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Prólogo

En todas las familias hay historias inacabadas. Historias de pérdida, incomprensión, amargura y dolor sobre las que se echan sacos de tiempo y losas de resignación. Esas historias, lo sepamos o no, permanecen unidas a nosotros y a veces marcan nuestro destino.

Tengo muchos recuerdos de mi padre sumergido en papeles procedentes de carpetas viejas y desgastadas por el tiempo, cuyo contenido se percibía como algo frágil e insondable, pero que era menester reverenciar. Durante años, durante algunos momentos muy específicos, vi a mi tía, Patricha, y a mi padre, Florestán, embarcarse en la tarea de revisar una y otra vez esos papeles, a los que siempre se han referido como “la obra de la abuela”: los poemas inéditos de su madre, María Luisa de Iriarte. En esas ocasiones, se podría decir que entraban como en trance, como si no hubiera otra cosa más importante sobre la faz de la tierra, y cualquier otro tema era ignorado y postergado, convirtiéndose en algo mundano, superficial y absolutamente secundario. Y durante años he visto cómo, por un motivo u otro, las interminables sesiones no fructificaban, “la obra de la abuela” permanecía sin publicar, y la figura de María Luisa de Iriarte condenada al anonimato.

La sola idea de que se perdiera resultaba insoportable para ambos, hasta el punto de que no se podría haber tirado ningún libro o cuaderno en casa de mi abuela sin haber previamente revisado si contenía algún manuscrito valioso, ya fuera un verso o una anotación a un texto. Mi tía, de hecho, ha viajado casi siempre con los papeles encima. Pero esa es otra historia, y no es la que quiero contar. La historia que quiero contar en este prólogo tiene que ver con el dolor que suponía que la obra poética que mi abuela desarrollo antes, durante y después de la guerra civil española, permaneciera en el olvido. La historia de ese dolor que de forma tal vez imperceptible lo impregnaba prácticamente todo en la vida de María Luisa de Iriarte, y que tras su muerte en 1991 no hizo sino aumentar para mi padre y, sobre todo, para mi tía. Un dolor lacerante e incapacitante que, enquistado e inmóvil, se podría decir que convertía el paso del tiempo en una tortura difícilmente soportable, y por tanto la vida en una huida inconsciente y entretenida, analgésica.

Si hubiera otra palabra, además de dolor, para definir esa situación, tal vez pudiera ser angustia. Sobre todo, angustia ante la pérdida. Como casi todos los que vivieron las consecuencias primeras de esos tiempos de incomprensión, sinrazón y odio, mi abuela, mi padre y mi tía sufrieron muchas pérdidas. La más importante para todos sería la pérdida en 1945 de su padre y marido, Manuel Mascías Aguilar, muy pronto, tras años de enfermedad consecuencia de su estancia en las cárceles de los dos bandos: checas primero, en Madrid, y en las cárceles franquistas después. Consecuencias extrañas de pertenecer a una familia monárquica – su tío era Florestán Aguilar, odontólogo personal del rey Alfonso XIII, por quien le fue concedido el título de Vizconde de Casa Aguilar, y persona de cierta relevancia en la sociedad española de su tiempo-, y de verse militarizado por el gobierno de la II República para, en su condición de médico odontólogo, atender a los heridos republicanos.

A las penurias de la posguerra se unió la amargura de esta pérdida, tan grande, que además conllevó la necesidad de una lucha por el sustento para la que mi abuela, una madre viuda y escritora, no estaba preparada, tras haber disfrutado de una posición bastante acomodada hasta ese momento. Además, supuso un golpe muy grande a sus aspiraciones literarias. La que hasta entonces fue una mujer moderna y libre para la época, poetisa de vanguardia en unos tiempos en los que las mujeres con inquietudes intelectuales no gozaban tal vez de gran estima o fácil difusión, con la guerra perdió el camino que quería recorrer, las metas que buscaba y el hombre con el que eligió buscarlas, probablemente justo cuando más le necesitaba…en un período tan convulso y de tantos cambios.

Esa sensación de pérdida y de miedo a la pérdida ha estado inevitablemente presente en las vidas de todos nosotros, hayamos sido conscientes de ello o no. Esa angustia de futuro robado no es más que un ruido sordo para nosotros, sus nietos, pero para mi abuela tuvo que ser durante toda su vida un constante e intenso martilleo del que no podía escapar. Para mi padre y mi tía creo que lo fue aún más si cabe, pues tras una cómoda y feliz infancia temprana crecieron no solo sin padre, con todo lo que eso conlleva, sino también siendo muy conscientes de que el brillante pasado familiar se había esfumado, tal vez para siempre. Orgullosos de él, sí, pero condenados por él al mismo tiempo.

Tal vez por ello, durante estos arrebatos de responsabilidad que los llevaban a revolver nuevamente papeles muy viejos, mi padre y mi tía rara vez pedían ayuda. Era un asunto familiar, era un asunto suyo. Muchas veces esta actitud resultaba inexplicable y enigmática, muy frustrante y, claro, también muy dolorosa para el resto de la familia. En mi caso, visto con la serenidad que aportan las nuevas perspectivas, he elegido pensar que en realidad no es que no quisieran hacernos partícipes para proteger un legado, o por temor a que pudiéramos mancillarlo con nuestra distancia y falta de entendimiento, sino que tal vez no quisieran compartir esa pesada carga de recuerdos, de dolores, de heridas mal cicatrizadas por un tiempo que ya no volvería y cuyo paso no hacía sino acumular polvo en un libro cerrado, imposible de volver a abrir. Quizá para que no estuviéramos siempre en busca de ese tiempo perdido.

Mi padre, después de una juventud complicada, afrontando la muerte de su padre a los dieciocho años y viéndose obligado a trabajar desde muy joven, finalmente abandonó sus estudios de Medicina para ayudar a su madre y eventualmente formó su propia familia. Vivió el resto de su vida entregado a ella -seis hijos no son pocos- y, tras muchos y largos años de enfermedad, falleció en 1998, sin haber conseguido realmente acometer la publicación de la obra. Creo que para él fue una utopía irrealizable, por falta de medios y conexiones, pero sentía un orgullo y admiración profundos por su madre, y por su capacidad para crear.

Mi tía Patricha ha dedicado gran parte de su vida a cuidar de otros. Primero, a su madre, sobre todo durante los últimos años de enfermedad, cuando ella y mi abuela vinieron a vivir a nuestra casa, y de donde por cierto no se ha marchado nunca. Después de la muerte de mi abuela, ayudó a cuidar de mi padre, y más tarde ayudó a mi madre a cuidar a mi abuela materna hasta su fallecimiento en 2003. En resumen, aún con sus manías y con sus rarezas, a veces insondables e inentendibles, mi tía es una persona que, cuando cuenta, es capaz de olvidarse de sí misma y entregarse en cuerpo y alma a cuidar a las personas que quiere y que lo necesitan.

Ahora, a sus 92 años, para ella sería una gran alegría ver finalmente la obra de su madre editada, publicada y difundida en los ámbitos académicos, especialmente ahora que no queda mucho para que se cumplan 30 años del fallecimiento.

Esta premisa me hizo plantearme seriamente la posibilidad de, con la ayuda de mis hermanos, hacerme con los manuscritos de mi abuela y convertirlos en esta edición de sus obras completas. Porque me parecía que la memoria de mi padre y, sobre todo, el presente de mi tía Patricha, se merecían que lo hiciese. Porque ante esta historia de dolor y angustia por una obra inédita, resultado de un futuro truncado y de una pérdida de pérdidas, que tanto les marcó en su desarrollo personal, ellos respondieron con una vida de esfuerzo, generosidad y cariño hacia los suyos. Vidas que, sin estar libres de contradicciones, resultan un ejemplo de dedicación y de amor para mi familia. Después de una vida de sacrificios y sufrimiento, la publicación de esta obra inédita es nuestro agradecimiento a todo ello, a su entrega y generosidad, y el reconocimiento de su valor.

Sin embargo, aunque esto me ayudó a dar los primeros pasos, una vez hube empezado descubrí que empezaba a sentir algunas otras cosas que me empujaron a completarla. Un día, revisando textos de mi abuela, escritos en cuartillas amarillentas de tiempo y olvido, en lo que ella llamaba el libro de Sinfonía Constante, me encontré con este poema:

Náufrago de recuerdos

Pétalos pequeñitos

de palabras, de formas,

de sensaciones, cuanto

es la vida y la hora

El bagaje es alivio

de algo nuestro que importa

nuestro poder de firmes

conductores de obra.

Esfuerzo diminuto

y alegre que transporta

el ha sido y qué es,

aroma de las cosas

(Entre la duple acción

el transporte, el camino)

Resultó que, al sentirme “conductor de obra” transportando “algo nuestro que importa”, comprendí que para mí había otro motivo para continuar en esta aventura, quizá menos práctico, pero sí mucho más importante: la curiosidad. ¿Quién era mi abuela? ¿Qué escribía? ¿Por qué? ¿Y por qué dejó de escribir? ¿Por qué vivió su vida sin volver a publicar nada? Y finalmente, ¿qué puedo aprender con ella acerca de mí mismo?

Con tantas preguntas y tan poca información de entrada, me encomendé a la búsqueda en internet de detalles sobre la época y también organizamos alguna que otra sesión de preguntas y respuestas con mi tía. Fue un auténtico placer descubrir detalles de la historia familiar que desconocía, precisar algunos que conocía solo superficialmente y ponerlos en un contexto histórico que, si bien no me resultaba desconocido, tenía más sombras que luces. En definitiva, a la importancia que para mí tenía la meta y a la curiosidad sobre “la carga” que transportaba, se unió el placer de andar el camino, de andar todos los caminos: el de mi abuela, el de mi padre, el de mi tía, el de mi madre y todos mis hermanos…el mío. Si se me permite, tal vez hasta el de mis hijas. Creando nuevos recuerdos mientras desentrañaba el olvido. Conociéndonos un poco más a todos, y en especial a mi abuela, esa incógnita creadora que era para mí.

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