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ОглавлениеSu vida
María Luisa de Iriarte y Cortés nació en Barcelona en 1903, en el seno de una familia de buena posición y cultura. Tenía dos hermanas mayores, Carmita y Alcira. Su padre, Mariano de Iriarte y Seguí, era abogado y tenía buena formación, un gusto bien desarrollado por las artes y una buena carrera por delante en el Banco de España. Su madre, Carmen Cortés, no le iba a la zaga. Y juntos decidieron dar a mi abuela por padrino a un amante de la música y el arte, el cual le inoculó el virus de la cultura, pues la llevaba desde bien pequeña a los teatros, exposiciones y conciertos que en aquella época inundaban una ciudad tan vanguardista como Barcelona.
Cuando tenía ocho o nueve años, la familia se trasladó a las Islas Canarias, primero a Tenerife y después a Las Palmas, allá por 1918. Fue en Tenerife donde mi abuela comenzó a escribir poemas, tal vez para paliar el desasosiego que le podía producir el desarraigo. Fue allí donde su padre empezó a publicar sus poemas, sin que ella lo supiera, en la Gaceta de Canarias, según tengo entendido utilizando un seudónimo. Con el traslado a Las Palmas, a los quince años, se acrecentó su pasión por la poesía y su dedicación a ella, y pronto trabó relación con los famosos poetas insulares Claudio y Josefina de la Torre, así como con Ignacia de Lara, amistades que conservaría por muchos años. Algunos de los poemas incluidos en su primer y único poemario editado, Romances de amor antiguo y otras composiciones, están dedicados a ellos.
La verdad es que sé muy poco de aquellos años en Canarias, salvo que completó su formación académica, iniciada en Barcelona en colegio privado, con profesores particulares, y nunca fue a la Universidad. Sé que pronto sufrió la separación de sus dos hermanas. La mayor, Carmita, se casó y dejó las islas para irse a vivir con su esposo a Alicante; posteriormente, tuvo un niño y una niña, la cual fallecería durante la infancia. La menor, Alcira, que era unos cuatro o cinco años mayor que mi abuela, volvió a Barcelona para casarse con el novio que allí había dejado. Durante la travesía enfermó y, antes de poder contraer matrimonio, murió de una enfermedad pulmonar: solo contaba con dieciocho años. Imagino que estas separaciones hubieron de ser duras para una niña como mi abuela, pero la muerte de su hermana en la distancia tuvo que ser devastadora.
Por poco que se sepa, y aunque mi tía diga que mi abuela escribía porque nació escritora, para mí resulta de algún modo evidente que fue en esos años cuando la niña se convirtió en poetisa, y la poetisa se convirtió en mujer. Y como mujer se enamoró de mi abuelo, Manuel Mascías y Aguilar, un prometedor odontólogo que, como hemos comentado, era sobrino de Florestán Aguilar, una eminencia médica en la España y el mundo de su tiempo, ilustre dentista de cámara de la Familia Real, impulsor de la Odontología en el país y fuera de él (no en vano, fue fundador de la Federación Dental Internacional, y presidente de la misma durante años) y parte fundamental en la concepción y puesta en marcha de la Universidad Complutense de Madrid, como Secretario de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria tras nombramiento del rey, Alfonso XIII.
En Las Palmas se casaron (1925) y tuvieron a mi padre en enero de 1927 y a mi tía en junio de 1928. Los primeros años de matrimonio fueron muy felices. Según mi tía, la maternidad no impidió a mi abuela dedicarse en cuerpo y alma a sus poemas, y mi abuelo, gran aficionado a la literatura, siempre la apoyó en sus inclinaciones, no solo desde el respeto sino también desde la admiración. De nuevo, no sé mucho de él, pero todo me hace pensar que era un hombre cultivado y moderno, y dispuesto a ayudar a su esposa en todo lo que pudiera para que explorara sus inquietudes literarias. Así, a través de una amistad de su madre, consiguió que en la prestigiosa Editorial Reus de Madrid le prestaran atención a la obra de su esposa, a pesar de que la editorial se distinguía por su énfasis y excelencia en temas de contenido jurídico.
En 1933 se publicó el antes mencionado Romances de amor antiguo y otras composiciones. Fue prologado por Luis Jiménez de Asúa, por aquel entonces ilustre jurista y político español que posteriormente ejerció de diplomático representando a España en la Sociedad de Naciones. Tras la guerra, fue Presidente del Congreso de los Diputados y Presidente de la República en el exilio. Es decir, no era lo que se dice un cualquiera. En su prólogo le dedicó cálidas palabras a mi abuela, “he recorrido emocionado estos versos tan llenos de alma nueva. Todos son anuncio de su gran temperamento; pero en algunos María Luisa de Iriarte alcanza la plena maestría. Siempre he creído que la adjetivación y la imagen son la medula de la modernidad. Si García Lorca y Jorge Guillén, han conseguido, en moldes clásicos, dar el máximum de atrevimiento con sus imágenes y adjetivos, María Luisa de Iriarte ha logrado, en esta primera aventura poética, hacerse dueña del secreto que muchos persiguen...todo el breve libro denuncia sensibilidades finísimas. Pero la peculiaridad más alta de su poesía es la espontaneidad.”
Todo indicaba que la poetisa insular tenía el viento de cola para abandonar la isla y darse a conocer al mundo. Sin embargo, la guerra se encargó de que no fuese así, y también de demostrar que la “sensibilidad y espontaneidad” que mencionaba Jiménez de Asúa no eran ni mucho menos las únicas cualidades de María Luisa. Además, era inmensamente fuerte. Como menciona Jiménez de Asúa, tenía un gran temperamento que sin duda le sirvió en los difíciles años que siguieron.
En algún momento en 1934 mis abuelos se trasladaron a Madrid, en cuanto supieron del delicado estado de salud de Florestán Aguilar, quien finalmente falleció en noviembre de 1934 por una afección gripal. Su intención era un traslado temporal, pero las circunstancias les marcaron otro camino. De ahí en adelante hubieron de afrontar inmensas dificultades, que empezaron cuando, a punto de finalizar la recopilación de su segundo libro de poemas, Medusas, estalló la guerra. La edición quedó interrumpida y la tragedia asoló a la familia: mi abuelo estuvo en las checas republicanas en Madrid, por motivos relacionados con el inmenso prestigio de su tío Florestán y su proximidad a la familia real. Y mi abuela tuvo que recurrir a cuantas relaciones tenía a su alcance para conseguir que lo liberaran. Era la primera vez que María Luisa se veía en la obligación de afrontar tales situaciones, pero no sería la última.
Después de su estancia en las checas, mi abuelo fue movilizado por el ejército de la República y se trasladó con la familia a Albacete. Una vez acabada la guerra, se establecieron en Madrid. Montaron una modesta clínica de odontología, y durante un tiempo gozaron de cierta tranquilidad, pero pronto la adversidad les volvió a visitar. Por cuestiones relacionadas con la herencia de su tío Florestán, que no es menester comentar, mi abuelo sufrió una denuncia por un delito de Responsabilidades Políticas en 1942, a resultas de la cual fue encarcelado de nuevo, esta vez por motivos bien diferentes, diríase opuestos, relacionados con su servicio como médico militar bajo el gobierno republicano. Sus bienes fueron confiscados y sus derechos hereditarios cancelados y, aunque en 1949 su causa fue sobreseída por la Comisión Liquidadora de Responsabilidades Políticas, los mismos nunca fueron devueltos. Con mi abuelo encarcelado, mi abuela hizo acopio de valor y de recursos una vez más, y removió cielo y tierra para que lo liberaran. Lo consiguió.
Tras su liberación, mi abuelo Manuel no llegó a recuperarse nunca de su estancia en la cárcel, de la que salió con una enfermedad pulmonar que sería causa de su muerte. Murió un tiempo después, en 1945, a los cuarenta y cinco años, dejando una esposa viuda con dos hijos de dieciocho y diecisiete años. Tras su fallecimiento, mi abuela, exhausta, estuvo muy enferma. La ayuda de un amigo de la infancia, Juan Antonio Parera, al cual mi familia siempre estará agradecida, les sirvió para mantenerse y encontrar ocupaciones con las que sobrevivir y costearse la existencia, primero a mi padre y con posterioridad, una vez restablecida, mi abuela y mi tía.
Los años pasaron; cada uno, una losa. Y no es difícil imaginar los motivos por los cuales sus afanes líricos quedaron en un segundo plano. Posteriormente, María Luisa retomaría el contacto con el mundo cultural ocupando un puesto en el Ateneo de Madrid, y hasta ahí puedo contar de su trayectoria. Es cierto que, tras la muerte de mi abuelo Manuel, y probablemente antes, mi abuela continuó su producción literaria, pero siempre sin editar sus escritos. Sinceramente, no tengo muy claros los motivos por los cuales nunca se decidió a publicar de nuevo, pero sospecho que están relacionados con ese miedo a la pérdida que los años grises grabaron en ella. Esa sensación de persecución, debida a las circunstancias en las que se produjo el encarcelamiento de mi abuelo, influyó en decisión de no publicar nada durante los años del franquismo, por temor a verse expuesta y quizá censurada. Después, durante la transición, seguramente ya no encontró las fuerzas o los recursos suficientes: me consta que las ganas no las perdió nunca. Había perdido otras muchas cosas.
Algo que me interesaba particularmente de mi abuela fueron sus relaciones dentro del mundo literario: a su amistad con los poetas canarios ya mencionados, se ha de añadir la que mantuvo con algunos de los nombres más representativos de la lírica hispana, como por ejemplo Jorge Guillén, Alfonsina Storni, Rafael Alberti, Juana de Ibarbouru entre otros. Durante toda su vida mantuvo contacto epistolar con algunas de estas figuras que se encuentran entre las más prestigiosas de la literatura, pero no me consta que formara parte de grupos culturales que posteriormente se conocieron como Generación del 27, o Generación del 36, o de un grupo de mujeres del que, por su condición de mujer y vanguardista, bien podría haber formado parte: Las Sinsombrero (como otras poetisas ilustres como Ernestina de Champourcín o su propia amiga Josefina de la Torre).
Sin embargo, estas amistades no le sirvieron de mucho a la hora de lanzarse a volver a publicar, y sus escritos quedaron para ser leídos solo por sus hijos. Murió en 1991 con esa inmensa carga, que pasó a hombros de mi tía Patricha, hasta hoy.