada por Chomsky) (HAUSER, 2008). En esta línea, William Casebeer ha afirmado que la teoría moral aristotélica de la virtud es más plausible desde un punto de vista neurobiológico que la teoría moral kantiana o la de John Stuart Mill.
El punto de partida de Casebeer es que cada una de estas teorías contiene implícitas una psicología moral específica que exige capacidades cognitivas diferentes. Así, la teoría de Kant parecería requerir “al menos la capacidad de comprobar la consistencia lógica de máximas universalizadas de una manera independiente de la contaminación del afecto y la emoción”, capacidad que se correspondería con las funciones de la región frontal del cerebro. La teoría utilitarista de Mill requiere la capacidad de realizar cálculos utilitarios y el cultivo de emociones que nos muevan a procurar la felicidad de los demás, lo que implicaría las regiones prefrontal, límbica y sensorial del cerebro. La ética aristotélica de la virtud, por último, sería la más exigente, porque requiere educar nuestro carácter de manera que nuestros apetitos se coordinen con las buenas razones; esto implica una “psicología global” que exige una intervención coordinada de las regiones del cerebro anteriormente mencionadas. Pues bien, nuestro autor cree que hay pruebas para aceptar, tentativamente, que la “cognición moral” pone en marcha de manera coordinada diferentes sistemas y redes cerebrales relacionadas tanto con la cognición como con las emociones (es decir, las regiones prefrontal, frontal, límbica y sensorial: lo que podría llamarse “la zona de la cognición moral”), lo cual muestra que “existe una clara convergencia entre la neuroética contemporánea y la psicología moral aristotélica” (CASEBEER, 2003).
Como vemos, de lo que se trata es de derivar conclusiones acerca de la moral a partir de descripciones empíricas, de explicar la moral a partir del funcionamiento del cerebro. Sin embargo, algunas propuestas no se quedan en un nivel meramente descriptivo y explicativo, sino que tratan de derivar conclusiones normativas (como parece ser el caso de Casebeer). En sus versiones más radicales, se trata de reducir los valores o las normas morales a regularidades naturales, a los valores o las pautas de comportamiento que surgen de nuestra naturaleza física, asumiendo su carácter normativo y construyendo de esta forma un realismo moral naturalizado. De acuerdo con esto, la moral puede descubrirse por medios empíricos y las normas no forman parte de un reino distinto de la naturaleza.
Podemos caracterizar este “realismo moral neurocientífico” –que sostendrían autores como M. Hauser, Patricia Churchland (CHURCHLAND, 2012) o M. Gazzaniga (GAZZANIGA, 2015), entre otros– a partir de los siguientes rasgos7:
A. Intuicionismo: nuestro juicio moral está dominado, o fuertemente influido, o condicionado en gran medida por intuiciones rápidas, inconscientes, no intencionales, ajenas a la reflexión. Ante los dilemas morales, nuestra respuesta suele ser intuitiva, irreflexiva, al menos en un primer momento. Por tanto, la deliberación y discusión racional sobre los problemas morales no tiene relevancia genuina (o la tiene muy menor, o solo en los casos en los que no nos vemos afectados personalmente). Su papel –en la mayoría de las ocasiones–, o bien es una racionalización ex post, o bien solo pretende causar en el oponente la misma intuición.
B. Emotivismo: estas intuiciones morales dependen fundamentalmente de nuestras emociones o son la expresión de estas emociones, como demuestran las pruebas neurofisiológicas basadas en la observación de las zonas del cerebro que tienen mayor actividad en el momento en que nos enfrentamos a dilemas morales. La tesis de que las decisiones morales provienen de la emoción –manifestada como intuición– puede verse como un caso especial de la tesis general que enfatiza el papel de las emociones en la toma de decisiones (de cualquier tipo). Damasio sugiere que el modelo clásico de toma de decisiones como el resultado de una ponderación de razones a favor o en contra de una u otra respuesta no es descriptivamente adecuado. Los seres humanos no deciden en realidad de esa manera (si así fuera, las decisiones racionales, simplemente, no serían posibles, porque no es posible procesar toda la información necesaria en el tiempo del que disponemos para actuar). Las emociones nos ayudan a tomar decisiones racionales porque “filtran” las alternativas posibles en función de si en el pasado alternativas semejantes fueron “etiquetadas” como adecuadas (produjeron placer o satisfacción) o inadecuadas (produjeron frustración o dolor). Las emociones son, por tanto, “marcadores somáticos” de las posibles alternativas (DAMASIO, 2004: 201 y ss.).
C. Innatismo: se trata de intuiciones y emociones innatas, transmitidas genéticamente, aunque luego pueden ser moldeadas culturalmente: nacemos con valores, creencias o principios morales independientes en su origen del aprendizaje, de manera que la moral no es enteramente un producto cultural.
D. Evolucionismo: las intuiciones morales se ven como mecanismos que la evolución ha seleccionado porque aseguran la supervivencia de la especie. Uno de lo principios que estaría detrás de estas intuiciones, según muchos neuroéticos, sería el altruismo, la cooperación o el principio de beneficencia. Pues bien, en opinión de autores como Michel Ruse, el “altruismo biológico” (la necesidad de cooperación) es tan esencial para los seres humanos que “la naturaleza nos ha llenado de ideas sobre la necesidad de cooperar”:
Pensamos que debemos ayudar, que tenemos obligaciones para con los demás, porque tener estas ideas va en nuestro interés biológico. Pero desde una perspectiva evolutiva estas ideas existen sencillamente porque aquellos de nuestros antepasados que las tuvieron sobrevivieron y se reprodujeron mejor que los que no. En otras palabras, el altruismo es una adaptación humana, igual que lo son nuestras manos y ojos y dientes y brazos y pies. Somos morales porque nuestros genes, modelados por la selección natural, nos llenan de ideas sobre la conveniencia de serlo (RUSE, 2004).
E. Normativismo: ¿es posible construir una ética basada en el funcionamiento de nuestro cerebro? Esto es lo que parecen pensar algunos filósofos y neuroéticos. Patricia Churchland, por ejemplo, critica la idea de que la ciencia no puede decirnos cómo debemos vivir y afirma que, al igual que la salud “es un ámbito en el que la ciencia puede enseñarnos, y ya lo ha hecho, gran parte de lo que deberíamos hacer”, también en “el ámbito de la conducta social […] podemos aprender mucho de la observación común y de la ciencia acerca de las condiciones que favorecen la armonía y la estabilidad social, así como la calidad de vida individual” (CHURCHLAND, 2012). También Gazzaniga propone la construcción de una ética universal basada en el funcionamiento del cerebro (GAZZANIGA, 2015). La idea, tal como la expresa (críticamente) Adela Cortina, sería que “entre el mundo del ser natural y el del deber ser (los códigos morales) existiría un lazo adaptativo que prescribiría establecer como normas éticas aquellas conductas capaces de favorecer la supervivencia” (CORTINA, 2010: 137).
3.2. Cada una de las anteriores afirmaciones, sin embargo, debe verse como una hipótesis, no como una tesis bien establecida, ya que a cada una de ellas se le pueden oponer importantes objeciones aún no respondidas.
La primera tesis, de acuerdo con la cual los juicios morales dependen más de la intuición que de la razón, parece establecer una oposición intuición/razón demasiado radical, esto es, parece estar presuponiendo que una excluye a la otra. Sin embargo, como Bunge ha puesto de manifiesto (BUNGE, 2013: cap. III.1), la idea de “intuición” engloba muchos fenómenos distintos (modos de percepción, formas de imaginación, inferencias rápidas, a saltos o incompletas, capacidad de síntesis, capacidad de evaluación de una situación y de elección de las mejores alternativas...) y varias de esas formas de intuición no pueden verse como opuestas o excluyentes de la razón: la inferencia rápida o incompleta es un razonamiento embrionario o primitivo y la “aprehensión sinóptica –como señala Bunge– no es un sustituto del análisis, sino un premio al análisis esmerado” (BUNGE, 2013: cap. III.1). Pero, además, los diferentes tipos de intuición –incluso aquellos que no pueden verse en sentido estricto como razonamientos, ni siquiera incompletos– vienen favorecidos especialmente por el ejercicio continuado del razonamiento, del análisis sobre un problema, de la experiencia en una actividad o de la dedicación al estudio de una disciplina. También podría verse la intuición, como ha propuesto Peter Gärdenfors (GÄRDENFORS, 2005), como un tipo de conocimiento implícito y especialmente difícil de explicitar, por no estar estructurado lingüísticamente. En definitiva, de acuerdo con este argumento la contraposición entre intuición y razón sería falsa; la intuición solo se contrapone al razonamiento explícito o proposicional. Las intuiciones a las que se refiere la neuroética podrían ser de este tipo, y la dificultad de dar razones que las justifiquen podría derivarse de la dificultad de acceder a ese conocimiento implícito y no proposicional, pero no de la ausencia de tales razones en la mente del sujeto.
Por lo que respecta a la relación entre el juicio moral y las emociones, también se presentan algunas dificultades. El argumento que está detrás de esta vinculación es el siguiente: por una parte, las imágenes cerebrales demuestran que cuando razonamos moralmente se activan intensamente zonas del cerebro relacionadas con la emoción; por otra, los tests psicológicos demuestran que en la mayoría de los casos resolvemos los dilemas morales de manera intuitiva. Ambas cosas deben estar relacionadas: las intuiciones, por tanto, surgen de las emociones, de la actividad de las zonas afectivas del cerebro. Pero esta manera de reconstruir las decisiones morales plantea, en mi opinión, varios problemas:
a) En primer lugar, la evidencia que tenemos del papel de las emociones en la toma de decisiones es, en realidad, indirecta. Lo que los neurocientíficos pueden comprobar es que cuando nos enfrentamos a un dilema moral las zonas del cerebro relacionadas con las emociones se activan de una manera especialmente acusada. Pero esto no permite inferir que las emociones generan el juicio moral. Podría ser que fuera el juicio moral el que genera la emoción: por ejemplo, darse cuenta, tras un análisis, de lo injusto de una situación puede generar indignación; o, en un dilema moral, ser consciente de que cualquier solución causará un daño puede provocar pesar. De acuerdo con Aristóteles las emociones se relacionan con las creencias en una doble dirección: por un lado, muchas emociones son generadas por creencias; por otro, muchas emociones generan o modifican nuestras creencias (GONZÁLEZ LAGIER, 2009: 26 y ss.). La neuroética parece estar viendo solo esta segunda conexión. Además, parece haber evidencia de que las emociones se relacionan más con la motivación de la acción moral que con el juicio moral (parece que los individuos psicópatas, a pesar de sus déficits emocionales, tienen intuiciones morales semejantes a los individuos “normales”, pero no se ven motivados por ellas).
b) En segundo lugar, la noción de emoción como “marcador somático” las convierte en “impulsos ciegos”, meras sensaciones que carecen de contenido proposicional, por lo que solo es posible dar una explicación causal de su relación con los juicios morales (y no una explicación teleológica o basada en razones). Esta manera de entender las emociones y su relación con la moral se aleja de las concepciones de la emoción más extendidas hoy en día entre los filósofos y muchos psicólogos. Para estas concepciones (que, en buena medida, reivindican la concepción de las emociones de Aristóteles), es preciso distinguir en ellas al menos tres dimensiones distintas: 1) una dimensión cognitiva (en un sentido amplio, que incluye desde una creencia hasta una mera percepción); 2) una dimensión afectiva o puramente fenomenológica (la sensación de placer o dolor) y 3) una dimensión motivacional (una tendencia a la acción). Las teorías cognitivas de la emoción centran su atención en el primer aspecto, las teorías “somáticas” y mecanicistas de la emoción se centran en el segundo y las teorías conductistas en el tercero. Por último, las teorías no reductivistas tratan de dar cuenta de todos los aspectos de las emociones. Si se identifican las emociones con el segundo aspecto quedan muchos problemas por resolver: a) no se logra explicar la posibilidad de emociones inconscientes o sin sensación; b) no se logra explicar que las emociones puedan formar parte de explicaciones racionales (teleológicas), y no solo causales, de la conducta; c) no se logra explicar la relación entre las emociones y las creencias; d) no se logra dar cuenta de la posibilidad de evaluar a las emociones como razonables o no (en función de la creencia subyacente), y e) sobre todo, se incurre –de nuevo– en un distanciamiento tajante entre las intuiciones de las que se dice que proceden nuestros juicios morales y la razón (GONZÁLEZ LAGIER, 2009: cap. II).
Tampoco está libre de objeciones la tesis –estrechamente vinculada a las anteriores– del innatismo de las opiniones morales. Los argumentos a favor del innatismo descansan, una vez más, en el carácter automático de la respuesta y en la incapacidad de dar razones (Haidt), así como en la coincidencia de respuestas a pesar de la heterogeneidad de los encuestados (Hauser). Sin embargo, para asegurar que nuestras creencias morales son innatas habría que descartar completamente que el automatismo se deba a la aceptación de principios profundamente arraigados, pero transmitidos culturalmente. Como señala Adela Cortina comentando los experimentos de Haidt:
El hecho de que las personas encuestadas respondan de forma intuitiva, es decir, inmediata, automática, sin tener conciencia de cómo han llegado a formular el juicio, y que en muchas ocasiones no sepan dar razón de por qué una acción les parezca buena o mala, puede muy bien explicarse porque lo han aprendido socialmente y no lo han sometido a revisión (CORTINA, 2011: 86).
Muchas normas de la moral social (como el incesto, en el ejemplo de Haidt, si es que se acepta su carácter moral) son heredadas del entorno social, que las inculca la mayoría de las veces sin dar razones que las justifiquen. Por otra parte, la universalidad de las normas o principios también debe tomarse con precaución: muchos de los supuestos comportamientos morales universales no son, en realidad, de carácter moral (o exclusivamente de carácter moral): por ejemplo, como hemos visto, Hauser ha postulado la universalidad del principio de cuidado de las crías (que, obviamente, tiene una clara explicación evolutiva), pero ¿deberíamos extraer también la conclusión de que la búsqueda de alimento o el huir de los animales predadores tiene también valor moral? (BARTRA, 2013: cap. III) ¿O de que lo tiene la reproducción? Lo que quiero decir es que muchos hábitos aportados como ejemplos de conductas universalmente aceptadas no poseen (o no poseen exclusivamente) carácter moral.
Hemos visto que otras de las tesis características de este intento de dar cuenta de la moral desde un punto de vista biológico y neurocientífico es su alianza con el darwinismo moral. Las intuiciones morales se ven como mecanismos que la evolución ha seleccionado porque aseguran la supervivencia de la especie. Esta tesis, sin embargo, adolece de cierta ambigüedad. Para aclararla conviene distinguir entre la pretensión (descriptiva) de explicar la moral y la pretensión (de carácter normativo) de justificarla. Las tesis explicativas, a su vez, pueden tratar de explicar la capacidad del ser humano para tener una conducta ética (para evaluar las conductas como correctas o incorrectas desde el punto de vista moral) o tratar de explicar (lo que es más ambicioso) el contenido de la moral, esto es, tratar de explicar por qué creemos que ciertas conductas son correctas o por qué algunos principios o valores están tan extendidos (AYALA, 2013: 61). Para las tesis explicativas la neuroética recurre a la idea de que comportarse moralmente o adecuar el comportamiento a ciertos principios es un rasgo que ha facilitado la evolución de la especie y su supervivencia. Las tesis normativas añaden que, puesto que eso es así, tales principios están justificados.
De las tesis explicativas creo que debe afirmarse que se trata de hipótesis no suficientemente establecidas. Respecto de la tesis normativa, creo que es directamente el resultado de varios errores.
Tomemos la tesis según la cual lo que explica la capacidad humana de evaluar conductas como buenas o malas y de ajustar la conducta a determinados principios es que esta capacidad es una ventaja evolutiva. Para aceptarla concluyentemente esta tesis debe rechazar la hipótesis alternativa (igualmente plausible) planteada por Francisco Ayala según la cual el comportamiento ético no es directamente un resultado de la evolución, sino que lo es solo indirectamente y en la medida en que es una consecuencia del desarrollo de la inteligencia humana; es decir, lo que tiene valor adaptativo y ha sido favorecido por la evolución es la inteligencia humana, no el hecho de ser capaz de comportarse moralmente (que es consecuencia a su vez de la inteligencia humana) (AYALA, 2013: 66). Si, por el contrario, lo que se afirma es que los códigos morales vienen determinados por la evolución, el problema es que no parece encontrarse un conjunto de principios relevantes, que no estén formulados de una manera excesivamente vaga y vacía, que sean realmente universales; y, además, es posible encontrar tipos de conducta, como la agresividad o la territorialidad, que son importantes evolutivamente y no pueden ser aceptados como ejemplos de conducta moral. La moral que se deriva de la evolución podría ser terrible.
Por su parte, la tesis que trata de reducir lo que debemos hacer a aquello que es bueno para la supervivencia de la especie se enfrenta a la obvia objeción de que viola la ley de Hume: pasa de descripciones acerca de lo que es evolutivamente útil a prescripciones acerca de qué debemos hacer o cómo debemos vivir. Por ello, los autores que defienden esta postura tratan de argumentar contra la validez de la ley de Hume. Examinemos con más detalle estos argumentos.
3.3. Me parece que los argumentos que usualmente se esgrimen contra la ley de Hume suelen ser de dos tipos:
1) El primer tipo es el de los argumentos basados en contraejemplos: una manera frecuente de mostrar que es posible fundar normas o valores en descripciones consiste en presentar ejemplos de argumentos en los que aparentemente se realiza esta derivación. Esta es la estrategia seguida, en un famoso artículo, por John Searle (SEARLE, 1980: 178-201). Entre los neuroéticos también se ha recurrido a este tipo de argumentos. Marc Hauser, por ejemplo, propone el siguiente:
Hecho: la única diferencia entre un médico que aplica anestesia a una criatura y otro que no se la aplica es que, sin ella, el niño sufrirá enormemente en el curso de una operación. La anestesia no tendrá ningún efecto pernicioso para el niño, sino que le hará perder temporalmente la conciencia y la sensación de dolor. Luego despertará, una vez acabada la operación, sin ninguna secuela negativa y con mejor salud, gracias al trabajo del médico.
Juicio valorativo: por consiguiente, el médico debe administrar anestesia al niño (HAUSER, 2008: 28).
Sin embargo, este tipo de argumentos parecen incurrir en uno de los siguientes errores: o bien confunden lo que es bueno o debido desde un punto de vista técnico con lo que es bueno o debido desde un punto de vista moral o normativo, o bien presentan como un argumento completo lo que en realidad es un argumento entimemático que incluye una premisa oculta, que es precisamente la norma o la valoración de la que se deriva la conclusión.
Para evitar el primer error hay que advertir que no siempre que un enunciado incluye el término “deber” es un genuino enunciado normativo. A veces, “debe” expresa una conjetura (“debe ser así” puede significar “probablemente es así”); otras veces, se puede sustituir por “tiene que” y expresa una necesidad práctica. Es importante distinguir entre deberes deónticos o genuinos y deberes técnicos, prudenciales o necesidades prácticas. Muchos de los ejemplos que se ofrecen como derivación de “debe” a partir de “es” no concluyen genuinos deberes deónticos, sino necesidades prácticas. Como señala von Wright,
… [podemos] encontrar dos respuestas principales a la cuestión de por qué una cierta cosa debe o puede o no tiene que ser hecha. Una es que existe una norma ordenando o permitiendo o prohibiendo la realización de esa cosa. La otra es decir que los fines y las conexiones necesarias hacen (o no) la realización u omisión de esa cosa una necesidad práctica (VON WRIGHT, 1963: 74).
Por lo que respecta al segundo error, es fácil darse cuenta de que muchas veces los argumentos que formulamos en contextos cotidianos no incluyen todas sus premisas. Es, incluso, factible pensar que en algunos casos es imposible en la práctica enunciar todas las premisas necesarias para llegar a la conclusión. Pero de ello lo que se sigue es la derrotabilidad o revisabilidad de la conclusión, no que su corrección no dependa de la premisa implícita. El ejemplo de Hauser presupone, para su corrección, una premisa según la cual se debe evitar el sufrimiento innecesario.
(2) El segundo tipo de argumentos restringe la ley de Hume a los argumentos deductivos: se afirma que lo que la ley de Hume proscribe es derivar deductivamente un deber ser a partir del ser, pero que existen otro tipo de inferencias aceptables, como la inducción o la inferencia a la mejor explicación, por medio de las cuales sí se puede pasar de descripciones de hechos a normas (CASEBEER, 2003: 482; CHURCHLAND, 2012: cap. 1). Una manera de defender que la ley de Hume se refiere exclusivamente a inferencias deductivas consiste en entenderla como una consecuencia del principio de conservación de la lógica: en una deducción no es posible que se concluya algo que no estuviera incluido ya en las premisas. Las deducciones pueden hacer que seamos conscientes de un dato nuevo, pero este se encontraba ya en las premisas. Por ello, solo de proposiciones descriptivas no podemos deducir enunciados de deber ser. Esto ocurre con cualquier cosa. Como observa Pigden, “existe un salto similar entre las conclusiones sobre los erizos y las premisas que no hacen mención de ellos. No se pueden obtener conclusiones sobre ‘erizos’ a partir de premisas carentes de erizos (al menos no solo por la lógica)” (PIGDEN, 2004: 570). Ahora bien, a diferencia de las deducciones, las inducciones y las abducciones sí amplían nuestro conocimiento, por lo que no rige para ellas el principio de conservación. Por tanto, si la ley de Hume es solo una manifestación del principio de conservación de los argumentos deductivos, entonces tienen razón los que sostienen que esta no es aplicable a las inferencias no deductivas.
¿Pero es solo eso la ley de Hume? Probablemente, no. Puede sostenerse que entre enunciados descriptivos y enunciados normativos existen importantes diferencias –a veces se habla de un “abismo lógico” entre ellos, o entre hechos, por un lado, y normas y valores, por otro–: así, los enunciados descriptivos tienen una dirección de ajuste8 descendente (esto es, palabras-a-mundo: se pretende que las palabras se ajusten al mundo) mientras que los enunciados normativos tienen una dirección de ajuste ascendente (esto es, mundo-a-palabras: se pretende que el mundo se ajuste a las palabras). Los enunciados descriptivos son verdaderos o falsos, mientras que las normas o valores no lo son. Los enunciados que expresan deberes presuponen un punto de vista interno, en el que los términos deónticos (obligatorio, prohibido) son usados, mientras que si una descripción se refiere a una norma o a un deber, lo hace desde un punto de vista externo en el que los términos deónticos son solo mencionados. Todas estas diferencias entre descripciones y normas hacen que las primeras no puedan servir de razones, ni expresar razones, para justificar las segundas. No es solo que una justificación deductiva requiera que entre las premisas esté aquello que se quiere deducir, es que –aun cuando se admita que la inducción o la abducción puedan tener alcance justificatorio– ningún enunciado descriptivo puede, por sí solo, ser una razón que justifique un enunciado prescriptivo. Puede aportar una razón explicativa de por qué aceptamos ciertas normas o valores; puede ser también una razón explicativa o, incluso, justificatoria de otros enunciados descriptivos. Pero si se quiere concluir la justificación de una norma a partir de descripciones y por medio de argumentos no deductivos, se tiene la carga de la prueba. Y es interesante observar que los neuroéticos no lo han hecho.
3.4. Si las anteriores consideraciones son correctas, cuando se propone que debemos seguir aquellas pautas de conducta que tienen un valor adaptativo, o bien simplemente estas se recomiendan como medidas prudenciales para mantener la supervivencia de la especie humana, pero entonces no tienen carácter moral, o bien se asume que la supervivencia de la especie es un fin moralmente valioso, en cuyo caso la normatividad no viene de los hechos, sino de esta asunción valorativa. ¿Quiere decir todo lo anterior que la neurociencia no puede aportar nada relevante para la comprensión de la normatividad? Esta sería una conclusión equivocada. Todo razonamiento práctico-normativo (esto es, si no se trata de necesidades prácticas o deberes técnicos) tiene una premisa normativa y una premisa fáctica. La neurociencia puede contribuir al establecimiento de esta premisa fáctica y, más aún, si asumimos el principio “debe implica puede”, puede establecer límites a las normas que tiene sentido establecer: esto es, la neuroética podría ayudarnos a entender cuál es el espacio de la moralidad. Pero no puede justificar por sí sola las respuestas a los problemas éticos.