Читать книгу De pasiones y otros fantasmas - María Paz Ruiz Gil - Страница 8

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Capítulo cuatro

—¿Pero entonces, la llamo o no la llamo? —preguntó Nacho a Fidel palpándose los brotes de barba.

—Mañana es viernes. ¿Qué piensas hacer? —dijo Fidel diluyendo un copo de wasabi en la soja.

—Me gustaría verla otra vez, pero no voy a ir a esa discoteca para ver si la vuelvo a encontrar en el baño de hombres, me sentiría como un idiota.

—Llámala. ¿Hace cuánto que no invitas a una chica a salir?

—A la única que he invitado a salir ya sabes quién fue.

—¿Desde… aquella? —aulló Fidel—. Pues sí que ha pasado tiempo, sí. ¿Te acuerdas de cómo se hace?

Hasta el hecho de ponerle puntos suspensivos a la innombrable le seguía produciendo escalofríos a Nacho. Su antigua mujer se había convertido en una borrasca furiosa del destino, en una piel de sabores imposibles, en unos ojos de un marrón extinto y en un bendito vientre acolchado que se podía besar un sinnúmero de veces porque, aunque pareciera un vientre con cojines de grasa, fue el que realmente le permitió doblegarse ante una mujer, entregarse erizado hasta la última gota y llorar, extasiado y atontado, por necesitarla más que al agua.

Todo ese sentimiento en ebullición continúa después de tres años, hirvió y solo dejó una costra de recuerdos. Cuando ella le dijo adiós, su fantástica piel de azúcar se fermentó hasta volverse un tejido putrefacto de fruta desesperada y, en cuestión de horas, se derrumbó el altar que Nacho había levantado para ella, para adorarla hasta más allá de lamuerte. Un dieciséis de marzo, al dejar de escuchar su voz, esa que creyó que oiría hasta conquistar la vejez, Nacho se vio a sí mismo como un pagano adorando un colosal templo de mierda. De su naciente diosa de caca —la misma que en una cafetería le soltó que había dejado de quererlo— conservó sus falsos ornamentos, ese joyero en el que ahora guardaba los condones y lo que no le permitió sacar de su ropero: unos zapatos y dos camisas que le prestaba a sus ninfas de viernes a domingo para hacer rabiar al demiurgo de sus amores, al que encabronaba hasta convertirlo en un ángel espantado de tanto orgasmo programado; tan seco, que se quedaba dentro a la espera de un útero que no apestara a alcohol.

—Mañana después del trabajo la llamaré —concluyó Nacho después de colgar a su indigesta madre, quien continuaba hablando de esa nieta a la que pensaba llevar a una cabaña en la Polinesia francesa.

Virginia se estaba quitando las botas cuando sonó el teléfono. Había pensado en Nacho como se piensa en un examen, con la incómoda sensación de tener un asunto pendiente, asunto por el que ya había discutido un par de veces con su hermana. Mientras Virginia, la mayor, percibía a Nacho como un claro candidato para deshidratarla de amor por la viveza con la que convivía con un romance del pasado —o tal vez más de uno—, la pequeña Virginia había experimentado la sensación de que ese chico le gustaba. Afirmó que le habían puesto unos ojos verdes preciosos, del color de las botellas, ojos potentes como los de los niños y que,por primera vez, alguien en su vida le parecía digno de su hermana y de ella misma; por eso cuando sonó el teléfono corrió al cuarto de su hermana para decirle que era Nacho quien estaba llamando.

Virginia intentó hacerse la sorda, dejando que el bendito aparato sonara y sonara, y cuando Nacho llamó de nuevo a los cuarenta minutos, más nerviosa que emocionada, aceptó ir esa noche al cine con él. Por ser una película para mayores de edad, tuvo que prohibirle la entrada a su hermana quien, poco acostumbrada a la censura impuesta por su única autoridad, se quedó llorando en casa, pataleando sin producir el más mínimo ruido en el piso de madera, y con los mocos escurriendo por su cara.

Con su abrigo negro y el pelo intencionadamente despeinado llegó Nacho a las taquillas del teatro. Sacó un cigarrillo y, segundos antes de encenderlo, apareció Virginia con el pelo recogido en un moño y luciendo unas botas de tacón que la hacían más alta que él.

En lugar de las típicas palomitas infiltraron una caja de chocolates rellenos, y en lugar de refrescos compraron un par de latas de té helado. La película resultó larga para ambos y Nacho, que no sabía dejar volar el tiempo, se dedicó a hacer una lista de restaurantes con cierto tufillo hippie para llevarla a cenar. Sin mayores rodeos y dejando claro que no le gustaba la pasta, Virginia lo convenció para que escogieran un restaurante indio en el que la conocían y donde servían el mejor curry de la ciudad.—¿Tienes hermanos? —preguntó Virginia al recibir su pan de queso.

—No. Mis padres no se quisieron tanto como para cometer dos veces el mismo error —respondió Nacho como si llevara años esperando soltar esa frase.

—Eso sigue pasando. Yo tampoco sé cómo describir el amor de mis padres. Cuando era menor los percibía como una pareja de enamorados, pero ahora los veo como dos animalitos enjaulados que se miran atónitos desde sus mecedoras. Dudo mucho que tengan relaciones.

—Mi madre enviudó hace unos años, pero no tiene la más mínima intención de buscar pareja. Y cada día creo que es más infeliz, la pobre —añadió sin vergüenza Nacho.

—Pues yo pienso que si alguno de mis padres desapareciera, el otro despertaría un poco.

—Por cierto, ¿qué tal te fue en tu comida? ¿Llegaste a tiempo? —recordó Nacho.

—El cocido de mi madre sigue estando bueno, un poco soso, pero bueno. Y yo cada vez que voy a verla me convenzo más de que es esa jodida casa la que los mantiene así de mal.

—¿Están enfermos?

—Digamos que sí. Ninguno de los dos parece entender que se les murió una hija.Nacho pidió una cerveza y se mordió tres veces la lengua para no preguntar nada sobre el tema que le parecía demasiado íntimo, pero vio a Virginia hablando con tanta naturalidad de su hermana y hasta cierto punto dibujando un puntito de alegría al referirse a ella, que le llegó a parecer macabra; algo que, lejos de hacerle perder puntos a Virginia de Mayo, se los multiplicó. Por suerte estaba la mesa para ocultar esa protuberancia que se hinchó en sus pantalones, incómoda por lo inoportuna y por ese tamaño tan tremendo que no consiguió reducir en veinte minutos de tensión y salivación excesiva.

El postre llegó medio derretido: una bola de helado de mango para cada uno. En el momento en que Nacho estaba recogiendo con la cuchara el último sorbo de crema amarilla, la pequeña Virginia ocupó el asiento de al lado.

—¿Qué tal la peli? —preguntó molesta.

Virginia, que había empleado veintitrés años de su vida en enseñarle a su hermana que no interrumpiera las conversaciones, se limitó a contestar como pudo a Nacho mientras intentaba espantar a su hermana. El empleado de banca empezó a sentir a su compañera desesperada: parecía como si algo de su ropa le picara, batía la servilleta sin venir a cuento, sus mandíbulas bruxaban y, de repente, reía como una diva en pleno trastorno bipolar.

Al ver que le había estropeado la cena a su hermana, la pequeña Virginia desapareció y la mayor, convencida de que Nacho no había notado nada raro, salió tan campante del restaurante, como si nada, arrastrando su abrigo para ir a tomar unas copas.—No bebas más —dijo de pronto la pequeña Virginia cuando tuvo la oportunidad de asomarse al oído de su hermana en el baño.

—¿Qué hemos dicho Virginia? ¡Ni bares ni piscinas, joder!

—Ya lo sé. Pero es que ya estás borracha.

—Eso a ti no te debería importar. ¿Qué pasó con tu amiguita? —preguntó Virginia.

—Sofía, se llama Sofía. Pues justo este fin de semana se tuvo que marchar con su madre.

—¿Y no te invitó? —preguntó con una carcajada Virginia.

—No.

—Vale, vete a casa. La tele está puesta desde ayer.

—No quiero ver más tele. Es que ahora pasas de mí, hace dos días que no me cambias la página del libro.

—¡Perdona! Pero es que si no me lo dices, no me acuerdo. —Y para sus adentros pensó que hubiera sido mejor no haberle enseñado a leer.

—Antes no era así —dijo canturreando la pequeña, con el rostro más pálido que la nieve, señal de que se estaba sintiendo enferma otra vez. La enferma imaginaria, que era como se podía enfermar la pequeña y frágil Virginia: primero empalidecía, luego se le iba la voz, y horas más tarde empezaba a quejarse por las calenturas de la fiebre, también imaginaria y, por último, ocurría algo que ni su propia hermana podía soportar.Con el maquillaje retocado con su pulso tembloroso y con el aliento refrescado por dos chicles de fresa, Virginia continúo bailando con Nacho en aquel barcito cubano en el que un moreno de menos de metro y medio enseñaba a las parejas el «dile que no»: el paso cubano más básico para iniciarse en la salsa de salón.

Entrelazaron sus manos, un poco sudorosas, y pegaron todo el tiempo sus mejillas como cortinas de piel. Virginia pensaba que era pronto para cederle su boca, pero se le escurrían las ganas de besarlo. Empezó a menear su cintura dando ochos sensuales y Nacho puso su efervescente mirada con poderes para enloquecer a vivas y muertas, y pensó que, así, conseguiría un polvo de los buenos.

La noche se cerró en casa de Virginia. Nacho entró a su cuarto pintado de cabo a rabo de color rojo y negro con letras chinas y, mientras paseaba sus ojos por esos trazos que semejaban pájaros negros. confirmó que ahí mismo abriría su piel de pergamino; pero instantes después de que Virginia entrara y apagara la televisión cayó, cual princesa envenenada, con ropa y botas sobre su cama doble. Nacho, que no quería irse hasta confirmar que eso había sido todo, le soltó el lacito que le enmarcaba la cintura y se fue al salón a revisar, sin pudor. los curiosos trabajos manuales de la chica, los libros infantiles de su estantería, las fotos que tenía colgadas... y cuando vio que no tenía con quién hablar ni a nadie a quien abrazar, se fue.

Caminar podía haber sido el remedio para olvidar esa cara de niñata sexy y esos ojos de tierra húmeda: preciosa Virginia de piel brillante, de cuerpo para tocar por horas… Y cuando su mente no le permitió borrar la nítida imagen de Virginia ni por un minuto, supuso que se estaba enamorando. ¿Tan rápido? —se preguntó a sí mismo mientras rascaba su cabeza, recordándola aún cuando no quería verla más. Elevó sus ojos para limpiarlos de imágenes y enseguida Virginia se le apareció a la perfección como si fuera imposible cambiar el canal.

Como buena hembra humana, Virginia supo sacar ventaja de su posición dominante sobre Nacho y si bien sus primeras llamadas fueron recibidas con silenciada euforia, las siguientes fueron rechazadas por el azar. Esa reacción le provocó al muchacho una mayor necesidad de su voz en directo, de su respiración y, sobre todo, de su risa que funcionaba como un cohete hacia los placeres en Nacho, que colgaba atacado de angustia y marcaba a cualquier hora cuando esos ojos y esa risa perdida le sacudían la mente hasta que le dolía; porque si pensar en algo puede doler, intentar no pensar en ese mismo algo puede doler el doble.

Una semana después de imaginarla a la fuerza, quiso cortarse la cabeza para no tener que pensar más en Virginia de Mayo y, para recordar vagamente su olor, se compró una caja de chicles de fresa como los que ella se solía llevar en la boca, pero, en lugar de masticarlos, Corbacho empezó a tragárselos uno a uno.

Sus ventas se congelaron. Su jefe lo atribuyó en un principio a la situación de crisis económica global, a los pésimos balances de la bolsa, y a los escándalos de corrupción que se cantaban con preocupación en los diarios, pero lo cierto es que el analista debanca estaba cometiendo errores inadmisibles en alguien con su posición y su desmedido prestigio. Su mente se anudó con ideas absurdas de si su querida Virginia había sido una víctima más de las autovías del mundo, o de si había recibido el beso de la muerte mientras veía la televisión en la cama.

Después de llamar a su puerta como un animal y de pasarse un lunes entero frente a su portal para ver si la veía salir, pendiente de los rayos de luz que sin parar emitía la televisión en su apartamento, y con la incómoda certeza de que Virginia lo había visto un par de veces por la ventana, el atormentado Ignacio desistió.

—Me voy de vacaciones —confesó a la mañana siguiente con el aliento manchado de cigarrillo.

—¿Y eso? —respondió Fidel desde el autobús.

—Me han exigido que me las tome. Tengo ocho días para ir donde yo quiera.

—¿Pero estás bien? Es la primera vez en más de diez años que te piden que te largues de vacaciones. Y pensar que cuando nos hemos querido ir juntos nunca te las han dado. ¿Por qué no miras algo como las Islas Mauricio o Sudáfrica? Me han recomendado ambos sitios.

—Ya he estado en Sudáfrica y no me apetece ir a ninguna isla. Sinceramente, ¿a dónde irías tú, Fidel?

—Bueno, ya sabes, mi sueño está en la República Checa. En el famoso reino prohibido. No pienso morirme sin visitar ese castillo de mujeres dominantes. Después de reírse a carcajada limpia —la primera en ocho días—, Nacho le dijo que en lo único que no había pensado en una semana era en sexo.

—Entonces no estás mal, estás fatal —tosió su amigo Fidel—. ¿Quieres que nos veamos cuando termine de editar?

—Pasaré por tu casa a las nueve —afirmó Nacho antes de colgar.

Para contener el creciente impulso de llamar a Virginia, Nacho tiró su móvil en un contenedor de basura. Hacía frío, salía un chorro de vaho blanco cada vez que respiraba por la boca, y con la exposición de una hora al aire del parque se resfrió. Aquella mañana terminó en una librería de ocasión. Se entretuvo revisando ejemplares polvorientos, leídos por cientos de ojos: libros viejos, gastados y prescindibles para los que fueron alguna vez sus dueños. Se compró uno de Auster y le dedicó cuatro horas de intensa lectura. Ahora el tiempo le parecía una invención inmanejable, larga, pesada y tupida porque crecía como el césped en su soledad.

Faltaba mucho tiempo para que dieran las nueve. No tenía ni idea de qué hacer fuera de la oficina, sin esa llamada urgente, lejos de esa presión por apostar por la decisión correcta, de esos millones dibujados en Excel y de esos cinco minutos para el café que siempre parecían cortitos, pero eran los justos para sentir que tenía un racimo de asuntos vitales por resolver. El tiempo de lunes a viernes durante los últimos diez años se había medido en ceros unidos a otros ceros en cadenas de trece, catorce y quince: contaba el dinero como si fuesen uvas. Qué importante se sentía cuando su pecho se hinchaba al ser considerado necesario porque atendía a cuatro emisores simultáneamente, porque intuía que todas las compañeras querían tener sexo con él, y loscompañeros lo miraban con el gesto propio de estar ante un futuro millonario que se paseaba por los pasillos afirmando, con unas galletas de avena en la mano, que no tenía ni tiempo para comer. ¿Cómo era posible que ahora pudiera leer sin detenerse, como los abuelos o las recién paridas?

Entre tanto, Virginia se encontraba en casa de sus padres resistiendo el frío que bañaba la cara de ese pueblo diminuto y rogándole al destino para que esos dolores que le quemaban el estómago a su padre y lo hacían devolver la comida a baldazos no fueran síntomas de cáncer, palabra que se mencionaba con los ojos cerrados porque en esa casa los enfermos traían de la memoria la última foto atroz de la pequeña Virginia.

Y junto a su madre, que ahora parecía una figura de Modigliani, con la cara alargada y reteñida de negra tristeza y llanto, se sentaron frente a una televisión del Paleolítico que travestía los colores y convertía las escenas del telediario en sucesiones de planos puntillistas. Todo era tan viejo, tan increíblemente viejo en aquella casa, que los enchufes seguían siendo los de la era anterior y los electrodomésticos, ejemplares de anticuario de aquella era de 120 voltios, rivales de diseño del teléfono móvil de Virginia que al llegar con una rayita de batería se vio relegado a apagarse dentro de la maleta.

El doctor entró al salón masajeándose el cuello y meneando la cabeza, se detuvo cerca de la madre de Virginia para confirmar el horroroso presagio de laenfermedad con tilde en la «a». Ajustó la puerta de la calle para que juntas, madre e hija, con las piernas en el brasero, lloraran, se besaran y gritaran de rabia al pensar que el viejo de la casa no iba a llegar a sus bodas de plata ni a la exposición más importante de su hija y, quizás, ni siquiera a la Navidad.

La pequeña Virginia no se enteró de que su padre iba a morirse pronto porque incumplió su palabra de entrar a la casa y, aprovechando que casi ningún mortal podía ver su estado decrépito, se pasó ocho días vagando por las calles, leyendo portadas de periódicos, espantando palomas de las plazas y entrando y saliendo al metro para llegar puntual a la clase del profesor Aranguren, al que empezó a ver como un señor entrañable y un gran maestro, un poco melancólico y llorón; aunque esa parte no pensaba contársela a nadie.

Ya no gastaba inútiles horas viendo la televisión porque se había pasado media muerte pegada a ese aparato, llegando a culparlo por haberle hecho perder su niñez, por hacerla sentir que no podía comprar ninguna de esas muñecas llamativas que orinaban y por acumular kilos de ilusión esperando lo que vendría después de esos anuncios tan tontos. Lo cierto es que a la pequeña Virginia los programas infantiles le parecían un insulto a su inteligencia y a la de los niños vivos, de paso. El único espacio que aceptaba su censura era uno dedicado a la ciencia, un programa que incluía entrevistas en inglés y que no hería su sensibilidad porque la hacía aprender un montón sobre cosas que su hermana consideraba poco propias para su edad, porque le habían hecho cuestionarse siera posible materializarse, viajar en el tiempo y empezar a dilucidar la teoría de redes del universo.

Le había hecho poco caso a su hermana, quien le había fotocopiado Gulliver, hoja por hoja, desperdigándolas meticulosamente a lo largo del corredor, dando vuelta en la cama y empapelando hasta el techo de la cocina: sesenta y tres folios puestos como una serpiente de papel por toda su casa para que se pasara los días leyendo; pero la niña Virginia no quiso desperdiciar esos ocho días encerrada, y pedirle a un fantasma que se quede en casa resulta inútil.

Esa noche, cuando Virginia terminó de guardar los frascos de mermelada, se estremeció al toparse con su hermana menor. La había visto así de mal decenas de veces, pero le costaba acostumbrarse a ese aspecto tan enfermizo, a esa piel de oblea rota, esos ojos reventados por la fiebre, esa boca plagada de llagas purulentas y sin un pelo en la cabeza para disimular tanto espanto. Esta vez hasta los dientes se le cayeron y solo le quedaron dos piezas amarillentas que se intuían cuando hablaba con la voz a punto de extinguirse aplacada por los mocos.

—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó la pequeña sentándose en el taburete de la cocina.

—¡Caray Virginia!, esta vez te has quedado hasta sin dientes.

—Muy graciosa. Pues tú tienes mucho que ver con mi depresión —respondió la niña sacando la lengua.—No me hables de depresiones. Tendrías que ver a mamá. Pero no, como la niña no ha querido ir a verlos, pues no se ha enterado de que papá se está muriendo.

—¿Es en serio? —preguntó la pequeña mordiéndose sus labios tostados como cortezas de cerdo.

—Tiene cáncer —respondió con la garganta llorosa Virginia.

—¡Pobre papá! Si supiera que ni muerto se le va a quitar.

—Mejor que no se entere. Aparte, lo mismo papá sí se muere del todo.

—¿Quieres decir que yo no estoy del todo muerta? —gritó llorando la niña.

—Muerta estás, pero me preocupa que no haya más muertos como tú. Yo solo te veo a ti. ¿Por qué?

La pequeña aumentó la carga de su llanto y la voz se le agotó en un graznido ronco. Ese tema era el que le destapaba sus peores temores y odios hacia sí misma, el génesis de su tristeza y del proceso de decrepitud que le cambiaba el aspecto para recordarle lo que había sido su paso por el mundo. No poder ver o sentir a los demás muertos la perturbaba horrores; casi tanto como Virginia la perturbó ver a su hermana difunta a los seis años. Pero la diferencia estaba en la edad evolutiva; mientras Virginia de Mayo lo había elaborado con el paso del tiempo, la madurez de sus neuronas y la transformación de su cuerpo, la niña Virginia seguía padeciendo el miedo irracional a la soledad y se preguntaba por qué había sido maldecida con el conjuro de la enfermedad, la singularidad de estar peor que los demás y, por si eso fuera poco, con el destierro de los vivos y elaislamiento de los muertos. ¿Adónde los había mandado el Dios del que tanto le había hablado su padre? ¿Estarían todos como ella, buscándose entre las sombras? Su única esperanza de no ser un fantasma al borde de la extinción se la había dado Sofía, pero su única amiga viva no quería verla nunca más.

Mientras Virginia llegaba a su ciudad para conectar su móvil al enchufe con la feliz certeza de que encontraría llamadas perdidas de Nacho, su atractivo chico descalzo, la pequeña salió de casa para conocer los motivos por los cuales Sofía la despreciaba con tanto ahínco.

—Si te ve así de feucha se va a asustar —le dijo su hermana mayor.

—Si es mi amiga no tiene porqué. Aparte, vuelvo a tener uñas y por el pelo no me preocupo mucho, quizá mañana vuelva a estar largo —dijo con orgullo la pequeña.

—¿Vendrás a dormir, no? —preguntó Virginia mientras escuchaba el ansiado mensaje de su buzón.

—No lo sé. Además, yo no duermo, tonta —respondió con un acceso de soberbia infantil —. Estoy hecha polvo por lo de papá.

Esa noche Virginia marcó cien veces al número de Nacho, pero en todas saltó el contestador. Escuchó repetidas veces el mensaje que él le había dejado tres días atrás con voz fría, exhausta, malgeniada. No había que ser adivina para darse cuenta de que ese muchacho estaba solo y perdido como un frigorífico en un cuadro de Piero della Francesca, pero sin la ayuda de su hermana iba a ser difícil ubicarlo pues, aunque tuvo los bits de memoria para llegar hasta su edificio y quedarse un buen rato esperándolo con la calefacción del coche en marcha, Virginia fue incapaz de recordar en qué piso vivía aquel hombre que podía tener pareja.

De pasiones y otros fantasmas

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