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La enciclopedia mágica de Walter Benjamin

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La tecno-arcadia del Capitán Nemo y la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert se parecen. Ambas son microcosmos en los cuales el código alfabético, la taxonomía o la nomenclatura permiten reemplazar el caos de la historia por un simulacro de orden. Toda colección, podría decirse, está hecha de especímenes embalsamados, reliquias que han sido puestas a salvo del continente referencial de la enunciación, en un interior terco y voluptuoso. De ahí su coherencia, tan secreta como férrea. No existen las listas arbitrarias, ni siquiera las de Borges. Cualquier lista es una forma ordenada del arte o del juego, una lealtad exclusiva a los tiempos privados del sujeto.

Benjamin lo supo bien. De hecho, no hizo otra cosa en su vida que organizar fragmentos, cada vez más consciente del placer de enumerar y contabilizar los trofeos de su lucidez. Sus archivos –que publicó en 2007 la editorial Verso, de Londres-New York, bajo el título Walter Benjamin’s Archive: Images, Texts, Signs– constituyen, en este sentido, un verdadero vademecum, un meticuloso inventario de cuanto le interesaba. Hay allí de todo: dibujos, diagramas, listas bibliográficas, índices de viajes sentimentales, constelaciones de citas, anagramas, juegos de palabras, incluso un muestrario de los hallazgos lingüísticos de su hijo Stefan, todo registrado con esa letra minúscula, de maniático o iluminado, que lo caracterizaba, siempre alerta a lo más incidental (lo más interesante).

De hecho, es así como Benjamin organiza sus referencias: apegado a las micrografías del deseo y a los alumbramientos de lo inesperado. Y después aplica la técnica del montaje y pasa revista a la moda, la publicidad, la arquitectura, la prostitución o la fotografía, es decir a los datos del mundo, con su pobreza abyecta y su lujo insolente, sus fracasos y sus testamentos. Nada se le escapa, nada se le escurre de esa escena que lo fascina en la misma medida en que lo aterra. El resultado es un compendio de afinidades secretas.

En uno de los papelitos en que anotaba futuros temas de estudio, por ejemplo, se lee: Revolución y festival; distancia e imágenes; sueño soviético; intento de dar a todo un sentido; notas para una traducción de Proust; narrativa y curación; estilos del recuerdo; La boîte à joujoux de Debussy. En otro: Haussmann y sus demoliciones; Excursus sobre arte y tecnología; Marx y Engels sobre Fourier; París como panorama; Grandville, precursor de la gráfica publicitaria; Cuerpo y figuras de cera; El Palacio de Cristal de 1851; Estaciones de tren, afiches, iglesias: puntos en común. Imposible no pensar en un magazín de novedades. O más exactamente, en uno de esos pasajes parisinos que tanto le gustaban, donde los escaparates, realzados por la flamante iluminación a gas, semejaban las ménageries de los grandes circos, con sus jaulas vistosas y sus animales cautivos que teñían el entorno de un aire fabuloso.

Para decirlo quizá con más claridad: en el paisaje mental benjaminiano, las obsesiones son siempre imanes. No importa qué forma tomen. Un sueño de Kafka, una gruta, un juguete, el anaquel de algún bouquiniste o la incesante detectivesca de la ciudad moderna, todo se transforma para él en una invitación a pasear por esos bulevares imaginarios donde el deseo se yergue sin objeto y el sentimiento general de abandono, a la manera de lo que ocurre en Noche Transfigurada del Alma de Schöenberg, abre la imaginación como un bisturí.

Reunir los papeles de Benjamin, por eso mismo, podría parecer tautológico. No lo es. Por el contrario, sirve para enfatizar, una vez más, su método de trabajo, para entender su proyecto como lo que fue: un archivo del pensamiento, de las percepciones, la historia y el arte del siglo en que le tocó vivir. Fiel a las cosas que, en su materialidad, constituyen siempre una protesta contra lo convencional, Benjamin priorizó, no su valor utilitario, sino la escena donde estas encuentran su destino. Me refiero a esos detalles de los que se pueden ver surgir, de prestarse la debida atención, acentos de indisciplina, movimientos anárquicos, algo que, por un instante al menos, sustituya un mundo petrificado por una enciclopedia mágica.

Hay un episodio en el Wilhem Meister de Goethe, titulado «La nueva Melusina» que Benjamin menciona en una carta dirigida a Jula Radt-Cohn el 9 de junio de 1926. En el relato, una joven misteriosa aparece en un albergue alemán llevando consigo una caja/ataúd que la supera en tamaño. Siguen las peripecias de un viajero que, seducido por la belleza de la joven, se ofrece a acarrear la caja mientras dure el (cada vez más largo e inadmisible) viaje. La caja, descubrimos al final, contiene un reino maravilloso, en miniatura, del que proviene la doncella.

Como la caja/ataúd de Goethe que preserva, bajo una forma diminuta, algo precioso, así también la escritura de Benjamin, microscópica y frágil, sugiere al lector la existencia de un mundo oculto tras las figuras del mundo.

Vale la pena insistir. Quizá el rasgo más nítido de toda colección sea este: en ella, lo que se busca es un encierro, una protección, un ensoñadero: uno de esos lugares que –como el museo, la biblioteca, el gabinete o el poema– permiten albergar descubrimientos, rarezas, piezas únicas, es decir, presuntas huellas de una experiencia auténtica. He aquí un escenario proclive a la acumulación y la privacidad, simultáneamente adicto a lo infinitamente ínfimo y a lo infinitamente inasible, con el cual el yo cuantifica su deseo, lo ordena, manipula y carga de sentido.

Digamos que ese espacio –por grande o cívico que sea– le sirve al sujeto, como un Arca de Noé personalizada, para desplegar los enigmas del cuerpo y la memoria, es decir, un mundo anterior, siempre ligado a la infancia y los juegos. No sólo eso. También le muestra, con claridad feroz, que su tarea es ciclópea y su afán, por fortuna, inalcanzable. ¿Qué sería una colección completa sino una colección muerta? Al querer esto y lo otro y lo de más allá, acicateado por el fantasma de la pérdida y la interrupción, el coleccionista entiende pronto que eso que le falta, como en la escritura, relanza el deseo. No hay placer más intenso que aquel que se sustrae.

«Los grandes poetas ejercen su ars combinatoria en un mundo que vendrá después de ellos». La frase figura en uno de los libros más orgullosamente arbitrarios de Benjamin: Calle de dirección única. También allí, en medio de una sorprendente galería de niños (Niño leyendo, Niño que llega tarde, Niño goloso, Niño montado en la calesita, Niño escondido, Niño desordenado), se lee:

Cada piedra que encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa capturada son ya, para él, el inicio de una colección. No bien ha entrado en la vida y ya es un cazador: atrapa a los espíritus cuyo rastro husmea en las cosas.

El objetivo no es, como se ve, encontrar algo nuevo, sino renovar lo viejo haciéndolo propio, perderse por horas en la selva del sueño, donde los papeles de estaño son tesoros de plata, los cubos de madera ataúdes, los cactus árboles totémicos y las monedas escudos. La felicidad, para el niño, proviene de un tête-a-tête con las cosas que el azar le trae y que él guarda en cajones que son fortines, arsenales, zoológicos. No de otro modo el poeta urbano y flâneur, encarnado para siempre en Baudelaire, ejercerá su propio placer esquivo cuando proyecte sobre el mundo su mirada alegórica, es decir, transporte sus propios objets trouvés al desorden pautado de la poesía.

En realidad, se trata de algo muy simple y muy complejo: al abocarse a aquello que irremediablemente se les escapa, los poetas –como los niños– se embarcan en su propio viaje à la recherche du temps perdu, volviéndose arqueólogos lúcidos, testigos del vínculo preciso entre nostalgia y rencor, aventura y tolerancia. En cuanto a Benjamin, en cada uno de sus libros intentó cruzar una frontera. Después, a lo mejor, como en Portbou, comprendió que no tenía adónde ir y prefirió quedarse en su propio coto de caza donde es posible seguir siendo, aún hoy y ayer y mañana, un huésped belicoso.

El arte del error

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