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Capítulo dos

Rosana no desistía. Buscaba a Nacho los domingos con la misma pasión de los miércoles y era incapaz de entender que el analista de banca no se desprendía del traje de oficina hasta que el viernes empezaba a mojarse con la tinta azul de la noche. La mujer se plantaba en las escaleras de su edificio con un paquete de cigarrillos light y aguantaba horas de frío e incomodidad hasta que por esa puerta asomaba el empleado estrella que la rechazaba con algo de culpa rebozada en deseo y que al final, después de suponer que no iba a ser posible hacerla desistir, le acababa dando media hora de placer con la condición de que no se quedara a dormir en su cama. Si incumplía el trato, le advertía, jamás volvería a darle sexo.

Rubia del tono 9.1, con los pechos grandes desde la pubertad y con un cuerpo modelado por privaciones, montones de productos y horas de ejercicio, Rosana se había matado por conseguir su figura de florero, su trasero en el que podía apoyarse en equilibrio un vasito de alcohol, y esos brazos delineados que la hacían parecer fuerte, pero que a Nacho jamás consiguieron engañarlo, pues intuía que Rosana sufría lo indecible y que su apariencia era una herramienta para descargar una tonelada de frustraciones y decepciones por haber perdido a su madre, de la que sabía solo cosas horribles.

La madre de Rosana no era una mala mujer, pero como mamá era una tragedia. A través de su generosa hermosura y su cérvix más que complaciente había conseguido casi todo en su vida: terminar el bachillerato regalando orgasmos,pillar el marido con el coche más caro que había visto y montar un novedoso imperio para cuidar el cuerpo con el que apiló una fortuna que le permitió sentirse exitosa hasta los cuarenta años. Su hija, que le deformó la silueta por casi dos años, era para ella un intento frustrado de «nenita clon». No solo había sacado la cara de pajarillo de su padre, con esos ojos aplastados y esa nariz de pico que tan tentada estuvo de mandar operar a la fuerza mientras dormía, sino que rehusó seguir sus consejos para modelar todo aquello que la disociaba del pájaro. Y entre la naturaleza, el reproche o el deseo de romper formas, la joven Rosana empezó a mostrar unos pechos grandísimos desde pequeña, pechos que colgaban como globos de leche y que cubría como podía con chaquetas y camisetas de artistas de rock, y empezó a acumular grasita de torso para abajo que la terminó redondeando entera, dándole una peculiar forma de caminar de pingüino que la acompañó siempre. A su padre las formas de Rosana le traían sin cuidado, él sentía que había heredado lo más importante: su gusto por aprender, por entender lo que otras ni con profesor entendían, y su capacidad para sorprender con sus preguntas.

Era curiosa. Tuvo la facilidad para hacer el único avión con hélice con peso inferior a 300 gramos que consiguió volar en su colegio, y se pudo dar el lujo de entrar en la facultad más prestigiosa de Estados Unidos para estudiar ingeniería mecánica, pero tres meses después de haber empezado el curso, su madre enfermó y, despojada de sus pechos duros de plástico y con una raja que le atravesaba el costado, se despidió de Rosanita con la condición de que cuidara de su padre y la promesa de que quemara su sobrepeso.

Lo cierto es que Rosana cumplió con la primera parte del trato a cabalidad. Se olvidó de hacer carrera en Estados Unidos y empezó a acompañar a su padre para que la soledad no lo devorara vivo. Pero aquel hombre experimentó un proceso de «frankeinsteinización» acelerado, su voz se le hundió en el cuerpo anestesiado, y sus escasos amigos dejaron de ir a visitarlo porque no concebían que el que fuera el mago de la industria farmacéutica terminara como un zombi hipnotizado frente a una caja de cenizas y tomando consomé de pollo, sin volver a tomar una decisión propia y viviendo de los beneficios de su compañía que otros, con menos acierto, dirigían.

Así que Rosana hizo lo que pudo por cumplir con la primera condición y congeló sus lágrimas cuando tuvo que empezar a pasear a su padre en una silla de ruedas. Vendió el gimnasio de su madre en el mejor momento y, cinco años después, se hizo cargo de la empresa de medicamentos paterna hasta que el cuerpo le aguantó. Aquella vida era un castigo sin premio, trabajaba sin descanso y por las noches llegaba fulminada para escuchar a su padre, ya senil y todavía enamorado de su difunta esposa que, si bien como madre nunca iba a pasar a la historia, como mujer sí marcó su territorio con el mejor pis.

A los cuarenta y un años, Rosana, hastiada de entregar su vida, su cerebro y sus horas de sueño a lo que llamaban familia, arrancó a llorar. No había saboreado más que veinte besos tristes, no había tenido un solo novio porque trabajabamucho y daba la sensación de que nunca se fijaba en el espejo. Toda ella era para los demás, convirtiéndose en esa obesa que fumaba sin parar y que bebía sola en su cuarto cuando se aproximaba su maldito cumpleaños.

Pero al cumplir cuarenta y dos años edad —la edad en la que su madre se convirtió en esas cenizas que alguien removía a diario esperando encontrar respuestas— Rosana tomó el primer paso para renovarse tanto que ni ella misma pudiera reconocerse. Invirtió parte de su dinero en despedazar todas las letras de la palabra «sobrepeso» en su vida y mandó al infierno a la compañía de su padre subastándosela a la competencia. Fue así como la báscula de Rosana conoció los 49 kilos, las estrías de haber perdido un montón de pellejo desaparecieron por medio de la cirugía plástica, entró con temor a la peluquería para ser tan rubia como la señora de la foto, y se dedicó a buscar dentro de su cuerpo las líneas perdidas de su madre hasta que, con el tiempo, alguno llegó a decir que alcanzó a superarla. La cara no se la tocó por su mala cicatrización, continuó con su pico de pajarito y aprendió a sacarle provecho al maquillaje para que sus ojos no parecieran dos bolitas sucias de plastilina. Y cuando el proceso de reconversión terminó, puso su cerebro en remojo dentro de un cuerpo soñado, y con esa acción condenó su bendecida cabeza a quedarse con las mismas preocupaciones de su madre, convencida de que podía llevar ambas vidas sin que su personalidad se fracturara.

Se sintió lista para su segunda relación sexual, pues la primera había sido un compendio de tirones dolorosos que le dejaron una inquietante duda de saberse lesbiana, pero mientras llegó el día de comprobarlo hizo uso y abuso de consoladores de grandes tallas y juguetitos sexuales que compraba siempre que viajaba a Londres.

De no conocer el tacto de los hombres a los cuarenta y dos, podría decirse que a los cuarenta y tres se había acostado con ciento y pico tíos menores que ella. Ofrecía con sensualidad sus pechos carnosos que caían como bolsas blancas y pesadas sobre sus costillas y le encantaba excitar a los hombres desde su cama haciendo muestras de todo lo que ella y sus consoladores habían aprendido a hacer en veintidós años de juego, aunque para eso necesitara muchas veces de algo de alcohol o incluso de cocaína. El trabajo se convirtió en su pasatiempo, y para tener un oficio que pudiera darle una ventaja a su carrera por capturar esa belleza que siempre la había esquivado, montó un centro de adelgazamiento y masajes con todos los lujos.

Y su padre, al ver que su hija le empezaba a recordar cada día más a esa madre de cenizas, mantenía ligeras dosis de felicidad al verla, pero era poco lo que Rosana pasaba por la residencia de ancianos cinco estrellas donde terminó recluido.

La insatisfecha Rosana se obsesionó por las posibilidades del sexo y empezó a practicarlo como un deporte, casi a diario y con chicos distintos. Le gustaban los jóvenes inexpertos a los que sentía que debía adoctrinar. Por eso terminó contratando a un chico de dieciséis, que le presentaba muchachitos con la libido saliéndoseles por los ojos, humanos tan jóvenes que estrenaban su virginidad y sus eyaculaciones veloces con ella. Para ponerlos a prueba les untaba el escroto con cocaína y así conseguía enloquecerlos y hacerlos estremecerse de creciente deseo. Al llegar el verano descubrió excitantes los tríos y para provocarlos sacaba citas con jóvenes a diferentes horas, de forma que el que llegaba el último se encontraba las llaves en la puerta, y una flamante escena sexual lo invitaba a lanzarse en plancha sobre el colchón. Ninguno de los doce chicos que fueron sometidos a esta prueba se resistió a formar parte de su inacabable juego.

Rosana también empezó a entretenerse con las clientas que solicitaban sus manos de seda para masajearlas y pasar sus dedos aceitosos por sus pantorrillas y sus ingles nerviosas. Alguna que otra, al percibir cierta excitación, le pedía que cerrara la puerta con cerrojo para que, además de dejar correr sus melosos dedos por sus vientres, siguiera bajando para hacerlas estremecer con sus caricias y lengüetazos en la vagina, siempre con la condición de que las chicas que se lo pedían con bastante frecuencia no gimieran profundamente a la hora de llegar al orgasmo. Las primeras veces Rosana lo hizo sin esperar nada a cambio, pero luego una de ellas, la que más disfrutaba, empezó a ir al centro para darle placer a Rosana, y así se fue convirtiendo Rosana en un pequeño monstruo dependiente de la droga del sexo de todos los colores.

De pasiones y otros fantasmas

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