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Capítulo tres

La maldición de Virginia se conjuró antes de que ella existiera formalmente, es decir, el día en que su hermana mayor murió. Lo que empezó con una fiebrecilla y una manchita en sus mejillas en forma de mariposa roja, terminó por transformarse en un lupus de una voracidad tan incalculable que la consumió antes de que la pequeña pudiera mostrar su hermosa sonrisa con dientes que no fueran de leche. En un verano su largo pelo azabache se había ido cayendo hasta que su madre confirmó que se había quedado calva y, al sentir que su último pelo se le movía como se mueven los hilos descosidos de la ropa, supo que iba a dejar de sentir el calor en sus manos blanditas y el olor a leche frita de su aliento.

Casi un año después de que la pequeña Virginia fuese enterrada en un ataúd diminuto, su madre descubrió con ilusión que su vientre se movía involuntariamente. El padre, en cambio, reaccionó con una tristeza contagiosa ante la noticia de que esperaban otro hijo.

El parto fue rápido y la mujer, que ya sabía resistir los latigazos de las contracciones con unos soplidos feroces, lloró de dicha al ver la cara de su hija bañada en sangre caliente, y en aquellos ojos de topacio negro y en su boca hambrienta reconoció a su hija Virginia. El pueblo hizo silencio al conocer que la pequeña iba a recibir el mismo nombre de su hermana muerta, pero con resignación le bordaron el mismo ajuar que a la primera y, por alguna respuesta social que no se supo si fue consensuada, empezaron a mezclar las imágenes de la fallecida con las de la niña viva y, cuando suspiraron de alivio cuando esta últimasopló las velas de su cuarto cumpleaños, pudieron hacer una simbiosis perfecta entre ambas Virginias, hasta el punto de no llegar a mencionarlas por separado jamás.

Por el contrario, los padres de Virginia jamás superaron el haber sepultado a una hija y, aunque la segunda les parecía también graciosa y casi tan guapa como la primera, siempre fue vista como una mímesis coja de la Virginia original y nunca se esforzaron por ocultarlo: le dieron su mismo cuarto, los mismos lápices de colores, el mismo puesto en el comedor y, para hacer de la comparación una forma de vida, su madre puso las pocas fotos que había tomado de su primogénita en marcos que compartía con la segunda. A la que seguía viva le hablaba de la pequeña como un modelo perfecto a seguir, le corregía su forma de hablar, de reírse y hasta de patalear, para que le saliera lo más parecida posible a su Virginia muerta. Lo que no sabía esa madre es que, con el fin de desmarcarse de una vida prestada, la viviente Virginia de Mayo un día decidió ser única, totalmente distinta a aquello que se esperaba de ella.

Empezó a descubrirlo la primera vez que su hermana se le apareció cuando tenía seis años, quizá intentó hacerlo antes, pero lo cierto es que Virginia no consiguió verla hasta que tuvo esa edad y pudo encontrarle explicación a esa ventana que se abrió sola después de que su madre la llamara encolerizada en una noche de verano —estación a la que la pequeña Virginia, esa que no pudo llegar a crecer, profesaba un odio tan inclemente como el infantil—, a ese ramalazo de jazmines que sentía en sus cuadernos cuando hacíalos deberes y a esos horrorosos gritos al despertar que hacían retumbar los cimientos podridos de la casa y que, según parece, se debían a que algo se le metía a la pequeña por la garganta hasta extinguirle el aire.

Con los años, las apariciones, desapariciones y la costumbre, supo que su hermanita no era tan mala como le pareció al principio, pero estaba a noventa reencarnaciones de convertirse en beata, como la creían sus padres y, además, jamás iba a cumplir ni treinta y cuatro, ni treinta y cinco años, como sus padres recordaban con llanto: la pequeña Virginia iba a ser para siempre una criatura de cuatro años, juguetona, risueña, pero al mismo tiempo enfermiza y dolorida.

Cuando la pequeña se despertaba con buen pie y charlatana destapaba confidencias de la gente del pueblo o de los compañeros de clase de su hermana, pues la mayoría de los días se animaba a salir de casa para acompañarla a sus clases de grabado o de fotografía: le parecía apasionante el cuarto oscuro en el que se divertía haciendo virguerías para enloquecer al pobre profesor Aranguren cubriendo con su cuerpo, casi invisible, la ampliadora hasta volver borrosas las fotos, o sumergiéndose en los líquidos de revelar hasta cambiarles la composición; tonterías que a nadie parecían preocupar mucho, pero que a Aranguren le estaban costando horas de insomnio.Virginia de Mayo le repetía que no tenía ningún interés en conocer detalles íntimos de sus amigas de la Facultad, o en enterarse de que el panadero hacía unas cosas en la cama que a la niña le parecían muy extrañas, pero sabía que lo que su pequeña hermana podía «ver» le iba a servir de mucho en algún momento; y no se equivocaba.

Aún así, la insaciable curiosidad de su hermanita mortificaba a Virginia, quien consideraba que debía estar prohibida la muerte de los más pequeños, pues, los que seguían apegados a este mundo tenían que vivir con su escasa comprensión, sus limitados juicios y su conocimiento prematuro: una injusticia, porque el mundo no es lugar para ellos y tienen que deambular por él llenos de dudas y corrompiéndose con las libaciones de los adultos, viendo, a diario, un cabaret infinito de golpes, insultos, pecados capitales y todo un cosmos íntimo de atrocidades ocurriendo en las casas y en sus esquinas: un enorme muestrario de la escatología humana para el que no existía censura previa.

—Estoy segura de que papá no hace lo que hace el panadero con mamá —dijo esa tarde la pequeña.

—Vamos a ver, ¿y tú para qué sigues husmeando en lo que hace el panadero? —le recriminó Virginia intentando contener la risa mientras frenaba el coche.

—Porque todo el mundo se cree que él está tan contento con su mujer, pero nadie ve que por la noche se pone detrás del chico que le ayuda con elpan y terminan ambos gritando como si les doliera mucho el estómago. Además, se les pone el pito grandísimo. Yo creo que papá no lo tiene así.

—Eso es mejor que no lo sepas. Además, como no quieres ir a ver a nuestros padres, pues ese detalle no te lo puedo contar yo. Con lo curiosa que eres, sigo sin entender por qué no quieres visitarlos.

—He pensado que quizá entre en casa en la próxima comida, es improrrogable.

—¿Y a ti quién te ha enseñado esa palabra? —preguntó Virginia invadida de asombro.

—La dice siempre el profesor Aranguren. El pobre, me cae bien. Además, tú le gustas mucho. Eso se lo dijo a otro profesor, uno que se mancha con café el bigote.

—Sí, ya sé quién es. Pero Aranguren es un poco mayor para mí —dijo susurrando Virginia al tiempo que guardaba su mochila en la taquilla y otros alumnos la miraban divertidos al confirmar que hablaba en soliloquio.

—Aranguren está tan coladito por ti que se hacía cuatro estaciones de metro de más para verte cuando dejamos el coche en el taller.

—¿En serio? —preguntó aplacando el grito Virginia, mientras veía que su hermanita se sentaba a pintar con el dedo y se desvanecía a la misma velocidad con que ella clavaba su atención en el aturdido Aranguren.

Virginia ya no sufría como antes al ver que su hermanita no podía pintar, ni tan siquiera rasgar el papel, probar las galletas que muy rara vez horneaba la abuela o elcocido soso de su madre, encender la televisión, ni mucho menos llamar el ascensor. En cambio, podía subir las escaleras sin hacer sonar los pies —porque eso de que los muertos se desplazan sin mover los pies es una inocentada de las películas—, bajarse del coche si se aburría en un atasco o dormir de pie si se cansaba de ver tanto el mundo. Por lo que había deducido Virginia, los muertos no se cansan físicamente porque no tienen ningún órgano para fatigarse, pero eso no los convierte tampoco en súper hombres voladores. Cuando desaparecen o se hacen invisibles en este mundo se debe a que se desconectan de él, estado en el que no ven ni luces ni sombras y que, según se lo había explicado con su lógica infantil la pequeña Virginia, se corresponde con la sensación de estar dentro del ataúd en el que entran al morir: un lugar en donde no se escucha ningún ruido, perfecto para dormir si se está vivo, pero que a su hermana, una menudencia de cuatro años, le parecía un sitio aburridísimo en el que solo estaban sus huesos.

La apertura de aquella famosa ventana era algo que le causó tanto miedo a la niña que le quitó las ganas de volver a pisar su casa. Según ella, la ventana se abrió cuando su madre pasó por allí y dijo su nombre con tanta fuerza que hasta el vecino supo que no estaba llamando a su segunda Virginia sino a la primera. En ese momento, la pequeña Virginia se estremeció al ver que su silueta se movía sin su consentimiento y la ventana se abría de par en par dejando pasar el soplo hirviente de un julio abrasador, obligando a la pequeña a ponerse ante los ojos de su madre, con la mirada inyectada en rabia como perra enfurecida.

De pasiones y otros fantasmas

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