Читать книгу Torre blanca, rey negro - María López Ribelles - Страница 12

Оглавление

5

Lunes, 30 de marzo a las 18:13 h.

Ataviada con un vestido de tenis, devolvió con fiereza las pelotas que su compañera le lanzaba. La joven tenista seguía las instrucciones que su maestro le gritaba desde el lateral, se sentía como una de sus heroínas de la pista. En una de las gradas, su hermana, con diez años de diferencia, cotilleaba junto a su amiga sin poder quitarle los ojos de encima al atlético entrenador. Le llamaban entre risitas coquetas y silbidos, y él se mostraba indiferente, únicamente le prestaba atención a la pequeña Lidia, que daba lo mejor de ella misma raqueta en mano.

Terminado el entrenamiento, se marcharon las hermanas al vestuario. La pequeña se duchó y se lavó el pelo. La mayor se cambió de ropa y salió a toda prisa para encontrarse con el entrenador, por el que perdía la cabeza. Media hora más tarde, la siguió Lidia oliendo a champú de fresas y colonia dulce. Su hermana seguía acaparando la atención del chico, aun cuando él enviaba alto y claro señales de no estar interesado. Lidia suspiró y su estómago rugió.

—Vaya, alguien está hambrienta.

—No he merendado y me comería una vaca. —Se cruzó de brazos molesta—.Y encima tengo que aguantar a que acabe de hacer el ridículo. —Señaló a su hermana—. Si ni siquiera le cae bien, yo le caigo mejor.

Con los ojos fijos en la bolsa de papel que tenía en las manos, le preguntó:

—¿Esa es tu merienda? ¿Qué es?

—Una magdalena de chocolate, toda para ti si la quieres.Yo tengo más en el coche —dijo acercándole la bolsa—. Mi hermana una vez me hizo lo mismo.

La niña devoraba con ansia la magdalena, llenando sus carrillos y manchando sus labios de chocolate líquido.

—¿Y qué hiciste?

—Me escondí en un lugar para que no me encontrara y así aprendiera una lección.

Ella saltó animada por la idea.

—Sí, vamos a hacerlo y así escarmentará.

***

El reloj de la cocina marca el paso del tiempo, implacable y más lento que nunca. La casa está en penumbra, únicamente la luz de la televisión emitiendo un programa de entretenimiento ilumina el salón. Teresa la ha encendido para apagar el silencio, ni siquiera le presta atención.

Si bien ha regresado al barrio de Ruzafa tras su conversación con Joan, estuvo dando vueltas a la manzana por un largo tiempo, soportando el sol de justicia hasta bien tarde. Cavila y escarba en lo más profundo de su memoria, ha llegado a recordar detalles y sucesos. Se pregunta cómo se ha metido en tal lío y si sería capaz de salir.

Se acerca la hora de la cena y Joan no ha venido, tampoco la ha llamado. Aunque tampoco sabe si tiene su número. Desea de corazón que no le haya ocurrido nada malo a otro niño. Imaginarse la posibilidad de otra víctima le trae a la mente la carita de su pequeña y querida Natalia. Espera que no le guarde rencor algún día, pero si hay algo de lo que está segura es de que tienen que salir ambas del hotel de los horrores lo antes posible.

El ascensor se escucha llegar al rellano y Teresa, impaciente, se asoma a la mirilla con la luz apagada. Reconoce la mata de pelo negro oscura y abre la puerta.

—Tardaste mucho.

Joan sonríe, cansado; demasiada acción últimamente. En su mano izquierda lleva dos bolsas con comida china y se las acerca.

—Ve comiendo. Voy a ducharme y vengo.

No le da tiempo a replicar porque él ya ha desaparecido tras la puerta de su casa, y resignada lleva las bolsas a su cocina. El olor de la comida le hace la boca agua y recuerda entonces que no ha comido nada en toda la tarde. Con curiosidad va destapando cada envase, picoteando lo que ve más apetecible. Abre la nevera y, de pronto, los tercios de cerveza cobran sentido. Un pequeño sorbo al botellín después de un largo suspiro consigue apaciguarla. Entonces recibe una llamada al teléfono con el nombre de su hija. Deja la cerveza en la mesa y descuelga el teléfono, insegura.

—Hola, Natalia. —Traga saliva intentando tranquilizarse—. ¿Cómo estás, cariño?

Le contesta con susurros, pues no quiere ser escuchada por nadie en su escondite secreto, el tramo de escaleras que comunica la cuarta planta con la quinta.

—Mami, te echo de menos, ¿cuándo vienes? Yo no sé qué le pasa a tía Susana, pero parece que quiera convertirse en ti. Me ha soltado un rollo de no querer ser tu sustituta y de que confíe en ella. Cuando se lo conté a la tía Raquel, se enfadó mucho.

—No le hagas caso a lo que te diga tu tía Susana.

Joan llama a la puerta con sus nudillos y Teresa, después de cerciorarse de que es él, le abre. Teresa ríe por una tontería que le ha dicho su hija y Joan, satisfecho, se recrea en la imagen de la mujer relajada delante de él. Una Teresa despreocupada, despeinada, enfundada en ropa deportiva tres tallas más grandes que la suya, mostrando un hombro por el cuello de la camiseta y bebiendo entre risas cantarinas.

—Pronto.

Él espera a que termine de hablar con Natalia y se sirve otra bebida. A los pocos minutos, Teresa se sienta frente a él y juega con la etiqueta de su cerveza.

—¿Podemos… podemos no ponernos serios hasta acabar de cenar? Necesito un respiro.

Joan está de acuerdo y hablan de todo y de nada a la vez. Disfrutan de la comida china, algo fría, y de un par de botellines cada uno. Los platos se vacían y algunos granos de arroz y unos cuantos guisantes se han quedado huérfanos encima del mantel. El olor a aceite frito y a huevo flota entre ellos, aun sin comida presente. Teresa formula la pregunta que baila alrededor deseando salir a la pista.

—¿Quién empieza?

—¿Cómo te sientes ahora mismo?

—Fatal. —Teresa baja la cabeza y coge el ticket de la comida torturándolo una y otra vez—. Me siento culpable de estar bien, ¿tiene eso alguna lógica?; de haber podido escapar de Miguel Ángel; de haberme olvidado de Natalia, a pesar de que la quiero con todo mi ser. También intranquila por estar aquí mientras ella está en el hotel del infierno. Egoísta porque no puedo pensar más que en mí misma y en mi niña en lugar de en los pobres desaparecidos con los que te tengo que ayudar. Y aquí estoy, bebiendo contigo.

—No te fustigues, has pasado por mucho.

—Tengo miedo —confiesa— de Miguel Ángel, de volver, de lo que pueda hacerme. Tengo miedo de que Natalia un día me diga que la abandoné. Tengo miedo de… —esquiva su mirada— de ti. No recuerdo exactamente quién eres.

—Yo no soy Miguel Ángel —añade serio, frunciendo los labios.

Le molesta esa confesión, ¿cómo no hacerlo después de todo lo que han pasado? Pero no se deja llevar por ese pensamiento. Callados, se miran sin saber cómo continuar.

—¿Quién empieza? —interrumpe Teresa, y Joan sabe que se ha vuelto a encerrar en sus sentimientos.

—Nos conocimos en el Bar de Carlos, por el Bulevard Austria.

—Cierto. Natalia tendría cuatro o cinco años. ¿Por qué irnos tan hacia atrás?

Joan cree estar pisando un campo de minas que, en un descuido, empezarán a explotar una por una.

—Averigüé por tu actitud lo que ocurría con Miguel Ángel y te ofrecí mi ayuda para salir de allí.

—Y me negué porque creí tenerlo todo controlado —recuerda avergonzada—. No empezó siendo violento.

—Y yo te contesté entonces lo mismo que te voy a decir ahora: no tiene por qué serlo. No necesita ponerte la mano encima para que sea considerado maltrato. Pero seguro que escuchaste cosas que nadie debería oír. —Intenta cogerla de la mano, pero ella lo esquiva y se levanta de la silla para pasearse por la cocina—. Quisiste denunciarlo llevando pruebas a comisaría, varias veces, y luego, por arte de magia, todas desaparecían. Él —pronuncia asqueado— tiene muchas influencias en todas partes, de alguna manera conseguía hacerse con las evidencias y empezaste a desconfiar de mí cuando te amenazó con quitarte la custodia de Natalia.

Ella asiente con cada palabra y Joan casi puede escuchar el chirrido de los engranajes girar en su cabeza.

—¿Cómo acabé siendo tu confidente?

—Fue por casualidad. Para poder separarte de tu marido y no perder la custodia de la chiquilla, te recomendé que buscases alguna prueba en su despacho que demostrara que no podía encargarse de Natalia. Tú encontraste una pista del caso de los desaparecidos.

Teresa se ve reflejada en el cristal del armario de la cocina y lo que observa no le gusta nada. Vuelve a sentir miedo, miedo de lo que ha descubierto, de lo que sabe Joan y de lo que desconoce. Miedo de lo que puede significar todo aquello, miedo de la posibilidad de haber llegado tarde. Miedo de no tener ayuda de Joan. Miedo de perder lo poco que le queda. Está harta, más que harta de tener miedo.

—La gorra de la peque —añade recordando de pronto.

—Exacto. Tú encontraste la gorra de Lidia, la novena niña desaparecida. La reconociste porque estaba en su despacho y no era de Natalia. Por esas fechas, la foto de Lidia circulaba por todas partes y tenía esa misma gorra. En ella encontramos un cabello suyo en el que coincidía el ADN.

—Y Lidia no es amiga de Natalia, ni siquiera van al mismo colegio.

—Eso me dijiste en su día, pero vive tres calles paralelas al hotel.

Necesita aire, vuelve a hacer ese calor pegajoso de la mañana. Se aproxima a la ventana de la galería y respira profundamente. La cabeza le da vueltas. Si bien es cierto que hasta aquel momento no se acuerda de todo, va recuperando algunos instantes del pasado conforme Joan le cuenta. Él se ha levantado y mantiene una distancia prudencial entre ellos para no alarmarla. No se dicen nada, se acompañan mientras ven a través de la ventana de la galería las entrañas del barrio donde conectan los balcones de todas las viviendas. A lo lejos alguien cena en la terraza, en otro balcón un perro ladra y, en la mayoría, descansan los tendederos repletos de ropa.

—Siéntate, por favor —le pide Teresa.

Joan obedece extrañado y la observa coger una enorme y pesada olla de uno de los módulos superiores. La deja encima de la mesa.

—No encontré solo la gorra.

Con la cabeza señala lo que hay encima de la mesa. Joan no puede evitar pensar que en otra situación se podía haber hecho un chiste, mas el semblante serio de Teresa no admite bromas.

—Encontré la gorra en la destructora de papel del despacho de Miguel Ángel, pero no solo la gorra, sino esto —dice señalando el sobre.

Joan lo sostiene entre sus dedos con cierto reparo y lo abre. Dentro del sobre hay cuatro fotografías de dos chicas desnudas que le son familiares. Las imágenes de una de ellas están desgastadas por los bordes, amarillentas, y, por sus expresiones, ella desconocía que estaba siendo fotografiada. Aparece en la ducha y en su habitación cambiándose de ropa. Por detalles en los márgenes, Joan advierte que el entrometido fotógrafo se oculta tras cortinas y puertas, a veces detrás de prendas. Las otras son mucho más modernas por la calidad del papel y la muchacha mira directamente a la cámara. Su cara denota satisfacción por ser inmortalizada por el objetivo. La mirada penetrante junto a la espesura de sus pestañas y de sus cejas le recuerdan a Teresa y a Natalia, y aunque su vestimenta es pueril, la mirada pícara la delata. Ambas fotografías poseen un mismo rasgo en común, los cuerpos blancos como la leche de piel suave carecen de curvas, parecen niñas.

—¿Quiénes son?

—Raquel —le contesta señalando las fotografías antiguas— y mi hermana.

Joan se queda sin palabras intentando asimilar la nueva información. Analiza la imagen de Raquel y le da la vuelta, descubriendo que es una copia.

—¿Y las originales?

Teresa deja caer otro sobre igual encima del anterior. En efecto, este contiene las mismas fotografías de Raquel más descoloridas. Al igual que hace con la anterior, destapa la cara oculta de la fotografía, que le revela una fecha. Un cálculo rápido le horroriza y lanza una pregunta que le carcome.

—¿En qué año nació Raquel?

—En esa foto tenía trece años.

Chista disgustado y se frota el mentón entre conjeturas que van apilándose en su cabeza.

—¿Quién tenía las originales?

—Mi suegro. ¿Te cuento lo más escalofriante? Lo guarda como un tesoro, en un cofre labrado en oro y forrado de satén que no deja que nadie toque, escondido en su caja fuerte. —Evita su mirada y se abraza a sí misma, dejando que el terror y el asco hablen por ella—. ¿Que cómo sé de este cofre? Porque ese viejo desagradable siempre va fanfarroneando sobre lo que tiene y deja de tener, haciéndote sentir de menos porque él es siempre mejor que cualquiera. Tiene a medio hotel atemorizado. Sus hijos, a excepción de Miguel Ángel, huyen. Si vieras cómo tiemblan de pavor cuando se enfada, cuando bebe o cuando grita… No quiero ni pensar, viendo estas imágenes, qué ha podido hacer esa mente perturbada. Al principio no entendía por qué sus hijos no querían que se acercara a Natalia, ahora me lo puedo imaginar. Y Miguel Ángel, ¡Dios! ¿Y si Miguel Ángel es igual? Puedo entender que tenga fotos de mi hermana. Pero ¿por qué guarda sus fotos con las de Raquel? Está igual de enfermo que su padre. ¡¿Y si le hace algo a Natalia?!

Ha alzado la voz sin percatarse de ello y recorre la cocina de un lado a otro. Esos sobres marrones eran los que la habían hecho tomar una decisión tan arriesgada como la de fingir su propia muerte.

—Tranquila, todavía no sabemos nada —intenta calmarla Joan—. Has visto a Miguel Ángel recogerla del colegio, si hubiera ocurrido alguna cosa, no se habría ido con él tan fácilmente. Además, confías en Raquel, ¿no? Ella la cuidará como si fuera su propia hija. A tu cuñado se le ve buena gente también. La niña está protegida.

—El otro día, cuando me llamó, me contó que su abuelo había intentado propasarse con ella. En aquel momento, no podía entenderlo bien; ahora que sé que es mi hija, que sé quién es su abuelo, todo encaja. Mi suegra le quitó importancia, ¡la muy imbécil! ¡¿Qué se cree?!

Espera a que se sosiegue e intenta desviar la atención señalando la olla delante de él.

—¿Y esto?

—Destápala.

De la impresión, se le cae la tapa de la olla encima de la mesa. No ha visto tal cantidad de dinero fuera de una redada o en el almacén de pruebas. Quizás es lo que menos se esperaba ver en aquel piso lleno de humedades. Coge una de las servilletas de papel del rollo de cocina y mueve los fajos para echar un cálculo aproximado.

—Cuarenta mil setecientos veintiocho —resuelve ella.

—¿Tanto?

—En verdad había cuarenta y cinco mil, pero lo gasté en el alquiler de este piso, en una identidad nueva y en unos billetes de tren que perdí.

El policía se deshace de la servilleta de papel y tapa la olla con el dinero dentro. Lo asaltan muchas dudas que se quedan reflejadas en su rostro. Teresa las intuye, pero el miedo al rechazo la mantiene en silencio.

—Dime la verdad, no te juzgaré.

Se vuelve a sentar frente a él. Esquiva su mirada, siente vergüenza por revelarle un plan que en su momento le pareció perfecto y terminó acabando mal.

—Me encontré con el dinero en la caja fuerte, casi al lado de las fotos. Fue una decisión tomada en menos de una fracción de segundo. Sé que mi suegro anda metido en negocios turbios, no denunciaría el robo, ¡y yo estaba tan desesperada! Solo quería escapar de ellos.

—No te justifiques, no te lo estoy pidiendo. Únicamente quiero que me cuentes lo que ideaste.

Suspira aliviada al confesar aquello que la había perturbado. Es inevitable no comparar al policía con su marido y se repite a sí misma que no son iguales.

—Todavía no recuerdo con claridad, pero creo que en el hotel se organizan timbas ilegales o hacen apuestas en el sótano, algo así… Algo ilegal de lo que obtienen muchos beneficios. Yo lo sabía, así que lo robé con una intención. Con ese dinero, me crearía una identidad falsa que utilizaría tras mi «muerte». Le dejé a mi hija un teléfono móvil de prepago para avisarla el día de la huida. Me llevaría a Natalia lejos, quizás al extranjero, y haría pasar su desaparición como otra más en tu caso.

Ella espera algún reproche de su parte, al fin y al cabo, es policía y su plan es ilegal y peligroso por todas las costuras. Está cruzado de brazos con una expresión dura en su rostro.

—Podrías haberlo consultado conmigo. Te hubiera dicho desde el principio que el plan era una mierda.

Siente sus palabras como una pedrada. Quiere defenderse, pero no puede porque tras haber pronunciado el plan en voz alta, le parece tan descabellado que se avergüenza.

—Pensaba en mi hija y en mí. ¿Me hubieras ayudado?

—Para nada —contesta sin dudar—. Así no se solucionan las cosas. Sé que lo has pasado mal durante mucho tiempo y que tu marido es un cabrón. Pero te podrías haber muerto de verdad ahogada en la playa o tu familia política podría haber descubierto tu plan y denunciarte —sermonea—. Sabes de sobra cómo se las gastan. ¿Qué habría sido de Natalia?

Llora en silencio pensando en lo que podría haber ocurrido y la impotencia se acomoda en su pecho. Ambos evitan mirarse, dolidos por la discusión que acaban de tener. El pulgar de Joan roza su brazo, es tan fugaz que parece que no ha ocurrido. Teresa se sobresalta y se encuentra con su mirada sincera.

—Te ayudaré con Miguel Ángel —promete—. No desesperes. No estás sola. Natalia y tú seréis libres pronto.

Torre blanca, rey negro

Подняться наверх