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Domingo, 12 de abril a las 12:18 h (playa de la Malvarrosa).

Una niña destacaba entre todas las demás con su chubasquero rojo de flores bajo un cielo despejado y poblado de gaviotas. La gente se rendía ante el sol y el mar sosegado que besaba con ternura la arena.Y la niña se hacía visible entre el gentío cuando advertían en sus ojos azules reflejos del Mediterráneo, en la gracia de su nariz respingona o en su boca diminuta.Y se volvía invisible cuando se cubría con la capucha y se ocultaba del mundo.

Jugaba con niños mayores que ella, más altos, más rápidos, más listos. Ella intentaba seguir su ritmo, pero sus cortos pasos no alcanzaban. Cayó de uno de los toboganes, con las piernas en alto mostrando su ropa interior blanca e inmaculada. Empezó a llorar, más por el susto que por el daño; aun así, su madre no vino. Hablaba por el móvil sin reconocer el llanto de su hija entre las voces de la gente y el graznido de las gaviotas.

La niña se hizo visible por sus berridos. Alguien de entre la masa se acercó.

—¿Te has hecho daño?

La niña asintió y, en silencio, con la cara roja y la nariz llena de mocos, se volvió invisible.

—Ven conmigo, tengo algo para ti.

***

La vida en un hotel es difícil para una niña. Eso es lo que le dicen a Natalia con bastante frecuencia, pero ella no lo ve así. Entiende que cada vez que cruza el enorme portón se debe alejar de los clientes y ser parte del mobiliario, como cualquier otro trabajador, no importa que su familia sea quien lo regente. No puede llevar amigas sin el consentimiento previo de su padre o de su abuelo, y si se lo daban, las debía recibir en silencio por la puerta de atrás, donde las esperaba su madre, como una heroína, con una mirada compasiva en los ojos y unos brazos fuertes que arrastraban aquella puerta que solo abría desde dentro. Desde que su madre se fue, sus amigas ya no han vuelto.

Por eso avanza como una ladrona escondida bajo los mostradores, ocultándose tras los sillones rojos de la recepción, para luego subir por las escalinatas de mármol blanco. Tiene prohibido subir en el ascensor sola. Su padre le dice que es muy pequeña y que puede romperlo. Ella casi lo prefiere, pues ha descubierto que a partir del tercer piso ya nadie utiliza las escaleras y las ha convertido en su rincón secreto. Allí va a cantar, a pintar y a esconderse cuando no quiere que la encuentren. También para lo que está a punto de hacer, que es coger el teléfono que su madre le regaló en su último cumpleaños e intentar contactar con ella sin que nadie de su familia se entere. Así se lo había hecho prometer.

Escucha un pitido, seguido de otro. Es después del tercero cuando escucha una voz al otro lado que conoce muy bien.

—Natalia, ¿qué haces?

La niña se asusta, dejando caer el teléfono sobre su regazo. Rápidamente, lo oculta tras su espalda y se levanta en dirección a su interlocutor antes de que pueda ver lo que tiene entre manos.

—¡Tío, me has asustado!

—Perdona, perdona.

Su tío, delgado y de altura considerable, la mira desde arriba burlón. Sabe que su sobrina guarda un secreto, aunque no ha logrado descubrir cuál.

—¿Qué guardas, Natalia?

La pequeña esquiva su mirada, nerviosa; él no puede saber de la existencia del plan entre su madre y ella.

—No te lo puedo decir —susurra.

—¿Ni siquiera a tu tío?

Álvaro se acerca, disminuyendo la distancia entre ambos, y la mira intensamente esperando que sea suficiente para provocar su confesión. Natalia traga saliva, sin tener ninguna idea de cómo salir del embrollo, hasta que una idea estalla en su cabeza como un fogonazo.

—No, tío. Solo diré que es un regalo para ti. Así que no te puedo dar más detalles. No insistas.

Su madre le había repetido hasta la saciedad: «Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo». Natalia no conoce a muchos cojos, pero de mentirosos su familia está llena. Se siente culpable cuando su tío le contesta ilusionado.

—¿Un regalo para mí? ¡Qué bien! Lo esperaré con ansias.

Álvaro no la ha creído en ningún momento, pero ya averiguaría lo que trama. Le encantará ver hasta dónde llega aquella aprendiz de mentirosa con sus excusas.

—Vamos, hoy voy a ser yo quien te lleve al colegio.

Natalia se olvida del apuro y empieza a dar pequeños saltos muy contenta. Le encanta ir con él porque siente que sus palabras le alcanzan y le interesa lo que le está contando, no como a su padre. Además, siempre guarda en la guantera dulces con los que las obsequia a ella y a sus amigas.

—Espérame aquí, que voy a por la mochila y vuelvo.

La pequeña se aleja escaleras arriba dejando atrás a su tío, quien la observa marcharse. Los pasos de Natalia retruenan en aquel lugar en el que lo habitual es ser consumido por el silencio. En los últimos escalones, Álvaro advierte el color rosado de las braguitas de Natalia, que contrasta con el gris cemento de la falda del uniforme escolar. Confuso y mareado, decide esperarla sentado.

***

Elena mira con preocupación el teléfono, extrañada de que la niña que siempre mendiga su atención hubiese terminado la llamada de forma tan abrupta. Se muerde el labio y de manera inconsciente se encoge de hombros, incapaz de encontrar una respuesta que le satisfaga. Se estremece y no sabe si es por remordimientos o por el aire traicionero que se cuela por el tejido de su ropa.

Las temperaturas han bajado considerablemente respecto al día anterior. Amenaza la tormenta, pues las nubes se están juntando en una pesada manta grisácea que intimida a todo aquel que camine bajo ella. La humedad es palpable y pegajosa. Es tiempo de constipados.

En días como aquellos, Elena hubiera preferido beberse una infusión de manzanilla mientras lee el periódico en la mesa de la cocina. Mas la intuición la anima a salir de casa y adentrarse en el centro de la ciudad en busca de recuerdos.

Valencia la espera, con las calles abiertas, mostrándole cada rincón que posee. Le enseña la iluminación única que se guarda para los días nublados y que ensalza las fachadas de cada edificio. Ante ella se levantan grandes puertas que pertenecen a edificios lujosos señalados con elegantes números dorados. Se unen en la misma avenida lo antiguo y lo moderno, y aquellos adornos de otras épocas tallados en las cornisas acompañan ventanales que se abren con sensores de movimiento. Una librería de vistoso escaparate expone los libros más vendidos. Una óptica intenta camelar a todo viandante con sus expositores de gafas de mil colores. A su lado, una heladería con la terraza llena en la que nadie toma helado, pero en la que la mayoría saborea su café y alguna galleta con pepitas de chocolate especialidad de la casa. Una sombrerería le sigue, de puerta estrecha y de escaparate recargado con hermosos sombreros que transportan a otro tiempo, otro lugar y otra vida.

Sus pasos le llevan a la calle Colón, calle de tiendas y centros comerciales, de una parada de metro que surge entre las ruinas de una civilización pasada y llena de gente con prisas que va a trabajar. Agobiada, Elena se aleja del paso central y se acerca más al borde de la acera, pero es descubierta por un promotor de una ONG y termina escondiéndose detrás de un kiosco de persianas verdes. No logra disuadirle y la persigue, y esta, sabiendo sus intenciones, rodea la caseta y se posiciona frente a las revistas y la prensa. El joven la ha alcanzado y le habla. Ella no puede escucharlo, las grandes letras en negrita de los titulares atraen su atención: «Desaparecidos diez niños en menos de dos meses», «Sin rastro de los niños desaparecidos», «El Butoni se lleva a otro niño en Valencia».

—Teresa, ¿eres tú?

Elena, distraída leyendo los titulares, no se percata de que la pregunta se dirige a ella. A su lado, una mujer rolliza y de menuda estatura la mira con los ojos desorbitados y la boca abierta. La desconocida insiste y esta vez Elena, desorientada, mira hacia atrás esperando ver a alguien más, pero solo está ella.

—Teresa…

La mujer se ha acercado invadiendo su espacio personal, incomodándola, y su rostro augura llanto.

—Señora, perdone, pero no soy Teresa.

Aquello parece extrañarla, aunque no demasiado, pues no cesa su agarre.

—No, no. Tú eres Teresa. Tienes su misma cara.

—Señora —repite con paciencia—, me llamo Elena. Se debe haber confundido.

Murmura palabras que no alcanza a entender y la observa con atención. Alrededor de sus cansados ojos brillantes, se suman las arrugas en cascada. Su cabello negro, indudablemente fruto del tinte, está recogido en un moño en su nuca. Las mejillas pálidas caen debido a la fuerza de la gravedad y de los años; le recuerda a un viejo bulldog. No la reconoce, pero sí que le viene a la memoria un bulldog que venía a buscarla a la escuela todas las tardes cuando era pequeña y que acompañaba a un hombre que lo paseaba suelto por las calles. Al perro le encantaban las puntas de pan y se comía la última rosquilleta de su merienda cuando su amo no miraba. «¿Estoy recordando mi pasado?», se pregunta Elena.

Absorta en sus pensamientos, no escucha la disculpa de la desconocida ni ve cómo se marcha cabizbaja con los ojos empañados en lágrimas. Elena se encoge de hombros y se va por el paseo Ruzafa en dirección a la plaza del ayuntamiento para hacer turismo por aquella Valencia, que como la Atlántida ha sido sumergida por las aguas en su memoria.

***

Unos golpes en la puerta del despacho lo despiertan de la ensoñación en la que se ha sumergido al observar la fotografía que descansa encima de su escritorio. La imagen ha sido rasgada sin cuidado por la mitad. En el marco se mantiene cuidadoso el reflejo de Natalia dos años atrás, mientras que en la basura, la imagen de su mujer mostrando una sonrisa deslumbrante está hecha pedazos.

—¿Cómo durmió el jefe esta noche?

Aquel sonido de tacones que siempre va con ella la ha acompañado desde que se atrevió a calzar los zapatos más altos que encontró en una tienda y que compró a espaldas de su padre en un día de rabieta. Para Miguel Ángel no existe mujer más bella que su hermana Raquel. Vistiendo las ropas más corrientes consigue destacar entre la multitud.

En aquel momento, Raquel lo observa recostada en la puerta con los brazos pegados al cuerpo y una sonrisa sincera.

—¿No deberías estar en el colegio? —pregunta.

—Hoy entro más tarde, no te preocupes. Iba a llevar a Natalia, pero Álvaro se ofreció.

Miguel Ángel encuentra rara la manera de actuar de su hermano. Debía haberle consultado a él primero, que por algo es su padre. Hablaría con él cuando regresara al hotel. Raquel, que lo conoce como la palma de su mano, se apresura a defender a su otro hermano.

—No te enfades con Álvaro, lo hizo por mí. Para darme tiempo a atender unos asuntos. En concreto, tú.

Raquel avanza hasta sentarse en la silla de enfrente del escritorio de Miguel Ángel. Se apoya en el respaldo, adoptando una postura relajada.

—Tienes que estar con Natalia. Desde que su madre… —vacila estudiando la reacción de este— se fue, ha estado actuado distante con los demás. Puedo entender tu dolor, pero tienes que reponerte por tu hija. Yo voy a estar siempre ahí, para lo que quieras.

Miguel Ángel mira a su hermana, primero a sus manos entrelazadas, que se han unido mientras hablaba en señal de su apoyo incondicional, y luego a sus ojos, que destilan compasión. Se guarda sus pensamientos; ella no entiende nada, no es capaz de imaginar ni siquiera un atisbo de lo que desfila por su cabeza. Se humedece los labios. Él no siente dolor por la muerte de su esposa, él quiere celebrar por todo lo alto que ya no esté al abrigo de aquellos muros.

—¿Has venido a decirme esto?

—¿Tú te crees que soportaría un desayuno con ese viejo carcamal si no fuera por ti?

—Adivino que no pudiste escapar de que te despertara aporreando la puerta.

Raquel cierra los ojos en un momento de debilidad y respira. Busca una tranquilidad que en su interior no halla. No cuando le atormentan los fantasmas del pasado y todo lo que la rodea es tan real y palpable que nota el peso de la argolla que mantiene preso su pie y le impide escapar.

—No te equivocas.

Su hermanastra mira la hora en el reloj de pulsera que abraza su muñeca y le anuncia que lo mejor para ella sería marcharse al trabajo si no quiere llegar tarde. Se despide con un beso en la mejilla y abandona el despacho, dejando tras ella una esencia de azahar que entorpece sus sentidos. Siempre ha velado por él, ¿lo haría si supiese que se alegra por la muerte de Teresa? Miguel Ángel no quiere arriesgarse a comprobarlo.

***

Ha pasado toda la mañana callejeando entre turistas y se encuentra agotada. Los pies le duelen a pesar de haberse calzado unas deportivas y en las piernas los calambres la torturan. Ha comido en una bocatería un sándwich que apenas podía morder de lo lleno que estaba. Solo ella sabe el gran esfuerzo que ha tenido que hacer para levantarse de aquella silla que en un principio le había parecido incómoda y que después se había convertido en el asiento más confortable del mundo.

Aún le quedan partes por recorrer del centro histórico. No lo sabe, pero lo sabe. Se ha descubierto escuchando a un guía turístico hablando de los diferentes estilos arquitectónicos de las tres puertas de la catedral. No ha sido hasta su explicación de la puerta románica cuando ha advertido que entendía a la perfección al guía de habla inglesa. Su cabeza le dice que conoce de arte, de esculturas y de monumentos, que sabe idiomas, y, sin embargo, le niega el acceso a su familia, a su trabajo, a la que es su vida.

Abre el portal, encontrándose con su impredecible vecino, quien le sonríe con amabilidad y que está esperando el ascensor. Elena nota que su mirada la recorre de arriba a abajo, como aquella mañana, recopilando información. Le satisface al mismo tiempo que le molesta. Prefiere que se dirija a ella y le pregunte, no que se quede en silencio averiguando hasta lo que no quiere revelar. Ella también puede jugar al juego de adivinar, y el comportamiento extraño de su vecino delante de su puerta la tarde anterior le grita a voces que alberga sentimientos por ella.

—¿No subes?

—Sube tú primero, quiero ver si me han traído cartas.

Busca el buzón de su vecino para conocer su nombre sin éxito, ya que, al igual que el suyo, la plaqueta está en blanco.

—Te espero —insiste.

Elena niega con rapidez, sin mirarlo, haciendo como que busca las llaves en su bolso aun después de haberlas rozado tres veces.

—De verdad, no te preocupes. Ve delante —se apresura a contestarle con amabilidad.

—Como prefieras —añade encogiéndose de hombros.

Aliviada, un suspiro se escapa de entre sus labios sin ser consciente de que está reteniendo la respiración. Su pecho duele, oprimido por sensaciones que no sabe de dónde provienen. Le gustaría poder preguntarle con libertad sobre ellas, sobre muchas cosas, pues parece que es la única persona que la conoce y, sin embargo, hay un cepo en su garganta que se niega a desaparecer. Está tan cansada.

Ensimismada en sus pensamientos, un vecino le roba el ascensor en una planta superior a la suya. Al pasar delante de ella, la saluda con una breve inclinación de cabeza y se marcha sin pronunciar palabra. Se mete en el elevador antes de que se lo vuelvan a quitar y, al cerrar las puertas, le llega un olor familiar. Huele a colonia, a trabajo y a sudor. Cierra los ojos y respira con fuerza. Huele a almuerzos en un bar, a abrazos prolongados y a lágrimas, muchas y muchas lágrimas. Huele a él, y ella es capaz de reconocerlo. Siente que una parte de su cerebro quiere recordar; la otra mitad no está dispuesta a participar.

Al pasar por delante de su puerta, se obliga a no mirarla, a no preguntarse si estará al otro lado esperando verla, tal y como hubiera hecho Elena con él.

Deja las llaves y el bolso encima de la mesa blanca de la cocina y se va directa a su dormitorio para tumbarse y descansar. No pasan más de cinco minutos y su mente desconecta y se abandona a la dulce melodía del sueño cayendo rendida.

Sueña que está en la Torre Eiffel con una amiga, ¿Clara?, ¿Blanca? No, es Susana. Y no es su amiga, es su hermana. Tiene dieciocho años cuando cogen un avión por primera vez, del que tenían billetes reservados dos meses antes de su aniversario. Van a París con una maleta y tres mudas. Duermen en unos hostales a las afueras de la ciudad. Se sienten fuertes y libres. En el avión de regreso, Susana le confiesa que su sueño es convertirse en azafata. ¿Dónde estará Susana?

Una canción de salsa a todo volumen la arranca del mundo onírico. El teléfono descansa a un lado en la almohada y le ataca con la estruendosa música, odiándola con todo su ser. Se reincorpora en la cama y descuelga aún con los ojos cerrados.

—¿Quién?

—Mamá, soy yo. Natalia.

La voz de la niña se escucha débil, al límite de quebrarse en lágrimas y gemidos. Elena se dice que solo por aquella noche dejaría creer a la pequeña que ha contactado con su madre.

—Mamá, hoy ha pasado algo horrible.

Natalia estalla en llanto y en hipidos entrecortados. Elena se espabila en un santiamén e intenta tranquilizarla con palabras, a sus oídos, torpes e insuficientes. Se instala un repentino dolor en su cabeza. De forma inconsciente, tararea una nana que le cantaba su madre cuando era pequeña. Se la cantó una vez que peleó con Susana y terminó haciéndose daño en la rodilla. Elena nunca la golpeó intencionadamente; en cambio, Susana la empujaba con todas sus fuerzas. En otra ocasión, la intentó ahogar con la almohada. En su momento dijo que no lo hizo con intención.

—Mamá, hoy escuché de papá, cuando se encerró en el cuarto, que lo mejor que podías haber hecho era desaparecer de nuestras vidas. Mamá…

Elena espera a que se calme para que le cuente con más detalle lo que ha sucedido. La escucha llorar desconsolada y sorber los mocos por la nariz. No la conoce físicamente, pero imagina a una pequeña niña morena de ojos empañados con agua salada sentada a los pies de su cama, limpiando sus lágrimas con las manos. Escucha sonidos al otro lado del teléfono, sonidos de desconocida procedencia que hacen que Elena tema perder la conexión. La llama por su nombre y no recibe respuesta. Los ruidos no cesan.

—Natalia, abre la puerta. —Elena escucha una voz lejana y femenina.

—No.

Natalia ha escuchado pasos acercarse a la puerta de su habitación y, con rapidez, esconde el teléfono debajo de la almohada. Sus lloros han atraído a su abuela Dolores, quien acude a su encuentro. Desde el otro lado de la línea, Elena duda entre seguir escuchando o colgar.

—Natalia, abre la puerta ahora mismo.

Elena escucha la voz con más claridad que la vez anterior y, sin saber por qué, se siente asqueada al instante. Escalofríos recorren su nuca y más que antes identifica una necesidad imperiosa de finalizar la llamada para apagar la voz de esa extraña. No lo hace porque siente que estaría traicionando a Natalia de algún modo.

Dolores consigue entrar y ya la interroga para saber la naturaleza de sus lloros. La niña le cuenta y Elena vuelve a escuchar lo mismo que le ha oído contar sobre su padre. Espera unas palabras de aliento mejores que las suyas. Lejos de cumplir con sus expectativas, Dolores defiende sutilmente el comportamiento de su hijo. Sus palabras son dulces, pero son envenenadas. Culpa a su madre de lo que ha pasado, de su desaparición, e intenta convencer a Natalia de que su familia siempre va a estar con ella. Elena cuenta hasta cinco veces cómo Dolores le repite que su madre no va a volver y ella misma se pregunta si la madre de la niña ha desaparecido o ha muerto. Cualquiera de las dos opciones es nefasta.

Natalia se ha quedado en silencio y la abuela interpreta que por fin sus palabras han logrado calar en ella y se ha dado cuenta de que la marcha de su madre ha sido la mejor de las bendiciones para la familia. Cuán equivocada está. Tras abandonar Dolores la habitación, Elena escucha de nuevo un chisporroteo en el teléfono que la deja sorda.

—Mamá, ¿sigues ahí?

—Sí —contesta inconscientemente.

—Mamá, tienes que venir a por mí, a salvarme. Me lo prometiste antes de marcharte.

Elena no duda de que la madre de Natalia hubiera deseado escaparse de aquella casa de locos. Sobre todo porque nadie se apena de su marcha.

—No te preocupes. Cuando pueda, ahí estaré. Tú aguanta un poco más.

Se siente culpable después de haber pronunciado aquellas palabras que firman un compromiso que tal vez la madre de la niña no pueda cumplir. Palabras que la niña ha asimilado y se encuentra ya feliz y esperanzada. En un instante, se esfuma la pena para dar rienda suelta a una conversación en la que Natalia cuenta y Elena escucha. Le habla del ocho en el examen de Inglés, de las cuartas gafas de un tal Fede que ha vuelto a romper jugando al fútbol, de los increíbles cuentos que le narra su tía Raquel y de los caramelos de limón del abuelo que compra en un puesto del mercado central.

—Mamá, tengo que colgar. Llamaré mañana.

—Buenas noches, Natalia.

—Te quiero, mamá.

Vuelve a tener la sensación de que en su pecho su corazón se retuerce. Esa noche no quiere cenar, la culpabilidad de mentirle a una niña pequeña le ha cerrado el estómago.

Torre blanca, rey negro

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