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Prólogo

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Uno de los malentendidos más viejos en materia literaria (y que bien puede extenderse al campo entero del arte) es el que se empeña en clasificar las obras en categorías, géneros, escuelas, allí donde, en sentido estricto, no hay más que autores y artistas, es decir, aventuras espirituales, asaltos y expediciones dificilísimas que se dirigen –cuando valen la pena– a un núcleo imperioso y siempre elusivo.

No hay, quiero decir, razones válidas, ni siquiera lógicas, para esas nociones expandidas que equiparan novela con trama argumental, poesía con emoción y ensayo con pensamiento. Nos guste o no, el único paisaje que interesa, en los tres casos, es el lenguaje, allí donde quien escribe pone a prueba su voluntad de crear y donde mide (para desmentirlos o ampliarlos) los límites de su instrumento verbal, que son, también, como nos enseñó Wittgenstein, los de su propio mundo.

Así la escritura busca siempre lo mismo: rebelarse contra el automatismo y las petrificaciones del discurso, que cancelan el derecho a la duda, limitando a las criaturas el acceso a su propia inadecuación.

De ese modo y no de otro, produce estampas del desacomodo. Digamos que, en su construcción dubitativa, traza un atlas fugaz e invita al lector a perderse, como un amante sin certezas, en pos de su verdad más pulsional –que incluye los enigmas nerviosos de su cuerpo–, y así desarma, por un tiempo al menos, los decorados de la certidumbre.

Estoy hablando de un diagrama inestable, de un impulso que parte de una reivindicación poco común (la reivindicación de la ignorancia) y desde ahí cuestiona esa idea, en el fondo autoritaria, de eficacia que, desde el confort de una aparente inocencia estética, propone siempre una realidad sin fisuras.

A esta disposición, a esta aventura sigilosa de pensar más allá de la costra del uso –que es otro nombre de lo intrascendente– le debe la literatura su felicidad. ¿No es acaso el arte, el arte por excelencia de preguntar? Fabulosa tautología que prueba –si fuera necesario– que, allí donde se vuelve posible lo insólito y el hábito se agujerea, hay lugar para una conciencia más fina.

Realidad textual, entonces, no suma de peripecias ni anorexias de la reflexión disfrazadas de banalidades u obediencias a las modas del mercado, es decir, al campo de la oferta y la demanda. El arte empieza allí donde la trama, como diría el crítico argentino Miguel Dalmaroni, cede el puesto al trauma, «concentrándose, a un tiempo, en lo que es sin nombre y lo que se le escapa». O bien, lo que es igual: allí donde el lenguaje se vuelve falta de lenguaje y hace de esa falta una riqueza porque ¿dónde se podría buscar mejor un infinito que en la localización del vacío?

¿Tengo que agregar que las ideas son emociones de la inteligencia? ¿Que el pensamiento se parece siempre a una victoria fugitiva? ¿Que la poesía es una declinación del asombro? ¿Que, en la prosa que vale, la poesía sigue estando cerquísima de sí misma?

Los autores que me interesan –y que el lector hallará en estas páginas– conocen el peso y la urgencia de estas premisas. Por eso, tal vez, sus libros no figuran en las mesas más visibles de las librerías ni acceden siempre a los circuitos internacionales. Su música, sin embargo, no está sola: sale de un coro inquieto y ávidamente díscolo, que postula un viaje indefenso a zonas que aún no existen. Me refiero a esas zonas donde quien lee, llevado por un personaje principal –que es siempre la materia verbal–, buscará dejar de existir y aprender a ser. Y también, intentará perderse –igual que quien escribe– y disolver las capas y capas de petrificaciones que lo abruman como «realidad». A esto se refería, sin duda, Macedonio Fernández al afirmar que la del lector es la carrera literaria más difícil. Yo agregaría que allí donde el riesgo es más alto, también el sueño es más exquisito, más rica la desorientación que crea.

Como fuere, para esta estética hecha de astillas la experiencia literaria representa un modo radical de la libertad, una ontología que hace de la verdad conjetura y de la ambigüedad de la palabra una garantía contra lo unívoco.

Termino con una frase del poeta francés Bernard Noël: «Escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve». Por eso, quizá, la palabra poética es transversal, anónima y desorientada. Por eso es también, inesperadamente, política y necesaria.

M. N.

El arte del error

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