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Los instrumentos filosóficos de Julia Margaret Cameron

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Alguien elige un gesto para desconocerse, como si el objetivo fuera no interrumpir nunca el vértigo de la percepción, preservar la inestabilidad de la imagen. Hay un motor narrativo al servicio de un vanitas. ¿Tendría que decir, mejor, una máquina lírica? Lo que el cuerpo hubiera querido hacer (no decir) se «desvive» ahora en una mirada turbia, a medio camino entre el riesgo y la guerra, la renuncia y la pasión secreta por la posesión.

Cuando murió en Londres en 1879, Julia Margaret Cameron ya era famosa. Había vivido en Calcuta, en Sudáfrica, en la Isla de Wight. Su carrera de fotógrafa, sin embargo, es escueta: abarca sólo una década –entre los 49 y los 60 años– de una vida consagrada, por lo demás, a atender a once hijos, a acompañar al marido en sus viajes como administrador de la East India Company, a perfeccionarse en el arte de la conversación, la música, las lenguas extranjeras, según correspondía a una mujer de su clase y su tiempo.

Tal vez convenga recordar que fue John Herschel, el astrónomo, quien primero utilizó el término fotografía, que significa escribir con luz. Herschel y Cameron se habían conocido en Sudáfrica, donde ambos se reponían de cierta «enfermedad colonial». Para entonces, las cámaras de ver se alistaban a hacer su primera aparición en la Exposición Universal de Londres (Crystal Palace, 1851): barómetros, microscopios, telescopios y demás «instrumentos filosóficos» ocuparon allí una sección entera. Habían pasado diez años desde que Talbot expusiera sus «dibujos fotogénicos» y hacían furor las cartes de visite, gracias a los hallazgos de Daguerre.

Es la época del Manifiesto Comunista, de los retratos de Lewis Carroll (Alice Lidell posó también para Cameron), de la guerra de Crimea, de las teorías sobre la evolución de las especies, de las primeras sufragistas, de la pasión por la botánica y la química, y de los poemas de Browning, Tennyson y Longfellow. El trabajo de Cameron celebra estos entusiasmos pero enseguida su interés se concentra, casi por completo, en las mujeres. Entre ellas, figura su sobrina Julia Jackson, que fue la madre de Virginia Woolf, quien a su vez la transformó en la involvidable Mrs. Ramsay de la novela To the Lighthouse. El éxito es rotundo. Exhibe en París, Berlín y Londres. Victor Hugo, que poseía veinticinco de sus fotografías, le escribe en una misiva: «Me postro a sus pies».

Todas las fotografías de Cameron hablan de mundos hipotéticos donde pueden aflorar ciertas preguntas. ¿Qué quiere decir un cuerpo? ¿Qué significa real? El interés por el mundo femenino se exacerba, la impaciencia de la artista, también. No es la fácil referencialidad lo que Cameron busca sino la simulación, la sustracción a la trama. Más complejas que pérfidas, estas fotografías apuestan sobre todo a la dimensión imaginaria que, al complicar la visión, la liberan del carácter asertivo y tautológico de la óptica, dejando a la vista lo irreductible.

En este sentido, la afinidad de Cameron con los artistas de la fraternidad prerrafaelita es, a la vez, obvia y parcial. Digo bien, fraternidad. Allí se nucleaban Rossetti y sus célebres colegas, Burne-Jones, Whistler, Watts, Leighton, Beardsley, Morris y Alma-Tadema. Se recordará que las mujeres aparecen en los cuadros de estos artistas como lamias depredadoras, belles dames sans merci o mujeres enfermas. Siempre con algo de muñecas melancólicas, de esfinges de luctuosa hermosura y apatía frígida.

Es cierto, Cameron trabaja también sobre ese ideal de belleza que el esteticismo –liderado por John Ruskin– reclamaba. Pero la imagen se encuentra levemente corrida, dando paso a un dispositivo donde priva el detalle, es decir, la fuerza de la fantasía. Construídas con la técnica del tableau vivant, como esos juegos para adultos que solían constituir el entretenimiento de sobremesa de las familias victorianas, sus fotografías son «cuadros vivos», escenas estrictamente fantasmáticas donde la textura de las ropas, los collares, los turbantes y las guirnaldas de flores funcionan como verdaderas «invitaciones a la ensoñación», a la manera de las séances de la Divina Condesa de Castiglione o de los consejos que daba Mallarmé desde las páginas de La Dernière Mode.

Quizá, de todas sus obras, las que compuso para ilustrar el ciclo poemático de Idylls of the King (1875) de Alfred Tennyson sean las más logradas. Enid, Elaine, Queen Guinevere, Lady of Shalott o Vivien, es decir las damas que pueblan la leyenda artúrica, aparecen allí sutilmente erotizadas, a medio camino entre lo sagrado y lo sensual. Yo diría, más bien: suspendidas en esa sensación de amortiguamiento o lentificación sensorial que anticipa los éxtasis de la poesía y la muerte.

Ni Tennyson fue el único en reescribir la saga del Grial ni Cameron la única en ilustrarla (Wordsworth, Sir Walter Scott, Rossetti, Morris y Gustave Doré se cuentan entre los inspirados), pero nadie como ella captó esa atmósfera viciada de corrupción, deseo y espera resentida que deriva del alma de la historia. Sus fotos son paisajes nerviosos, que la excesiva exposición a la luz, o bien el contraste de la piel con cierta cualidad nocturna de la recámara interior del personaje, terminan de difuminar, exponiendo paradójicamente un esplendor absoluto.

¿Es necesario decirlo? Las mujeres que colecciona Cameron –adepta, como su siglo, a la colección– no sólo exhiben pulsiones meticulosas y deseos prohibidos, son también alegorías de una desesperada incompatibilidad con el mundo: Zoe, la doncella de la revolución ateniense; las ninfas Eco, Dafne y Aletea; Ofelia, coronada de azahares; Pomona; Christabel; Beatrice Cenci, que fascinó a Shelley y a Stendhal, a Hawthorne y a Melville; la eterna Julieta; Hipatia, filósofa y mártir de cristianos; Esther y Raquel, reinas judías; Safo; las Bacantes; el Ángel del Sepulcro; las visiones de Milton o las matronas del Partenón griego. Será por eso, tal vez, que casi nunca miran a la cámara. De perfil, se ve mejor lo ausente, se escucha la resonancia de lo indecible.

Estas mujeres llevan el pelo suelto, largo, desordenado. Sei Shōnagon, la autora del El libro de la almohada, podría haberlas incluído en una lista de «cosas que escandalizan primero, y después hacen latir más rápido al corazón». La cita importa. Lejos de la toilette puritana, de la versión edificante del «ángel en la casa» que construyó para la moralidad inglesa el poeta Coventry Patmore, estas cabelleras salvajes son la metonimia de una grieta interior, de un instante de abandono al dolor, de entrega a la imprecisión del mundo.

Anticipan también a las divas del cine mudo italiano que, a principios del siglo XX, supieron trasladar al sueño de la pantalla, en su gestualidad melodramática, el repertorio de imágenes que la alta cultura había fabricado bajo la impronta de D’Annunzio, von Hofmannsthal o Puccini, para no mencionar otra vez a los prerrafaelitas. Eleonora Duse, Pina Menichelli, Lyda Borelli o Italia Almirante Manzini, protagonistas de algunos films memorables (Rapsodia satanica, Fiori di male o La statua di carne, entre otros), son sus herederas y también, claro, su versión kitsch. Todas ellas vestales de labios carnívoros, de ojos capaces de paralizarlo todo, constituyen de por sí un monumento al Art Nouveau, una celebración nostálgica de la Ópera y una apropiación decadente de la imaginación simbolista, pero también operan como una premonición: la que, tras fantasías de destrucción, castigo y holocausto emocional, anuncia el triunfo definitivo de la New Woman.

Como las mujeres de Cameron, quiero decir, las divas italianas informan de un malestar, aluden elípticamente a un huracán de cambios en la percepción del espacio y el tiempo, la distribución de la información, la relación entre los géneros. Como ellas, son criaturas de extre-mos, dueñas de un prontuario de poses escénicas que, oscilando entre la prima donna y la mística, entre la suicida y la dominatrix, constituyen el léxico y la sintaxis de un dérèglement de tous les sens que sugiere la muerte de una época.

La importancia de la composición, por su parte, o más bien la idea de construir la fotografía sobre el esqueleto virtual de una obra de arte precedente, para después alterarla, reescribirla o desfigurarla, hacen pensar, por fin, en los procedimientos de usurpación del fotógrafo contemporáneo Joel-Peter Witkins. La intención, sin embargo, nunca es moralizante en Cameron (hay una moral negativa en Witkins). Incluso en su reelaboración de la Sagrada Familia o en su catálogo de pecados capitales, se circunscribe a incomodar: la fascinación acaso no sea otra cosa que un encandilamiento molesto. Por eso quizá sus mujeres, y las niñas que las acompañan, nunca ríen (no sonríen tampoco), se limitan a dejar aparecer una paciencia urgida por dejar transparentar lo que no saben. Escribió el crítico Giorgio Agamben:

El arte organiza la visión en torno a un centro invisible donde el ojo está ciego y donde se halla engarzada una inextinguible latencia. Sólo si se pierde en esa latencia, si ya no ve su cosa, puede el pensamiento transmitir lo olvidado, acceder a ese retraso o discontinuidad entre apariencia y cosa, donde reside el ser.

La dificultad, se sospechará, alcanza en el arte de la fotografía ribetes peliagudos. ¿Cómo preservar el espectro de lo mudo en un arte prisionero de la representación? La estrategia de Cameron acentúa el anacronismo y la saturación del espacio interior, exponiendo así la íntima discordancia entre la imagen y su sentido. La visión, pareciera decirnos, consiste en no ver, sostener ese abismo donde las cosas pueden materializarse como nostalgia o recordatorio de la mortalidad. No hay más misterio que este. Intensificada, la representación sirve para ir más allá de la representación, para mostrar que la inspiración, en fotografía como en todo arte, no es otra cosa que un olvido sabiamente custodiado.

El arte del error

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