Читать книгу Torre blanca, rey negro - María López Ribelles - Страница 13

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El cigarro danza entre sus dedos creando sombras de humo escurridizas que se desvanecen por el jardín. En la noche no ha dormido y se dedica a observar el movimiento de las plantas mientras fuma un paquete de sus cigarros mentolados. No ha querido beber, pero ha sido muy consciente de la botella de vodka en el mueble bar y del hielo en la nevera. Encuentra alivio en aquel jardín que comienza a florecer, está tan orgullosa de haberlo conseguido con sus propias manos.

Escucha ruido detrás de ella, en la cocina, y sabe que Belén ha despertado. Arrastra los pies en unas pantuflas de lunares y el cinturón de su bata va acariciando el suelo que pisa. Bosteza sonoramente y se abraza a su espalda.

—No has dormido nada, ave nocturna —resalta lo obvio con voz somnolienta.

—Cuéntame algo que no sepa ya.

Belén le roba el cigarro de sus dedos, dándole una última calada, y lo apaga en un cenicero rebosante.

—Yo no sé para qué los pruebo, me siguen pareciendo asquerosos.

Raquel se recuesta en el pecho de Belén y suspira. Está cansada por haber pasado la noche en vela.

—¿Por qué no tomaste los somníferos que te receté?

—Perdí la caja.

Belén busca en su cara algún indicio de engaño.

—No me mientas. Esa medicación es muy fuerte y además engancha —le recuerda preocupada.

—No te miento. Cambio constantemente las cosas de sitio, no he encontrado la caja por ningún lado.

Se levanta con esfuerzo y le da la mano para que la imite. Estando a la misma altura, Belén le da un beso en los labios, breve y muy cariñoso.

—Vamos, te prepararé un café potente que te cargará las pilas.

***

Le duele todo el cuerpo y se siente estúpido por haber dormido toda la noche en aquel incómodo sofá teniendo su casa al otro lado del rellano. Tras la conversación tan intensa que tuvieron, dejaron de hablarse. Se limitaron a mirarse y a estudiarse, a comprenderse y, cada uno por su lado, a intentar darle algún sentido a aquel lío. Alza los brazos por encima de su cabeza y estira la musculatura de sus brazos y de su espalda, provocando en el proceso un crujido en el cuello. Gime por lo bajo y descubre que en la mesa de la cocina sigue aquel rico y tentador potaje en la olla. Teresa está allí, delante del microondas con la mirada ausente.

Le había pedido que se quedara, tenía miedo. Se había sentido bien, hasta que la escuchó en su dormitorio deslizar un pestillo que no sabía que existiera. Sigue sin confiar en él.

—Ayer no te pregunté por la llamada, ¿otro niño?

Guarda silencio unos segundos, sin saber a qué se refiere.

—La llamada de ayer cuando estábamos juntos.

Abre los ojos y arquea las cejas en reconocimiento.

—Gente muy lista que se aprovecha del sufrimiento ajeno para obtener tajada. Una pista falsa —añade con tristeza—. Pobres padres.

Ninguno de los dos dice nada y desayunan muy conscientes de la olla frente a ellos, que entorpece el paso para coger las magdalenas. Los sobres, como una herida abierta, dejan ver las esquinas de las fotografías que contienen. A Teresa le da repulsión tocarlas.

—¿Qué vamos a hacer con todo esto?

—¿Qué has pensado? —pregunta ella—. Eres el policía.

Medita sus palabras con cuidado, sin precipitarse.

—Quiero saber qué es lo que quieres hacer por ti misma, para ti.

—No te entiendo.

—Me interesa saber si quieres ayudarme porque quieres o te sientes obligada a hacerlo. Es un caso complicado, mucho —recalca—, de verdad que necesito tu ayuda.

—A Natalia no le puede pasar nada —señala preocupada.

—Desde el accidente tengo a un agente que la vigila cuando sale del hotel. No puedo prometerte nada estando dentro de él porque tu familia política no nos deja entrar.

—¿Y Miguel Ángel?

—No va a quedar indemne.

—Te ayudaré.

Lo primero que hace Joan es guardar la olla en el mismo lugar de donde fue sacada bajo la atenta mirada de Teresa. Coge los sobres y los cierra cuidadosamente para dejarlos a un lado. Despeja la mesa y se sienta frente a ella. Del suelo recoge un maletín del que la noche anterior no reparó de su existencia y saca unas carpetas de aspecto oficial.

—De perdidos al río —suspira Joan, dejando las carpetas a su alcance—. Lo que vayas a ver a continuación sobra decir que no se lo puedes contar a nadie. Es altamente confidencial. Puedo perder mi puesto de trabajo y no podría ayudarte en nada aunque quisiera. Insisto en que lo que se hable en esta cocina a partir de ahora no puede salir de aquí.

Teresa asiente y traga saliva al abrir una de las carpetas. En ella aparece una niña morena de sonrisa reservada y ojos de avellana, viste pantalones vaqueros y un jersey añil. Está sentada bebiendo un refresco de limón en la terraza de un bar.

—¿No le ves un parecido a Raquel? A lo mejor me estoy obcecando, pero ese color de ojos…

—Es un factor que debemos tener en cuenta de ahora en adelante, pero no dejes que eso —dice señalando los sobres marrones— empañe tu juicio.

Echa un vistazo a los otros documentos que hay en la carpeta. Informes del momento en que desapareció, fecha, cómo iba vestida, declaraciones.

—Quiero que los leas y que cuando estés allí seas mis ojos. Todo lo que te llame la atención, hasta lo más pequeño, cuéntamelo. Si puedes fotografiarlo y enviármelo, mucho mejor.

—¿Cómo vas a hacer que esas pruebas sean válidas delante de un jurado?

—Si vamos dos pasos por delante de ellos, nos dará tiempo a prever sus movimientos y actuar antes de que oculten las pruebas. Con la excusa de tu vuelta, ya tengo un motivo para estar allí y abrir una investigación. En lugar de investigarte a ti, los investigaré a ellos. ¿Pasarías a mi casa? —vacila un instante—. Será más fácil para mí explicarte ciertas cosas allí.

Se remueve inquieta en la silla de la cocina, pero entiende su petición y le sigue sin oponerse. La casa de Joan le transmite paz y comodidad. No tiene nada que ver con su piso de paredes mohosas. Le resulta familiar, ella ha estado allí antes. Con disimulo mira cada rincón del salón. La disposición de las habitaciones está a la inversa que las suyas. Y el aroma es tan agradable y tan personal, tan él, que Teresa se siente una intrusa. Se asusta al ver una mancha gris moverse en el sofá.

—Esa es Bonnie y este —dice señalando a un gato pelirrojo que se restriega contra sus piernas— es Clyde, ¿los recuerdas?

No los recuerda, pero se guarda su respuesta. Con el gato pisándoles los talones, la lleva a su estudio. La habitación está casi vacía, únicamente está amueblada con un escritorio frente a una enorme pizarra magnética. En ella, sujetas por imanes, hay fotografías de la familia Beltrán, anotaciones y líneas que se entrelazan unas con otras.

—¡Vaya! —exclama tras un silbido de admiración—, como en las pelis. ¿Esta es tu batcueva?, ¿desde aquí combates el crimen?

Sonríe y le señala la pizarra para que se acerque. Reconoce a Raquel saliendo del colegio, a su cuñado Álvaro cerca de su coche en el parking de la plaza de la Reina, a sus suegros y a Tadeo empujando la silla de ruedas de Francisco, a ella misma con Natalia en los viveros jugando en el césped y a Miguel Ángel hablando por teléfono. En los bordes de la pizarra, las fotos de los niños desaparecidos los rodean. «Demasiados niños», piensa con tristeza. Se detiene en cada una de ellas, esperando que alguna le sea familiar. Todo en vano. Apesadumbrada, espera las instrucciones de Joan, quien se ha apartado para dejarle espacio. Le señala la silla para que tome asiento y Clyde no pierde el tiempo en acomodarse sobre sus rodillas. Ronronea como un extractor de cocina, ruidoso e hipnótico. Invita a acariciarlo y Teresa no se resiste.

—El secuestrador es muy hábil, sabe lo que se hace. No ha dejado pista alguna en nueve desapariciones, si no fuera por la gorra que encontraste… Y ahora algo le está pasando —apunta frunciendo el ceño concentrado—. Te lo dije ayer, está siendo descuidado. Debemos aprovechar.

—¿Cómo estás tan seguro de que es alguien de los Beltrán y no del personal que trabaja en el hotel?

—Desde que encontraste la gorra, estuve estudiando cada desaparición minuciosamente. Investigué el recorrido que iban a hacer horas antes y horas después de que se esfumaran. Diferentes puntos de visión a las mismas horas.

—¿Y?

Se lleva una mano a su cabello despeinado para dejarlo más revuelto si cabe y bufa disgustado.

—En cuatro casos no vi a nadie; en dos vi a Tadeo cerca —enumera, y Teresa mira su foto e intenta imaginar al gorila secuestrando una niña—; en uno vi a tu cuñado, que se cruzó con la víctima un par de veces; en otro vi a Raquel paseando a un cachorro por el mismo parque en el que desapareció el crío, y en el último… en el último vi a Miguel Ángel hablando con la niña.

Teresa deja de acariciar a Clyde, como si esto le impidiera escuchar a Joan. Silenciosamente, le pide que repita la última parte, pero este le pide que no lo señale como culpable por mucho que lo desee.

—Cuando regreses al hotel, me gustaría que me dieras los nombres de los trabajadores para poder descartarlos. Háblame de Tadeo —pide Joan.

Piensa en él, no le es difícil imaginarlo, enfundado en sus pantalones negros y sus camisas de rayas recién planchadas, pero de cuellos ennegrecidos. Es un hombre grande, fuerte, muy fuerte. Ese había sido uno de los requisitos que demandó Francisco para el trabajo de acompañarle. Está casado desde hace muchos años y tiene una hija mayor que estudia en la universidad. Le gustan las mujeres y lo demuestra siempre que puede. Las piropea con halagos sin gracia aprendidos de su época de albañil, lanza unas miradas de arriba abajo que incomodan a cualquiera y alguna vez se había ganado insultos por ello. Pero su tipo de mujer no es como la adolescente de Raquel o su hermana. Le gustan las féminas voluptuosas y llenas de curvas, si están entraditas en carne, mucho mejor.

—¿Y si estuviera trabajando para Francisco? Se me ocurren muchas cosas malas si mezclamos los ingredientes de dinero negro, niños secuestrados y un hotel.

Ella rebate, horrorizada, ante tal pensamiento.

—No, eso no puede ser. El dinero en negro lo gana en timbas ilegales que organiza para los clientes más selectos del hotel.

—Vale, te lo puedo comprar. Pero no me negarás, menos después de las fotos que encontraste y lo cuidadosos que son tus cuñados, que a tu suegro no le gustan las adultas.

Le da la razón muy a su pesar y se anota en una lista mental el nombre de Tadeo. Joan pasa al frente de la habitación y señala, bolígrafo en mano, a Álvaro.

—¿Qué hay de él?

De Álvaro encuentra poco que decir y nada malo. Es una de las mejores personas que conoce, siempre ayudando en lo que puede con su aura de buen samaritano. Cree que está en proceso de divorcio, aunque no recuerda el porqué. Trabaja de contable para Francisco, es uno de los mejores en su oficio; sin embargo, ser el mejor no significa nada para su suegro. A Natalia le encanta estar con él.

—¿Y Raquel?

—¿Es Raquel sospechosa?

—¿Y por qué no? Es poco probable, pero tenemos que descartarla.

Raquel es carismática y misteriosa. Había estudiado Económicas y ayudaba con algunos papeleos en el hotel; aun así, descubrió su vocación más tarde: ser maestra. Enseña en el colegio de Natalia educación primaria y Lengua Castellana en algunos cursos de la ESO.

—¿Crees que conoce la existencia de las fotografías?

—¿Cómo podría saberlo? —pregunta alzando los hombros—. No tengo ni idea de cómo podría preguntárselo. Por su propia salud mental, espero que no.

Sin decir nada más, Joan se aproxima a la imagen de Miguel Ángel. Ha llegado su turno. Duele hablar de Miguel Ángel, siempre duele. Se había acostumbrado durante tanto tiempo a vivir con el dolor que ya no lo nota, solo es consciente cuando hablan de él. Le duele haber sido tan ciega, haber pecado de bondadosa por dar tantas oportunidades y esperar un cambio. Miguel Ángel no siempre fue así, o quizás había escondido esa parte de su personalidad cuando se conocieron. Tiene una seguridad en sí mismo bastante envidiable que le había llamado la atención y, por qué negarlo en este punto, la había enamorado. Un día comenzó a mostrarse inseguro sin motivos, a no poder dormir. No dejaba que se acercara, no quería hablar, se mostraba susceptible y le gritaba. Todas las palabras que salían por su boca eran puro veneno. Siempre habían estado de acuerdo, en casi todo, o al final terminaba cediendo porque él lograba convencerla. Hasta que un día se negó. Fue el inicio del martirio y Miguel Ángel la degradó, ya no servía ni como persona según él. No valía para nada.

Sabe que ha tenido amantes, pero no tenía ni idea de que le gustaran las jovencitas, y mucho menos Raquel. Aunque si es sincera, siempre notó una relación extraña por parte de él. ¿Cuándo se fijó en Susana? A ella le gustó nada más verlo, y por aquel entonces, Miguel Ángel bebía los vientos por Teresa. O eso pensaba; después de ver las fotos de su hermana desnuda, ya no podía asegurar nada. ¿Mira a Natalia de manera extraña? No sabría decir, pero sí que ocurrió un hecho que fue una de las razones por las que emprendió ese loco plan suyo. Miguel Ángel, que nunca había sido apegado a su hija, comenzó a tener un comportamiento diferente al habitual. Quería pasar tiempo con ella, cuando nunca tuvo interés, pero no cualquier tiempo, tiempo a solas dentro del hotel. Insistía en que lo acompañara a su despacho para ayudarle a arreglar papeles o le preparaba una habitación en el último piso al lado del cuarto de escobas. Un cuarto de juegos al que le fue prohibida la entrada a Teresa. ¿Tenía aquello algún sentido?

Callan, entre reflexiones y ronroneos, observando la pizarra y esperando a que la solución salte delante de ellos exclamando: «¡Eh, no me habéis visto!». No es así. Una imagen resalta sobre todas las demás, que se le antojan grises. Observando la fotografía con su hija, llena de luz, parece escuchar las risas de un momento que no recuerda. Teresa se levanta, dejando que Clyde pasee por encima de las carpetas con un maullido disconforme, y señala la foto.

—¿Quién nos la hizo? No me acuerdo.

—La hice yo, unos días antes del accidente —le contesta, acercándose para ver el retrato del que están hablando—. Me llamaste por la tarde, te habías ido a merendar con tu hija y olvidaste la cartera —agrega con una sonrisa suave.

—Eso suena bastante a mí. ¿Por qué de entre todas las personas te llamé a ti?

Joan se encoge de hombros y la mira de forma tan directa y tan profunda que el corazón de Teresa tiene que golpearle el pecho para animarla a respirar.

—¡Ah! Yo… lo siento mucho —se disculpa Teresa, sintiéndose tonta—. He sido una insensible, lo siento.

—¿Por qué? —se extraña.

—En ningún momento quise hacerte daño, lo siento de verdad —repite ella.

—Teresa, ¿de qué hablas?

—De ti y de mí. No lo recuerdo, lo siento.

—Sigo sin entender. Por favor, ilumíname.

Se arrepiente de haber sacado el tema, pues parece que ha errado en sus teorías y ahora, incómoda, no sabe cómo salir de ese atolladero. En algún momento, la gata atigrada del sofá ha venido y ha decidido que el mejor lugar para asearse sus zonas íntimas es encima de las carpetas del caso. Bonnie levanta la cabeza y la mira curiosa, relamiéndose. Se burla de ella.

—De tú y yo…, de nosotros… juntos. Soñé…

Enmudece de forma abrupta, causando más curiosidad en él. Se aleja unos pasos de él y empieza a recoger las carpetas de encima del escritorio apartando a los gatos con cuidado.

—¿Qué soñaste? —pregunta interesado.

—Nada importante —contesta secamente—. Estoy confundida ahora mismo.

—Cuéntamelo entonces, te puedo ayudar.

Ha amontonado las carpetas y están perfectamente alineadas una encima de otra. Las reajusta aunque no sea necesario. Nota la mirada incisiva de Joan en su espalda y, a pesar de estar en silencio, puede escucharlo insistir en que le cuente.

—Pensaba… —traga saliva y se da la vuelta para verle directamente— que tú y yo habíamos estado o estábamos juntos. Por la manera en que me miras…

Su frase se queda incompleta y Joan no necesita saber cómo acaba para comprender lo que le quiere decir.

—Supongo que te miro así desde hace mucho tiempo.

Frunce los labios porque quiere decir mucho más, pero retiene las palabras en su boca porque no es el momento adecuado. Nunca lo es.

—Me voy, tengo mucho que estudiar.

—Nos vemos.

***

Se desliza como una sombra en su suite siendo muy consciente de la presencia de las cámaras en los pasillos del hotel. Nunca entendió por qué Francisco había insistido en ponerlas en la última planta, donde vivía la familia. Enciende el interruptor a su izquierda y se ilumina la lámpara de araña del salón y la del dormitorio. Deja su bolso de piel en uno de los sofás blancos que rodean una mesa de café. Con pasos cortos y rápidos, se dirige al enorme armario ropero lacado de blanco.

En su interior, aparta los trajes de chaqueta a medida de los vestidos de lujo. Debajo, cajas de zapatos de fiesta, de esos que solo se pone para una ocasión y luego no vuelve a utilizar de lo incómodos que son, se amontonan en diversas piladas. Escoge una caja y con cuidado la abre. No solo no hay zapatos, sino que contiene una bolsa de plástico con una sustancia polvorienta y blanquecina al lado de otro similar de color oscuro.

Como si llevara una bomba dentro de la caja, de forma muy delicada se levanta con ella en la mano y va hacia la cama. Respira varias veces para calmar el galope de su propio corazón, que parece querer saltar de su pecho. Con las manos muy estiradas, como un mago a punto de realizar un truco, abre ambas bolsas y deja caer el contenido de la más clara en la más oscura. Reflexiona un instante y vuelve a echar más cantidad.

Ya está hecho, solo queda buscar el momento perfecto.

***

Francisco revisa por sexta vez en aquel día el interior de su caja fuerte. Gruñe y maldice entre dientes a todos los de su estirpe, a sus antepasados y a quien se le ocurra en ese instante. La caja está vacía, únicamente el cofre al que tanto aprecio le tiene se atreve a mostrarse ante él como un cadáver devorado por los buitres, desprovisto de su corazón, de su ser, de la razón de su existencia. El dinero es lo de menos, con organizar un par de timbas más volvería a reunir esa cantidad. Pero ¿y su tesoro más preciado? Las fotografías de Raquel son únicas en el mundo. En ese retrato tenía la misma edad con la que conoció a su madre, su primera mujer, la misma cara y la misma figura de entonces. ¿Quién había sido el malnacido que le había robado?

Tres golpes leves llaman a su puerta y esperan al permiso de Francisco para poder entrar. Sin prisa, pero de manera muy brusca por la rabia, cierra la caja fuerte y la oculta tras un cuadro de la Lonja de Valencia.

—¿Qué pasa ahora? ¿No podéis dejarme en paz ni un puñetero minuto? —brama molesto el anciano.

Álvaro entra al despacho con pies de plomo. El carácter de su padre le aterroriza, da igual la edad que tenga, consigue anularlo por completo. Intenta que su atención recaiga sobre los papeles que lleva en la mano y no sobre su persona.

—Perdona, papá. Esto es urgente, es sobre el balance del último mes. Necesito que me confirmes una cosa.

—¿Y por qué me preguntas a mí? De esos asuntos ya se encarga Miguel Ángel. ¿De verdad estás trabajando en esta empresa? No lo parece.

Álvaro se muerde el interior de los carrillos y empieza a hiperventilar. Intenta tocar lo menos posible los papeles en la mano para no empaparlos con su sudor.

—Miguel Ángel no está y me urgen estos datos.

—¿Que tienes prisa? Ya me ha dicho tu madre que tu mujer se ha cansado de ti y que llevas una semana viviendo en el hotel, puedes esperarte perfectamente a que llegue Miguel Ángel para hacer eso.

El sabor metálico de la sangre le aturde. Su autocontrol se está desbaratando.

—Papá, quiero volver con mi mujer y mis hijas. Necesito acabar con esto.

—Eres un inútil con poco que ofrecer como persona. Un cobarde siempre pegado a las faldas de tu madre o de alguno de tus hermanos. Solo te sientes fuerte con la escoria o con los críos. No vales para nada.

Tantas horas pagadas al psicólogo y no le están sirviendo de nada. Ha ensayado miles de veces y representado en la consulta, ha recreado una conversación similar antes de dormir en su colchón, le ha hablado a su propia imagen en el espejo, le ha chillado a una columna solo por él, y llegado el momento, el gran momento de la verdad, se queda callado dejando que le humille.

Le ve mover los finos labios casi perdidos por la vejez, soltando espumarajos y puro veneno; ya no le escucha. Lo conoce, vaya que si lo conoce. Su padre sigue un patrón; uno, dos y tres, y vuelta a empezar. Él siempre con su mismo vals. Cuando sus planes son truncados, la primera persona en aparecer se convierte en su saco de boxeo personal y se desquita con insultos y humillaciones. Ha bailado el mismo vals desde que tenía cinco años y la canción sigue el mismo compás con algunas variantes: «inútil», «falta de personalidad», «blandengue», «no sirves para nada», «tu hermano es mejor que tú», «aprende de tu hermana», «mira a tu hermana», «¿has visto a tu hermana mientras se ducha?», «menudo cuerpo tiene», «aunque escuches gritos, no entres», «¿a quién llamas, monstruo?», «si se lo dices a alguien, te mato».

Mueve la boca intentando defenderse de los ataques, pero no puede. El peso en su pecho aumenta, la impotencia abraza sus hombros y una nueva rabia, bastante desconocida para él, crece alimentada por el alcohol que ha bebido antes de entrar. Envalentonado, se acerca a su padre y lo aprisiona contra la silla con tanta violencia que casi termina volcándola.

—¿Qué pasa, papá? No tuviste suficiente con que un hijo te tirara por las escaleras, ¿ahora quieres que otro también lo haga?

—La diferencia con tu hermano es que él se atrevió a hacerlo sobrio.

La puerta del despacho se abre. Tadeo entra hablando sobre el tráfico de la avenida cuando se encuentra con la escena. Cierra con rapidez antes de que alguien ajeno a la familia se entere de lo que está sucediendo dentro y se acerca a Álvaro intentando disuadirle para que deje a Francisco.

—¿Tantas ganas tienes de morirte que vas provocando a cualquiera con el que te cruzas? Coge la silla, tírate por las escaleras y déjanos a todos en paz.

—Álvaro, déjalo. Ya lo conoces, no le hagas caso.

—¿Por qué ignorarlo cuando es el único que hace daño gratuitamente y es libre? Es él quien está haciéndolo mal. Siempre lo ha hecho mal, ¿por qué tenemos que permitirlo?

—Dale un golpe y quítamelo de encima. ¿Para qué te pago? —chilla Francisco con la voz desgañitada.

Tadeo, sin saber qué hacer, coge a Álvaro por los hombros e intenta apartarlo sin conseguirlo.

—Eres una alimaña, una bestia inmunda que destroza a todo el que se le acerca. Me alegro de que mis hijas estén lejos, porque así no estarán cerca de ti y de tus sucias manos, viejo asqueroso. No soportaría que les hicieses lo mismo que a Raquel.

—¡Álvaro! —exclama con tono de advertencia el anciano, desviando su mirada hacia Tadeo.

—¿Ahora tienes miedo? ¿Vas a amenazar otra vez con matarme? Deberíamos haberte metido en la cárcel hace mucho. Ya no te tengo miedo porque lo he perdido todo, ¡por tu culpa!

Sin previo aviso, lo suelta y empuja a Tadeo para hacerse camino. Francisco grita como un aguilucho herido.

—Tadeo, haz algo. Páralo, tíralo por las escaleras, córtale la lengua. Haz algo —le ordena.

Y Tadeo obedece.

Torre blanca, rey negro

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